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III. CRIATURAS DE LA NOCHE

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Un golpeteo en la ventana lo sobresaltó. ¿Quién llamaba a esas horas?

¿A la puta ventana del dormitorio? ¿En un ático?

Se giró en la cama y entonces lo vio: era el hombre de la tienda, el tarado aquel con la botella de ginebra. Su cara de muerto en vida le dio miedo. ¿Cómo lo había encontrado? Se quedó mirando sin saber qué hacer mientras el hombre seguía golpeando el cristal con los nudillos, cada vez más fuerte, amenazando con romperlo.

Una parte de sí mismo se obligó a despertar. ¿O seguía dormido? El hombre ya no estaba, pero ahora un fantasma blanco le observaba desde la ventana con un ojo redondo y brillante, casi transparente. Un extraño parpadeo y un segundo ojo apareció como por arte de magia al lado del primero. Aún aturdido, comprendió por fin que se trataba de un gran búho albino posado en el alféizar, con los ojos clavados en él. Un ave de mal agüero, según le contaba su abuela de niño. En un reflejo supersticioso, Tomás agarró el vaso que tenía en la mesilla y lo arrojó contra la ventana. Entre un estrépito de cristales rotos, el fantasma huyó y desapareció en la noche.

Se asomó furtivamente a la calle, como un niño asustado por su propia travesura. La acera aparecía sembrada de pedacitos de cristal. Sintió un estremecimiento y lo achacó al frío que entraba por la ventana, pero en el fondo sabía que no era eso. Era el extraño encuentro en la tienda. ¿Quién era aquel tipo? ¿De dónde había salido?

Los dígitos rojos del despertador digital marcaban las 03:44. Cogió la botella de la mesilla y bebió un buen trago de ginebra.

Volver a la cama sería inútil. Como tantas otras noches, se encaminó a su escritorio, entre un desorden de libros y papeles apilados por el suelo, y encendió el ordenador. A la suave luz de un flexo no tardó en encontrar la concentración. Escribió, hasta que un doble zumbido lo avisó de que tenía correo.

«¿Estás despierto? Tengo ALGO para ti».

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Tomás detuvo la moto de un frenazo, convirtiendo el charco en el que se reflejaba el letrero luminoso de «Al Otro Lado» en un borrón esmeralda. Subió de dos en dos los viejos escalones de madera y antes de que pulsase el timbre oyó unos tacones que se acercaban a la puerta.

En el umbral apareció Eulalia. Con su rostro aguileño enmarcado por un pelo blanco y espeso y su elegancia de siempre, lo miró de arriba abajo mientras lo alumbraba con una vela.

—Bienvenida, criatura de la noche —le dijo con voz de terciopelo.

Tomás se fijó en su colgante, una media luna entre dos círculos concéntricos de turquesa, y esbozó una sonrisa traviesa.

—¿Es nuevo? —preguntó, señalándolo—. Va con tus ojos y realza tu belleza nefertítica, si es que se dice así.

Eulalia se mostró escéptica ante el piropo.

—Ten cuidado; aún estoy a tiempo de darte con la puerta en las narices.

—Venga ya —replicó Tomás con sorna mientras cruzaba el umbral—. ¿Me llamas a las cuatro de la madrugada toda emperifollada y me vienes con esas?

Como siempre que visitaba la redacción a esas horas, con las luces apagadas, Tomás pensó con satisfacción que si existiese el equivalente a una protectora de animales para fantasmas y monstruos abandonados se parecería mucho a aquel gran departamento de altos techos, paredes desconchadas y raídas molduras art decó. A decir verdad, allí se hospedaban ya decenas de seres desconocidos, seres acechantes entre las sombras pero sujetos ahora por frágiles pedazos de cinta adhesiva que a duras penas les impedían atacar. Pósteres y fotografías de alienígenas, espectros, momias e ídolos de látex de la serie B se desplegaban por los cubículos de los redactores; pero también laberínticos mandalas, bucólicos delfines, escarpadas cumbres tibetanas o el colorido elenco divino de la mitología hindú.

