Читать книгу Coma: El resurgir de los ángeles - Frank Christman - Страница 8
ОглавлениеEl infortunio
Cinco años más tarde
Mario acabó la carrera de Ingeniero Industrial Superior en la Universidad de Barcelona. Durante cinco años había estado trabajando casi de todo para poder pagarse los estudios. Barcelona era una ciudad cara y tuvo que compartir piso con otros cuatro estudiantes. La muerte de su abuela, el único familiar que le quedaba —sus padres murieron en un accidente cuando tenía tres años—, a la que adoraba, le permitió acabar sus estudios con comodidad, ya que le había dejado la mitad de la herencia. La otra mitad se la había dejado a su hermana Sara, que había estudiado Física Cuántica y se había especializado en aplicaciones informáticas. Había sido reclutada por una multinacional de San Francisco, California, en Estados Unidos. Gracias a la generosidad de su abuela, Mario pudo comprarse una moto de gran cilindrada, una Honda GL 1800. Las motos eran su pasión.
Estaba en el piso que compartía con otros estudiantes, dándose una ducha. Cuando acabó, se preparó el poco equipaje que tenía y lo metió en dos bolsas. Sus compañeros de piso ya lo habían dejado volviendo a sus casas, así que, solo quedaba él; Cogió las bolsas y bajó las escaleras. Al llegar a la portería saludó al portero.
—Buenos días, Miguel —saludó.
El portero que estaba ojeando un periódico, levantó la vista al reconocer la voz del chico.
—¡Ah! Hola, Mario. ¿Qué te cuentas?
—Pues nada, que ya he terminado y vuelvo a casa, a Valencia —introdujo una mano en un bolsillo y sacó un llavero. Extrajo una llave y se la entregó—. Tenga; entréguesela a doña Mercedes.
Se agachó a recoger las bolsas y con ellas en la mano se despidió.
—Adiós, Miguel. Despídame de doña Mercedes.
—Lo haré. Buen viaje y cuidado con la carretera.
—Tendré cuidado. Gracias por todo lo que ha hecho durante estos cinco años.
—Hago mi trabajo.
—Buena suerte —dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Al salir caminó hacia donde tenía la moto; abrió los compartimentos que tenía a ambos lados e introdujo las bolsas, después de sacar una chaqueta de motorista y el casco, cerró los compartimentos, se puso la chaqueta y se sentó en la moto. Arrancó y, mientras dejaba que el motor cogiera ritmo, se colocó el casco, lo abrochó bien y arrancó. Mientras circulaba por Barcelona para coger la salida a Valencia miró a su alrededor. Habían sido cinco intensos años. Atrás dejaba amigos, chicas y muchos recuerdos agradables. No le gustaba correr demasiado, menos aún mientras tuviera que pasar los controles de pago de la autopista. Cuando pasó el último paró en un lado, se abrochó bien la cazadora, comprobó que todo estaba correcto y arrancó. Por delante tenía tres horas y media de camino.
Tres horas después, cuando estaba cerca de Sagunto, decidió salirse de la autopista y coger una carretera nacional. Necesitaba repostar. Encontró una gasolinera a pocos kilómetros; aprovechó y compró una botella de agua que se bebió del tirón. El calor era insoportable. Volvió a montarse en la moto y arrancó. A lo lejos divisó una rotonda con un paso elevado que conectaba con el puerto de Sagunto. Por un momento dudó si desviarse o no; decidió continuar. Aceleró un poco, no demasiado. Cuando estaba pasando por el cruce, un coche le salió a toda velocidad; no pudo esquivarlo, el golpe fue brutal. Salió despedido por encima del coche y se golpeó contra el pilar de sustentación de un paso elevado. La fatalidad cayó sobre Mario. Inmediatamente los coches pararon y algunos se bajaron para comprobar su estado. Tenía el casco partido. Uno de los que se habían acercado era otro motorista.
—Que nadie lo toque —advirtió—. Ya he avisado a emergencias.
El motorista, que había presenciado el accidente, explicó con claridad la gravedad del golpe y puso a los de emergencia en aviso de que, posiblemente, habría que evacuarlo con el helicóptero. Pero lo que llegó fue una ambulancia del SAMU. Los médicos lo inmovilizaron y lo llevaron a la ambulancia. Estuvieron parados hasta que lo estabilizaron. Uno de los médicos sacó el teléfono y llamó a la central.
