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1936

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20 de enero

He almorzado con Wickham Steed. 1 /.../ Hemos hablado de la enfermedad del rey, y Steed me ha contado algunos detalles interesantes sobre Jorge V y sus predecesores. /.../ Del rey Eduardo VII: Steed una vez estuvo entre el séquito real en Karlsbad, donde había ido el monarca para una cura. Eduardo tenía que enviar un telegrama de felicitación a los Boy Scouts de Inglaterra. El secretario del rey le pidió a Steed si podía escribir el borrador. Steed lo hizo. Al día siguiente el secretario informó a Steed, disculpándose: «Nada que hacer, me temo. El rey ha leído su borrador y ha dicho que: estas no son las palabras de un rey-padre a sus hijos, sino un editorial de The Times. No me sirve». Eduardo escribió el telegrama personalmente; según Steed, era mucho mejor que el que había escrito él.

El rey Jorge también ha escrito la mayoría de sus discursos a la nación. Hace unos años, cuando Steed aún trabajaba en The Times, el secretario del monarca le pidió que le enviara a alguien para redactar sus discursos. Steed envió a un periodista brillante. Un mes más tarde el periodista fue a verle de nuevo, decepcionado, y dijo: «No me necesitan en absoluto. Cada vez que escribo un borrador, el rey lo reescribe entero y apenas deja ni una de mis frases. He dejado mi puesto en el palacio». Steed afirma que en 1928, poco antes de su enfermedad, el rey estaba muy deprimido. Tenía la impresión de no estar cumpliendo con sus deberes y que iba perdiendo la autoridad y el respeto de sus súbditos. Incluso se planteó la abdicación. Baldwin, que era primer ministro en aquella época, intentó tranquilizar al rey y se opuso firmemente a la abdicación. En diciembre de 1928, Jorge enfermó gravemente. La simpatía general mostrada por el público durante su enfermedad le impresionó profundamente. Se tranquilizó, y decidió que el imperio lo necesitaba; se hizo evidente su voluntad de vivir. Ese estado psicológico facilitó en gran medida la recuperación del rey, casi milagrosa, hace siete años. «Quizá esas mismas ganas de vivir salven de nuevo al rey —concluyó Steed—. Quién sabe...».

21 de enero

El rey Jorge V murió ayer.

Ya corrían rumores sobre su enfermedad en Navidad. Fueron desmentidos de manera oficial. El rey incluso emitió su mensaje navideño al imperio y muchos, entre ellos Bernard Shaw, felicitaron públicamente al monarca por su habilidad como orador en la radio. Todos los rumores se desvanecieron, y hasta la noche del 17 de enero no se emitió un informe médico sobre el estado de salud del rey, que informaba de que el debilitamiento de su actividad cardíaca «genera inquietud». Era un síntoma muy grave y una advertencia muy seria. Las cosas fueron de mal en peor. Llevaron a Sandringham a un cardiólogo de gran reputación, empezaron a emitirse informes más a menudo, con un contenido cada vez más inquietante. El domingo 19 de enero notifiqué por telegrama a Moscú la posibilidad de que el rey muriera y solicité que en ese caso Kalinin 2 enviara telegramas de condolencias a la reina y a la familia real, y que Mólotov hiciera lo propio con Baldwin. El 20 de enero Agniya y yo fuimos al cine. Al salir del cine, hacia las 23.00, vimos en los carteles de los periódicos: «El rey se muere». Cuando llegamos a casa encendimos la radio y escuchamos. Había un informe cada cuarto de hora. Los Kagan vinieron a escuchar con nosotros. A las 00.15 el locutor dijo, emocionado: «Con infinito dolor...». Estaba claro. El rey había muerto a las 23.55 del 20 de enero.

Despertamos a Falin (nuestro chófer) 3 y /.../ fuimos a la ciudad para ver qué estaba pasando. El tráfico estaba insólitamente cargado. Había una larga cola negra cerca del Palacio de Buckingham, que iba avanzando lentamente y entrando por la verja, donde colgaba un cartel que notificaba la muerte del rey. La plaza frente al palacio y las calles adyacentes estaban atestadas de coches. Un gran cuerpo policial hacía esfuerzos por mantener el orden. Había un silencio contenido, cargado, pero no había llantos ni histeria, o quizá quedaban ocultos tras la oscuridad. Tomamos Fleet Street, que estaba muy animada. Los vendedores de periódicos, cargados con enormes pilas de diarios recién impresos, corrían en todas las direcciones, gritando: «¡El rey ha muerto!». Los transeúntes los paraban y se apresuraban a comprar periódicos que aún olían a tinta. Nosotros también compramos varios. Era el número del día siguiente de los principales periódicos (Daily Herald, Daily Express, Daily Mail y otros) y estaban dedicados prácticamente en su totalidad a la muerte del rey. Ya llevaban editoriales sobre el asunto, largos repasos a su reinado, perfiles de Jorge V como monarca y como hombre, y comentarios de bienvenida al nuevo rey, Eduardo VIII. Eché un vistazo al reloj: aún no era la 1.00. El corazón del rey había dejado de latir apenas una hora antes. ¡Los periódicos de Londres trabajan rápido! No hay duda de que los editoriales, los reportajes y los mensajes al nuevo rey han sido escritos antes, y que las rotativas esperaban simplemente la señal para sacar millones de copias a la luz, pero aun así...

He enviado un telegrama a Moscú sugiriendo que Litvínov, que está cerca, en Ginebra, asista al funeral del rey Jorge. ¿Accederán? Veremos. Deberían, o parecerá una demostración deliberada de frialdad por nuestra parte, lo cual no sería en absoluto deseable en este momento.

