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La Güija

El final del verano se hacía notar en la playa. Estaba prácticamente vacía. Los seis amigos; tres chicas y tres chicos, chapoteaban entre las olas. El Sol estaba a unas horas de ponerse. La pandilla salió corriendo del agua y cogieron sus toallas para secarse.

—Estoy helada —se quejó Elisa cubriendo su cuerpo con la toalla.

—Y yo —añadió Ángela—. ¿Cuándo nos vamos, chicos?

—Por mí, recogemos ya —propuso Diego enfundándose una camiseta.

—¿Tú qué dices, Mario? —preguntó Alfonso haciendo movimientos con los brazos para quitarse el frío—. ¿Nos duchamos y nos vemos en casa de Elisa?

Elisa, que se estaba frotando el pelo con la toalla se le quedó mirando.

—¿Tiene que ser en la mía? —se quejó—. ¿Por qué no vamos a la tuya?

—Porque están mis hermanas y como son tontas no nos van a dejar en paz —se evadió Alfonso.

—Tú siempre con la misma excusa —rió Alma—. Si queréis vamos a la mía. Mis padres están en el cine. Podemos meternos en el garaje. ¿Cuándo vamos a hacer aquello que dijimos? —preguntó Alma mirando a Mario.

—¿El qué? —Mario la miró interrogante.

—Ya sabes —Alma dibujó un círculo en el aire—, lo del vaso.

—Ay, no, por favor —protestó Ángela—. Me da mucho miedo.

—No pasa nada… ¿Verdad Mario? —Alma buscó la complicidad de Mario—. Él ya lo ha hecho antes. ¿No es verdad?

Mario no contestó. La última vez que lo hizo no pasó nada extraordinario. Miró a Alma y se encogió de hombros.

—Si queréis… —respondió sin demasiado entusiasmo—. Por mí vale.

—A mí me da igual —intervino Elisa—. Vosotros qué decís.

Elisa miró a Diego y a Alfonso. Ambos se encogieron de hombros.

—Lo que digáis —acordó Diego.

—Venga, sí; a ver quién se aparece —manifestó Alfonso.

—De acuerdo —Mario los miró y añadió—. Pero no quiero que después os pongáis histéricos.

Ángela recogió su ropa y la metió en un bolso de esparto, se lo colgó del hombro y dijo:

—Yo miro. ¿De acuerdo? No quiero participar en estas cosas. Prefiero quedarme al margen —aclaró Ángela mirando a Mario.

—Como quieras —accedió Mario.

Alma pasó el brazo por los hombros de Ángela y le dijo:

—Venga, chica, anímate, no va a pasar nada. No es lo mismo estar mirando que participar. Ya sabes…

—No insistas Alma —la cortó Mario—. Es su elección.

—Dejad de discutir y marchémonos —terció Alfonso. Miró a Alma y añadió—. Somos cinco, sobramos.

Fueron caminado y en un punto determinado se separaron para ir cada uno a su casa.

—Chicos, en una hora en mi casa —anunció Alma cogiendo a Ángela por el brazo—. Perdona, no debí hacerlo.

—No te preocupes. Soy una tonta, pero no puedo evitarlo. Estas cosas me horrorizan.

—Ya está, decidido —intervino Elisa cogiendo el otro brazo de Ángela—. No hay más que hablar.

Las tres chicas caminaron juntas ya que vivían muy cerca entre ellas.


Se encontraban todos sentados alrededor de una mesa. Mario estaba anotando en una libreta las letras del abecedario y los números con un tamaño considerable; cuando los tuvo todos, los recortó con unas tijeras. Diego los fue colocando formando un círculo, separando cada carácter unos cinco centímetros entre ellos. El círculo estaba formado por letras y números en el orden establecido en el sistema alfabético y numérico. Después había dos palabras en el centro, enfrentadas una contra otra: SÍ y NO. Esa era la composición casera de aquel diagrama que se comercializaba como “La Güija”. En el centro y a una distancia equidistante del Sí y el No, colocaron un vaso mediano bocabajo. Excepto Ángela, que se encontraba sentada en una silla apartada, los demás extendieron sus brazos mirándose entre ellos.

