Читать книгу El tesoro de Buenos Aires - Gerardo Bartolomé - Страница 10

Capítulo 3. ¡Triunfar o triunfar!

Оглавление

Diario del capitán Alexander Gillespie.

A principios de abril se decidió partir con medios escasos. Con nuestra débil fuerza la flota levó ancla el 14 de abril, pero el 22 el transporte Ocean, que tenía a bordo al mayor Tolley con doscientos hombres, desapareció durante una noche de fuerte borrasca. Esto representaba un muy serio accidente considerando nuestro disminuido número y la magnitud de la misión que teníamos por delante.

Este infortunio nos obligó a modificar la ruta hacia Santa Elena.

* * *

Isla de Santa Elena, Abril de 1806.

Mientras los marineros del Diadem bajaban un bote al agua, Popham y Beresford admiraban la silueta de la isla de Santa Elena{5}. Sus costas eran precipicios que caían al mar y con sólo una pequeña cala apropiada para el desembarque.

—Esta isla parece una fortaleza —dijo Beresford.

—Sí, claramente su importancia estratégica está en que es imposible tomarla por la fuerza. No requiere muchas tropas para defenderla y además cuenta con agua y ganado por lo que a un atacante de nada le serviría bloquearla.

El bote ya estaba en el agua y ambos se embarcaron en él. Bajaban a tierra para tener una reunión con el coronel Patton, gobernador de la isla. Mientras cuatro marineros remaban y las olas los sacudían, los dos hombres charlaban. Popham se sentía muy a gusto con Beresford. No había cambiado de opinión acerca de que no se trataba de un hombre de acción, pero ciertamente tenía gran capacidad de organización y administración.

—Es curioso que la isla está en manos de una empresa privada —acotó el comodoro—. La East India Company. Como se dedican al comercio, la ubicación de la isla les permite cambiar el destino de sus barcos en función de sus negocios sin necesidad de ir y volver a Londres.

—Las tropas de aquí son de ellos, ¿no? Son mercenarios de un ejército privado. No muy confiables.

—Sí, es cierto. Pero después de lo del Ocean precisamos los refuerzos que podamos obtener.

Durante la navegación desde el Cabo una tormenta había golpeado a la flota de Popham dispersándola. Les llevó un par de días reorganizarse, pero un barco de transporte, el HMS Ocean, había desaparecido. Popham no creía que nada realmente malo le hubiera pasado, pero lo cierto era que no sabían dónde estaba. El capitán del Ocean llevaba instrucciones secretas en un sobre que, seguramente, habrían abierto al perder contacto con el resto. Allí se les informaba que debían dirigirse a la boca del Río de la Plata. Si bien era probable que en unas semanas se encontraran con el barco perdido, Popham y Beresford debían asegurarse de tener una alternativa por si no lo hallaban; en ese barco viajaban doscientos hombres del Regimiento 71 y sin ellos la aventura se volvía mucho más incierta. Contaban con pocos hombres desde un inicio a tal punto que Popham había reclutado trescientos marineros de su flota para convertirlos en soldados de com bate, o por lo menos para que simularan serlo.

La potencial pérdida del Ocean no sólo implicaba contar con menos hombres, sino que encima eran del mejor regimiento. Eran un tercio del 71. Sin ellos Beresford no quería arriesgarse. La alternativa era seguir hacia el Rio de la Plata esperando encontrar al Ocean, pero si no aparecía Beresford desistiría de todo. Así fue como a Popham se le ocurrió dirigirse a Santa Elena y buscar interesarlos en compartir beneficios a cambio de contar con parte de sus hombres. Siendo una empresa privada, seguramente estarían interesados. Además, su parte de la recompensa se descontaría de la parte del ejército, no de la marina, así que a Popham la incorporación le salía gratis. A Beresford, en cambio, la recompensa parecía no importarle. Su preocupación era la acción militar…

—Estos mercenarios no son lo mismo que el 71 —dijo Beresford.

—No, pero la gente de Buenos Aires no lo sabe. Para ellos todos son soldados ingleses. Los quinientos hombres del 71 más mis trescientos marineros, más la tropa que sumemos aquí serán suficientes para que se evapore cualquier deseo de combate de los españoles.

