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II

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Su padre la mira por unos segundos y luego aparta los ojos, avergonzado, piensa Elise, o enojado. O ambas cosas. De inmediato vuelve a ocuparse del tema que los ha llevado hasta allí, hasta esa villa en los márgenes de la vida. Ese conjunto de casas no se parece en nada a la colonia. Son construcciones dispersas, obstinadas en alcanzar algún retazo de ese cielo sucio, sin pájaros. Dos o tres horribles edificios de ladrillo visto y ventanas mezquinas reinan en todo ese lodo. Elise mira sus zapatos y piensa que debería quitárselos, cuidarlos mejor por si el pie le crece. Tiene quince, es cierto, pero ha escuchado que a su abuela Anna el pie le creció hasta que tuvo su primer hijo, a los dieciocho. Ella es muy parecida a la vieja Anna: los ojos casi transparentes, la frente redonda, como ideando soluciones o alabanzas. A ella también, cuando canta, se le brotan azules como riachuelos subterráneos las venas de las sienes. Eso es cantar con amor, dice su padre. O decía. Porque después del último turbión el mundo se precipitó sobre ella.

Elise entiende palabras salpicadas del español que su padre utiliza para hacer las transacciones con el indio. “Tractor”, “luna” y “quinientos pesos” es lo que Elise comprende. Aunque no está muy segura de la última. También podría ser “quinientos quesos”. El año anterior, cuando el turbión de junio desbordó el río y los cauces artificiales y ahogó sin un ápice de piedad las plantaciones de soya, Walter Lowen, su padre, salió del paso aumentando la producción de queso. Ella le rogó con humildad que le permitiera acompañarlo a la feria de Santa Cruz para ayudarle a vender los quesos. Eran más de quinientos rectángulos perfectamente cuajados, con la mejor leche, apenas dorados por los pocos rayos de sol que se colaban entre las altas ventanas del galpón donde las mujeres se encargaban del desmolde. Esa vez comprendió poco, casi nada, de lo que su padre hablaba con los compradores. Algunos la miraban sin disimulo, tal vez elaborando razones genéticas descabelladas para entender los inquietantes ojos albinos, y murmuraban algo o le sonreían directamente. ¿Era bonita Elise? No precisamente, pero tenía que agradecerle al Señor la composición definida de su rostro, la manera en que el mentón se apretaba contra el labio inferior, un poco más grueso que el superior, y que era lo que según la propia abuela Anna le exigía ser más sencilla, protegerse mejor.

Protegerse. Contra el turbión que todo lo destruía a puro dentelladas de electricidad y agua. Protegerse, sí, ¡contra los designios del Señor! Y que Walter Lowen jamás la escuchara blasfemando así.

Aunque es probable que su padre también blasfemara. Lo había encontrado llorando con ira en los cobertizos, mientras les prendía fuego a las sábanas ensangrentadas cuando por fin se las devolvieron, después de días de discusión en la reunión de ancianos y ministros. Y llorando cuando en medio de la noche, como si fueran ladrones de lámparas, de luces ajenas, subieron las cosas más importantes al buggy: el cofrecito oxidado con los ahorros, los bolsos con ropa, el edredón de cuidadosos tulipanes bordados en puntos rellenos tan gorditos que provocaba tocarlos y tocarlos, los álbumes y los casetes con las imágenes y las voces de sus muertos. No eran ellos los que debían marcharse. Pero eran ellos los que se marchaban. “No miren atrás”, les ordenó Walter Lowen, y entonces ella apoyó su cabeza cubierta únicamente con la pañoleta sobre el hombro blando de su madre y se concentró en el traqueteo del buggy que registraba, bajo sus ruedas de hierro, cada bache, cada uno de los tajos que el turbión había hendido en los caminos. Su cabeza contra el pecho oloroso a suero, a cebolla y vainilla de su madre, el deseo más fuerte que su joven espíritu de dejar todo atrás, de no mirar, como exigía Walter Lowen, que repitió justamente eso, “no miren atrás”, hasta que la frase no tuvo sentido porque ya otro pueblo con sus tentaciones modernas comenzó a prefigurarse inevitable en lo que debía ser el horizonte.

Tierra fresca de su tumba

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