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1. Toma de contacto


Yeguada Dehesa de Cabeza Rubia.


Me encontraba parado y sin trabajo. Toda mi ilusión era trabajar con caballos; me pasaba todo el día pensando en ellos, en cómo cuidarlos, limpiarlos, y sobre todo aprender a domarlos, pero por el momento lo único que tenía eran diferentes libros y revistas sobre caballos que llenaban la estantería de mi habitación.

Siempre que tenía oportunidad, cuando era feria me acercaba a ver los paseos a caballo que se realizaban en mi pueblo. Miraba a los caballos soñando que algún día podría poseer uno para disfrutar y conseguir hacer con él lo que en los libros de equitación leía.

Me llamo Juan López. Soy un joven de dieciocho años, moreno, de mediana estatura y complexión atlética, de familia humilde pero con saber estar cuando trato con gente de distinta clase social.

En una boda familiar coincidí con mi tío Rubén. Este me preguntó:

–¿Qué tal andas de trabajo, sobrino?

–Mal. En todas las entrevistas de trabajo me dicen lo mismo, que no tengo experiencia. ¿Cómo quieren que tenga experiencia si no me dan una oportunidad?

–Tienes razón. La cosa está mal. En la empresa donde trabajo, mi jefe está buscando un joven para trabajar de pastor. ¿Te interesaría ese trabajo?

Me quedé pensativo. Cuidar ovejas no estaba en mis pensamientos, pero no tenía otra opción, así que contesté:

–Probar y ver las condiciones no estaría mal.

–Lo único que te puedo decir es que te tienes que quedar en el campo; está a más de trescientos kilómetros de aquí. Y ayudar cuando haga falta en las tareas a los otros empleados, como ellos te ayudarán a ti cuando sea necesario.

–Por eso no hay problema; ya sabes que me gustan tanto las ovejas como los cerdos o las vacas.

–No, Juan, me refiero en las tareas de la yeguada que hay dentro de la finca.

Al oír que allí había una yeguada se me abrieron los ojos tres cuartas, por la alegría que me daba el poder estar cerca de caballos.

–¿Sabes, tío Rubén, que mi pasión son los caballos? Por probar no se pierde nada; dime qué tengo que hacer.

Mi tío me escribió la dirección de la finca ganadera junto con un número de teléfono.

–Este es el número de mi jefe. Llámalo y le dices que vas de mi parte, pero dile que es por el empleo de pastor; mira que este hombre tiene muchas cosas en la cabeza y lo mismo te dice que te has equivocado.

–Muchísimas gracias, tío. Mañana lo primero que haré será llamarlo. Hoy es domingo y estando de boda, como que no es plan.

–Sí, es mejor mañana; no creo que en estos dos días haya encontrado a nadie.

Intenté pasar el día en familia lo mejor que pude, pero no era capaz de quitarme de la cabeza la idea de encontrar trabajo y además estar cerca de caballos.

A la mañana siguiente me levanté, desayuné y, sin decirles nada a mis padres, salí a dar un paseo. Cuando me sentí mucho más relajado me decidí a llamar al jefe de mi tío.

–¿Don Gregorio Pérez? Hola buenas. Mire usted, mi nombre es Juan y le llamo de parte de Rubén López. Es mi tío.

Desde el otro lado del teléfono me contestó una voz ronca y segura. Solo de escucharlo sentí un gran respeto hacia él.

–Sí, dígame de qué se trata.

–Mire usted, ayer estuvimos de boda juntos y me comentó que necesitaba un pastor.

–Cierto. ¿Tienes experiencia con ovejas?

–En casa siempre hemos tenido ocho o diez ovejas para que se comieran las malas hierbas de un pequeño campo que tenemos.

–A ver, lo primero que quiero saber es si sabes de ovejas, después si estás dispuesto a quedarte en el campo, y si tienes familia. Claro, y si te conviene el sueldo, evidentemente.

–Tengo dieciocho años y no tengo ni novia, no me importa quedarme en el campo y, sobre saber de ovejas, nadie nace aprendido, pero le pondré empeño y ganas. En lo referente al sueldo, usted dirá.

