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Capítulo 4. Están aquí
ОглавлениеEnsenada, 24 de mayo de 1806.
Liniers fue caminando hasta la costa. El pequeño barco se acercaba con todas las velas desplegadas. Antes había hecho un par de disparos comunicando que tenía urgencia, razón por la cual el francés había salido del fuerte Barragán de Ensenada hacia la costa. Liniers conocía el barco y a su tripulación, si traían apuro era porque algo serio pasaba.
—¡De la Peña, parece que vio al diablo! —gritó.
—¡Ingleses, señor! —respondió apuntando hacia el este.
Cuando el barco tocó fondo el joven se subió a un bote y remó lo más rápido que pudo. Cuando el bote encalló, metió los pies en el agua y tiró de la soga arrastrándolo hasta la costa.
—Bienvenido a Barragán, De la Peña.
—Gracias, señor. Vine lo más rápido que pude.
—Cuénteme —dijo Liniers que se mostraba impaciente.
—La gente de Santa Teresa tomó prisioneros a ingleses que habían bajado a tierra para hacer algún tipo de relevamiento.
Santa Teresa era una gran fortaleza frente al mar en la costa este de la Banda Oriental. Si bien había sido construida por los portugueses, en las sucesivas idas y vueltas de acuerdos y desacuerdos finalmente había quedado en manos españolas. Su principal utilidad estratégica era la detección de un avance militar por tierra, que solo podía tratarse de portugueses, pero también era capaz de divisar barcos si estos entraban al Río de la Plata sin ser demasiado precavidos.
—Los nuestros habían visto un barco de guerra con bandera de Norteamérica que navegaba de un lado a otro.
—Estarían sondeando —afirmó el francés.
—De la fortaleza despacharon cinco hombres bien montados para que los siguieran desde tierra.
—¡Bien hecho!
—Y en un momento bajaron un bote con tres personas que estuvieron bastante tiempo haciendo algunas mediciones. Después quisieron cazar unos avestruces entonces se alejaron del bote. Así que los nuestros les cayeron con los caballos y los tomaron prisioneros.
—¿Qué dijeron?
—No hablaron, pero tenían unos papeles que indicaban que eran ingleses, no norteamericanos. Los llevaron a Montevideo. Ruiz Huidobro dice que con dos o tres días sin ver la luz van a hablar.
—Eso mismo —dijo Liniers con satisfacción—. ¿Cuándo sucedió?
—Hace cinco días señor. La idea era avisarle lo más rápido posible, pero… Santa Teresa queda lejos. Yo salí antes de ayer desde Montevideo. Traigo una carta de Ruiz Huidobro con más detalles.
—Perfecto. Ahora la leo y, cuanto antes, se la mando a Sobremonte.
—¿Qué piensa señor? Hay quien dice que podrían ser contrabandistas y nada más.
—Los contrabandistas jamás harían relevamientos —respondió el francés—. Ni estudiarían una zona lejos de las poblaciones. Si quisieran bajar mercadería de contrabando lo harían cerca de alguna de las ciudades, no en el medio de la nada.
—¿Entonces?
—Entonces es la avanzada de una flota de invasión. Tenemos que prepararnos para un ataque, pero es clave saber dónde va a ocurrir. Si estaban relevando aquella costa del río, probablemente estén pensando en Montevideo. Pero sería muy importante que los prisioneros hablaran.
—Ruiz Huidobro los hará hablar, señor.
—Estoy seguro de que sí —sonrió el francés que conocía muy bien al gobernador de Montevideo—. Estoy pensando que yo mismo voy a llevar la carta a Sobremonte.
* * *
Diario del capitán Alexander Gillespie.
El Río de la Plata está delimitado por las puntas de los cabos Santa María{8} y San Antonio separados unas ciento cincuenta millas náuticas{9}.
Navegando por el norte se abre la bahía de Maldonado que se encuentra protegida por la isla Gorriti. Dicho lugar ofrece abrigo de los vientos del sudeste, pero no de los Pamperos. Siguiendo por esa costa se encuentra Montevideo, tenido como el más seguro de los puertos durante nueve meses al año. En él los barcos deben mantenerse al Este porque allí el fondo es más profundo.
Siguiendo por esa costa se llega a Colonia, casi frente a Buenos Aires. La rada de la capital está tan atiborrada de barcos que los mismos prácticos se pierden.
Volviendo por la costa sur, la Ensenada de Barragán es el lugar preferido para fondear al abrigo del viento Pampero.
* * *
Como de costumbre, golpeó a la puerta como una manera de anunciarse.
—Señor Liniers, ¿qué lo trae por aquí en lugar de estar en su puesto de Barragán? —preguntó Sobremonte algo molesto.