—Ahora —Mario se dirigió a todos—, vamos a apoyar el dedo índice sobre el vaso. Sin presionar, casi acariciándolo.

Esperó a que todos lo hicieran. Los miró uno a uno.

—¿Preparados? Recordad que no debéis presionar el vaso. En cuanto se mueva debe tener la libertad de dirigirse donde quiera.

—Me estás diciendo…, —Elisa lo miró asustada—, ¿qué se va a mover solo?

—¿Qué esperabas? —intervino Alfonso—. Si lo movemos nosotros no tiene gracia.

—El vaso se moverá solo —aclaró Mario—. Puede que tengamos dificultades en seguirlo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Elisa alarmada.

—Nadie sabe quién mueve el vaso —explicó Mario—. Puede que sea nuestra energía o puede que el espíritu que nos visite lo mueva, pero nosotros no, desde luego.

—¿Empezamos ya? —protestó Diego.

—¿Estáis listos? —Mario buscó la aprobación de todos.

Todos asintieron.

—Empecemos —avisó Mario poniendo su dedo sobre el vaso. Los demás le imitaron. Se aclaró la voz —. Si hay algún espíritu que quiera comunicarse con nosotros que se presente.

Todos aguardaron en silencio. El vaso permanecía inmóvil. Mario volvió a intentarlo.

—Si hay algún espíritu que quiera comunicarse con nosotros que mueva el vaso.

Expectación. Nada.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo —observó Alfonso.

Mario volvió a insistir. Carraspeó con fuerza.

—Si hay algún espíritu que quiera comunicarse…

—Que hablé ahora o calle para siempre —le interrumpió Diego riendo.

Mario le fulminó con la mirada.

—¡Diego! —reprochó Alma—. No seas imbécil.

—¡Qué! —protestó Diego—. Es para romper el hielo.

Elisa no pudo evitar soltar una carcajada. Mario la miraba con reproche.

—Lo siento —se excusó aguantando la risa.

—¡Venga! —apremió Mario sin poder contener la sonrisa—. Hacemos un par de intentos más y si no aparece nadie lo dejamos.

—¿Por qué no encendemos unas velas? —propuso Alma.

—¡Buena idea! —coincidió Alfonso.

Alma se levantó y volvió con tres velas; las prendió y se las pasó a Elisa que las distribuyó fuera del círculo. Al acabar, volvieron a poner el índice sobre el vaso. Mario volvió a repetir la frase.

—Si hay algún espíritu en esta sala que quiera comunicarse con nosotros que mueva el vaso.

—Eso no lo has dicho antes —indicó Diego.

—Si hay algún espíritu en esta sala que quiera comunicarse con nosotros que se manifieste.

Todos miraron al vaso. De repente, hizo un movimiento y se detuvo.

—No mováis el vaso —se enfadó Alfonso.

—Yo no he sido —negó Elisa.

—Ni yo —negó también Alma mirando a los demás.

Mientras discutían quién había movido el vaso, otro movimiento los hizo volver la mirada a la mesa; en esta ocasión, el vaso se movió claramente hasta detenerse en el Sí. Todos quedaron boquiabiertos mirando al vaso que permanecía inmóvil junto al Sí. Mario tomó la iniciativa.

—¿Cómo te llamas?

El vaso comenzó a moverse claramente entre las letras buscando una palabra.

—Ángela —Mario se dirigió a ella—. ¿Puedes ir anotando lo que te digamos?

Ángela abrió la libreta y se dispuso a escribir.

—S —dictaba Mario—, a, t, a, n. Satán.

Todos quedaron en silencio.

—Mientes. No eres Satán —se atrevió a decir Mario—. Dinos quién eres en realidad.

El vaso empezó a moverse con rapidez, apenas podían apoyar el dedo en él. Mario iba diciendo las letras y Ángela las anotaba. Cuando el vaso se detuvo, preguntó Mario:

—¿Qué ha dicho? —Ángela estaba petrificada—. ¡Ángela!... ¿Qué ha dicho?

Ángela pareció salir de su estupor. Miró la libreta.

—Dice… —apenas le salía la voz—. Dice que hoy poseerá a uno de vosotros.

Todos se miraron con los ojos muy abiertos.