–Bien, parece que puedes reunir las cualidades que necesito. ¿Sabes dónde está la ganadería?

–Sí, señor. Mi tío me lo apuntó.

–Bien, entonces ¿qué te parece si mañana quedamos sobre las doce en el cortijo y concretamos mejor personalmente?

–Me parece buena idea. Muchas gracias, don Gregorio. Mañana estaré allí.

Tras acabar la conversación no sabía qué hacer, era un manojo de nervios. Solo pensar en que tendría trabajo era motivo para estar muy alegre. Corrí a mi casa y les conté todo lo sucedido a mis padres.

Mis padres estaban muy contentos y orgullosos por mi posible nuevo empleo y me felicitaron y desearon mucha suerte.

Era el primer viaje largo que hacía después de sacarme el carnet de conducir. Cogí mi viejo coche, uno que me había comprado con unos ahorros que tenía guardados.

Desde mi tierra natal (situada entre el norte de Cáceres y el sur de Badajoz) a la finca de don Gregorio había una distancia de unos trescientos kilómetros. La mayor parte del trayecto lo hice por autovía, pero a unos cincuenta kilómetros de mi destino cogí un desvío por una carretera secundaria. El paisaje cambió por completo; estaba todo muy poblado de encinas y las fincas se dividían perfectamente por unas paredes de piedras donde pastaba tanto ganado vacuno, como cerdos y ovejas.

Sobre las once de la mañana ya me encontraba en la puerta de la finca. Mereció la pena madrugar. Al no conocer la carretera ni el lugar no quería hacer esperar a mi entrevistador.

No cabía duda: estaba en la puerta de la finca. Era la entrada más grande, bonita y recién pintada de todas cuantas había visto desde la carretera. Entré por un ancho, llano y limpio camino que llegaba hasta las puertas del cortijo. Habría recorrido no más de quinientos metros cuando paré mi coche junto a otros que había estacionados y me bajé a ver si encontraba a alguien que me pudiese informar de dónde se encontraba don Gregorio.

Se me acercó una persona mayor, de estatura mediana y piel curtida, declarando por su aspecto que su vida había transcurrido a la intemperie, en el campo.

–Hola, joven. ¿En qué puedo ayudarle? –me dijo, mientras se acercaba a mí.

–Hola, me llamo Juan López y he quedado con don Gregorio para una entrevista de trabajo.

–Yo me llamo Luis García –me dijo mientras me extendía la mano derecha para saludarme–. Don Gregorio le está esperando en el patio del cortijo.

Me dirigí al patio del cortijo y allí se encontraba don Gregorio. Era un hombre alto de complexión algo gruesa y mirada seria que imponía respeto.

–Buenas, don Gregorio. Soy Juan López. Hablamos ayer por teléfono y quedamos a esta hora.

–Sí, recuerdo; te estaba esperando. ¿Qué tal el viaje?

–Muy bien, la verdad. Es que había poco tráfico y como no conocía esta parte de Extremadura venía contemplando el paisaje y se me ha hecho corto.

–Me alegro, bien. Esta es la finca donde necesito un pastor. Son unas pocas ovejas de raza merina que he adquirido hace poco y con los dos pastores que parecían interesados no acabé entendiéndome por dos razones: el primero no quería quedarse en la finca y el segundo no quería ayudar a Luis con sus tareas. Creo que ya le has conocido, estaba en la puerta.

–Por mi parte, quedarme no es ningún inconveniente, siempre que la casa sea modesta, y en lo referente a ayudar al señor Luis, ¿en qué consistiría?

–Consistiría en ayudarle en las tareas que tiene que realizar con los caballos. Por su edad no quiero que le suceda nada cuando tiene que llevar a cabo ciertas labores.

Al escuchar que ayudar al señor Luis significaba estar con los caballos no pude ocultar una emoción tal que don Gregorio se dio cuenta y me preguntó:

–¿Te gustan los caballos?

