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el anillo

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Madre, estoy en camino, pude tomar un micro; conseguí pasaje a La Rioja, pasaré por Catamarca, llegaré a sus pagos.

Esta noche, cuando llegué a la casa, usted me vio entrar, ya le habían avisado. Yo solo bajé los ojos y le dije: «Es mejor que me vaya, seguro será por poco tiempo».

Usted me esperaba pálida, más seria que nunca, apenas le salían las palabras, porque usted es de las que ponen el cuerpo pero no de las que hablan, ni de las que se quejan y usted me enseñó a ser así, y eso no se cambia.

No me dijo nada, solo al rato vino con un manojito de billetes, envueltos, envueltitos, Madre, porque usted es así, es una Riera, metida para adentro, envuelta, riojana pura.

Me dio su pensión, yo sé que era todo lo que había, y su bolso azul, ese de lona, el que usted solamente saca para ir a la Virgen del Valle, el que era para el sanatorio, el de los partos, el de la buena suerte que usted decía.

—Váyase m’hija, algo va a encontrar, llegue lo más lejos que pueda y mande sus noticias.

Habían llevado también a Mauro Sandoval, el hermano de Atilio, el que era dirigente de los maestros, y se esperaba que apareciera muerto por algún lado. La misma noche dos desdichas juntas en la misma familia, y usted ya rezaba por esa madre, y buscaba algún santo que tuviera por trabajo consolar en semejantes tribulaciones.

Yo no podía mirarla a la cara madre, era la hija que usted no había esperado. Yo tenía la culpa, me desgraciaba, la desgraciaba y la dejaba ahora sola con todos mis hermanos y usted, que había soñado que yo le fuera médica, una doctora, que yo le fuera una compensación de todos sus desvelos, ahora me iba, como un ladrón, como una mala persona, la avergonzaba y la asustaba. Usted tenía que entornarme la puerta apenas, y avisarme para que nadie me viera salir. No había sido esa su ilusión.

Yo me tenía que ir vestida de blanco para mi casamiento, el que usted no tuvo, o hecha una doctora que dejaba Matadero para curar gente y enseñar progreso. No se lo pude dar Madre; lo intenté pero no pude, y ahora que venía el amanecer, ya no había tiempo para arreglar nada, solo se podía escapar para salvar el pellejo, y pasar la noche, que después supe, Madre, era lo peor.

No sé qué puse en el bolso azul, usted me preparó en una servilleta la tortilla de arroz que me guardaba para la cena, las primeras mandarinas de ese año y una manzana, la que siempre me había puesto para la escuela. Así es Madre, usted me enviaba a la vida otra vez con una manzana; «una manzana al día da salud y lozanía», era la frase que usted repetía, pero yo no tenía hambre, sentía que nunca más en la vida iba a tenerlo, y no recuerdo si se lo agradecí.

Dudé en llevar la libreta universitaria, no sabía si era un peligro o me serviría de algo, porque a esas alturas ya no se sabía nada, pero decidí llevarla y la guardé en esa parte descosida del fondo donde quedaba oculta por si me revisaban.

No nos despedimos, yo solo bajé la cabeza, como cuando era chica y usted me retaba, y esperé que, aunque fuera por única vez en la vida, usted se quejara de esta hija, o le cayera alguna lágrima de rabia, o me diera un cachetazo por haberlo querido tanto a Atilio y haberla desoído. No, Madre, en vez de eso, usted dulcemente hizo en mi frente la señal de la santa cruz, como en el bautismo y me dijo:

—No se olvide nunca, hija, que cuando usted nació yo la entregué a la Virgen y a San Nicolás de Bari. Aquí está su madre, el ángel custodio me la va a cuidar. Vaya a los pagos de mi familia y encuentre a mis hermanos, y acuerdesé, por donde vaya, que si usted da con una mano, Dios la va a bendecir con las dos, que usted también se llama Cristina porque la consagré a Cristo, y ahí donde vea un Sagrado Corazón sepa que está el corazón de su madre pidiendo por usted, si usted se inclina le estará dando los respetos a su madre y a la madre de Dios.

Me fui dejándola sola, sin hacer ruido porque los chicos dormían, sin demorar más las cosas. La dejé en medio de todas las estampitas con que usted llenó la casa, y la sartén del arroz, que no se la lavé porque esa vez no tuve tiempo. Me fui con esa libreta universitaria, donde me habían puesto la nota, la nota que usted esperaba: «Aprobada, 9 nueve, Anatomía». La dejé con mis libros que usted todavía pagaba, y solamente nos miramos.

Yo nada más le dije:

—No deje el tratamiento, Madrecita.

Y me quedaron sus ojos madre, sus ojos que estaban llenos de verdad, porque sabían de la suya y de la mía, sus ojos de despedida, de despedida para siempre, de no disimularnos nada, porque las dos sabíamos que usted estaba enferma, enferma de muerte y que yo quería cuidarla, pero me iba, y usted ni siquiera me juzgaba. Sus ojos me decían, Madre, que ya no volveríamos a vernos.

Ahora estoy en el colectivo, aclara el día y es 24 de marzo, veo las quintas repletas de naranjas, limones, pomelos, man­darinas. Es tiempo de cosecha. La caña está verde, Tucumán es verde, verde oscuro, verde enloquecedor, verde tan verde que parece que revienta, revienta de vida y pienso en Atilio, que ya no tendrá nunca en sus manos una naranja agria, que ya no podrá contarme otra vez cómo los obreros y los estudiantes las cortaban de los árboles de la plaza para tirárselas a los milicos en los desfiles, o a la cana, para que se les cayeran los caballos en las manifestaciones. Atilio nunca más podrá arrancar una naranja y sentir en la piel su perfume dulzón y decirme que le haga dulce, que si no sé, que aprenda, que no sea una vaga.

Me he dormido unos minutos y he visto sus manos, Madre, las suyas, que de golpe se han vuelto como las de su propio padre, don Celestino Riera. Ahora usted tiene manos de anciana y lleva ese anillo que era de mi abuelo, el que se ha puesto como se lo puso su propia madre cuando murió el esposo, el que se puso usted cuando enterró a su madre. Le veo puesto el anillo y me despierto y veo el sol que se levanta por Santiago del Estero, y me enojo por todo lo que me ha pasado y le ha pasado, y le prometo, Madre, que voy a vivir para ponérmelo; que usted va a morir de vieja y yo también; que algún día volveré a Tucumán hecha una reina y usted va a estar orgullosa de esta hija que tiene, y yo le cerraré los ojos y usted descansará en paz, y yo viviré en paz, porque soy su hija madre, la de su amor, la de su orgullo, el fruto de su altanería y llevaré el anillo de los Riera, nuestra única fortuna, porque le haré lugar a ese ángel en que usted cree, ese que usted y solo tres viejas rezadoras más conocen; el Ángel Custodio, que me cuidará, porque yo lo dejaré que me cuide, porque usted lo ha querido.

Viviremos, se lo juro, madre.

Viene clareando

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