—Lo ideal sería que consigamos que aquí nos presten gente y que además nos encontremos con el Ocean en el Plata.

—¡Si así fuera estaríamos más que cubiertos! —exclamó Popham entusiasmado.

—Los primeros en encontrarlos serán los del Leda.

El HMS Leda era el barco que Popham había despachado como avanzada desde el Cabo para que hiciera un relevamiento acerca de la navegación en el traicionero Río de la Plata. En esa nave había enviado al norteamericano Wayne, ya que él era el único que conocía la zona y tenía mapas que el Leda debía verificar.

Se acercaban a la costa de Santa Elena y de a poco las olas dejaban de zarandearlos.

—¿Quién será ese hombre con un sombrero con pluma? —preguntó Beresford.

—Seguramente es el gobernador. Yo avisé de nuestro desembarque a través de las banderas{6}.

* * *

Diario del capitán Alexander Gillespie.

Se requirió de la persuasión y destreza de nuestros dos comandantes para convencer al gobernador Patton y así reparar nuestra deficiencia por la pérdida del Ocean.

El destacamento de Santa Elena fue una adición valiosa pues la mayoría de ellos eran artilleros y tiradores excelentes.

* * *

—¡Bienvenidos a Santa Elena! —los recibió el gobernador Patton.

No era del todo extraño que en esta isla se detuviera algún barco de la Marina, pero lo que era absolutamente raro era que el comandante de una importante flota pidiera hablar con el gobernador. Por eso él mismo los fue a buscar al muelle y los guio por el pueblo hasta su oficina. Con una población tan pequeña hubiera sido demasiado pomposo llamar su casa la Casa de Gobierno. Patton cumplía una doble función, la de gobernador y la de administrador de la Compañía de Indias.

Al llegar les ofreció té frio y los tres se sentaron alrededor de una mesita.

—Ante todo, debo felicitarlos por el enorme éxito que obtuvieron en el Cabo. La noticia ya ha recorrido más de la mitad del Imperio.

—Gracias. Hubo una importante preparación y pla neamiento que nos permitió lograr el objetivo con menos pérdidas de lo que habíamos pensado —respondió agradecido Popham—. ¿Y ustedes aquí? ¿Cómo está todo?


Sir Home Popham, imagen de su carte de visite

—Dentro de todo bien. Todavía adaptándonos al enorme cambio que hubo en Londres.

—¿A qué cambio se refiere? —preguntó Beresford—. Nosotros venimos del extremo del mundo al que no llegan noticias.

—¿Entonces no se enteraron?

—¿De qué cosa? —preguntó Popham, impaciente.

—¡De la muerte de Pitt!

—¿Cómo? ¡No puede ser! ¿Estamos hablando de William Pitt?

—Sí, claro —respondió Patton—. El primer ministro.

—¡Oh Dios! —dijo Popham tomándose la cabeza con las manos—. Es una calamidad.

—¿Lo conocía usted? —preguntó el gobernador.

—Sí… —A Popham la cabeza le daba vueltas. Estaba como ausente—. Era un amigo cercano. Pero… me cuesta creerlo… ¿Qué le pasó?

—A todos nos costó. Era joven. Su muerte fue repentina, creen que a causa de una hemorragia interna.

—¿Quién lo sucedió? —preguntó esperanzado, Popham.

—Su primo Grenville, pero con una visión totalmente distinta de todo. Lo que antes estaba bien ahora está mal y bueno… ya sabe. Lo que los cambios de gobierno siempre traen aparejado.

Popham quedó mudo, sumido en sus pensamientos negativos. Su mundo se acababa de desmoronar. Nunca pensó que pudiera ser tan frágil. Sus certezas respecto a esta nueva expedición acababan de cambiar radicalmente. Muerto Pitt, perdía su garantía de salvación en caso de que las cosas no salieran bien. Su cabeza volaba en busca de una salida del embrollo en el que se había metido. ¿Podría cancelar la expedición? Ya se habían movido más de dos mil personas, decenas de barcos… No… no le parecía posible ni razonable.

Ante el silencio de Popham, Beresford tomó el mando de la reunión.

—Señor Patton, entiendo que el señor Popham le envió anoche una nota con una presentación de lo que venimos a hacer aquí.