–Mire usted, don Gregorio, si le soy sincero, el elegir el trabajo de pastor fue porque mi tío me dijo que en esta finca había una yeguada, y para mí el estar cerca de estos animales ya es motivo suficiente para aceptar el trabajo.

–Me alegra tu sinceridad, y por eso, si lo prefieres, te ofrezco a que pases a trabajar directamente con los caballos bajo las órdenes de Luis. ¿Qué te parece?

–Me parece genial. Pero ¿y el puesto de pastor?

–No te preocupes; para ese trabajo se me ofrecen a diario varias personas; alguno encontraré.

–Muchas gracias. ¿Qué debo hacer?

–Mira, este es el contrato. Échale un vistazo y si te parece correcto lo firmas y pasas a presentarte a las cuadras y ya me irás contando.

–Perfecto, eso haré.

Leí el contrato y al ver que todo estaba perfecto, lo firmé y se lo entregué a don Gregorio. Seguidamente me dirigí a las cuadras, donde se encontraba don Luis García, el mayoral de la yeguada.

–¡Hola! He estado conversando con don Gregorio y al final me ha destinado con usted para colaborar en el trabajo diario de la yeguada.

Don Luis García se dirigió a mí con un carro de mano y una horquilla, que me entregó diciéndome:

–Me parece perfecto. Lo primero: no es para colaborar conmigo, sino para estar bajo mis órdenes. Aquí tienes esto y empieza limpiando el estiércol de las cuadras. Y segundo, me alegro de tenerte conmigo; ya era hora de que me mandasen a alguien. Este no es un trabajo para una persona sola.

Cogí el carro y empecé a quitar el estiércol que había en algunas cuadras. Eran espaciosas por dentro, de cuatro por cuatro metros cuadrados. Eran todas contiguas. Eran diez cuadras perfectamente ventiladas y bien orientadas para que en invierno no fuesen muy frías y en verano fuesen lo suficientemente frescas, todas bajo un mismo techo con un pasillo de tres metros de ancho. Cuando acabé de limpiarlas, me dirigí adonde estaba el Sr. Luis y le dije:

–He acabado, señor Luis. ¿Puedo hacerle una pregunta?

–Desde luego que sí,

–No quiero que se ofenda, pero ¿no está usted en edad de estar jubilado más que de estar trabajando?

Don Luis García, el señor Luis, me dijo con mirada seria y sin hacer ningún movimiento brusco, recordándome a los maestros que solía ver en las películas de artes marciales dijo:

–Mira, joven, para empezar te diré que estoy jubilado. Si sigo en esta finca es por varias razones: la primera es porque no tengo adónde ir. Me he criado en estas tierras y el estar junto con estos caballos es lo que me hace sentirme vivo y útil. Me quedo a dormir en esa casa que ves a continuación de las cuadras. Por tanto, a lo que hago no se le puede llamar trabajar. ¿He respondido a tu pregunta o tienes alguna duda más?

–Creo que me ha quedado bastante claro. Usted dirá, señor Luis, qué debo hacer.

Me indicó con su mano que le siguiese y caminando tras él nos dirigimos adonde se encontraban las yeguas, unas veinte en total.

Era un cercado donde las yeguas estaban muy confortables, con una pradera verde y mucha agua corriente en varias fuentes, unidas por pilares. Uno podía verse en ellas como si de un espejo se tratase por hallarse el agua cristalina.

Las yeguas eran de distintas capas. Abundaban las tordas, seguidas de las castañas y tres negras, pero todas tenían las mismas hechuras, alzadas y parentesco, como pude averiguar posteriormente. Todas eran familia por línea materna de una yegua fundadora que don Gregorio adquirió en una subasta de la yeguada militar hacía más de cuarenta años.

Tras revisar que se encontraban en perfecto estado y alimentadas nos encaminamos a las cuadras, donde estaban los potros y sementales de la yeguada.

–Pero estas no son las cuadras que he limpiado esta mañana –le dije viendo que se trataba de otras dependencias.