[La primera vez que Maiski se encontró con el rey Jorge, en noviembre de 1932, le asombró el parecido del monarca con su primo, el zar Nicolás II. 4 «Pensé que me miraría como a un /.../ asesino —confesó—, pero fue muy diferente de lo que me esperaba». A Maiski no le gustaba que se hiciera aquel tipo de insinuaciones. «Al fin y al cabo, si nosotros somos regicidas —le dijo a lady Vansittart—, si matamos al zar Nicolás, ustedes mataron al rey Carlos y los franceses mandaron a Luis XVI a la guillotina». «Sí —replicó lady Vansittart—, pero eso fue hace más de dos siglos, y ustedes mataron a toda la familia real». Tal como lo recordaba Maiski, ella añadió, con la típica reacción inglesa: «¡Si hasta mataron a su perro!». Lady Vansittart, tan observadora como siempre, vio lágrimas en los ojos de Maiski al pasar tras el ataúd del primo del zar.]


26. Maiski da la bienvenida a Litvínov a la embajada soviética en Londres.

26 de enero

M. M. [Litvínov] acaba de llegar. He ido a Dover a buscarlo.

Además de mi telegrama del 21 de enero, al que acompañó otro el día siguiente, M. M. envió uno él mismo, aconsejando a Moscú que mandaran una delegación especial al funeral, compuesta por él y alguna personalidad destacada del Ejército Rojo. Hemos tenido la misma idea...

Agniya está muy ocupada con la corona que pondremos sobre el ataúd del rey. Es una corona muy fina: con lirios blancos y lirios del valle, y orquídeas rojas en el centro. La cinta, negra y roja, lleva la inscripción. «Del Comité Ejecutivo Central de la URSS». Los periódicos han destacado la belleza de la corona y el hecho de que vayamos a ofrecerla. /.../

28 de enero

Hoy por fin se ha celebrado el funeral del rey. Ha sido de lo más solemne e imponente, pero no haré una descripción detallada de la ceremonia, que se puede encontrar en los periódicos. Querría escribir otra cosa, que no se ha mencionado en la prensa y probablemente no se mencione nunca.

¡Los últimos ocho días ha habido aquí un gran jaleo!

El rey murió la noche del 20 de enero. Yo esperaba que el Foreign Office y el decano del cuerpo diplomático informaran a todos los diplomáticos la mañana siguiente sobre qué hacer. ¡Nada de eso! Nadie nos ha dicho nada. /.../ Luego estaba la cuestión de la bandera de la embajada: ¿cuánto tiempo debíamos mantenerla a media asta? Una vez más, ni el Foreign Office ni el decano nos han sabido dar una respuesta exacta. Decidí mantenerla así hasta el día del funeral, y ha resultado ser lo correcto; los otros diplomáticos han hecho lo mismo. El 23 de enero llevaron el cuerpo del rey de Sandringham a Londres y colocaron el ataúd en el Westminster Hall, en el Parlamento. Cientos de miles de personas han pasado por allí. ¿Deberían tomar parte en la procesión también los diplomáticos? Ni el Foreign Office ni el decano lo sabían.

/.../ Hemos llegado a Windsor a las 12.05. El funeral debía empezar a las 13.15, por lo que quedaba una hora de espera. ¿Por qué? ¿Para qué? Desde la estación hemos caminado directamente hasta la capilla de San Jorge, nos hemos sentado en los bancos ante el altar y hemos esperado. Hacía frío y era incómodo. Las señoras se han sentado encogidas, tiritando, envueltas en sus abrigos y capas. Hemos hablado entre susurros con nuestros vecinos /.../ El órgano sonaba, y de vez en cuando aparecían unas figuras femeninas oscuras con largos velos, e iban ocupando sus asientos en los bancos. Como espectros del otro mundo. Ha resultado tedioso. El tiempo pasaba insoportablemente lento. He examinado los rostros que tenía delante, de los miembros del Gobierno y sus respectivas esposas. Estaban Baldwin, Simon, Halifax, Duff Cooper, 5 Elliot, Stanley 6 y otros. Eden estaba sentado en algún lugar por detrás de mí, y no podía verle. El reloj dio las 13.00, luego 13.15. El ataúd no llegaba. Las 13.30, las 13.34... Seguía sin llegar. ¿Qué pasaba? Empezamos a sentirnos intranquilos. Al cabo de un buen rato, hacia las dos en punto, se oyó el sonoro caminar de miles de personas, el ruido de las trompetas y las órdenes de mando, y por fin entró en la capilla el ataúd del rey, cubierto de un terciopelo violeta. ¿Por qué el retraso? Resultó que de camino a Paddington la multitud había atravesado el cordón policial y había llenado las calles y las plazas. Tardaron unos cuarenta minutos en despejar el camino. /.../

Colocaron el ataúd en un pedestal frente al altar. La realeza ocupó sus puestos tras el ataúd, y después de ellos, los militares, el personal de la corte y muchos otros. Las últimas oraciones, las palabras de despedida, y se acabó. Empezaron a bajar lentamente el pedestal. El ataúd se hundió cada vez más en la cripta. Ahora ya estaba al fondo. La reina (a la que podía ver claramente desde mi sitio) se estremeció y se encogió, pero mantuvo la compostura. Ni una lágrima. Pero la duquesa de Athlone 7 lloraba sin ocultarlo. El nuevo rey lanzó tres puñados de tierra a la cripta abierta, tres veces. Luego la familia real inició una lenta procesión junto a la cripta. Los diplomáticos y el Gobierno no los siguieron; dieron media vuelta y salieron por otra puerta. El diplomático español vino a mi encuentro y me preguntó: «¿Me puede decir por qué nos han tenido pasando ese frío dos horas?». Exactamente lo mismo que pensaba yo.