—Sí, correcto. Me comentó que tienen una misión en Buenos Aires y que allí habría un rico tesoro listo para ser embarcado hacia España que ustedes intentarán alcanzar o interceptar, lo que permite una interesante remuneración para las fuerzas intervinientes.

—Perfecto, lo tiene clarísimo —dijo Beresford con satisfacción—. Creo que también le comentó que hemos perdido contacto con uno de los transportes por lo que no estamos seguros de que algo más de doscientos hombres se reúnan con nosotros para esta misión.

—Exactamente eso era lo que decía la nota y ya he evaluado que podría darles esa cantidad de hombres, aunque ciertamente no son de la misma calidad militar que los del 71 —aclaró Patton—. Nuestros soldados habitualmente cumplen un papel más disuasivo que operativo, para proteger operaciones comerciales tanto en barcos, como en puertos o en caravanas. Ellos son contratados, tienen diversos orígenes; si bien la mayoría son ingleses hay de todos lados del mundo. Nuestros soldados no pelean por ideales. Nuestros soldados en general no pelean ¡ja ja!

—Le agradezco la sinceridad. No pensamos en ellos para ponerlos al frente de importantes operaciones sino más bien en la retaguardia y haciendo número. Si tienen uniformes, se paran bien, tienen armas y cumplen órdenes simples, entonces nos serán de mucha utilidad.


William Carr Beresford, óleo de William Beechey

—Correcto, todo eso lo hacen y muy bien. Es más, también les estaré cediendo un grupo de artillería que manejan muy bien sus piezas.

—¿Le dijo el señor Popham cual sería el premio? —pre guntó Beresford.

—Me dijo que sería la parte proporcional, en función de la cantidad de hombres, que le toque en reparto al ejército. Me tomé la libertad de escribir un pequeño contrato al respecto para que ustedes estudien y firmemos antes de su partida.

—¿Un contrato? Muy bien. Un verdadero hombre de negocios.

—Es que para nosotros esto es un negocio. Nosotros vemos en esta expedición una gran oportunidad. Creemos que es una excelente idea, más allá del tesoro que se espera conseguir. Por eso tengo una exigencia adicional que no creo que sea problema para ustedes.

Escuchar “excelente idea” sacó a Popham de sus pensamientos y lo trajo de vuelta a la reunión.

—¿Cómo es eso, señor Patton? ¿Por qué cree que es una excelente idea? —preguntó el comodoro.

—Por el comercio. Buenos Aires ha estado asfixiada por el monopolio español por lo que hay una gran demanda reprimida de productos británicos, que son de mejor calidad que los locales —explicaba Patton con gran solvencia—. Nosotros esporádicamente hacemos algunos negocios “no santos” con comerciantes ingleses de esa ciudad, que nos dejan muy buenos dividendos. Créanme, allá tenemos una enorme oportunidad comercial.

—¿Y cuál sería la exigencia que mencionaba? —preguntó Popham con un poco más de optimismo.

—Tengo anclados dos barcos de la Compañía que están destinados a la India, pero dada esta oportunidad nos será mucho más rentable destinarlos hacia Buenos Aires, junto con su flota.

Popham y Beresford se miraron. Esto ciertamente no estaba en sus planes.

—Señor Patton, no tenemos ningún problema en que nos acompañen —dijo Popham—. ¿Es realmente tan importante la oportunidad comercial?

—¡Por supuesto! Es muy buena. Es incluso mejor que adueñarse de un tesoro.

—No lo creo… —puso en duda Popham.

—Claro que sí. Adueñarse de un tesoro es algo que se da una sola vez. Por más rentable que parezca, cuando se distribuye, se terminó. En cambio, abrir una oportunidad comercial es abrir un grifo que le dará riqueza año tras año, sin parar.

—Interesante… —dijo Popham poco interesado.

—Si les interesa, les puedo dar algunas ideas para que ustedes puedan participar —dijo Patton con un tono intrigante.

—¿En qué consistirían? —preguntó Popham con un poco más de interés.

—Una vez allá, ustedes podrían generar condiciones que mejoren nuestros márgenes y así nosotros les podremos retribuir —dijo el gobernador, con una sonrisa.

—¿Cuáles serían esas condiciones? —preguntó Popham, cada vez más interesado.

