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Capítulo 2. La oportunidad
ОглавлениеCiudad del Cabo, marzo de 1806.
El comodoro Popham se apoyó sobre la baranda del HMS Diadem, el buque insignia de la flota inglesa, admirando la vista frente a él. La pequeña colonia holandesa, o mejor dicho excolonia holandesa, se emplazaba entre el mar y las laderas de una interesante montaña con forma de meseta. No pudo evitar sonreír al recordar lo mucho que había acontecido en las últimas semanas. La partida de Gran Bretaña, la larga navegación al mando de una flota inmensa, una tormenta que hundió uno de los barcos, el paso por el sorprendente Brasil, la llegada al sur de África, el desembarco, la fácil victoria y la anexión de la colonia franco-holandesa. Un éxito total que le sumaría muchísimo a su carrera militar y, posiblemente, le abriría las puertas a una promisoria carrera política.
La actitud de la población local fue buena. Para la mayoría holandesa, pasar de la soberanía francesa a la inglesa no era una tragedia, casi se diría que preferían depender de los británicos. Popham, como responsable naval, y Baird, como responsable de las fuerzas terrestres, se abocaron fuertemente a prepararse para un seguro intento de Francia por recuperar la colonia. Imposible que Napoleón permitiera que le sacaran una posesión si podía impedirlo. Pero entonces llegó la noticia de la enorme victoria inglesa en Trafalgar que dejó a Francia y España sin flota de guerra. El triunfo se vio algo agriado porque en la batalla murió el almirante Nelson, una leyenda.
Con esa victoria naval se sepultó la posibilidad de que los franceses intentaran recuperar el Cabo; simplemente no tenían con qué hacerlo. Si a eso se le agregaba el fin de la guerra contra los marajás de la India, Popham y Baird se encontraban al mando de una fuerza militar sin ningún objetivo próximo. Popham veía frente a sí un futuro promisorio. Su amistad con Pitt, el primer ministro de Gran Bretaña, seguramente le permitiría lograr un mando de relevancia en la guerra contra el Emperador. Y luego de esa victoria quizás el Rey quisiera intentar recuperar las colonias de Norteamérica.
Y hablando de Norteamérica… estaba esperando al capitán de un barco de ese país que se dedicaba al detestable comercio de esclavos. Popham despreciaba a ese tipo de gente, pero este hombre le había mandado una nota diciendo que lo enviaba un viejo amigo, otro estadounidense, William White.
Un bote se acercaba al Diadem. Seguramente era él.
* * *
—¿Popham?
—Sir Home Popham, para usted.
—¡Oh! Perdón. Cierto que ustedes, los británicos, son más formales —dijo el norteamericano.
—Más formales y más leales al Rey que ustedes.
—Claro, claro… Por eso hicimos una guerra y la ganamos. Pero no estamos aquí para discutir eso, ¿no? —el norteamericano no estaba dispuesto a ofenderse, era un hombre de negocios—. Mi nombre es Thomas Wayne.
—Bienvenido a bordo del HMS Diadem, señor Wayne — dijo Popham dándole la mano—. Pasemos a mi camarote.
Popham guió a Wayne por un laberinto de pasillos atestados de gente que iba y venía. Los barcos de guerra tienen mucha actividad aun en tiempos de paz.
—¿A qué debo su visita, señor Wayne?
—Tengo una carta de un amigo en común.
—Sí claro, el señor William White. Entiendo que él está en Buenos Aires. ¿Viene usted de allí? No sabía que hubiera trabajo para el comercio de esclavos en esa ciudad.
—Lo hay. No hay tanta necesidad de piezas africanas como en las plantaciones del Brasil, pero igualmente hay una necesidad.
—Piezas africanas… Veo que han buscado un nombre elegante para no decir “esclavos”. Pero bueno… Veamos la carta de mi amigo.
—Aquí la tiene —dijo Wayne, dándole un sobre cerrado y sellado—. White me dijo que me quedara mientras usted la leía porque seguramente tendría preguntas que yo le podría responder.
