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24 de marzo

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Es 24 de marzo, tengo 20 años, nací en San Miguel de Tucu­mán, mi madre es Amalia del Valle Riera, mi padre Manuel Rojas del Pino, hijo de Alfonso el escritor, tengo cuatro hermanos menores, todos varones: Carlos Alberto, Sergio Daniel, Juan José y Juan María, los mellizos. Nací el 20 de junio de 1955 y me pusieron por nombre Berta Cristina. Berta por la madrina de mi padre; Cristina, porque lo eligió mi madre. Estudio medicina y he aprobado todas las materias del tercer año. Me voy de Tucumán porque es mejor así, porque tuve un amor y murió, porque tengo mucha pena y necesito trabajar, porque tengo que ayudar a mi madre que apenas puede criar a mis hermanos con un empleo. Mi padre nos ha dejado, porque era viejo y estuvo muy enfermo y ha muerto en los brazos de mi madre recibiendo los últimos auxilios de la religión en la que no creyó nunca, pero que respetó, porque respetaba a mi madre y tampoco quería contrariarla, porque ella es devota católica y nos inculcó respeto. Ellos finalmente se han casado cuando él enviudó y nos ha dado el apellido, pero nunca nos desamparó ni abandonó a mi madre a quien dio trato de esposa y de señora por toda la vida. No tengo relación con la familia Rojas del Pino, ellos no han querido saber nada con nosotros y la abuela, su madre, doña Lucinda ha fallecido antes de que mis padres se casaran y ordenó, mientras estaba sana y en vida de mi padre, que no llegáramos a su casa mientras fuéramos hijos del pecado, los bastardos de su hijo. Bueno, mi madre no soportó eso y no nos llevó a verla, ni la noche en que la señora mandó a buscarnos para conocernos, pedirnos perdón y darnos su bendición de abuela, porque se moría y no quería llevarse al otro mundo el pecado de impiedad y falta de compasión, que el sacerdote le refregó en la cara cuando se lo contó con sus últimas fuerzas, y le dijo que arreglara eso antes de irse, porque era un cura nuevo, porque por la urgencia no habían dado con el confesor de siempre. Este era uno de esos que no usan sotana y andan por las afueras diciendo que si Cristo hoy regresara seguro que se instalaría en una villa, de Tucumán posiblemente, o con los hacheros de un ingenio, porque esas son sus ovejas, y sus hermanos, los más pobres y afligidos.

Llegaron en auto a buscarnos, apurados entraron sus empleados diciendo que doña Lucinda se moría y que fuéramos inmediatamente porque ella había ordenado. Los chicos ya estábamos subidos en el convertible negro que resplandecía en la noche cuando mi madre nos bajó a los gritos, que nos metiéramos a la casa, hecha una furia, sin los anteojos, erizada como una leona, despeinada y descalza, apenas prendido el batón, y le gritó al chofer lo que escucharon todos los vecinos:

—Dígale a esa vieja que me echó de su casa con mi bebé hace quince años, que me sacó a los gritos diciéndole a su hijo «¡sacame esa porquería de aquí!», ¡que se lleve su pecado, que lo pague, que yo me llevaré los míos, que no la perdono y la maldigo, que ya vamos a encontrarnos en el infierno!, ¡que se le queme la hostia dentro de la boca, pero que a mis hijos no se los doy, ni se los muestro, ni se los llevo! ¡Que se muera cien veces, que voy a darme el gusto de escupir sobre su tumba,… bah… que me recago en ella y en la putísima madre que la parió!

Yo tenía quince años y al escucharla entendí cosas que no se me habían dicho nunca. Mi padre había muerto hacía pocos meses, después de sufrir todas las indignidades de una enfermedad que lo minó totalmente.

Ya no teníamos nada, vivíamos en la villa, mi madre trabajaba atendiendo enfermos por la noches, colocaba inyecciones, tomaba la presión a todos los hipertensos del barrio, preparaba viandas, hacía empanadas y maicenas y hasta se animaba con la costura ayudando a la modista doña Carmen cuando se excedía de trabajo. Ella decía que era la mujer de los mil oficios porque no nos alcanzaba con la pensión de mi papá. Fuimos a Matadero porque nos desalojaron de la casa del centro y ahí ocupaba la gente los terrenos aledaños al ferrocarril con la esperanza de algún día ser propietarios, mientras mi madre, una viuda de treinta y seis años, con cinco hijos, sin familia y sin amigos, gestionaba una vivienda. Ella tuvo que hacerse su dignidad, porque en esta vida, me enseñó:

—Nadie te da nada, vos tenés que ganarte las cosas y si sos mujer, peor.

