Читать книгу Memorias de posguerra - Garcia Manuel Emídio - Страница 8
ОглавлениеPRÓLOGO
Muchos fueron los desastres producidos por la guerra civil de 1936. Uno de esos desastres, que resulta en extremo sintomático pues compendia el nefasto resultado de aquella catástrofe, tiene que ver con la disolución de un proyecto de transformación, en profundidad y bajo el signo de lo colectivo, de la vida española. Un proyecto de transformación que, a lo largo de la década de los años treinta, acabó inflexionando también –no podía ser menos– el signo de la cultura.
Empleo el concepto de «lo colectivo» en un sentido, sin renunciar a ningún matiz, amplio. Porque si ese concepto remite a una interpretación ideológica y política que compartían, con variaciones sin duda importantes, socialistas, anarquistas o comunistas –también amplios sectores del republicanismo–, no es menos cierto que ese debate afectó asimismo –y muy decisivamente– a la producción y distribución de bienes culturales. La vanguardia, cuanto en ella había de torre de marfil, de solipsismo, tuvo que ir abriéndose a la plaza pública, al otro. El debate teórico en torno a estos extremos se llevó a cabo con una insistencia, y unos medios y maneras, distintos y plurales que ponen de manifiesto, entre otras cosas, el grado de actualidad que en aquellos años habían alcanzado esas cuestiones. Quienes alentaron y patrocinaron el alzamiento armado, alentaron y patrocinaron igualmente el final de ese debate, que afectaba a las relaciones sociales y económicas del país y, claro está, a la cultura que estaba en consonancia con esas nuevas relaciones.
La integración del intelectual y el artista –pensador, pintor, novelista, poeta, músico...– en el organismo social, formando parte de él como una mediación más en ese proceso de cambio de las relaciones de creación y distribución de productos culturales, empezó a ser una realidad, una cristalización ideológica real, poco antes de que estallara la guerra civil. El alzamiento militar puso fin a ese proceso y a la vez aniquiló o disgregó, reduciendo de facto a la inoperancia a quienes, quedándose en el exilio interior o abandonando el país, habían sobrevivido a la guerra. El exilio, el del exterior como el del interior, se sumió en su larga noche oscura, y un detritus de ello fue volver al pathos del canto desvalido, al canto de unas subjetividades desplazadas de su centro y de un proyecto integrador.
En el exilio, un tiempo-espacio de infortunio –terrible nacionalidad–, todas las actividades, escribir o trabajar en no importa qué oficio, son por igual maneras de dignificarse humanamente, de negarse a aceptar la derrota, de resistirse a tener que morir en vida. Es también, abandonada la certeza del feudo, del reducto familiar, una manera –pisamos un campo minado por la paradoja– de abrirse al mundo y a los demás. Y a uno mismo. Estas aperturas suelen a menudo –por desgracia no es siempre así– propiciar el encuentro con el otro, con lo plural y lo diverso.
La palabra del exiliado, la onda expansiva de sus creaciones, tiene –mientras existe el exilio, mientras está prohibido el regreso– un ámbito de resonancia extremadamente limitado. Esa limitación es parte del castigo. Un signo más de la tragedia que acompaña al exiliado. El exiliado escribe –al menos a corto plazo– historias para exiliados, para quienes cantan o se cuentan el mismo canto, el mismo cuento. Pero hay en su palabra grandeza, pues su palabra pronunciada o escrita –aun con la limitación de ser para unos pocos, aun cuando se le ha vetado a la fuerza el acceso a su auditorio natural– es un resorte que activa la necesidad-imperativo de narrar, de contar la historia no oficial, de ser testimonio.
La urdimbre de palabras escritas u orales, hilvanadas siempre unas y otras con la estofa del dolor y del desamparo, conforma un cúmulo de historias o fragmentos de historias que, inexorablemente, conducen a la memoria del origen, a la fuente de la vida, al centro perdido. El tiempo se detiene y la historia, convertida en último refugio, se torna tiempo mítico. La búsqueda oscurece –queriendo que lo alumbre– el porvenir. La razón del mundo estriba entonces en aferrarse al pasado, al haber sido, al ayer.
Todo propósito de allegar las experiencias personales remite necesariamente a referentes históricos. El mundo privado es otra de las muchas quimeras que se esfuman. Y, sin embargo, la trabazón discursiva de lo disperso y fragmentario se apoya en la lastimada, siempre única y personal, siempre intransferible, expresión personal del reducto íntimo. La memoria o el recuerdo, por mor de la palabra, de la lengua, permite instrumentalizar el proceso de recuperación, de cura. La memoria del pasado y su verbalización son antídotos contra el abandono y la renuncia, contra la aceptación del fracaso. También –acaso sobre todo– contra el desorden impuesto.