Popham abrió con cuidado el sobre y comenzó a leer el contenido de la carta. Había conocido a White en la India. En aquel entonces Popham había dejado la Marina para intentar hacerse rico con el comercio. Le fue muy mal y White lo ayudó a recuperarse financieramente tras lo cual volvió al servicio de Su Majestad. La carta arrancaba recordando aquella época, pero no lo hacía con nostalgia sino para remarcarle que aún tenía una deuda muy importante por saldar. White le había prestado mucho dinero que nunca había podido devolver. Pero parecía que se presentaba una oportunidad de hacerlo.
La carta se ponía interesante. White tenía información confidencial de que había un tesoro muy importante en Buenos Aires esperando la oportunidad de ser embarcado hacia España. El norteamericano estaba al tanto de que, por las leyes británicas, las tropas que incautan valores de potencias enemigas se pueden repartir un octavo del botín, debiendo mandarle a la Corona los siete octavos restantes. En este caso el tesoro era muy valioso por lo que White proponía una acción militar y luego repartir el dinero saldando, así, la vieja deuda.
El plan parecía sumamente audaz, no era alocado. Se estaban dando una serie de situaciones que hacían que esta oportunidad mereciera ser meditada.
—Señor Wayne, ¿cómo supo que me encontraría en el Cabo si en Buenos Aires no pueden haber llegado aún novedades de esta toma?
—De alguna manera White sabía que había una flota inglesa en el Atlántico sur y dedujo que el objetivo sería el Cabo. Como yo venía a África, por motivos obvios, me pidió que me desviara para tratar de encontrarlo. ¡Y así fue!
—No sé de dónde saca White la información, pero claramente la fuente es muy buena. ¿Sabe usted el contenido de esta carta?
—En términos generales sí. White me dijo que hay un tesoro en Buenos Aires y que la idea era convencerlo a usted para tomarlo y repartirlo. Me dijo que me pusiera a su disposición para darle toda la información que poseo de la navegación por el Río de la Plata y otras preguntas que usted pudiera tener. A cambio White compartirá conmigo parte de los beneficios.
—Mi pregunta es si usted sabe qué fuerzas militares españolas hay en el Río de la Plata.
—Muy pocas. No más de dos mil hombres, una parte de la guarnición fue enviada a Montevideo.
—Ya veo… —dijo Popham pensativo—. Pero habrá otras ciudades en el virreinato que podrían aportar tropas en caso de ataque, ¿no es así?
—El territorio es inmenso y casi totalmente despoblado. Hasta que llegaran tropas de refuerzo podrían pasar un par de meses.
—Interesante… Señor Wayne, voy a meditar el tema y estudiarlo. Le pido que durante los próximos días se mantenga cerca porque, seguramente, le estaré haciendo varias preguntas antes de tomar una decisión.
—Por supuesto —dijo el norteamericano con entusiasmo.
* * *
Dos días más tarde.
El bote dejó a Popham en el muelle. Se veía gran actividad en el puerto del Cabo. Había marinos ingleses, pescadores, comerciantes y esclavos, todos hablando un sinnúmero de idiomas europeos y africanos. Su vistoso uniforme de comodoro generaba respeto por lo que se hacía más fácil abrirse paso entre la multitud que ocupaba el muelle. Caminó por las calles de la pequeña ciudad, donde los holandeses lo miraban con resquemor. Siguió las instrucciones que le habían dado hasta que encontró la sede de gobierno donde, desde hacía poco tiempo, flameaba la bandera británica.
Los soldados de la guardia le abrieron paso respetuosamente y un oficial lo acompañó hasta el despacho del general Baird, el comandante en jefe de la expedición militar.
—Señor Popham, ¡qué alegría verlo! —dijo el general—. ¿Qué trae a un viejo lobo de mar a tierra firme?
—Señor Baird, me encanta caminar por la última joya que hemos agregado a la corona de Su Majestad —respondió el marino con una sonrisa al tiempo que tomaba el vaso de coñac que le alcanzaba el general.