Porque era su orgullo que sus hijos habían tenido siempre algo que ponerse en los pies y un guardapolvo limpio.

—¡Para eso usted tiene una madre! —me decía— ¡La suya!

Porque nosotros no íbamos a ser como los demás chicos de la villa, porque para eso ella tenía dos brazos y espaldas de toro.

Fui a la escuela Sarmiento que depende de la Universidad, de la que egresé con la medalla de oro. Mi madre decidió que yo no correría su misma suerte y no dejó nunca que trabajara, me exigió que alcanzara siempre las más altas calificaciones, porque el sexto grado, que era todo lo que ella había hecho en La Rioja, le había servido para tener la convicción de que este era el país de las oportunidades, del ahorro, del progreso a fuerza de estudio y de trabajo, y que el sacrificio indefectiblemente lleva premio y que un título es ahora y por siempre lo más importante que un hijo de la villa o del campo puede conseguir, y que los pobres mayormente lo son por ser vagos y borrachos, y que por eso ella en las elecciones votaba a Manrique, un militar, un hombre presentable.

Mi porvenir ya había sido resuelto: yo sería doctora.

Así es que ingresé a la Facultad de Medicina y estudié, estudié a conciencia, estudié porque amaba al estudio y a mi madre por sobre todas las cosas, y a la medicina también. Y me he mantenido al margen de lo que ocurre en Tucumán sin participar de la efervescencia política en que se ha vivido. No he leído de política. No he discutido, no tengo opiniones, ni he asumido compromisos de ninguna clase con los partidos, ni con la sociedad, ni con la historia; no he participado en los movimientos de lucha o de pensamiento como lo han hecho casi todos mis compañeros y amigos. Solo me he esforzado por llegar a ser médica, porque en mi casa siempre es escaso el pan para repartir y yo no podía darme el lujo de atrasarme en la carrera, menos, permitir que mi madre me mantuviera más allá del tiempo indispensable para recibirme y así empezar a trabajar y ayudarla con mis hermanos. La gente de mi edad ha estado llena de intenciones, las más de las veces, muy buenas, y de ideas nuevas, y muy preocupados en prepararse y preparar al mundo para los cambios que vendrán, y por eso es que muchos han dejado de estudiar o de trabajar, o se han esforzado más que el común de los jóvenes, haciendo grandes cambios en sus vidas, y en eso han puesto toda su fuerza y sus ilusiones. Mi novio era como esos compañeros, y a veces discutíamos porque yo no comprendía, hasta que él se accidentó y falleció antes de que pudiéramos ponernos de acuerdo sobre todas esas cosas tan importantes para él.

Yo tenía otros sueños urgentes por cumplir, que no importaba de quién habían sido primero si míos o de mi madre, y me preparaba para intervenir en el mundo después, cuando tuviera la única arma en que he creído, que era una profesión que salvaba vidas y aliviaba el dolor. Y todavía, antes de poder dedicarme a eso, debía calmar las necesidades de los míos.

Mi padre no había tenido sueños para mí. Había renunciado a todos en septiembre del ’55, al poco tiempo en que yo nací.

Es de día, y voy en este ómnibus atravesando Santiago y ahora tuerce para Catamarca. Esta soy yo, eso diré de mí en La Rioja, es el resumen de mi vida, mi vida que se explica por las cosas que les han pasado a los otros, mi vida que es la de mi padre y la de mi madre, la de mis abuelos y la del hombre que perdí. Y yo soy los otros, y estoy hecha de otros odios y de otras vergüenzas y de otras pasiones que no son las mías, pero soy así; por eso será que pudiendo sacar un pasaje a cualquier parte, pudiendo elegir cualquier destino en una noche como la que va pasando, viajo a La Rioja.

No los conozco, pero voy hacia los Riera.

Les contaré esta historia, les pediré consuelo y habitación, encontraré las huellas que pudieron quedar en esa vieja finca de esa niña arrogante, inteligente e indomable que fue mi madre, y buscaré si todavía existe el balcón donde enamoró a mi padre, la antigua cerradura de la puerta por donde se deslizaron mensajes, cartas de amor y las instrucciones para escaparse juntos; él un hombre mayor de familia tucumana, casado, ella una niña de dieciséis años, riojana.

No pediré perdón por lo que hicieron mi madre y mi padre.

Voy a mi sangre.

Viene clareando

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