—Soy el doctor Castro —explicó a la operadora—, estamos con el accidentado. Lo hemos estabilizado, pero sufre múltiples lesiones y un severo traumatismo craneoencefálico. Con el tráfico que hay tardaríamos una hora en llegar a La Fe, solicitamos helicóptero para evacuación urgente, de lo contrario, lo perderemos.
—Entendido. Tramito su solicitud. En cuanto sepa algo se lo hago saber.
—Es muy urgente —insistió el doctor—. Repito, es muy urgente.
—Paso a modo de espera —decidió la operadora.
El doctor Castro miró a su compañero. Éste le devolvió la mirada y dijo:
—Creo que lo perderemos.
—Espero que no tarden —deseó el doctor Castro.
La voz de la operadora volvió a oírse por las manos libres del teléfono.
—Doctor, ¿está usted ahí?
—Sí, estoy aquí.
—Un helicóptero ha salido hacía el punto del accidente. En unos minutos llegará.
—Gracias a Dios —Castro miró al cielo. Era un hombre religioso—. Estaremos pendientes para iniciar evacuación.
—Deberías avisar a la Fe para que se preparen —propuso el compañero.
Castro asintió y marcó en número. Transmitió el diagnóstico del paciente.
—Traumatismo craneoencefálico severo y múltiples lesiones por todo el cuerpo. Posible fractura de varias vértebras y del fémur derecho. Esta muy grave. Preparen el quirófano, en cuanto llegue el helicóptero lo trasladaremos.
Desde el hospital le indicaron que iniciarían los preparativos de inmediato y quedaban a la espera de su llegada. El compañero de Castro salió y habló con el técnico.
—Nosotros acompañamos al paciente a la Fe. Llévate tú la ambulancia. Nos vemos allí. Castro —llamó mirando al cielo—, ¡ya está aquí el helicóptero!
Tenían a Mario intubado y con una vía preparada. En cuanto el helicóptero aterrizó, salieron dos sanitarios y corrieron a la ambulancia.
—Nosotros vamos con vosotros —dijo Castro—. Vamos a trasladarlo cuanto antes o se nos muere.
Sacaron a Mario de la ambulancia totalmente inmovilizado. Uno de los sanitarios descolgó el goteo del soporte de la ambulancia y lo levantó por encima de su cabeza. Lo introdujeron en el helicóptero y colgaron el goteo al nuevo soporte. El doctor Castro levantó el pulgar e hizo una señal al técnico de la ambulancia; la aeronave se elevó y se dirigió hacia el sur. Cuando llegaron al hospital lo tenían todo preparado, así que Mario fue trasladado al quirófano; de donde salió diez horas más tarde para quedarse en la unidad de cuidados intensivos. Había entrado en coma.
Dos meses después lo trasladaron a una habitación en planta. La habitación estaba preparada con todo tipo de aparatos auxiliares que permitían la supervivencia. Mario necesitaba respiración asistida y debía estar monitorizado en todo momento. Era uno de esos sitios donde se olvidan de ti, donde formas parte paisaje de la antesala de la muerte.
Sonó el móvil. Era una llamada internacional. El prefijo era de España.
—Sí. Soy Sara Cruz.
—¡Sara! Por fin… —se oyó al otro lado de la línea—. Soy Luisa.
—Luisa —dijo Sara contenta—. ¡Qué alegría oírte! ¿Qué te cuentas?
—Sara, estoy intentando comunicarme contigo desde hace un mes. Me robaron el teléfono y no pude recuperar los contactos.
—Cuanto lo siento. ¿Te pasa algo? Te noto extraña.
—No sé cómo decirte esto —empezó Luisa—. Se trata de tu hermano.
—¿De mi hermano? Hablé con él hace un mes. Me llamó supercontento desde Barcelona. Me dijo que lo había aprobado todo y que se iba a Valencia a prepararse para hacer un máster. ¿Qué le pasa al locatis este?
—Tu hermano… —se hizo un silencio—. Mario tuvo un accidente a pocos kilómetros de Valencia.
Sara que se había levantado y observaba la ciudad desde su despacho se cogió a la silla y se dejó caer.
—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada—. ¿Qué le ha pasado a mi hermano? Luisa. Dime qué le ha pasado.
—Está en la Fe. Está…, está en coma.
—¿En coma? —Sara rompió a llorar—. ¿Eso qué significa?