—Una aventura más que se agrega a las muchas que hemos vivido juntos, ¿no? ¿Recuerda aquellos días en la India?
—Cómo olvidarlos. ¿Y la marcha en Egipto? Recuerdo verlos desembarcar para iniciar una larga marcha por el desierto.
—Aquella marcha nos hizo muy populares en Londres — dijo Baird con nostalgia—. Pero esta vez es más gratificante porque, como usted lo dijo, efectivamente le hemos agregado territorio y recursos a Gran Bretaña. Brindemos por nuestro éxito.
Ambos hombres chocaron sus vasos con alegría. Baird era general del Ejército y Popham comodoro de la Marina, pero para esta expedición el gobierno inglés había determinado que el comandante de toda la expedición fuera Baird, por lo que Popham estaba, circunstancialmente, subordinado al general.
—Creo que tenemos una oportunidad de agregarle otra joya a la corona —dijo Popham llevando la conversación al tema de su interés.
—Lo escucho con atención.
Popham le contó de la visita del norteamericano Wayne haciendo énfasis en que se daban especiales circunstancias por las que la ciudad de Buenos Aires se encontraba desguarnecida, aunque evitó hacer mención al tesoro. Prefería guardarse esa información para el último momento, de manera de negociar mejor el potencial reparto.
En lo que se esmeró, el comodoro, fue en explicar los antecedentes políticos de la conveniencia de ocupar el Río de la Plata.
—Recordará que soy muy cercano al primer ministro Pitt —dijo.
—Creo que nunca pasan quince minutos sin que usted lo mencione —bromeó Baird.
—Pues bien, hace tres años Pitt me convocó a una reunión con un español de Sudamérica, un tal Francisco de Miranda. El hombre traía una propuesta que iba en línea con los objetivos de la Corona.
—¿Cuál era ese objetivo?
—Lo de siempre, debilitar a Francia.
—¿Pero cómo se conectaba lo de Miranda con ese objetivo? —preguntó Baird.
—Sabemos que Francia tiene amenazada a España por lo que esta paga regularmente un tributo a Napoleón. La riqueza de España proviene de sus colonias de América. La propuesta de Miranda era que Gran Bretaña ayudara a generar la independencia de la América española. Esto haría que el oro de América no llegara más a las arcas de España y de allí a Francia.
—Entiendo —dijo el general—. ¿Y cómo se relaciona eso con nosotros?
—A eso voy. La propuesta era que Inglaterra facilitara medios para que independentistas iniciaran dos revoluciones. Una en el Virreinato de Nueva Granada{3} y otra en el Virreinato del Río de la Plata. El propio Miranda se encargaría de Nueva Granada ya que él es oriundo de allí. Pedía buques y armas para equipar a un grupo de criollos y con ellos iniciar la revolución.
—¿Y en el Río de la Plata?
—En Buenos Aires había un partido independentista, pero para iniciar la revuelta sería necesario una intervención militar de Inglaterra que anulara el poder de España. Nada muy importante. Estaba estudiado. Me encargué personalmente de conseguir la información de inteligencia por medio de innumerables comerciantes ingleses afincados allí que confirmaron los dichos de Miranda. Hicimos un completísimo informe que elevamos a Pitt a fines de 1804 recomendando la acción armada en el Río de la Plata. Le he traído una copia del informe para que usted lea. Aquí están todos los fundamentos de lo que le adelanté.
Popham le entregó una gruesa carpeta que Baird ojeó rápidamente, pero en seguida la dejó a un costado para leer más tarde.
—Este informe es de hace un año y medio. ¿Por qué no se ejecutó?
—La guerra con Napoleón se fue complicando y se dio prioridad a ocupar directamente colonias francesas, que es lo que nosotros hicimos. Pero iniciar la revolución de las colonias españolas sigue siendo una acción prevista para el futuro cercano. De hecho, cuando nosotros partimos de Cork, Miranda estaba iniciando su propia expedición con apoyo inglés.
Baird sirvió algo más de coñac a cada uno y se volvió hacia la ventana mirando las calles de la ciudad.