—Los ingleses ya están aquí, Su Excelencia.
—¡Oh, que bien! Hágalos pasar, por favor —dijo el virrey con una ironía que el francés prefirió ignorar.
Le extendió la carta de Ruiz Huidobro. Sobremonte le indicó la silla para que se sentara mientras él la leía. Se tomó varios minutos para hacerlo.
—En otra situación le diría que se trata de un vulgar caso de contrabando, pero hace dos días me llegó otra noticia.
—¿Qué pasó? —pregunto el francés.
—Hace dos días entró un barco en la rada, el Cupido, proveniente de Algeciras. Su capitán vino inmediatamente a verme para decirme que había visto una gran flota inglesa navegando hacia el Sur. Específicamente hacia el Río de la Plata. De hecho, una de las naves inglesas se separó del resto de la flota para interceptarlos. Los persiguió hasta que se hizo de noche. Entonces el capitán cambió totalmente el rumbo y hacia la madrugada ya los había perdido.
—Claro, los quisieron capturar para evitar que trajeran la noticia.
—Sí, y de paso, piratear un poco. Así son los ingleses — agregó el virrey—. ¿Usted cree que atacarán Montevideo?
—Pienso que sí, más que nada porque estaban relevando la costa de ese lado.
—Hay otra cosa. Si quieren quedarse con colonias de sus enemigos, como hicieron con el Cabo, parece bastante razonable que le apunten a la Banda Oriental. Podrían hacerse inexpugnables. De un lado tienen a sus aliados, los portugueses, y por el otro tienen a los ríos Uruguay y Paraná que complicarían cualquier intento nuestro de reconquista por tierra.
—Además, es más fácil navegar de aquel lado, las aguas son más profundas.
Sobremonte se levantó y fue a un mueble cercano del cual sacó un mapa del Río de la Plata. Lo extendió sobre su escritorio. Liniers también se puso de pie para observar bien la carta.
—Las fortificaciones de la Banda Oriental son cuatro —dijo el francés, señalándolas sobre el papel—. Colonia, Montevideo, Maldonado y Santa Teresa. El barco inglés fue visto cerca de Santa Teresa. Seguramente están relevando las cercanías de los puntos fortificados. Quizás ahora estén a la altura de Maldonado, donde las fortificaciones son débiles.
—¿Piensa que podrían atacar Ensenada?
—Me parece que no, porque aun si el objetivo fuera Buenos Aires, Ensenada está a diez leguas. Mucha distancia para marchar con un ejército.
—Entonces voy a mandar refuerzos a Montevideo. Una cosa más.
—Diga Su Excelencia.
—Sigamos manejando esta información de forma confidencial. No quiero provocar un caos.
* * *
Golpearon la puerta de noche. William White, o Guillermo White, como le decían sus amigos criollos, no esperaba a nadie, pero no era totalmente extraño que alguien apareciera a esas horas.
—¡Señor O’Gorman! —dijo con sorpresa—. Una visita en medio de la noche debe tener un buen motivo.
—Ellos ya están aquí.
—¿Quiénes? —preguntó White.
—La flota inglesa. Ya navega por el Río de la Plata.
—¡Excelente! ¿Cómo lo sabe? ¿La Perichona?
—Si, si… —dijo O’Gorman con algo de pesadez—. Ella se encontró con el francés y le sacó esa información. Detectaron un barco que relevaba la costa y la flota fue vista acercándose hace pocos días.
—¡Excelente! —exclamó White—. Nuestra gran oportunidad se va convirtiendo en una realidad.
* * *
El Leda navegaba bastante por delante del Narcissus, ambos bajo bandera norteamericana para no despertar sospechas. Estaban a la búsqueda de una presa. El norteamericano Wayne había dicho que navegar por el Río de la Plata era peligroso porque había bancos de arena que podían hacer encallar a un barco grande. La solución que él proponía era conseguir un piloto, es decir un conocedor del río. La mayoría de los barcos contrataban alguno en el puerto de Buenos Aires y lo llevaban hasta donde las aguas no representaran peligro, entonces el piloto se volvía en un pequeño barco que se llevaba a remolque.
Popham observaba con el catalejo a la espera de alguna señal del Leda. De repente vio lo que buscaba. El Leda hizo señales con sus banderas. El catalejo de Popham se dirigió a un barco que se encontraba más al sur, con bandera portuguesa, esa era la presa. Leda y Narcissus viraron encerrando al portugués por el este y el oeste. Este trató de evadirlos poniendo todas las velas hacia el Sur pero no tenía la suficiente velocidad. Los ingleses se iban acercando inexorablemente. Cuando estuvieron algo más cerca Popham mandó hacer un disparo de cañón como advertencia, el Leda hizo lo mismo. Los portugueses achicaron las velas. No sabían lo que les podía pasar, pero claramente no tenía sentido pelear contra dos barcos de gran armamento.
