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cabeza de chancho

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Lo tiraron por una ventana de la FOTIA, era Atilio Sandoval que explotaba sobre la vereda de calle General Paz. Una noche caliente, una noche tucumana con luna como queso y en los techos ventiladores y gatos, según el lado de donde se mirara; y aunque ya el bochorno cedía a los vientos refrescantes del otoño, en esa noche, nada menos, Sandoval, que no se rendía, le hacía frente a la muerte y se la ponía como un poncho.

Era el 23 de marzo de 1976 y cambiaba todo para siempre.

Lo mataban, y así, muerto contra el suelo, convertido en una cosa, Berta miró su cabeza aplastada, y antes de que la sangre trajera olor de matadero, ella, que bien lo conocía, hizo lo que todos los que estaban allí: hizo como que no lo había visto, se acomodó una cara de nada sobre el rostro, y cruzó la plaza. Al frente, la estatua de Hipólito Yrigoyen, con su traje sin bolsillos, porque era el presidente que nunca había robado, de espaldas al Palacio de Justicia, miraba hacia otra parte, como ella, que en ese instante se prometía que lo haría a perpetuidad.

Atilio Sandoval ya no se ofendería ni lo juzgaría un acto de traición. Había perdido, lo habían reventado como tantas veces se lo habían jurado, y así, volado Sandoval por una ventana de la FOTIA, se había ido de Tucumán, de los ideales de justicia social, de los sentimientos de Berta, de sus abrazos, de su cuerpo sentado en esa misma vereda escuchándolo hablar a las multitudes, desde ese mismo balcón. Sí, Atilio tenía debilidad por el balcón, porque era peronista hasta los huesos.

Miraría para siempre hacia otro lado, y eso ya no iba a importar porque él no estaría para juzgar su falta de coherencia o de huevos, como a veces le imprecaba; aunque Sandoval, como nadie, sabía que ella era toda una mujer.

—Me cago en la historia que lo parió —dijo por lo bajo.

No era el modo de despedirlo, no eran las palabras finales que hubieran correspondido a semejante historia de amor.

Enojada, indignada contra ese poco de hombre que quedaba en la vereda, de haber podido lo habría atacado a patadas y le habría dado golpes de puño, golpes de hombre, que le propinaría en la cara mientras preguntaría:

—¿Por qué?, por qué no me hiciste caso, por qué no nos fuimos cuando se podía, por qué no importó todo lo que yo te había dado, por qué no te bastó y seguiste emperrado, persiguiendo esa justicia de la reputa madre. No ves que te vendieron, que te entregaron, ¡seguro que por una cabeza de chancho! Por una cabeza de chancho, así como decías cuando criticabas al Che por haber metido en Bolivia una revolución que ningún boliviano quería.

—Por una cabeza de chancho entregaron al Comandante —así le decía. Y ahora era él, hecho una estampilla, absurdo, grotesco, feo, sin cara, silenciado para siempre en unos segundos que Berta sabía, darían vuelta todas las historias. Ahora había que escapar, escapar sin que nadie se diera cuenta de que escapabas.

Velozmente reaccionó como un felino en medio de la caída. Era el preciso instante para inventar visitas inesperadas a familiares que no existían, becas, trabajos, compromisos en los lugares más alejados. Porque había que salir de Tucumán y correr lo más rápido posible; se había quebrado la última barrera y ahora todo podía suceder. Era urgente: avisar, empacar, no perder tiempo en despedidas que ya no tenían sentido, y buscar un lugar en el mundo donde poder mirar hacia otro lado, como esa estatua de Yrigoyen.

Como a él, tampoco le harían falta los bolsillos, ni grandes valijas, ni la ropa buena, ni los libros, ni su guitarra. Porque vendría el tiempo de los gritos sin grito y la música quedaría guardada en un ropero, entre esos vestidos que ya no se usan, pero que se preservan con naftalina, mantenidos por la ilusión, de que alguna vez, el cuerpo volverá a ser lo que era, y les dará la bienvenida, y se deslizarán bajo las axilas, agradecidos de haber vuelto a ser parte de una vida.

Viene clareando

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