—En estos días —continuó Popham— me acaba de llegar una carta de uno de mis contactos en Buenos Aires diciendo que habían entrado en pánico porque pensaron que nuestra expedición, al salir de Brasil, se dirigía al Río de la Plata. Y el mismísimo virrey dijo que no tenían ningún medio para oponerse a nosotros, a lo que mi contacto agregó que los locales estaban dispuestos a rebelarse apenas nosotros apareciéramos.
—Entiendo. Pero nosotros estamos destinados al Cabo, no al Río de la Plata. Tenemos instrucciones de prepararnos para un posible intento de Francia de recuperar su colonia.
—¡Pero esa información es vieja, señor Baird! Desde que recibimos esas instrucciones el almirante Nelson liquidó a toda la flota francesa en Trafalgar. No hay posibilidad de que vengan. Al quedarnos aquí hasta nuevas órdenes estamos privando a Su Majestad de hacer un uso racional de esta poderosa fuerza militar durante varios meses.
—Estoy de acuerdo con usted, pero yo no siento que tenga la autoridad de disponer, así como así, de todos estos recursos para cumplir una misión que me es ajena.
—Pero…
—Entiendo que su posición es muy distinta, señor Popham, ya que es amigo del primer ministro, pero yo no puedo poner en riesgo mi carrera y mi prestigio actuando sin instrucciones precisas. Yo soy del Ejército y usted de la Marina. No se sienta atado por mis limitaciones. Usted puede actuar por su cuenta. Seguramente logrará el objetivo de generar la revolución con la mera presencia de sus naves frente a Buenos Aires.
Flota inglesa frente a Ciudad del Cabo en 1806
Las cosas no iban bien. Popham se tomó unos segundos para pensar. Tendría que jugar la carta que tenía guardada.
—Hay algo que todavía no le dije.
—Ah… Es usted una caja de sorpresas —ironizó Baird.
—En la carta, mi contacto en Buenos Aires me informa que hay un inmenso tesoro en el fuerte de Buenos Aires a la espera de ser embarcado hacia España. Recordará usted que la legislación permite que las tropas que se alcen con caudales enemigos se repartan un octavo del valor. En este caso es una verdadera fortuna.
Baird lo miró durante varios segundos sin decir nada. Dos reacciones casi opuestas peleaban dentro de su cabeza. Una era enojarse con Popham por esconderle ese importantísimo dato y la otra era la alegría que le generaba la codicia.
—Señor Popham, eso cambia notoriamente la reunión. ¿Es verdaderamente confiable su fuente de información?
—Muy confiable. La persona en cuestión, un norteamericano llamado White, tiene un interés especial en nuestra participación. Yo tengo con él una fuerte deuda de mis tiempos en la India y él ve esto como una oportunidad para que esa deuda sea saldada. El dato es bueno, créame.
—Entiendo… su posición es bastante comprometida, señor Popham. Ahora entiendo que precisa usted del ejército. Solo con sus buques no conseguiría sacar el tesoro del fuerte.
—¿Recuerda usted el caso de la fragata española cerca de Cádiz?
—Por supuesto. La Marina se alzó con un importante tesoro.
—Ese tesoro venía de Buenos Aires. Varios de mis compañeros de promoción se hicieron ricos con el reparto de ley. Este tesoro de ahora no llegará nunca a España. Si no lo hacemos nosotros lo interceptará otro barco de Su Majestad y habremos visto pasar un destino de riqueza frente a nosotros sin actuar —dijo Popham en un esfuerzo supremo por convencer al general.
—Lo entiendo perfectamente. No sólo de prestigio vive el hombre —bromeó—. Le pido un par de días para pensarlo bien. Es mucho lo que está en riesgo.
* * *
Al salir del despacho de Baird, Popham se encontró con un oficial del ejército que conocía con anterioridad y del cual tenía muy buena impresión.
—Señor Gillespie. ¡Que gusto encontrarlo! —dijo el comodoro—. Lo veo escribiendo con mucho esmero. ¿De qué se trata?