Como si no quisieran despertar a los viejos ordenadores que dormían ahora un merecido sueño, Eulalia y Tomás caminaron en silencio hacia la débil y temblorosa claridad que salía del despacho de la directora.

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Aunque no era necesario por encontrarse solos, Eulalia cerró la puerta tras de sí. A la luz de las velas, las antigüedades egipcias y del Oriente Próximo de las que se había ido rodeando a lo largo de su vida, modestas pero auténticas, le daban al despacho un aire de sanctasanctórum preparado para alguna ceremonia misteriosa. Tomás se acercó a contemplar la nueva adquisición que, tras la mesa, ocupaba la pared. Una granada, dos tigres, una mujer desnuda, una abeja. No era el original, por supuesto.

—¿Ahora te da por Dalí?

—Un toque de surrealismo para compensar la falta de sueños propios. Tengo la melatonina por los suelos.

—¿Ya estás haciéndote la vieja?

Se fijó en el cenicero, rebosante de colillas que parecían muy recientes. Demasiada nicotina, incluso para ella. Sobre la mesa reposaba una vieja carpeta azul y decenas de páginas amarillentas esparcidas en montones caóticos.

—Deberías poner un sofá cama. ¿No piensas irte a dormir?

—Lo iba a hacer…; hace dos horas. Pero al salir me he encontrado con esto en el felpudo. —Le indicó los documentos esparcidos sobre la mesa—. Alguien los ha dejado en la carpeta azul, con esta nota.

Le alargó una misiva manuscrita con caligrafía nerviosa y con la tinta corrida por haberse mojado el papel.

«A la atención del señor Tomás Mellizo».

—¿Desde cuándo eres yo? —se quejó este con resignación observando el manoseo que Eulalia había dado a la documentación.

—Digamos que les he echado un vistazo para asegurarme de que te interesarían.

Se sonrieron con complicidad. Ambos sabían que de no separarlos más de un cuarto de siglo hubiesen acabado juntos. O algo parecido.

—¿Te brillan los ojitos?

Eulalia no respondió. Encendió en la llama de una de las velas el cigarrillo que tenía preparado. Le dio una larga calada y sus intensos ojos verdes parecieron relucir al mismo tiempo que la colilla.

Tomás, intrigado, examinó el contenido de la carpeta: una lata de película con fecha 11 de abril de 1976, algunos sobres con fotografías y, ya en la mesa, viejos papeles escritos a máquina en italiano, con las indicaciones «SUB SIGILO» y «SECRETUM OMEGA» estampadas en rojo. Escogió uno de los papeles, sin ningún membrete identificador salvo un sello con la silueta de un árbol.

—¿Qué es este árbol?

—Puede que un enebro —dijo Eulalia.

—¿En qué lo distingues?

—En nada. Pero, según ciertos rumores, el Enebro sería el nombre con el que se conoce a una especie de agencia secreta del Vaticano. ¿Te suena el cardenal Del Val?

—No. ¿Es español?

—Italiano de padre español. Actualmente es el custodio de la Sábana Santa de Turín; pero se dice que dirigió el Enebro en los setenta y los ochenta. Mira abajo.

Tomás miró al pie del documento y localizó la firma de Del Val, perfectamente legible.

—Y… ¿de qué va todo esto?

Eulalia le pasó un fajo de páginas unidas por un clip a una fotografía tomada en los años setenta. El retrato mostraba a un hombre de unos cuarenta años, pulcro, vestido con hábito, con el pelo negro engominado y raya en el medio y con unos rasgos fuertes, unas espesas cejas y una boca que sonreía con confianza a la cámara. Otra fotografía suelta mostraba al mismo hombre, esta vez en pantalón corto, posando junto a una tienda de campaña en un paraje desértico con otros tres hombres y una mujer.

—¿Es Del Val? —le preguntó Tomás.

