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ser de esa gente

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Matadero estaba encendido de día y de noche, pero desde el atardecer le brillaba la chimenea con un fuego que bramaba a muerte y a vida. El ganado iba hacia su degollina y los trabajadores a su subsistencia. Era como un enorme ingenio, un infierno lícito, de matadores vestidos de blanco de la cabeza a los pies. Un ámbito rodeado de boliches, limitado por callejas surcadas por cientos de carros que esperaban las reses ya faenadas y sus vísceras y que en su precario transporte, goteaban sangre tibia sobre la tierra de las inmediaciones.

Había comedores, carnicerías, forrajerías para el ganado y almacenes de ramos generales en los que se abastecían los campesinos que no tenían costumbre de ir al centro. Eran gente de alpargatas y sombrero de ala corta, tomadores de vino de litro, duros, malhumorados, divertidos, de cuchillo y de a caballo, de carro tirado por bestias cuyos arreos a veces sorprendían por los largos listones de cuero que ajustaban los arneses, enjoyados con tachas que brillaban cuando el transporte hacía su aparición en los amaneceres, o refulgían al sol del mediodía, inclemente para humanos y animales. Gente que andaba desde la primera estrella hasta el rayar del alba sin quejarse del frío, y ni siquiera el calor les merecía demasiado comentario. Venían de las cercanías y de muy lejos, trayendo reses, llevando la faena. Confluían con los carros carboneros que venían desde Santiago del Estero y que se entremezclaban con los carros cañeros que, en época de zafra, volteaban cañas verdes mal cargadas, mal acomodadas de tanto que les entregaba la tierra y del escaso tiempo que otorgaba la molienda; y por eso, parte de la desprolija estiba de cañas, estaba aceptado, caía y se pudría en los caminos.

Distintas tonadas se escuchaban en los alrededores de Matadero, la gente venía de otras partes a encontrar trabajo en Tucumán o a estar de paso, por el ferrocarril, las ferias, el conchabo de temporada en ingenios y obrajes o porque servía para empezar de nuevo para el que escapaba de algo o alguien, no porque fuera un lugar bueno, sino porque parecía menos malo que el que se intentaba superar.

Alternaban con los trabajadores, peones, propietarios de pequeños fundos, camioneros, jugadores de cartas y de dados, vagos y borrachos de toda graduación, tahúres, viboreros. Gente que parecía ser oscura y gente que era clara porque no tenía dobleces ni complicaciones y sus vidas habían sido ya enervadas, por el solo hecho de subsistir en la precariedad viviendo todos al día, que era mucho más que mucho. Gente de cigarro, de guiso, de empanadas a las ocho de la mañana porque ya les ha pasado el mediodía, con cuentos de hazañas a facón, en los que no se siente el olor de la sangre porque viven en la sangre. Y campamentos de gitanos que periódicamente se instalaban en las cercanías, a los que les cedían el agua los vecinos que creaban, con su sola presencia, ilusiones de viaje, de misterio, de jardines, porque en las coloridas mantas que extendían sobre sus carpas y automóviles existían las únicas flores de toda esa vasta villa marrón.

Un mundo dentro de otro mundo, cerrado a la policía, negado de asfalto. Al fondo, el puente de los suspiros, del que se contaban historias de suicidios por amor, novias fantasmas, colgados, innumerables venganzas, ajustes de cuentas, occisos de toda clase y motivo, y cada tanto, el tren que le pasaba por encima aplastaba más ese puente, esa realidad, ya del todo aplastada.

Todo esto terminaba adelante, hacia el norte, en la avenida Juan B. Justo, donde comenzaba el Tucumán presentable, ese que todavía se llamaba «la perla del norte»; a las orillas, un barrio de casas buenas, llamado Obispo Piedra Buena en homenaje a ese cura emancipador, y el Río Salí hacia el bajo, desde donde se raleaba la vegetación hasta que el desierto se imponía, porque era Santiago del Estero.

El ferrocarril marcaba las horas del día y los chicos jugaban en las vías, a la sombra de los tártagos que crecían a los costados, esperando los trenes que llegaban del sur. Los pasajeros se asomaban por las ventanillas del convoy, que ya avanzaba lento porque estaba próximo a la estación de San Miguel, mirándose fijamente con los habitantes de la Villa. La gente del sur, los «porteños», y los norteños que volvían; algunos, arrogantes por haber dejado el interior, otros, con ojos de derrota o gratitud por el regreso.

Los niños se hacían unos pesos, los había limosneros y vendedores de roscas o turrones que se cocinaban en sus ranchos, invariablemente secos y desabridos. Pedían moneditas a los pasajeros que ya veían el final del viaje y, tal vez por eso mismo, una moneda no era mucho que perder ni imprescindible de guardar, y hacer una caridad con esos chicos de Matadero que corrían al lado del tren hasta podía ser un acto que propiciara la buena fortuna del visitante, porque ahí, en Mataderos, terminaba el campo, se acababan las quintas florecidas de azahares y aparecía la miseria de Tucumán. Los hijos del cierre de todos los ingenios, los del quiebre de los pequeños productores del campo, los hijos del verde, que ahora se hacinaban en una horma de villas oscuras, destartaladas, feas y brutales, alrededor de la gloriosa ciudad.

En ese mundo, entre esa gente, doña Amalia del Valle Riera, consiguió una vivienda a poco de la muerte del esposo. Berta creció en ese barrio alejada de todo lo que ese barrio fuera porque su madre se propuso que esa niña estaría allí de paso y que sería señora, de ninguna orilla, del centro, mejor aún… «doctora». Y cada vez que Berta quiso mezclarse con los niños de esa Villa, su madre la traía a los libros y a la casa y cerrando la puerta tras de sí le decía:

—Acordate, vos no sos de esa gente, sos una Rojas del Pino.

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