–No, aquellas eran las cuadras de las parideras, donde encerramos a las yeguas que están a punto de dar a luz cuando las inclemencias del tiempo son malas por agua, frío o viento. Además están más protegidas y al cuidado nuestro por si algún parto viene dificultoso.

Al entrar en esas nuevas cuadras quedé sorprendido por su belleza y lo bien trazadas que estaban. Los sementales estaban a un lado y los potros a otro. Bien ventiladas, sencillas para el manejo en su interior y con un espacioso pasillo donde se podía trabajar un caballo perfectamente. Contaban con idéntico trazado que las cuadras de las yeguas, siendo estas algo más pequeñas, de tres por tres metros cada una. Estaban ocupadas por tres sementales y seis potros de entre tres y cuatro años dispuestos para la venta.

Pasadas unas semanas ya conocía a todas las yeguas y sus potros, de qué sementales eran hijos y con qué semental parecía que la yegua había parido mejor a la cría en comparación a otros años. Estos detalles hicieron que don Luis se fijara en mí como un buen aficionado y me cogiera cariño. Tengo que decir que el cariño era mutuo. Era una persona muy amable conmigo, y me trataba como a un hijo. También podía ser porque al no tener familia viera en mí a ese familiar que nunca tuvo. Yo también, al estar solo en la ganadería sin más compañía que la suya, me apoyé mucho en él.

Me quedaba a dormir en una casa que había al lado de la suya, pero cenábamos todas las noches juntos; era increíble lo que sabía de caballos. Un día le dije que me perdonara y me dijese si le molestaban mis preguntas, pero él, al contrario, se sentía alegre y sin reparo me explicaba todo lo concerniente a la yeguada. Una noche le pregunté:

–Señor Luis, ¿aquí no se doman los potros que están en las cuadras? Solo los sacamos al caminador junto a los sementales.

–Juan, aquí siempre se ha domado a los potros, a los sementales y, lo que es mucho más importante, a las yeguas. Todas esas que ves en el prado están domadas y probadas para saber si son aptas como madres en la yeguada. Lo que sucede es que desde que me jubilé don Gregorio no quiere que los trabaje solo para no tener ningún percance. Tienes que comprender que son animales cerreros, es decir, que a pesar de que tú los veas mansos eso no quiere decir que se dejen hacer lo que queramos a nuestro antojo, y se necesita un proceso en el que los animales a veces se defienden de forma bruta, y a mi edad no tengo la misma agilidad que cuando era joven.

–Pero ahora me tiene a mí aquí. Yo podría realizar ese trabajo bajo su supervisión.

–No es nada fácil; tendría que enseñarte a ti a la vez que a los potros, y eso es cosa complicada. Recuerda una cosa: para domar potros se requiere personal con experiencia, y para adquirir experiencia lo ideal son caballos más viejos y muy domados –me respondió el señor Luis pensativo.

–¿En qué piensa? Parece como si no viese en mí a la persona adecuada para aprender.

–No es eso. Te seré sincero. El tiempo que llevas en la ganadería no ha sido otra cosa que una prueba. Don Gregorio te asignó a mí para saber si podrías ser la persona adecuada para sustituirme en la yeguada y ser yo quien lo aprobara.

–¿Y bien? –le dije sorprendido esperando una respuesta. Su cara pensativa me hacía ponerme más tenso y nervioso que cuando había entrado a trabajar .

–De momento has pasado la primera prueba con éxito. Te felicito. Tienes afición, eres trabajador y aprendes rápido. A partir de mañana empezaremos la segunda prueba: será la de empezar como mozo de cuadra y potrero. Ahora no se hable más y hasta mañana.

Con esas palabras me retiré a mi habitación muy contento, sin querer presionarlo con más preguntas. Deseé dormirme pronto para despertar en un nuevo día y empezar las primeras lecciones de mi aprendizaje en serio. Pero la cabeza me daba muchas vueltas. No era capaz de conciliar el sueño; a la mente me venían las imágenes de esos jinetes que tantas veces veía y leía en los libros y revistas de equitación que tenía en casa de mis padres.


El aprendiz de doma española

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