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VIII

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Este es, dice Walter Lowen, señalando con su mentón rubio al hombre de overol azul que se acerca. El indio se mete otro bollo de coca, Elise también quisiera meterse algo a la boca, un bosque completo, hojas y flores, espinas incluso, para aquietarse ella y aquietar al bulto que ahora se ha ensañado con su pelvis golpeándola con terquedad, como si el cuerpito de la joven no fuera hogar suficiente para nadie, como una asfixia que crece adentro y afuera. Es que Elise ha reconocido al hombre del turbión. Es decir, no lo ha reconocido, no debería reconocerlo, no tendría cómo, pero el lunar de arroz de ese hombre le sirve como esos puntos desde los que se comienza un dibujo. Es su miedo el que completa los rasgos de aquella cara tan cerca de la suya. No confía en sus recuerdos y sin embargo todavía siente el aguijón que le parte el pecho y permite que un vendaval negro la atraviese, rasgándola como se rasga un corte de tela, de extremo a extremo, sin posibilidad de volver a zurcirse. Recuerda que ella dormía, cansada de acarrear los moldes de queso del galpón al comedor de la cabaña, pues el río descuajado por el turbión avanzaba como un demonio, un monstruo que se rompía en mil tentáculos de agua, metiéndose en los galpones. Las cabañas se salvaban porque estaban sostenidas por fortísimas estacas que los hombres de la comunidad habían anclado en las colinas, ayudándose unos a otros. Ella dormía, sí, cuando ese olor pestilente, esa mezcla de veneno, detergente y sudor, la tomó como un vaho, el vaho de azufre que el Pastor Jacob decía que el diablo dejaba al pasar.

¿Te gusta esto, Elise? ¿Lo habías hecho antes? Ni en sueños, ¿verdad?

Walter Lowen tuvo que aceptar que su hijita, la virgen Elise Lowen, había sido la elegida del enemigo. Era una prueba para todos. Al principio, Elise no negó, no corrigió, no compartió sus sospechas. Luego se impuso la visión de Joshua Klassen rociándole el espray que usaba para dormir el ganado cuando lo intervenían, ya fuese para castrarlo, curarle los cascos o arrancarle terneros muertos. Fue él, dijo entonces Elise. Pero el rumor de que el diablo había instalado un reino temporal en Manitoba era ya una verdad inmensa, como verdad era la media luna de su pancita de niña.

¿Lo habías hecho antes?

Pero allí está otra vez, Joshua Klassen. Allí, como un fantasma olfativo, la estela nefasta de ese espray narcotizante que esa noche aplastaba para siempre la dignidad de la cabaña Lowen.

Serás mi mujer. Yo entraré en tus noches, en tu cuerpo, en tu cuello. Siempre. Entraré, Elise. Y toma la mano joven de Elise y con ella se rodea el miembro hinchado, la obliga a conocer, incluso en la inconsciencia vil, que es en ese áspid donde el diablo fermenta lo suyo. Hueles a ternero, Elise. Así me gusta. Así. Y tu llanto, Elise, cuánto me enciende. Anda, llórame en la oreja, ternerita Lowen.

No, no es la conciencia de Elise la que recuerda a Joshua Klassen suspendiéndole el camisón, quitándole el calzón de hilo, ensalivando su vulva apretada, montándola como una vez ella misma lo había sorprendido, qué horror, haciéndoselo a la pobre vaca de los Welkel, a la que ella secretamente llamaba “Carolina”, como en un cuento canadiense que le había narrado la vieja Anna, advirtiéndole, eso sí, que era un agravio darles nombres a los animales porque el Señor los había puesto sobre la faz de la tierra para que el hombre los dominara. Y sí, Joshua Klassen había dominado a Carolina con la misma asquerosa lascivia con que la había tomado a ella en el sueño de azufre.

Entraré en ti como he entrado en Carolina. Vas a mugir en mi oído, Elise Lowen.

De modo que no entiende por qué su padre, Walter Lowen, la ha obligado a quedarse. ¿Acaso busca que ella pida perdón por su pecado, por la vergüenza, por la deserción? ¿Que aclare que no fue ella quien cayó en la terrible tentación, en la trampa hedionda de espray y baba, y que sus susurros le produjeron asco aun en la inconsciencia? No está bien que Elise sienta lo que siente, pero el relámpago de la abominación la hace desear ser hija del indio. Cuánto mejor protegida se habría sentido.