—Estoy llevando unos apuntes de esta expedición, señor. Creo que en un futuro pueden resultar interesantes para quienes deseen saber cómo son estos viajes y las aventuras que corremos. Me han dicho que podría publicarse como libro.
—¿Interés en aventuras? Espero poder darle aventuras para que escriba sobre ellas, capitán.
* * *
Diario del capitán Alexander Gillespie.
Por haber desempeñado un empleo civil en tierra durante nuestra permanencia en el Cabo, es mi deber reconocer las muchas atenciones recibidas. El clima es saludable pero los vinos mediocres. Hay numerosas fondas donde se puede comer suntuosamente por un duro, pero, al pedir vino extranjero se lo debe pagar extra.
Hay muchas casas de hospedaje tenidas por familias respetables por precios moderados con dormitorios particulares donde además se puede comer en una mesa elegante en la que los dueños de casa se sientan con las visitas. La manera de comer en Ciudad del Cabo fomenta, sin duda, la corpulencia de sus habitantes. No es raro ver que una dama come pescado flotando en las grasas usadas para freírlo y luego siga con una tanda de bifes con cebolla y luego una copa de ginebra.
* * *
A bordo del Diadem, dos días más tarde.
—Señor Baird, gracias por la visita.
Popham daba por sentado que la presencia del general lo acercaba un paso más a su objetivo del Río de la Plata, o mejor dicho… al tesoro que lo esperaba en el Río de la Plata.
—Buenos días, señor Popham. Como usted se imagina, mi visita se relaciona con la conversación que mantuvimos recientemente —dijo Baird con tono grave—. Por un lado, estuve estudiando casos y jurisprudencia, y es cierto que el gobierno otorga un amplio grado de libertad para que, comandantes de expediciones como la nuestra, puedan tomar decisiones y aprovechar oportunidades que de otra manera se perderían, ya que cuando aparecen oportunidades no hay tiempo para consultar a Londres.
—Estamos de acuerdo.
—Por otro lado, considero que no cuento con información fidedigna que me permita evaluar el caso. Entiendo que usted sí cree en la carta que ha recibido, pero debo remarcar que desconozco la fuente. Tampoco conozco los antecedentes políticos que usted tiene, según los cuales hay un interés genuino tanto en fomentar la independencia de las colonias españolas, como de interceptar sus caudales para evitar que caigan en manos de Napoleón. Nuevamente es usted mi única fuente de información al respecto por lo que me considero en inferioridad de condiciones para discutir su veracidad.
Baird se detuvo para tomar un sorbo de agua. Popham intentó aprovechar para dar su opinión, pero el general lo detuvo con la mano.
—Sin embargo, no soy necio ni tonto, señor Popham. Yo tampoco quiero perderme la oportunidad de lograr una pequeña fortuna, ni el prestigio de un logro histórico. En ese sentido lo he meditado profundamente y he decidido aceptar el reto, pero… —nuevamente lo detuvo a Popham— …he plasmado en esta nota mis condiciones para avanzar.
Baird le alcanzó un papel que Popham tomó nerviosamente. Lo primero que buscó con la vista eran números. Lo que vio le resultó decepcionante pero aceptable. Luego advirtió que había una larga lista de cláusulas que no le agradaban pero que eventualmente podría aceptar.
—Señor Baird, es injusto que exija que la parte a repartir entre los miembros del Ejército sea muy superior a la parte de la Marina. Le recuerdo que soy yo el que aportó la información y…
—Señor Popham —lo paró Baird— usted es amigo de Pitt, no corre ningún riesgo. Si la expedición fracasa el primer ministro verá de dibujar la situación para que usted salga bien parado. En cambio, yo no tengo ninguna garantía. Cualquier error significará el fin de mi carrera militar. Le agrego otro justificativo. Aquí hace falta tomar una ciudad por las armas. Se perderán vidas. Perderemos soldados. Mis oficiales se expondrán a las balas mientras los suyos observan con catalejos desde la borda de sus barcos.