Luego hemos vuelto a la estación de tren. Ha salido un tren, luego otro, luego un tercero... Tras cuarenta minutos de espera hemos subido al tren diplomático, en el que nos habían prometido un almuerzo (para entonces todos teníamos hambre). Pero el «almuerzo» ha consistido únicamente en té y sándwiches. Hemos llegado a Londres a las 16.00 y a casa, media hora más tarde.


27. Duelo por la muerte del rey Jorge V, primo del zar Nicolás II.

¡Qué jaleo y qué confusión! Estoy seguro de que los alemanes, en una situación similar, habrían organizado todo infinitamente mejor. Hasta nosotros, en Moscú, probablemente habríamos evitado muchas de las gaffes cometidas por los ingleses...

29 de enero

Día de citas y reuniones.

Ayer por la tarde, Eden nos invitó a Litvínov, a Agniya y a mí para que hoy fuéramos a almorzar con él a las 13.30. Esta mañana el mariscal del cuerpo diplomático (sir Sidney Clive) 8 me ha informado de que el rey le concedía a Litvínov una audiencia privada a las 14.30. Luego ha llamado el secretario de Baldwin para decirnos que el primer ministro esperaba a Litvínov a las 15.30. He tenido que llamar a Eden y pedirle que cambiara la hora del almuerzo a la una.

Hemos almorzado en el apartamento privado de Eden. Era mi primera visita a su casa. Nada especial o espléndido. Una casa inglesa de clase media como cualquier otra, bastante fría, con muebles de segunda mano y un leve aire bohemio. En el suelo del estudio había un montón de discos para gramófono: valses, foxtrots y polcas. En las paredes, unos cuantos cuadros de calidad, y un par de grabados de Vigeland 9 en el comedor. Hemos llegado algo pronto: Eden aún estaba en una reunión del Gabinete, y su señora estaba atareada. Eden llegó con Duff Cooper, el ministro de Guerra. Nos sentamos en un pequeño comedor de la planta baja, en una mesa en la que no cabrían más de diez personas. Por algún motivo me he encontrado a la derecha de la señora de la casa, y Litvínov, a su izquierda. La esposa de Duff Cooper, una señora excepcionalmente bella e impresionante, se ha presentado media hora tarde. No ha habido conversaciones serias. /.../ Al marcharnos, hemos quedado con Duff Cooper para almorzar un día en la embajada, donde podrá conocer a Tujachevski. 10 Al despedirse desde la escalera, Eden le ha dicho a Litvínov: «Si quiere que hablemos, estoy a su disposición».

Litvínov se ha dirigido directamente al palacio, mientras que Agniya y yo nos hemos ido a casa. La recepción ofrecida por el rey ha sido muy cortés y amistosa. /.../ Han hablado cincuenta minutos, en lugar de los quince o veinte habituales, por voluntad del monarca. La conversación ha tocado muchos temas. Eduardo pasaba de uno al otro, haciendo preguntas y esperando a que Litvínov se las respondiera. Algunas eran muy delicadas. Por ejemplo, Eduardo ha preguntado por qué y en qué circunstancias mataron a Nicolás II. ¿No sería porque los revolucionarios se temían que retomara el poder? /.../ Luego ha mencionado a Trotski 11 y ha preguntado por qué había sido deportado de la URSS. M. M. le ha dado una vez más la explicación solicitada, insistiendo en el debate sobre la posibilidad o no de implantar el socialismo en un país. El rey le ha escuchado atentamente y luego ha dicho, como si nada: «Así que Trotski es un comunista internacional, mientras que ustedes son comunistas nacionales». En la esfera internacional, al monarca le interesaban nuestras relaciones con Alemania y Polonia. M. M. le ha dicho que queríamos mantener buenas relaciones con ambos países y que trabajamos en esa dirección, aunque desgraciadamente hasta ahora no hemos tenido mucho éxito. La política de la URSS es una política de paz. «Sí —ha respondido Eduardo—. Todas las naciones quieren la paz, nadie quiere la guerra». En el transcurso de la conversación también ha señalado: «Alemania e Italia no tienen nada en absoluto. Están insatisfechas. Habría que hacer algo para mejorar su situación en cuanto a materias primas, comercio, etc.». /.../ En referencia a la Sociedad de Naciones, Eduardo tenía algunas dudas: temía que la propia acción de la Sociedad pudiera extender la guerra por toda Europa. Se notaba que Eduardo lamentaba el fracaso del Plan Hoare-Laval.

/.../ En general, el rey le ha dado a M. M. la impresión de ser un hombre muy animado, e interesado en los asuntos del mundo.

Tras su charla con el rey, Litvínov ha ido a ver a Baldwin. Han tenido una conversación breve, de quince o veinte minutos, y bastante trivial. Litvínov luego la ha calificado de charla inocente. Baldwin le ha dicho a M. M. /.../ que había estudiado ruso al principio de la guerra, que le gustaba la literatura rusa. /.../ Por la noche hemos ido al cine. Mala idea. Hemos visto Sombrero de copa, 12 una comedia muy tonta que a M. M. no le ha gustado. Después del cine hemos cenado en Scotts, un restaurante abierto desde la década de 1850.