Al acercarse con precaución Popham hizo aprestar a veinte infantes de marina en la cubierta y mandó a cargar y apuntar los cañones. La tripulación y pasajeros del barco portugués estaban sobre cubierta, todos con cara de miedo. Pensaban que serían presas de piratas.
—Este barco será revisado por orden de la marina de Su Majestad Británica —gritó Popham y Wayne tradujo al portugués como pudo. Del otro barco contestaron que no eran portugueses sino españoles y que no habían ofendido a Su Majestad.
—Ni ellos son portugueses ni nosotros norteamericanos. Nadie navega con su verdadera bandera en este río, ¡ja ja! —rió Popham.
No hubo violencia en el abordaje, pero sí mucha tensión. Lo primero que hicieron los infantes de marina fue buscar todas las armas que hubiera en el barco para que no tuvieran manera de defenderse. Cuando consideraron que la situación estaba bajo control Popham, Wayne y dos oficiales abordaron el barco español.
—Capitán Gillespie, haga una lista de todas las personas de esta embarcación indicando el cargo que ocupa cada uno. Señor Wright haga una requisa y anote todo lo que haya de valor, ya sea mercadería, dinero, oro, joyas. Averigüe donde está el cofre, que lo trasladaremos al Narcissus.
Mientras tanto el capitán español se quejaba airadamente. Wayne trataba de hablar con él, pero el hombre no se calmaba. Popham se cansó, lo hizo esposar y fue mandado al Narcissus.
—¿Encontró al piloto, señor Wayne?
—Sí, y es una sorpresa.
—¿Por qué?
—Es alguien que conozco. Le presento al señor Roger Russell, escocés de Aberdeen. Vive en Buenos Aires desde hace quince años.
—¡Señor Russell, bienvenido a un barco de Su Majestad! —dijo Popham con algo de ironía.
—No sé si ponerme contento —respondió el escocés no muy convencido—. Tengo mujer e hijos en Buenos Aires que dependen de mi para su subsistencia.
—Le puedo asegurar que enlistarse con nosotros le va a convenir. Como súbdito de Su Majestad usted ni siquiera tiene la posibilidad de sumarse a los prisioneros españoles, está obligado a servirnos. Pero créame, con su ayuda triunfaremos y me encargaré personalmente de que a usted y su familia les vaya muy bien.
—Le tomo la palabra comodoro. Muchas gracias.
—¡Señor Desmond! —le gritó Popham al comandante del Leda—. Precisamos quince marineros y tres oficiales de su tripulación para que, junto con los que yo aporte del Narcissus, formemos la nueva tripulación de este barco, el Santa Cruz.
—¿Qué hacemos con estos españoles?
—A los prisioneros los dejaremos en la Isla de los Lobos{10}. —Esa isla está pelada, señor. Morirán —objetó Desmond.
—Les dejaremos víveres y deberán esperar que algún barco español los rescate.
Gillespie subió de la cubierta inferior.
—Treinta y dos personas. Uno dice ser el gobernador de Valdivia en viaje hacia Cádiz. Reclama un mejor trato.
—¡Claro! Será el primero al que dejemos bajar en la isla de los Lobos —dijo Popham con suma ironía.
El comodoro estaba en su salsa. Daba órdenes a diestra y siniestra. El pesimismo había quedado atrás. Tenía un piloto para que lo guiara por el peligroso Río de la Plata, tenía un barco nuevo y ágil para navegar, habían encontrado una pequeña fortuna en alhajas del gobernador de Valdivia, solo faltaba que…
—¡Señor Popham! ¡Allá! —desde el Leda, Desmond, catalejo en mano, le indicaba enérgicamente hacia el Este.
El comodoro tomó un catalejo del puente de mando español y miró en esa dirección.
—¿Qué hay? —le preguntó Wayne con preocupación.
—Nuestros hermanitos perdidos —le respondió Popham con aire de misterio—. Es el HMS Ocean que creímos perdido, con doscientos de los mejores soldados del mundo.
El comodoro empezaba a sentir euforia. Todo estaba saliendo mejor de lo previsto. El destino lo estaba invitando a disfrutar del éxito.
* * *
Diario del capitán Alexander Gillespie.
La adquisición del práctico Russell, tan a tiempo, parecía un buen augurio, pero luego notamos que su utilidad no era efectiva si el hombre tenía acceso a una botella. Se le permitió, no obstante, una pequeña tolerancia siendo vigilados sus movimientos durante el día, así como también bajo su almohada por la noche. De esa manera se logró mantenerlo apartado de su inclinación.