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flores

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La Rioja en primavera es como en verano, igual en otoño, pero en invierno algo diferente comienza porque en junio se festeja a San Nicolás, se adorna con flores de papel la Catedral y se pasea coronados al santo y a la Virgen, y tal vez por eso, porque son días de novena, parece que no es tan seca, que el viento de tierra aflojará; se pronostica que este sí será un año fresco, que vendrán lluvias o que será el peor de los últimos cien años y normalmente pasa eso, es el más caliente y agobiante que cada uno recuerda y todos dicen que «cómo ha cambiado el clima», que «antes era más fresco», que «ya no se puede vivir», que «ahora con los diques es peor».

Eso es casi todo lo que sé de esta tierra y de su ciudad, la de «Todos los Santos de la Nueva Rioja», al pie de las Sierras de Velasco, de la que mi madre me ha contado muy poco, quizás porque para ella y para mi padre hablar del pasado era cosa de gente débil. En sus palabras, «hablar de uno mismo es decaimiento de los que no tienen carácter ni voluntad, quejosos, que yerran por la falta de humildad», así decía a veces mi madre, Amalia del Valle Consolación Riera Benítez, como era su nombre completo de bautismo, posiblemente parafraseando a sus maestras o a las monjas que por educarla la hicieron más rebelde, o a los «antiguos» como ella llamaba a sus abuelos.

Llego a la terminal y bajo del ómnibus que sigue hacia Cuyo. Desciendo a una ciudad áspera, de casas bajas, ordenadas, la que, si no fuera por las escasas construcciones coloniales que se intercalan, parecería fundada en este siglo. Aquí todo es pequeño, los jardines, las personas, las veredas, y yo me voy haciendo más pequeña y camino por callejas donde parece que no hay nadie, pero es el atardecer y veo a través de las ventanas televisores encendidos, chicos que juegan en los patios, maestras de regreso con su guardapolvo blanco.

Busco la calle Asunción y pregunto por la familia Riera a un viejo que está sentado en una silla esterillada, contra la pared de una casa y me dice: «Es en la otra cuadra vea, en la esquina, va a ver una puerta grande, ahí donde la calle se hace de tierra». Me ha contestado con una tonada que reconozco, esa especie de requiebro, de canto dulzón con el que nos acunó mi madre. Solo ella es la que hablaba así en nuestra casa y nos hemos reído siempre de eso.

Llego a la puerta de dos hojas que está a medias abierta y es antigua, todo en esa casa es centenario y adentro se ve un patio con un jacarandá en el medio y macetas rojas con helechos, begonias, geranios y otras flores que no conozco, y una pajarera con canarios y cardenales tras la reja que separa el zaguán de la entrada. Miro el dintel y leo, en un gastado latón, en blanco y negro, «Bendigo este hogar», entre los abiertos brazos de un Jesús el Buen Pastor, y me quedo mirando, y veo que hay gente en las casas del frente y en las de los linderos, que yo no había visto, pero que ellos sí, me están observando, viejos y viejas, quietos, controlando que nada se les escape.

Entonces advierto que hay dos ojos que también me miran desde adentro, tienen puestos lentes de marco negro muy grueso y tras los lentes una cara pequeña. Desaparece. Sigo mirando la fachada de la casa y veo el llamador de la puerta, es de hierro, es una delicada mano de dama con anillo, dudo en golpear con ella y veo que la cerradura de la puerta es enorme, y pienso que las llaves serán como de museo, que por esa cerradura puede pasar todo, hasta una historia de amor.