30 de enero

/.../ Antes de la llegada de Litvínov a Londres, le insinué a Vansittart que quizá estuviera bien que se viera con él en privado. Le propuse un almuerzo en la embajada. V. declinó mi oferta e insistió en almorzar en su casa. No puse objeciones. /.../ El almuerzo ha sido como un asunto familiar. /.../ Toda la conversación ha estado dominada por el espectro de Hitler. Hablando del peligro alemán y de cómo frenarlo /.../ he mencionado mi reciente conversación con Austen Chamberlain y su idea de que solo se puede mantener la paz con «una Sociedad de Naciones fuerte», y que esta solo puede ser fuerte si las grandes potencias —Gran Bretaña, Francia y la URSS— mantienen una política uniforme y trabajan en estrecha colaboración. /.../ «Suscribo enteramente la propuesta de Chamberlain», ha comentado M. M.

/.../ A las 17.30, M. M. ha ido al Foreign Office a hablar con Eden. /.../ Su impresión general tras la reunión es la siguiente: Eden estaba bastante satisfecho con la línea política planteada por M. M., pero no quería sacar ninguna conclusión concreta de la valoración de la situación, en la que estaban de acuerdo.

[Si Maiski esperaba ganarse a Eden con su visita a Moscú, quedaría decepcionado. «No me da ninguna lástima el señor Maiski —señaló Eden—. La próxima vez que M. Maiski tenga quejas, espero que le digan que nuestra buena voluntad depende del comportamiento de su Gobierno; es decir, de que no meta baza en nuestra política interior. Últimamente he sido testigo de las consecuencias que eso tiene. /.../ No quiero nada más con los moscovitas como él».

El nombramiento de Eden como ministro de Asuntos Exteriores pondría a prueba las expectativas de Maiski, en particular con la rápida adopción de la «política de apaciguamiento» por parte de los británicos. El 6 de enero Maiski tuvo una breve charla con Eden, parte de la ronda de reuniones de presentación con los embajadores extranjeros. Al informar a su Gobierno, Maiski subrayó el compromiso de Eden con la posición que había tomado en Moscú y su fidelidad al Pacto del Este. La imagen que se desprende de los registros británicos es muy diferente, y muestra lo desesperado que estaba Maiski por dar un impulso a sus relaciones. No le ocultó a Eden que «sería una pena, para él personalmente, /.../ y una desgracia para Europa» si dejaran pasar aquella oportunidad. Eden, no obstante, informó a sus trabajadores del Foreign Office que «aunque quiero tener buenas relaciones con el oso, tampoco quiero acercarme tanto como para abrazarlo. No confío en él, y estoy seguro de que en su corazón hay odio por todo lo que representamos».

Cada vez se hacía más evidente que la seguridad personal de Maiski estaba vinculada al éxito de la seguridad colectiva. No podía permitirse la pasividad. El 11 de febrero pasó a la ofensiva, y se presentó ante Eden para hacer un largo repaso del panorama internacional. Muy a pesar suyo, se encontró con que este estaba decidido a no adquirir ningún compromiso más con respecto a Europa central y sudoriental, ya que esperaba que fuera Francia quien hiciera «el trabajo sucio». Si Maiski albergaba esperanzas de detener la deriva hacia el apaciguamiento, desaparecieron cuando Eden advirtió, siguiendo la línea de actuación del Foreign Office: «Hay que tener cuidado con el señor Maiski, que es un propagandista infatigable». El momento de la verdad llegó el 7 de marzo, cuando Hitler abrogó el Tratado de Locarno y avanzó en la desmilitarizada Renania, justificando la acción con la supuesta incompatibilidad del Tratado de Locarno y el pacto franco-soviético, ratificado el 27 de febrero. Baldwin admitió en el Gobierno que, con la ayuda soviética, Francia posiblemente podría derrotar a Alemania, pero se temía que eso desembocaría en la bolchevización de Alemania. Tampoco se le partiría el corazón, dijo, si Hitler se dirigiera hacia el este.]

8 de marzo

No me gusta la respuesta británica al coup de Hitler en Renania. Es asombroso lo que dice hoy la prensa del domingo. En el Observer, Garvin regaña levemente a Hitler por sus malos modos, pero luego insiste en la necesidad de prestar atención a las «brillantes y oportunas propuestas del Führer» y de hacerlo «con simpatía y buena voluntad». /.../ No he visto a ningún personaje influyente con quien hablar de esto (¡es fin de semana!), pero percibo un nuevo giro muy peligroso de la política británica hacia la germanofilia. /.../

9 de marzo

No he podido ver a Eden, que salía en avión hacia Francia a las cuatro, así que he hablado con su subsecretario, Cranborne. 13 ¿El ánimo de los ingleses? El de negociar, por supuesto. Es evidente que es una enfermedad nacional inglesa: negociaciones, negociaciones, negociaciones... Así que el Gobierno británico está dispuesto a iniciar la exploración (¡qué bonita palabra!) /.../

10 de marzo

Han llegado las directrices de M. M. Coinciden del todo con lo que le dije ayer a Cranborne. M. M. sostiene que la postura británica supone una recompensa para el agresor, la ruptura del sistema de seguridad colectiva y el fin de la Sociedad de Naciones. Hablar con Hitler el día después de su declaración acarreará unas consecuencias más perjudiciales que las del Plan Hoare-Laval. Se perderá para siempre la confianza en Gran Bretaña. La Sociedad de Naciones perderá su importancia como instrumento de paz. La URSS está dispuesta a apoyar cualquier acción que se adopte de forma colectiva en la Sociedad. ¡Muy bien...!

/.../ Eden y Halifax han invitado a representantes de las potencias de Locarno a Londres el 12 de marzo y, el día 14, a todo el Consejo de la Sociedad de Naciones. Así que muy pronto veré a M. M. aquí, en Londres. Salió de Moscú ayer.