—Y una mierda… —Alfonso golpeó la mesa con fuerza. Curiosamente, nada de lo que había encima se movió. Solamente, las velas se apagaron.

—Vamos a calmarnos —dijo Mario—. Vamos a preguntarle más cosas a ver si averiguamos algo más.

—Yo paso —se negó Elisa—. Esto se nos ha ido de las manos.

—No podemos romper el círculo —intentó convencerla Mario—. Por favor, Elisa. No podemos dejarlo así, es peligroso.

—Es cierto Elisa —añadió Diego—, lo he leído en una revista, decía que no se puede dejar a medias.

—De acuerdo —Elisa intentó recomponerse—. Vamos a acabar con esto.

Mario puso el dedo encima del vaso y esperó a que los otros hicieran lo mismo.

—¿Por qué quieres hacer eso? —retomó Mario las preguntas—. No hemos hecho nada malo.

El vaso pareció moverse en círculos con rapidez para después volver a ir marcando letras. Iba de un lado para otro sin apenas poder componer una frase. Cuando acabó volvió al centro.

—¿Lo tienes? —preguntó Mario a Ángela—. ¿Lo tienes, Ángela?

Ángela miró la libreta y luego a Mario.

—Dice que somos débiles y que esta noche poseerá a Alma.

—¿A mí? —Alma dio un salto en la silla—. ¿Por qué?

Mario hizo una señal con la mano a Alma para que volviera a poner el dedo.

—¿Por qué motivo? —continuó Mario—. ¿No será, tal vez, que el débil eres tú y pretendes asustar a una pobre chica?

El vaso pareció volverse loco. Diego y Elisa perdieron el contacto y hacían enormes esfuerzos para recuperar su posición. De repente, el vaso se paró y volvió a marcar letras a una velocidad menos intensa. Mario iba diciendo las letras ayudado por Alfonso. Diego se mantenía en silencio, paralizado. Al terminar, el vaso volvió al centro y se quedó quieto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Alfonso mirando a Ángela.

—Ha dicho que… —miró a Mario y bajó los ojos a la libreta—, no intentes desafiarle o sufrirás las consecuencias.

Todos continuaban con los dedos encima del vaso.

—¿Pretendes asustarme? —interrogó Mario—. ¿Te crees por encima de Dios? Puede que seas Satán o un simple espíritu que vaga sin encontrar el camino. ¿Por qué no demuestras quién eres en realidad?

El vaso empezó a moverse con rapidez, hasta que de nuevo volvió al centro.

Mario miró a Ángela. Ésta miró la libreta y leyó:

—Pobre mortal. Te sientes amado por Dios. Pronto quedarás sumido en la oscuridad. Tu Alma vagará entre siete universos, mientras tu cuerpo permanecerá oculto en un rincón de la penumbra.

El vaso empezó a girar entre las letras. Solo se detenía delante de la “J” y de la “A”. Con la repetición de ambas letras pretendía componer una risotada: Ja, Ja, Ja, Ja, Ja…

Mario se quedó blanco como la cera. ¿Qué había querido decir?

—Vamos a hacer una cosa —propuso Mario—. Cuando os lo diga, retiráis el dedo… ¡Hacedlo!

Todos retiraron el dedo del vaso excepto Mario.

—Esta conversación se ha terminado —dijo Mario mirando al vaso—. Te vamos a echar a dónde debes estar.

Iba a retirar el dedo cuando el vaso volvió a moverse. Primero, lentamente, se acercó a donde se encontraba Mario. Era imposible que pudiera moverlo. Después, comenzó a dar vueltas con el único dedo de Mario, que apenas podía seguirle. En ocasiones perdía el contacto y, durante unos instantes, rodaba solo. Todos estaban asustados. Mario no podía moverlo solo. A veces los giros posicionaban su dedo en un punto imposible de ser manejado. Aquello era real. Mario retiró el dedo y el vaso se detuvo.

Quedó respirando entrecortado, asustado. Tras unos minutos, levantó la vista del vaso y miró a los demás; todos le miraban. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas, colocó dos cerillas encima del vaso formando una cruz; encendió una y prendió las puntas de las cerillas. Todas las puntas fueron prendiendo, pero, cuando intentó prender la última, no lo conseguía. Volvió a colocar dos más formando la cruz y empezó a prender las puntas cambiando el orden; de nuevo, la última no prendía.