—Significa…, que no saben cuándo despertará. Las fracturas del cuerpo evolucionan bien, pero los médicos no se atreven a pronosticar cuánto tiempo estará así.
El silencio se impuso como una pesada losa. Sara lloraba en silencio.
—Sara, ¿estás ahí?
Después de un largo silencio, Sara murmuró:
—Sí…
—¿Qué piensas hacer?
—Cogeré el primer avión. Hablaré con el director y le expondré el caso. Espero que lo entienda.
—De acuerdo —Luisa añadió—. Sara, no sabes cuánto lo siento. Quédate con mi número y en cuanto llegues me llamas, me gustaría acompañarte al hospital.
—Desde luego. Gracias Luisa. Adiós.
Sara colgó. Dio la vuelta a la silla y miró la ciudad desde el edificio donde trabajaba. Rompió a llorar desconsolada y pidió a Dios o a alguien que estuviera allí arriba, que no se llevara a su hermano. No era una mujer religiosa, pero ante situaciones como esta, sería capaz de cualquier cosa. Ella y Mario se habían apoyado desde que sus padres fallecieron y, con la pérdida de su abuela, se habían protegido el uno al otro. Mario era cuatro años menor que ella y estaban muy unidos.
Se levantó y salió del despacho. Se dirigió al despacho del director de la compañía. Se detuvo en la puerta y la golpeó. La abrió y pidió permiso para entrar.
—Adelante, pase —dijo el director.
—Disculpe, señor Moore —Sara se dirigió en perfecto inglés—. Necesito hablar con usted un momento. Es muy importante.
Oliver Moore clavó su mirada gris sobre Sara prestándole toda la atención.
—Por supuesto —con la mano le indicó que se sentara.
—Se trata de mi hermano —empezó Sara conteniendo las lágrimas.
Moore le puso delante un paquete de pañuelos.
—Cálmese Sara —la miró preocupado—. ¿Qué le pasa a su hermano?
—Ha tenido un grave accidente y está en coma —Sara rompió a llorar.
Moore se levantó y rodeó la mesa. Se sentó junto a ella y le cogió las manos.
—Pero, tranquilícese chiquilla —la consoló Moore—. Cuéntemelo todo y dígame qué necesita.
Sara respiró hondo. Entre sollozos consiguió contarle a Oliver Moore lo ocurrido; al terminar, se le quedó mirando con los ojos enrojecidos.
—Tengo que volver a España, señor Moore. Mi hermano me necesita.
—Sara —Moore le acarició los cabellos—, es usted uno de mis mejores ingenieros, lo sabe, y en esta empresa cuidamos de los nuestros. Todos los medios de la empresa quedan a su disposición. Hablaré con la señorita Lennox para que se encargue de los pasajes. ¿Cuándo piensa salir?
—Cuanto antes. En un par de días si es posible.
—De acuerdo, tómese todo el tiempo que necesite. Ponga al corriente a Abby del trabajo que estaba desarrollando y dedíquese a su hermano. Se lo repito, cualquier cosa que necesite, no dude en comentármela y, por favor, téngame al corriente.
Moore se levantó y Sara hizo lo mismo. Lo miró.
—No sabe cuánto le agradezco el trato. Se lo compensaré. Además, puedo estar en contacto con Abby y por Internet participar de los proyectos que tenemos en activo.
—Bueno, eso más adelante. Ahora, lo que importa es su hermano. Le deseo mucha suerte y que se recupere pronto.
—Gracias, señor Moore —se despidió y salió del despacho.
Sara estuvo poniendo al corriente a su compañera Abby de todos los proyectos que llevaba y en qué estado se encontraban. Abby la miraba de reojo. A Sara se le agolpaban las palabras en la boca, era incapaz de coordinar sus pensamientos. Abby se dio cuenta.
—Para… —Abby puso las manos sobre el expediente y la miró—. Pero…, ¿qué te pasa? Sara, me estás asustando. Dime que te ocurre. Ven, siéntate.
Abby la empujó hacia una silla y la obligó a sentarse. Cogió una silla y se sentó a su lado.
—Dime qué te ocurre —le ofreció un pañuelo—. Cuéntamelo todo, sino no podré ayudarte.
Sara se secó las lágrimas y, entre sollozos, la puso al corriente de todo. Abby enmudeció por momentos. Cuando Sara terminó de hablar se hizo un largo silencio.
—Dios mío —lamentó Abby con los ojos humedecidos—. ¿Qué dicen los médicos?