La idea de fragmentación, de desorden y caos, también de mutilación y pérdida, que arrostra todo exiliado, se compensa, en resumidas cuentas, con la obsesiva necesidad de recuperar el equilibrio desvanecido. Irrumpe así una tensa dialéctica que apunta a la reconstrucción de cuanto se da por seguro y, como tal, confiere una suerte de engañosa protección contra lo incierto y lo huidizo, contra lo que, en definitiva, es, ineludiblemente, la existencia.
El sentimiento de provisionalidad, de transitoriedad, en lo que se presenta como socialmente cierto, seguro, se arraigó muy hondamente por haber experimentado, a muy temprana edad, algo que se imprimía en la conciencia cuando la razón no podía acogerlo, explicárselo: que todo estaba trastocado, que cada cosa había perdido su lugar, que ya no había un lugar, una casa, y que a nuestro alrededor todo dependía del azar. Es decir, la experiencia de la pérdida de algo que, como todo lo primordial, es insustituible.
El sol de desterrado como la palabra del desterrado, apenas transmite calor, apenas ofrece luminosidad. Pero esa miseria del sol del desterrado, como su palabra, es, irónicamente, la fuente de una inagotable energía, de una energía que posibilita el crecimiento interior y el acto de escribir la otra historia, la del vencido. Ese sol y esa palabra descubren al exiliado –y a los lectores que un día han de leerle, dando, a ese sol y a esa palabra, calor, vida– lo que realmente es el ser humano: poquedad que se autoengaña con la mentira de creerse una duración sin término, un ser y estar sin fin que, además, se arraiga en otra mentira, la mentira –acaso la mayor y más irrisible, sin duda la más dañina– de la patria, de la nación.
El destierro devuelve al hombre a los lindes de su verdadera constitución, le hace reconocer –se trata de una a modo de inesperada iluminación, o de repentina y hasta abrupta anagnórisis– que el signo del hombre es lo perentorio. El exilio obliga –¡qué remedio!– a aceptar que en todo –incluso en uno mismo– subyace un radical relativismo. El destierro lanza al hombre al diálogo atemperado con el otro, a ser palabra entre palabras, a ser simplemente –¡tan poco y a la vez tanto!– hombre, hombre tal esos junquillos que resisten el vendaval para –más pronto o más tarde– ceder, ser a la postre tallo roto que gime y se retuerce.
Tallo roto que gime y se retuerce y que, tal en el largo poema-monumento, «Lo que sobra a la sepultura, muertos desconocidos y españoles vivos de hambre», incluido en Galope de la suerte de Arturo Serrano Plaja, recuerda que la:
inextinguible llamo del recuerdo es herida
que mano inextinguible,
es hambre de justicia y es hambre de pan.
Tallo roto que gime y se retuerce. Que gime y se retuerce tal un detritus que nunca del todo se desvanece, nunca es ya solamente olvido.
Hayden White, en El valor de la narrativa en la representación de la realidad, saca a colación que Hegel planteaba, en Lecciones sobre filosofía de la historia, que ni la «historicidad» ni la «narratividad» son posibles, que ni una ni otra –por otra parte, tan emparentadas, pues las anima por igual el mismo propósito de configurar en discurso oral escrito la experiencia humana– son posibles, sin la noción de «sujeto legal», sujeto al que corresponde ser medio y tema de la narrativa histórica. Hecha esa relación entre legalidad, historicidad y narratividad, no ha de sorprender –continúa diciendo Hayde White– la frecuencia con la que la narratividad, bien ficticia o real, presupone la existencia de un sistema legal contra o a favor del cual se pudiera escribir, narrar.
El individuo, convertido en ciudadano de pleno derecho, recupera a través de la palabra, de su recuento de los hechos, la condición de sujeto.
Esa condición recuperada de sujeto, en los términos expuestos por Hayden White devuelve a la Historia a los predios de la realidad real, requisito indispensable para que aflore el discurso –valga la redundancia– de lo real. Discurso que acaba convirtiéndose él mismo en objeto de deseo en la medida en que hace deseable lo real. Para lo cual ha de presentarse lo real con la coherencia formal de los acontecimientos históricos. De este modo, el «peso de la significación» de los acontecimientos contados se «proyecta» a un futuro que va algo más allá del inmediato presente, un futuro cargado de juicio moral.
FRANCISCO CAUDET
Universidad Autónoma de Madrid