—Es injusto que…
—Además, déjeme que le sugiera algo… En una acción de bloqueo naval la Marina puede decomisar carga comercial de barcos españoles y ese botín no lo tiene que compartir con el Ejército. Es decir que usted podrá recomponer su parte.
Popham se dio cuenta que Baird tenía el tema bien pensado y que la decisión estaba ya tomada. No tenía sentido discutirlo.
—Déjeme hacer algunas cuentas antes de darle mi respuesta —dijo Popham simulando dudas.
—Está en todo su derecho.
—Por otro lado, veo que usted no piensa venir.
—Claro que no —respondió Baird con firmeza—. No podemos dejar al Cabo en manos de subalternos. El principal y único objetivo de nuestra expedición era y sigue siendo, ocupar la colonia del Cabo de la Buena Esperanza. No debemos, o mejor dicho, no podemos poner en riesgo este logro en búsqueda de nuestra propia fortuna. Por ese motivo yo me quedaré aquí con el grueso de la fuerza militar y le cederé el mínimo de soldados que le permita capitalizar la oportunidad tal como sugiere la carta que recibió. Si la operación requiere una fuerza más importante, entonces no la ejecutaremos.
—No hay problema con eso, entiendo perfectamente que usted delegue el mando de las fuerzas del ejército en otra persona, pero… ¿en Beresford?
—Sí. ¿Qué problema hay? Él tiene mucho criterio para tomar decisiones. Es una persona sensata con muy buena llegada con la tropa.
—Pero Beresford no tiene experiencia en acciones militares. Lo hablamos y hasta no reímos de eso un par de veces —se quejó Popham.
William Carr Beresford era un oficial con una extensa foja de servicios cumplidos en los más diversos lugares del mundo, pero era un secreto a voces que, por diversas razones, nunca había estado en combate. Permaneció dos años cercado en Toulon, pero dentro de la ciudadela, fuera del alcance de las fuerzas francesas y cuando Napoleón doblegó el cerco, Beresford y su gente fueron rescatados por la Marina. En la India estuvo acantonado mucho tiempo, pero sin necesidad de combatir. En Egipto se hizo conocido por la marcha desde el Mar Rojo hasta El Cairo, pero fue una marcha, sin combate. Finalmente, en el Cabo fue destinado al desembarco en una playa norteña en una maniobra de distracción para esconder el verdadero lugar de ataque, razón por la cual tampoco participó de la acción de guerra.
—Tiene razón en eso, señor Popham —Baird sonrió por primera vez en la reunión—. Beresford es de alguna manera mi reaseguro.
—¿Cómo es eso?
—Usted será amigo de Pitt, pero Beresford es amigo de Wellesley{4}. Si las cosas no salen bien, tendremos un pez gordo que quiera defender el accionar del ejército.
—Entiendo, es una razón de peso —sonrió Popham—. Pero su falta de experiencia estaría socavando las posibilidades de éxito.
—Le daré una persona de acción. Denis Pack y su Regimiento 71, de escoceses.
—¡Bien! —se entusiasmó Popham. Pack había brillado por su audacia y decisión en la toma del Cabo. Ciertamente él era un hombre que Popham quería tener en su equipo.
Popham se levantó, abrió unas puertitas en un mueble del cual sacó dos elegantes vasos y una botella de un conocido whisky escocés.
—En honor al Regimiento 71 de escoceses —dijo sonriendo el comodoro.
Chocaron sus vasos. —¡Por Su Majestad!
* * *
Diario del capitán Alexander Gillespie.
Había bastante tráfico de barcos en la bahía del Cabo. Entre otros había anclado un bergantín norteamericano al mando de un tal capitán Wayne que se había ocupado del tráfico negrero y en sus correrías había visitado con frecuencia Montevideo y Buenos Aires. Estuvo hablando con el comodoro Popham y dos marineros los escucharon mencionar el estado indefenso de la capital. Su relajada disciplina y su seguridad sin recelo harían que cualquier golpe súbito fuera coronado por el éxito.
Una vez concebida la idea, fue fomentada y comenzaron los preparativos para una nueva expedición a fines de marzo.