—No tienen ni idea de cuando despertará —hizo una pausa—. Si despierta.
—Escucha, te conozco, eres una mujer fuerte y positiva. No dejes que esto te influya a la hora de tomar decisiones. Los médicos se equivocan en sus pronósticos, son humanos —se levantó—. Espera, te traeré un café.
Sara se recompuso, debía mantener la mente fría. Se levantó, cogió una caja de cartón y la puso encima de la mesa. Introdujo en su interior fotos y detalles que tenía sobre la mesa. Cuando acabo cerró la caja. En aquel momento entró Abby con dos tazas de café.
—Te he puesto dos azucarillos, ¿está bien?
—Sí, gracias —cogió la taza que le ofrecía Abby y la removió.
En ese momento entró Emmy Lennox. Emmy era la jefa de personal. Avanzó hacia Sara y la abrazó.
—Moore me lo ha contado todo. ¿Cómo estás?
—Pues para ir de fiesta no me veo —Sara intentó forzar una sonrisa.
—Tengo los billetes —Emmy se los mostró—. No he podido encontrar un vuelo directo. Tendrás que hacer escala en París y de allí a Valencia. Lo siento, con tiempo tal vez…
—Tranquila. No me importa.
—Solo serán unas horas —Emmy miró a Abby—. ¿Te ha puesto al corriente de los proyectos activos?
—Sí, no hay problema —contestó Abby—. Ya casi los tiene listos. De todas formas, podemos conectar por Internet y discutir las dudas que puedan surgir.
Emmy volvió a abrazar a Sara.
—Ya sabes que puedes contar con nosotras para lo que necesites —dijo Emmy sin dejar de abrazarla.
—Lo sé —aseguró Sara apartándose de Emmy y limpiando su mejilla de un manotazo— Necesito un último favor.
—Tú dirás.
—Mi asistenta… —Sara respiró hondo—. Acabo de darme cuenta, puede que esto os suene raro, incluso divertido. Pero estoy dispuesta a hacer lo que sea por traer a mi hermano de vuelta. Mi asistenta tiene, digamos, ciertas habilidades.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emmy confusa.
—No sé cómo decir esto —Sara se frotaba las manos, nerviosa—. Tiene habilidades paranormales.
Emmy y Abby se miraron incrédulas.
—Estás diciendo —Abby se llevó la mano a la boca—, que es una santera.
—Yo no la llamaría así —Sara la retó con la mirada.
—Y… ¿Cómo la llamarías? —preguntó Emmy.
—Es una Médium. La he visto hacer cosas increíbles. La necesito.
—Está bien —señaló Emmy—. A mí esas cosas me causan mucho respeto y, como has dicho antes, yo también haría cualquier cosa si fuera mi hermano. Pero no entiendo a dónde quieres llegar.
—Voy a hablar con ella y, si acede a acompañarme, necesitaría que le saques otro billete para ella y un visado. Te daré la dirección de mi casa en España. Por supuesto, esto lo pagaría yo. Puedes descontarlo de mi nómina.
—Pero eso me llevaría tiempo. Tal vez…, no sé…, un par de días pidiendo algunos favores.
—No creo que mi hermano se vaya a ninguna parte.
—Está bien. Me pondré a ello.
—Gracias. No sabes el favor que me haces.
Emmy sonrió. Le dio un beso en la mejilla y se despidió.
—No te vayas sin despedirte de nosotras. ¿Me lo prometes?
—Desde luego. Tú y Abby habéis sido para mí como mi familia.
Emmy salió del despacho, Abby y Sara se quedaron solas. Sara la miró.
—Me tomas por loca, ¿verdad?
—Desde luego que no. Es solo que…, estas cosas de espíritus y muertos me dan miedo.
—Mi hermano no está muerto.
—Es cierto. Lo siento, no quería…
—No te preocupes, es que estoy abrumada. Soy incapaz de pensar con claridad.
—Vale —Abby se acercó a Sara y la abrazó—. Cuenta conmigo para lo que sea.
—Gracias, puede que tenga que pedirte algún favor que otro.
—En serio —Abby la miró con recelo—. ¿De qué tipo?
—Nada que te comprometa. Eres la mejor en encontrar cualquier cosa. Tal vez necesite encontrar a alguien, o qué sé yo. Ya me entiendes.
—De acuerdo. Ya sé por dónde vas. Bueno, tengo que irme.
—Gracias por todo.