—Oh, algunas ideas… Por ejemplo, decomisar las mercaderías de barcos españoles que esperan ser desembarcadas, eso aumentaría el interés y la necesidad en nuestros productos.

—¡Buena idea! —aprobó el comodoro con entusiasmo.

—Otra idea es bajar las tasas de los impuestos de importación. Al bajar ese costo, sube el valor del producto sin impuestos, lo que mejora el margen.

—Muy interesante. ¿Y cómo podría ser nuestra participación?

—Veo que ya se están convirtiendo en hombres de negocios —dijo Patton con una sonrisa.

* * *

7 de junio de 1806, en la boca del Río de la Plata.

El comodoro Popham estaba en el puente de mando del HMS Narcissus, el barco más rápido de la flota. Desde que se había enterado de la calamitosa muerte de William Pitt, el marino había pasado de un profundo desaliento, que casi lo hizo cancelar la expedición, hasta el mayor de los entusiasmos.

Estaba claro que si la aventura fracasaba se trataría, como mínimo, del fin de su carrera militar; pero ahora veía que, en caso de triunfo, los beneficios serían mucho mayores que lo que había calculado cuando salieron de África. En ese momento, entre lo que le sacaba Baird y lo que le debía a White no le quedaba gran fortuna. En cambio, ahora veía clarísimo como hacerse rico con el comercio. Patton le había abierto los ojos. No solo había acordado con él compartir beneficios extraordinarios, sino que les había escrito a varios amigos de Londres para que compraran productos y los fletaran en barco hacia el Río de la Plata. Estaba claro que era a todo o nada y él apostaba todo al éxito. Había una sola alternativa: ¡triunfar o triunfar!

A poco de partir de Santa Elena, la ansiedad lo empezó a carcomer. Decidió pasarse al barco más rápido y adelantarse hacia el Plata, dejando la flota, lenta debido a los barcos de transporte, en manos de su segundo.

En el Narcissus navegaron con todas las velas a máxima velocidad, algo que disfrutan todos los marinos. La idea era llegar rápido al estuario y encontrarse con el Leda, que había despachado directamente desde el Cabo. Así se enteraría de la marcha del relevamiento y podría trazar una ruta para cuando llegara el resto de la flota.

La larga travesía había llegado a su fin, ya estaba en las aguas marrones del Río de la Plata buscando al Leda. En este momento, desde el puente de mando, escudriñaba el horizonte. Se veía una vela lejana y navegaban a máxima velocidad hacia ella. Quizás fuera el barco que buscaban.

—Tiene bandera norteamericana —dijo decepcionado el oficial a su lado, también con catalejo.

—Son ellos. Reconozco el Leda hasta a un millón de millas —afirmó Popham con confianza—. La bandera americana es una treta del señor Wayne para no levantar sospechas.

Cuando estuvieron más cerca dispararon el cañón de proa para llamar a la detención al otro barco, fuera el Leda o no. A los pocos minutos este bajó las velas y el Narcissus lo alcanzó rápidamente. Era el Leda. Ambos buques subieron banderas de salutación. Popham dio instrucciones para que le bajaran un bote y abordar el otro barco.

—Señores Desmond y Wayne. ¡Qué bueno verlos! —gritó saludando al comandante del Leda y al norteamericano que había conocido en el Cabo.

Todos en el Leda saludaron respetuosamente al comodoro Popham, máxima autoridad de esa inusual expedición.

—Señor Popham —saludó Desmond.

—Estimados señores. ¿Cómo anduvo todo? ¿Qué novedades hay?

—El relevamiento muy bien señor. Pero tuvimos un percance.

—¿Cuál? —preguntó Popham con ansiedad.

—Perdimos tres hombres. Fueron tomados prisioneros.

—¿Cuándo? ¿Cómo pasó eso?

—Desembarcaron para hacer un relevamiento a cinco millas de Santa Teresa{7} y parece que había una partida de españoles escondidos. Vi como sucedió desde el puente de mando. Una partida montada los rodeó y se los llevó prisioneros. Disparamos los cañones para ver si los asustábamos y los soltaban, pero nada. Hasta pasamos frente al fuerte de Santa Teresa y les disparamos, pero sin éxito.

—¡Maldición! —masculló Popham—. Ahora saben que estamos acá.

El tesoro de Buenos Aires

Подняться наверх