Elise, sin embargo, se aferra a su última mansedumbre cuando Walter Lowen le pasa la mano por la espalda, sosteniéndole suavemente esa columna de muchachita que va cediendo, curvándose ante las demandas del útero crecido. Confía en él y en lo mucho que su padre la ama. Por otra parte, lo conoce muy bien y sabe que es capaz de dar la otra mejilla sin pestañear. Como cuando invitó a cenar en su propia mesa al ladrón que le había arrebatado la mochila con la ganancia de seis meses. Le pagó al viaje desde Santa Cruz hasta Manitoba e hizo servir abundantes platos. ¿Para demostrar qué? ¿Que Dios lo había bendecido con un espíritu más generoso? ¿Que tenía la habilidad de convertir una ofensa en amistad? “Solo se trata de dinero; no me ha robado nada importante”, explicó Lowen en esa ocasión. Esta vez no se trata de dinero y, de todas maneras, su padre está dispuesto a entregar de nuevo esa mejilla tantas veces lastimada. Esta vez se trata de ella. En todo caso, piensa Elise, conteniendo las ganas de llorar, es su mejilla, es su vientre, es su futuro agraviado, embarrado, sucio. Elise mira turbada a su padre, quiere que él le explique por qué ha citado al hermano Klassen a esa absurda reunión. Por favor, que le explique.

Ajeno a esas ideas que pelean como aves carroñeras en la cabeza de Elise, Walter Lowen mira fijamente a Joshua Klassen y le da la bienvenida. En plautdietsch le dice:

—Qué bueno que has venido, hermano Joshua, hoy vamos a hacer negocios.

Y Joshua Klassen sonríe y se atreve a sonreírle a Elise sin ceder ni por un segundo a bajar la vista hasta ese vientre en el que ha dejado una semilla indeseada. Pobre Elise, pobre Carolina.

El indio también se acerca. Le extiende la mano al recién llegado.

—Así que tú eres el Joshua —Sonríe el indio. Elise comienza a simpatizar con esa sonrisa, comienza a comprenderla. El lodo, los horribles edificios de ladrillo visto, esa naturaleza urbana de árboles amarillentos, ya no le parecen tan feos. Hay algo que el indio puede hacer por ella, por los Lowen, intuye Elise.

—Este es el negocio —Comienza su explicación el indio, invitando a los menonitas a acercarse hasta el pozo de tierra todavía fresca–. No puedes levantar nada próspero, ni una humilde choza, si no pides perdón.

—¿Perdón? —Enarca las cejas Joshua Klassen–. —¿Perdón a quién? —Mira furibundo, colorado, al hermano desertor, con el que quizás no ha debido reunirse ahora que toda la colonia se avergüenza de su cobardía. Huir, huir de su destino. ¡Vaya hijo de Dios!

—A la Pachamama, pues, ¿a quién más va a ser? No es nomás pedirle solidez para el cimiento, ¿no? Hay que ofrendarle algún fruto, un feto de llama, unos caramelos, ¡algo! –Se ríe el indio con convulsiones de felicidad. Elise quiere volver a sentir eso, las cosquillas, los pulmones a punto de explotar porque la vida entera es demasiado brillante para soportarla en su desnudez.

Joshua Klassen se contagia de la risa portentosa del indio. Elise lo ve temblar en esa risa prestada, embriagándose de algo, de un bienestar inmerecido, supone, tambaleando el enorme cuerpo al que su padre no ha sido capaz de enfrentarse, las manos velludas, todo lo de animal que el Señor ha permitido en nosotros. Elise lo odia. Quizás por eso no puede distinguir el destello de felicidad cuando los hechos se desencadenan perfectos en su violencia, súbitos y hermosos en su sencillez: el indio, todavía riendo, empuja a Joshua Klassen al pozo hondísimo, mientras Walter Lowen, desertando una vez más de su propia salvación, se sube de un salto al tractor y comienza a devolver a las fauces de la obra lo que le han usurpado durante toda esa jornada. Montón a montón, la tierra va cubriendo los gritos, primero iracundos, incrédulos, luego desmadejados, de Joshua Klassen

—Sacrificio es —dice el indio, mientras rocía su hoja de resina apetitosa sobre esa improvisada chullpa–. Tranquila estarás, Pachamama —parece que reza–. Sacrificio es —dice.

Elise no sabe qué significa esa palabra en español, “sacrificio”, pero no es su conciencia la que necesita entender, sino su corazón de chica. Ese corazón asustado que ahora la obliga, como un animal fiel, a estirar sus manos blancas y callosas y tomar puñados de tierra, con cuidadito, con furia, quebrándose las uñas. Mira esos puñados como si fuera la primera vez que entra en contacto con la consistencia granulosa de su materia y los arroja sobre el promontorio como una ofrenda propia, un ramito de flores sucias y preciosas. Por ella, por Leah Welkel y por Carolina. También por Carolina.

Tierra fresca de su tumba

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