Abby salió del despacho de Sara y ésta se volvió hacia el gran ventanal. Tenía unas vistas maravillosas. Iba a echar de menos todo aquello. Se limpió la cara con las manos, cogió la caja y salió por la puerta. Cuando bajó a la calle cogió un taxi. Normalmente, volvía a casa en transporte público, pero esta vez no quería encontrase con nadie.
Sara llegó a su casa. Vivía en San José, muy cerca de donde trabajaba, en el Centro Tecnológico del Área de la Bahía de California. Era una vivienda baja, con un jardín que ocupaba todo el lateral. Entró y se descalzó; se dirigió a la cocina, al ver que no había nadie gritó:
—Ama. ¿Dónde estás?
No le contestó nadie. Abrió la puerta trasera y vio a la asistenta tendiendo las sábanas. Lupe, que así se llamaba la mujer sonrió al descubrir la presencia de Sara. Inmediatamente se extrañó, nunca llegaba a esas horas.
—¿Qué pasó, pequeña? —preguntó Lupe inquieta—. ¿Ocurre algo?
Sara miró a la mujer y las lágrimas volvieron a aparecer en sus ojos.
—¿Podemos ir dentro?
—Claro, pequeña —Lupe cogió la cesta vacía y la siguió.
Entraron y se sentaron en el salón, una junta a la otra.
—¿Qué ocurre, pequeña?
—Se trata de mi hermano —Sara escondió su cara entre sus manos—. Ha tenido un accidente y está en coma.
Sara le contó lo ocurrido. Lupe la escuchó preocupada, se levantó y fue hacía la cocina.
—Deja que te prepare una infusión.
Al rato volvió con la infusión y la sirvió en una taza. Se la entregó a Sara y volvió a sentarse a su lado.
—Tengo que pedirte algo —Sara se volvió hacía Lupe—. Sé que tienes un…, un don. Necesito que vengas conmigo a España y que uses ese don para llegar hasta mi hermano.
—Pero pequeña —Lupe la miró con cariño—, solo puedo ver a los espíritus y tu hermano está vivo. No sé si podría ayudarte.
—¿Podemos intentarlo? —suplicó Sara—. Por favor. Te necesito. ¡Ayúdame!
Lupe la abrazó con fuerza.
—Mi pequeña, claro que te ayudaré.
Lupe conocía a Sara desde que llegó a San Francisco. Siempre la había tratado muy bien. Le había hecho un contrato gracias al cual había conseguido estar legalmente en los Estados Unidos. Ahora, había llegado el momento de devolverle el favor.
—Gracias, gracias —repitió Sara—. Ve haciendo el equipaje, nos vamos en cuanto tenga el visado. Llamaré a la oficina.
Sara llamó a Emmy.
—Ahora mismo iba a llamarte yo —se oyó decir a Emmy. Necesito que me des el nombre de tu asistenta para el visado y el pasaje.
—Te lo mando todo por correo. Gracias Emmy. ¿Cuándo podré recogerlo?
—Pasa esta tarde antes de las cinco. Así cuando terminemos tomamos algo. Por despedirnos.
Sara no estaba para tomar nada, pero accedió.
A las cuatro y media fue a la oficina, recogió la documentación. Emmy le había cancelado el billete que había sacado a Sara y consiguió encontrar un vuelo directo a Madrid dos días más tarde. Le dio los dos billetes y el visado para Lupe. Después, salió con Emmy y Abby a una cafetería cercana donde quisieron animar a Sara. Pero tenía la cabeza en otra parte. Estuvieron poco más de una hora.
—Tengo que irme —Sara le levantó cogiendo su bolso—. Perdonarme, pero necesito volver a casa.
Las tres mujeres se fundieron en un abrazo interminable. Cuando se separaron las tres estaban llorando.
—¿No teníais que animarme? —las recriminó Sara bromeando.
Las tres rieron.
—Estaremos en contacto. Os informaré si hay cambios.
—Más te vale —avisó Abby—. Suerte.
—Suerte —añadió Emmy.
Sara las miró agradecida y salió del local.
Cuando llegó a casa, Lupe la esperaba con las maletas abiertas. Estaba planchado. Cuando Sara entró exhibió los billetes.
—Nos vamos pasado mañana. Tengo tu visado. ¿Estás preparada?
—Siempre lo estoy —aseguró Lupe.
—Pues entonces…, recojamos lo indispensable y tomemos ese avión.