En ese momento aparece la señora de los lentes que antes me había estado observando desde la casa; es tan pequeña y gorda que me parece una ranita erguida en dos patas y los bracitos a los costados son un paréntesis sobre ese cuerpo que se bambolea, porque la naturaleza ha querido hacerlo circular, porque las piernas también son un paréntesis por el que se divisa La Rioja, la casa, y el patio con helechos en las macetas rojas. Ella se queda quieta en el umbral, y yo estoy parada frente a la puerta de su casa, y no sé qué edad tengo, ni a dónde he llegado, ni quién soy, porque quisiera ser otra y estar en otra parte, y la miro desde arriba porque ella me da a un poco más del ombligo y me examina con curiosidad. Yo desvío la vista hacia el breve jardín que hay delante de la casa, para que ella me inspeccione tranquila, y veo hacia mi izquierda una planta de calas florecida. Muchas calas blancas, húmedas, frescas, encumbradas en medio del desierto, triunfantes sobre una tierra pelada sobre la que generaciones han pasado la escoba y rociado con agua al atardecer, por el viento de polvo que comienza en marzo y no termina más. Veo las calas y siento el agua que les cae de la canilla que gotea; pienso que nunca me han gustado esas flores porque son de corona de muerto, igual que los claveles, y además porque en Tucumán no hay calas, y si las hay mi mamá tampoco las quiere, porque las últimas que vimos fue cuando velaron a mi padre y entonces se volvieron flores tristes. Pero ahora las observo hermosas, tan blancas, con hojas que son como racimos de agua que quiero tener en mi boca, y me doy cuenta de que siento sed.

Sed, y es la primera vez que siento algo desde hace tres días; reparo en que no he tomado agua en estos días, que no he sentido calor, ni frío, ni el viento, ni el sopor de las siestas ni el dolor ni el miedo ni la angustia, que no he sentido hambre de nada, ni siquiera de justicia, ni de amor, ni de flores, ni de abrazos. Y ahora veo el agua y siento el agua, la quiero para vivir, y envidio a esas calas.

La señora me dice:

—Vos tenés que ser la hija de mi hermana Amalia.

Yo ya no tengo fuerzas para casi nada, solo para estar parada sobre mis zapatos, dentro de la ropa que se me ha vuelto de cartón, y para tener el bolso azul aferrado en mi mano. Y le contesto:

—Sí.

Con un sí para adentro, porque ya no tengo aire para sacar algo fuera de mí; la voz me traga las palabras, me traga para adentro y es un sí que no se escucha.

Estoy mirando las calas y siento, siento de golpe todo: que necesito del agua para vivir y para ser otra, para ser fuerte y para tener ánimo, para poder dar un paso que lleve a mi cuerpo hacia alguna parte. Y yo que soy fuerte, que soy alta, que soy grande, me desplomo y me largo a llorar, no puedo parar, con sollozos que la señora entiende inmediatamente; me lleva adentro de la casa, me hace sentar en una sala y yo sigo sin poder articular una palabra y no encuentro el freno aunque hago todos los esfuerzos. Ella me pone delante un grueso vaso de vidrio, que parece tan viejo como ella:

—¡Agua! —Me dice que la tome; yo lloro tanto que no puedo pasar ni siquiera el agua, porque para vivir no solamente hay que querer, hay que poder vivir y yo hago lo posible y me ahogo y lloro sin parar en esa sala que tiene olor a familia, a mi familia, a mi gente, a huesos que son mis huesos, a pobreza que es mi pobreza, a palabras y signos y floreros y fotos, manteles y carpetas de mesa que son los míos, y estoy en mi casa y lloro frente al vaso que otra vez trae la señora, lloro cada vez más fuerte y apenas puedo decirle:

—Gracias.

Ella me deja sola, con mi bolso de lona azul sobre las rodillas, sentada en una silla austera de madera en la que habrán encontrado descanso los tatarabuelos, y se va; deja la puerta entreabierta para que llore tranquila pero acompañada y antes me hace un gesto de rana, como diciéndome:

—Estese en paz, es bienvenida.

Yo sigo llorando y me preparo para que el llanto me dure horas, días, meses, siglos, me preparo para llorar toda la vida, porque no creo en los ángeles, ni en la divina providencia, apenas creo en esas calas orgullosas que gozan del agua, y ya no tengo ojos, ni nariz, ni boca de tanto llanto, y oscurece.

Es noche dentro de esta sala y percibo que alguien ha entrado a la casa, es una voz de viejo, que tal vez ha escuchado todo. Se siente el sonido y el olor de la fritura y ella le dice, con esa voz dulce que tiene:

—Para que llore así, es por un hombre.

Viene clareando

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