—Ahora sí que me estoy acojonando —dijo Mario volviendo a colocar dos cerillas más.

Una vez más, la última punta no prendió.

Mario se levantó tirando la silla. Cogió el vaso y salió a la calle. Lo lanzó con fuerza contra la pared que había enfrente, era una casa abandonada, pendiente de derribo; el vaso rebotó varias veces y no se rompió. Se quedó mirando el vaso sin poder creerlo. Volvió la vista mirando a sus amigos. Estaban todos paralizados. Avanzó hacia el vaso, lo cogió y lo lanzó a la pared desde donde estaba, a unos metros. El vaso golpeó contra la pared y rebotó en ella sin romperse. Era imposible. Fuera de sí, lo cogió de nuevo y levantando la mano lo estrelló contra el suelo con todas sus fuerzas mientras gritaba:

—¡Vuelve al infierno!

Esta vez, el vaso se hizo añicos. Los otros chicos se acercaron lentamente y miraron al suelo.

—¡Dios mío! —Diego se santiguó—. No ha quedado ni rastro.

Efectivamente, no se podía ver ni un solo trozo de vidrio.

—Tenemos que ir a hablar con don Pedro —propuso Ángela. Don Pedro era el cura.

Se dirigieron a la Iglesia. De camino, salió de una casa una señora que los llamó. Era una curandera de esas que quitaban el Sol o el dolor de tripa, y también el mal de ojo. Cuando llegaron a su altura, se quedó mirando a Mario y le dijo:

—Veo que caminan contigo un cordero negro y un cordero blanco. Ten cuidado, hijo.

—¿Eso qué significa? —peguntó Mario desconcertado.

—Eso no lo sé. Te puedo decir lo que veo, pero no sé interpretarlo… Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

Los chicos continuaron su camino y llegaron a la Iglesia. El cura estaba oficiando misa, no había mucha gente. Todos caminaron por el pasillo central hasta llegar delante del altar. Don Pedro interrumpió el ofició.

—¿Qué significa esto? —espetó ofendido.

Ángela dio un paso adelante.

—Tenemos que hablar con usted. Es muy importante.

—¿Tan importante como para interrumpir una misa? —objetó don Pedro.

Todos asintieron. Don Pedro bajo los tres escalones que le separaban de los chicos. Los sobrepasó mientras hacía un ademán para que le siguieran. Llegaron a la entrada de la iglesia y se detuvieron.

—Explicaos —conminó muy enfado—. ¿Qué ocurre?

Ángela se lo contó todo. Don Pedro la escuchaba con atención sin interrumpirla. Cuando acabó se santiguó.

—¡Virgen María! ¿Qué habéis hecho? Tenéis que confesaros. Después os daré la comunión.

Los feligreses que habían asistido a toda la escena se preguntaban entre ellos con curiosidad. Cuando confesó a todos, salió del confesionario y rogó que le acompañaran.

—Vamos a retomar el oficio —anunció—. Esperad a la eucaristía y os daré la comunión.

Don Pedro volvió a retomar el oficio y cuando llegó el momento de tomar la comunión, todos se pusieron en fila esperando que, con aquel gesto, se pudiera reparar el conflicto espiritual que se había generado; al menos, todos lo creían.


El tiempo, ese gran aliado del olvido, fue el elemento necesario para que aquel episodio formara parte del pasado. El paso de los meses fue decisivo para que ninguno hablara de lo que ocurrió. Las chicas estaban dedicadas a los estudios. Las tres habían entrado a la Universidad de Valencia; al igual que Alfonso. Diego, estaba desarrollando estudios de Formación Profesional y Mario, había sacado una beca en la Universidad de Barcelona.

Sus vidas discurrieron por caminos distintos y solo se encontraban en verano. Pero, cada vez con mayor frecuencia, sus vidas coincidían menos. Diferentes amistades, distintas metas; todo se había roto entre ellos, a pesar de que, cuando coincidían, pudieran tomar unas cervezas.

Coma: El resurgir de los ángeles

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