—No. Según los papeles, se llamaba Nicolás Late. Español; jesuita, físico y otras cosas, y vinculado al Observatorio del Vaticano. Las fotos vienen acompañadas por una carta que le hizo llegar al papa en 1973. Está en italiano; no te costará entenderla.

—¿Y si me lo cuentas tú y ahorramos tiempo?

Eulalia dio una larga y profunda calada al cigarrillo, hasta casi agotarlo.

—Es una propuesta para desarrollar un proyecto científico —siguió entonces—. Un proyecto nada normal. —Pero inmediatamente se detuvo, como si quisiera jugar a las adivinanzas. Tomás esperó sin éxito a que continuase.

—Dices que el tal Late era del Observatorio del Vaticano, ¿no? —insistió él—. ¿Contacto con civilizaciones extraterrestres? ¿Misioneros a Ganímedes?

—Una máquina para ver el pasado —contestó ella con cautela ignorando su broma.

Tomás, perplejo, tardó en reaccionar.

—¿Una máquina del tiempo? —Arqueó sus cejas en una mezcla de sorpresa e incredulidad.

—No para viajar al pasado; solo para verlo.

—Venga ya. ¿Cómo iban a hacer algo así?

—Según Late, era posible sintonizar la información del pasado y convertirla en imágenes; o eso he creído entender. —Le indicó la carta de Late con un gesto que la eximía de responsabilidad. Tomás echó un vistazo al texto en italiano y resopló.

—Me fiaré de ti —dijo al fin—. Pero solo dime: si Late quería ver el pasado, ¿por qué escribió al papa?

—Porque no quería ver cualquier cosa.

—¿Qué quería ver?

La mujer dio su cigarrillo por terminado; encendió otro con la llama de la vela, aspiró el humo y lo exhaló mientras se recostaba en la silla.

—Quería ver a Jesús.

En ese momento, Tomás sintió una ola de sangre en el cerebro. De repente, todo el despacho parecía mecerse como un barco a la oscilante luz de las velas.

—No jodas.

Eulalia se encogió de hombros.

—Suena a ciencia ficción —admitió—; pero es lo que pone ahí. Lo llamaron Proyecto Cronovisor. Del Val, como jefe del Enebro, fue el encargado de supervisarlo, y de mantenerlo en secreto.

—Proyecto Cronovisor… —repitió, musitando, Tomás. La pregunta más obvia se abrió paso entre otras mil—. Y… ¿qué ocurrió?

—Solo he podido echar una ojeada. Por lo visto, se fueron a Israel y allí pusieron todo en marcha; pero no acabó bien. —Escogió un documento y se lo pasó a Tomás—. Una carta de Del Val a Late, anunciándole que los trabajos se suspenden. Es de abril del 76. —Escogió otro—. Y este es un informe del mes de agosto del mismo año, de Del Val al papa, confirmando la muerte de Late en Jerusalén. Suicidio, según la policía israelí.

—Entonces..., ¿el proyecto fracasó?

En silencio, Eulalia le alargó un sobre beige que había mantenido apartado del resto de documentos. Tomás intuyó que su contenido iba a sorprenderlo; lo sopesó y lo abrió despacio. Contenía una fotografía que extrajo lentamente, centímetro a centímetro, como horas antes había hecho Weiss en el avión.

Era una fotografía oscura y borrosa, con tanto grano que recordaba al pixelado de una pantalla. Según salía del sobre, fue revelando un inquietante primer plano lateral de un hombre agonizando en la cruz. En medio de la oscuridad, su figura reflejaba una débil luz mortecina, de tono anaranjado. Las huellas de dolor habían quedado impresas sobre aquel rostro tumefacto; el párpado derecho, inflamado a golpes, se había cerrado; la boca, retorcida en una mueca horrible, parecía lanzar una última maldición al mundo; pero por encima de todo destacaba el ojo izquierdo, tan desorbitado y rebosante de furia que desde el papel hizo presa en Tomás, que sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral.

Y esta vez no era un dibujo en la portada de una novela. Esta vez, ese Dios que juraba venganza era real.

Tras la puerta oculta

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