3 de abril

¡Un nuevo memorando de Hitler, traído por Ribbentrop desde Berlín! La respuesta británica es algo mejor. /.../ Casi toda la prensa está a favor de la negociación, pero con un espíritu mucho más tranquilo que antes. /.../ Está claro que Eden está ganando tiempo. Hoy mismo le ha dicho a Ribbentrop que las propuestas de Hitler requerían un período de «deliberación tranquila».

/.../ Personalmente opino que el aislamiento temporal de Alemania es un requisito mínimo, al igual que la elaboración de un «plan de paz» (sea en el seno de la Sociedad de Naciones o fuera de ella) para todo el continente por parte de las otras potencias europeas. Luego se le puede plantear a Hitler. En Moscú piensan igual.

8 de abril

Agniya y yo hemos almorzado con los Vansittart. Pensaba que podría charlar con V. sobre la situación actual, pero parece que quiere evitarlo. /.../ V. está de mal humor. Da la impresión de que no se reconoce a sí mismo. /.../ Cree que es imposible evitar las negociaciones: la opinión pública británica no comprendería que se negaran a hablar. Las negociaciones deberían usarse para poner a Hitler en evidencia. Ese es el modo más fácil de educar a la opinión pública.

/.../ Mañana nos vamos a Francia diez días: Pascua. Es hora de sacudirse las telarañas.

[En una carta estrictamente personal del 24 de abril, Maiski apremiaba a Litvínov a que tomara la iniciativa en la conciliación europea, corrigiendo lo que reconocía como agravios justificados de Alemania. «Si no queremos debilitar gravemente nuestra autoridad y nuestra influencia entre los elementos democráticos de Europa —sugería inter alia—, además de ofrecer la crítica más severa posible a los métodos de política exterior de Hitler deberíamos promover /.../ nuestro propio “plan de paz”, bajo cuyos auspicios podamos iniciar la movilización de los elementos democráticos y pacifistas del este y del oeste». «A mí me parece —le escribió a Bernard Shaw— que el mayor pecado de los estadistas modernos es la indecisión y la ambigüedad de pensamiento y de acción. Esa es la debilidad que puede conducirnos en breve a la guerra. ¡Por suerte, Stalin está ampliamente dotado de las cualidades opuestas!».

Paradójicamente, los únicos que le reconfortaban eran los paladines del Imperio británico, Beaverbrook y Churchill. Maiski invitó a Churchill a un «almuerzo à deux», y observó que compartía el punto de vista soviético de que la paz era «indivisible» y de que el peligro alemán era inmediato. «Seríamos unos idiotas redomados —le dijo Churchill— si ahora le negáramos la ayuda a la Unión Soviética por el hipotético peligro que pueda suponer el socialismo para nuestros hijos y nietos».]

3 de mayo

Ayer el Negus abisinio abandonó la capital. /.../ Piensa irse a Palestina. /.../ La guerra ha acabado, Abisinia ha sido conquistada, Mussolini triunfa. También es el primer clavo en el ataúd de la Sociedad de Naciones; y Europa se encuentra en la encrucijada. ¡Ya se huele a pólvora! ¡Se acerca una terrible tormenta a toda velocidad!

Me he pasado toda la mañana en el jardín pensando cómo y cuándo construir un refugio antigás bajo la embajada. Muy pronto lo necesitaremos. Tendré que pedir financiación especial e instrucciones al comisariado.

10 de mayo

El 5 de mayo le presenté mis credenciales al nuevo rey. La ceremonia se simplificó y se ejecutó de acuerdo con los precedentes /.../ y, sin duda, con el precedente instaurado por el difunto Jorge V. No me enviaron ningún coche oficial, ni me acompañó mi «séquito»: simplemente me presenté en palacio en mi propio coche. Todos los jefes de misión se congregaron en la Bow Room y, por orden de antigüedad, presentaron sus credenciales al rey, que estaba en la sala contigua. Las puertas estaban abiertas y los que esperaban su turno podían oír fragmentos de la conversación del monarca con el jefe de misión que estaba presentando sus credenciales.

/.../ Entré en la sala y le entregué el sobre con mis credenciales a Eden, que estaba de pie a un lado y que lo situó sobre una pila de paquetes similares ya colocados en una cestita. Mientras tanto, Eduardo me estrechó la mano y empezó a hacerme preguntas acordes con la ocasión. /.../ Al final, el rey dijo: «En enero tuve una larga e interesante conversación con el señor Litvínov». Respondí que había sabido de la conversación y que el señor Litvínov estaba encantado con su reunión con el rey. Eso fue todo. Me pareció que el monarca se mostraba más frío conmigo que durante nuestras reuniones anteriores, cuando aún era príncipe de Gales. ¿Por qué? ¿Sería a causa del emborronamiento general de la política exterior británica? ¿O producto de la creciente germanofilia que se le atribuía a Eduardo? ¿O quizá me equivoque y los modos del rey no reflejen una frialdad especial?

Al salir del palacio me encontré con Monck, jefe de protocolo del Foreign Office, y le dije que le presentaría a los nuevos miembros de mi cuerpo diplomático al rey en la próxima recepción.

«¡Por supuesto!», respondió Monck.

«Pero ya sabe —añadí— que uno de los nuevos miembros es una mujer: la subencargada de comercio, Mosina».

La expresión del rostro de Monck cambió. Intentando esconder su apuro con una carcajada, exclamó: «¡Oh, ese es un asunto muy diferente!».

Vaciló un momento y luego prosiguió: «Quizá sería mejor presentar a la dama no en la recepción, sino en la fiesta de verano en el jardín? ¿Qué le parece?» /.../

Esa conversación /.../ me recordó la historia de Kolontái 14 sobre la conmoción que había causado su nombramiento en la corte sueca y sobre el protocolo. /.../ La presentación de credenciales tiene lugar por la mañana. Los embajadores que no tienen uniforme suelen llevar frac, es decir, traje de tarde. ¿Cómo debía vestirse ella? ¿Con un vestido de noche? El jefe de protocolo estaba asustado. Entonces A. M. tomó la responsabilidad y anunció: «Llevaré un vestido negro de manga larga con el cuello blanco de encaje». El jefe de protocolo frunció el ceño pero dio su consentimiento.

Es más, según la etiqueta sueca nadie puede presentarse ante el rey con la cabeza cubierta. Los hombres presentan sus credenciales con la cabeza descubierta. ¿Qué debía hacer A. M.? Ella es una dama, y las damas llevan sombrero durante el día. Aquello provocó una discusión encendida y prolongada. A. M. estaba a favor del sombrero, y el jefe de protocolo, en contra. Por fin el pobre jefe de protocolo preguntó, agotado: «¿Qué tipo de sombrero tiene?». A. M. dijo: «Uno negro, pequeño y sin alas». El jefe de protocolo levantó las manos y exclamó: «¡De acuerdo, de acuerdo! Un pequeño sombrero negro sin alas. ¡Pero que sea muy pequeño, por favor!». De modo que también se llegó a un acuerdo en este asunto de importancia mundial.

/.../ Un «problema» más. Tras la presentación de credenciales, el rey conversa con el diplomático. Ambos deben estar de pie. Pero en la sociedad sueca, cuando un hombre conversa con una dama, le ofrece asiento. ¿Qué debían hacer en el caso de A. M.? Ante la insistencia del jefe de protocolo, se decidió que A. M. conversaría de pie, como un diplomático varón.

A la hora del evento, nada salió como lo habían planeado. Cuando A. M. apareció en el umbral con sus credenciales, el rey, evidentemente azorado, dio un par de pasos vacilantes en su dirección. Se encontraron a medio camino. Tras presentarle las credenciales e iniciar la conversación, el monarca volvió a vacilar y dijo, algo confundido: «Ahora, según creo, debería ofrecerle asiento». A. M. se sentó y el rey se sentó a su lado, y desde sus sillones siguieron el resto de la conversación. /.../ De modo que el caballero se impuso al hombre de la corte...

26 de mayo

J. Cummings 15 me ha hablado de su conversación con Churchill. Este último está rabiando por la debilidad y la indecisión del Gobierno, y le echa la culpa a Baldwin. Cummings le preguntó cuándo se retiraría Baldwin, y Churchill exclamó, irritado: «¡No se retirará nunca por voluntad propia! Quiere quedarse no solo hasta la coronación, sino también después, si puede. A Baldwin hay que echarlo: es el único modo de librarse de él». Luego añadió: «Baldwin me recuerda a un hombre agarrado a la cesta de un globo que se eleva. Si se suelta mientras el globo está a solo cinco o seis metros del suelo, caerá pero no se romperá los huesos. Cuanto más tiempo pase agarrado, más seguro es que morirá cuando, inevitablemente, caiga».

Con buenas palabras, al estilo de Churchill. Me recordó que, hace unos tres meses, Churchill respondió a la pregunta de un colega sobre si Baldwin había retrasado el nombramiento de un ministro de Defensa con la siguiente ocurrencia devastadora: «Bueno, es que Baldwin busca un hombre que sea peor aún que él como ministro de Defensa, y no es fácil encontrarlo». /.../

28 de mayo

Ayer sir Edward Grigg 16 y el general Spears 17 vinieron a almorzar a la embajada, donde despotricaron y soltaron exabruptos (en la medida en que se puede en inglés y a la mesa de un embajador de una gran potencia) dirigidos a Baldwin y al Gobierno. El Gabinete no tiene carácter, es incapaz de tomar decisiones sobre asuntos serios, carece de una política definida, en especial de una política exterior. Ha perdido el rumbo a la luz del día y está llevando al país al desastre a toda velocidad, y a Europa a la guerra. Pero cuando intenté descubrir la línea política de mis invitados, se mostraron incómodos: ellos también estaban confundidos y se mostraban incapaces de hacer declaraciones claras. En palabras de Grigg, las masas /.../ necesitan la guía del Gobierno. Y no la hay. Por este motivo, si Hitler ataca Checoslovaquia, «Inglaterra será incapaz de hacer nada... a menos que quizá la URSS la ayude, ¿no?». /.../

[Aquí aparece un gran salto en el diario, en un momento crucial, marcado por el rápido deterioro en las relaciones entre los dos países tras el estallido de la Guerra Civil en España y el inicio de los juicios políticos y del terror en Moscú. La incapacidad de ingleses y franceses para controlar a Mussolini, lamentaba Maiski, hacía dudar al Gobierno soviético de «si valía la pena vincularse con un socio tan poco decidido como es el Gobierno británico». A pesar de los continuos reveses, Maiski, a diferencia de Litvínov, siguió convencido —hasta el estallido de la guerra— de que los intereses anglo-soviéticos coincidían y de que los británicos acabarían pidiéndole ayuda a los soviéticos. De momento, no obstante, tenía que seguir las directrices del Kremlin, aunque intentaría repetidamente preparar el terreno para un acercamiento por parte de Gran Bretaña.

Sin embargo, la rápida evolución de los acontecimientos hacía que a la Unión Soviética le resultara difícil quedarse mirando mientras Hitler cortejaba a los políticos británicos, sobre todo recurriendo al «miedo rojo». A pesar de la virulenta respuesta de Hitler a los intentos soviéticos de tantear el terreno, Stalin optó por prolongar las fútiles conversaciones con Berlín. Moscú tardaría en darse cuenta de las repercusiones de la terrible Guerra Civil española, que estalló el 17 de julio, cuando el general Francisco Franco 18 encabezó un alzamiento militar contra el Gobierno del Frente Popular. Al igual que el resto de estadistas europeos, Stalin supuso que la rebelión no era más que una lucha interna que acabaría en unas semanas y que no tendría repercusiones graves en el panorama internacional. Maiski se sentía lo suficientemente tranquilo como para dejar Londres a mediados de agosto y emprender sus largas vacaciones anuales en Sochi, coincidiendo con el cierre del Parlamento durante el verano.

La Guerra Civil española minó los esfuerzos de Litvínov por recuperar la coalición de la Primera Guerra Mundial contra Alemania. Cada vez recibía más críticas, coincidiendo con las turbulencias de su vida personal. A finales de julio de 1936, su decisión de llevarse a Zina, una chica de diecisiete años —descrita (por la esposa de Litvínov) como «núbil /.../ decididamente vulgar, muy sexy, desde luego»— al balneario de Kislovodsk presentándola como su hija provocó que Ivy 19 hiciera las maletas, pusiera tierra de por medio y se fuera a Sverdlovsk. Allí, hizo caso omiso de las súplicas desesperadas de su marido y pasó tres años enseñando inglés en una escuela, hasta la destitución de Litvínov. Una gran parte de la melancolía y de la apatía de este —a menudo achacada al fracaso de la seguridad colectiva y a las terribles purgas en su ministerio— deberían atribuirse, claramente, a vicisitudes personales. 20

En Kislovodsk, Litvínov animó a Maiski a que tomara sus vacaciones antes, pero seguía esquivando cualquier intento de este por recuperar la intimidad de sus días en el exilio, reafirmando su posición como primus inter pares. «Sería difícil —le dijo a Maiski, en respuesta a sus súplicas para que lo llevara a la Asamblea de la Sociedad de Naciones en septiembre— situarle en lugar de Potemkin 21 o Shtein 22 sin motivo, ya que allí ellos han trabado muy buenos contactos personales». Maiski salió de Inglaterra el 11 de agosto para dirigirse primero a Sochi y luego realizar un delicioso recorrido por el Cáucaso, alejado del mundanal ruido.


28. Ivy y Maksim Litvínov han vivido días mejores.

El 8 de octubre le llamaron por fin con urgencia de Moscú e informó al Narkomindel por primera vez sobre la guerra, en particular sobre las vanas actividades del Comité de No Intervención. «Nuestro deber —le dijeron— es dar apoyo a los demócratas españoles. Si se hacen con la victoria los fascistas españoles, con Alemania e Italia a sus espaldas, el peligro de una guerra europea aumentará /.../ Es extremadamente importante contrarrestar por todos los medios posibles las peligrosas maquinaciones contra la República Española que se están forjando actualmente en el Comité de No Intervención de Londres». Casi a medianoche le recibió Stalin en el Kremlin y le dio instrucciones de volver a Londres y dedicarse a desenmascarar la duplicidad que, en opinión de los rusos, caracterizaba la acción del comité. Las potencias occidentales, deduciría luego Maiski, esperaban que el comité fuera «como la esposa japonesa ideal, que no ve nada, no oye nada y no dice nada». Al día siguiente, Maiski se subió a un tren de vuelta a Londres, viaje que le llevaría dos días y tres noches, vía Berlín y París.

En Londres, Maiski se encontró con una situación desalentadora, que le perturbaría los tres años siguientes. De pronto, la guerra española le había despojado del limitado éxito que había conseguido en Inglaterra. Durante su ausencia, Gran Bretaña y Francia habían formado un comité de «no intervención», al que la Unión Soviética se unió el 23 de agosto. La enorme cantidad de reuniones del comité en los tres años siguientes no solo le consumieron mucha energía, sino que dejaron aún más al descubierto la impotencia de Rusia, que se vio cada vez más distanciada de Occidente, en gran parte debido al éxito de la maniobra de Hitler para envolver la Guerra Civil en un manto ideológico y sacando partido del miedo de los británicos a que el comunismo se extendiera de España a Francia, donde Léon Blum, el primer ministro, encabezaba un Gobierno del Frente Popular. El prolongado conflicto no hizo más que reforzar las sospechas sobre las intenciones soviéticas, y esas sospechas se vieron alimentadas por las purgas de Moscú.

El 12 de agosto, sir Orme Sargent, subsecretario segundo de Estado y jefe del Departamento Central del Foreign Office, temía que hubiera un peligro real de que Francia «“se volviera bolchevique” bajo la influencia de la Guerra Civil española». También alertó sobre «la posibilidad de una Francia debilitada o paralizada por la infección comunista» estuviera «llevando a Alemania y a Italia a cooperar». En lugar de simplemente «esperar que se produzca esta peligrosa escisión», urgía a Whitehall a que ayudara al régimen de Blum a «liberarse del dominio comunista, tanto nacional como moscovita», animando al Quai d’Orsay a poner en marcha un sistema más amplio de no intervención en España. El único oficial británico que criticó abiertamente las bases anticomunistas de la política de no intervención durante el otoño de 1936 fue sir Laurence Collier, el principal especialista de Whitehall en asuntos rusos y jefe de su Departamento del Norte. Collier interpretaba la intervención soviética en España, no como una prueba más de la implacable campaña para bolchevizar Europa, sino como una reacción a las cada vez más flagrantes violaciones del pacto de no intervención por parte de Hitler y Mussolini. La advertencia de Collier de que Alemania e Italia estaban «usando el anticomunismo como una cobertura para sus agresivos planes», que «eran mucho más peligrosos para los intereses británicos de lo que podría llegar a ser el comunismo», se pasó bastante por alto. Y todo eso tendría desastrosas consecuencias en aquellos años cruciales, previos a la guerra.

La hostilidad de Eden, hasta entonces escondida, quedó patente durante la primer reunión con Maiski, poco después de su regreso de Rusia. Maiski no conseguía convencerle de que la Unión Soviética no estaba aprovechando la guerra en España para extender el comunismo. Quitó toda importancia a las dimensiones ideológicas del conflicto, insistiendo en que el auxilio soviético estaba motivado únicamente por el miedo a que la victoria de Franco decantara la balanza del poder en Europa y animara a Hitler a expandirse aún más. «En el Gobierno ruso no hay nadie —insistió— que piense que pudiéramos llegar a conseguirlo (el comunismo) en nuestras vidas».

Churchill también mostró señales de vacilación. Aunque seguía comprometido con la idea de la seguridad colectiva, y aunque reconocía la creciente fuerza de la Unión Soviética y su deseo de que «la dejaran en paz» deploró en el Parlamento sus «oscuras maniobras de doble cara, tan cambiantes». «Rusia está en grave peligro —concluyó—, y es extremadamente sorprendente que un estado tan amenazado actúe de un modo tan insensato». Maiski quedó muy decepcionado cuando vio que Lloyd George reprendía a la URSS en público por enviar voluntarios a España.

Litvínov veía en la Guerra Civil española una gran amenaza para la «seguridad colectiva», que socavaba las relaciones con Gran Bretaña, al tiempo que reforzaba los vínculos entre Italia y Alemania, vínculos que culminarían poco después, efectivamente, en el Pacto anti-Komintern. Litvínov, mucho menos optimista que Maiski sobre el posible éxito de los republicanos, estaba dispuesto a contener el conflicto y evitar que se desequilibrara la balanza del poder en el continente cooperando con el Comité de No Intervención en Londres.

No obstante, el comité no consiguió evitar que alemanes e italianos ayudaran directamente a Franco. Tal como ha revelado el material de archivo hace poco publicado, la decisión de Stalin de ayudar militarmente a los republicanos se vio motivada sobre todo por consideraciones políticas y de Realpolitik. No obstante, cada vez se encontraba en una situación más similar a la que había tenido que afrontar durante la huelga general británica de 1926, cuando su apoyo a los mineros, por tibio que fuera, llevó a la ruptura de relaciones en 1927. Ahora la presión de los ideólogos de su partido y del exterior para que interviniera en ayuda de la izquierda española era prácticamente irresistible. La revolución social en España no había sido provocada por los rusos, y muy pronto se volvería en contra de los intereses nacionales soviéticos. Sin embargo, la pasividad solo habría hecho que Stalin se volviera vulnerable ante los suyos, en particular porque los trotskistas intentaban hacerse con el control en el bando republicano. La política interna e internacional se complicó aún más con las maniobras de represión, que tuvieron como ejemplo destacado el juicio de los veteranos líderes bolcheviques Zinóviev y Kámenev. En septiembre Stalin aprobó el envío de material bélico a los republicanos españoles y a regañadientes dio el visto bueno a la idea de las «brigadas internacionales» propuesta por los comunistas franceses.

Alarmado por la dura reacción británica y la amenaza francesa de abrogar el pacto de asistencia mutua, Litvínov consiguió por fin superar la oposición de Stalin (con el que se reunió seis veces en octubre y noviembre) y de Maiski y detener los intentos socialistas por mantener el equilibrio militar. No era la primera vez en la historia soviética que, en caso de conflicto entre la ideología y los intereses del Estado, se imponía en el Kremlin la Realpolitik. En noviembre, cuando el destino de Madrid pendía de un hilo, Litvínov informó a Maiski que la asistencia soviética cesaría de manera gradual. «La cuestión española sin duda ha afectado negativamente a nuestra posición internacional —le explicó—. Ha deteriorado nuestras relaciones con Inglaterra y Francia y ha sembrado dudas en Bucarest e incluso en Praga».] 23

1 de diciembre

Hoy he almorzado con Lothian. A pesar de que hemos tenido algunos altibajos, nos vemos y charlamos de vez en cuando. Es interesante. Es un brillante representante e ideólogo del ala imperialista de la burguesía inglesa par excellence, y sus declaraciones suelen ser reflejo de su estado de ánimo del momento...

Hoy estaba confuso y alarmado. La germanofilia de lord Lothian ha desaparecido, en particular por las exigencias coloniales de Hitler. «He advertido claramente a mis amigos alemanes que no planteen esta cuestión, porque solo puede sembrar discordia entre Alemania e Inglaterra, pero no se dan por aludidos», ha dicho. L. ha criticado el pacto germano-japonés, y también el pacto franco-soviético, diciendo que el segundo ha provocado el primero. /.../ En cuanto a la cuestión española, L. parece estar más cercano a nosotros de lo que yo pensaba. Respecto a los intereses imperiales de Gran Bretaña, prefiere una victoria del Gobierno español. Por ese motivo ha criticado duramente la posición del Gabinete británico. «Cualquier persona inteligente entiende —ha dicho— que actualmente vemos en España el primer duelo serio entre la URSS, por un lado, y Alemania e Italia, por otro. Del resultado de esta prueba fuerza dependen muchas cosas, entre ellas la orientación de la política británica en un futuro. Los ingleses siempre gravitan hacia el vencedor. Si los poderes fascistas se imponen en este conflicto, puede que Inglaterra acabe uniéndose a ellos, aunque sea de mala gana. Si gana la URSS, la alianza anglo-franco-soviética será un fait accompli en un futuro cercano».

El cuaderno secreto

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