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escuchar la radio

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Ciudad Loreto no era más que un caserío al que le había quedado ese nombre por el impulso de sus fundadores, quienes seguramente habían chocado con el clima abrasador y la sequía que impedían toda ilusión de industria, de huerto o de progreso que justificara el calificativo de «ciudad». El día avanzaba y los choferes hacían su desayuno. La radio reunía a pasajeros, parroquianos y mozos en la cantina que hacía las veces de terminal. Una marcha militar precedía cada «comunicado». El Estado Mayor Conjunto informaba a los ciudadanos que había tomado el mando del Gobierno, que la señora María Estela Martínez de Perón había cesado en su cargo de Presidente de la República Argentina y que los tres militares mayores de las tres armas ya gobernaban el país iniciando el «Proceso de Reconstrucción Nacional». Se notificaba que en todo el territorio nacional se declaraba el estado de sitio, haciendo saber a la población que debía prestar total colaboración y obediencia a las órdenes que en lo sucesivo impartiría la autoridad militar.

Volvía la música castrense y se repetían uno a uno los comunicados que, llamados «del Estado Mayor Conjunto» y enumerados al modo militar, como una fajina más, salían de la radio desde el número uno en adelante, leídos por una potente voz masculina que, por su dicción, volumen y estilo, hacía recordar otros tantos golpes, enunciados por otros tantos comunicados similares que a nadie sorprendían.

Era lo que se esperaba. Algunos se alegraban y exclamaban que «¡por fin!», que «¡ya era hora!».

Desde inicios del verano se anunciaba el golpe. Se creía que este sería otro más, que rápidamente los militares ordenarían las cosas, como lo venían haciendo a su modo con su elemental sentido de la regularidad desde hacía por lo menos cuarenta y cinco años. Volverían las listas negras: de personas, de diarios, de canciones; los allanamientos, algunos presos políticos, disolver cámaras, proscribir partidos, intervenir algunas provincias, y no mucho más que eso, para pasar a anunciar en algunos meses, o quizá en unos pocos años las próximas elecciones. Videla, que era un militar «bueno», según ya lo presentaba la prensa, tendría el apoyo de los partidos tradicionales que no fueran el peronismo y hasta de algunos sectores progresistas e izquierdas moderados que proponían un «gobierno cívico militar». Con eso, la ciudadanía estaría conforme porque todo habría retomado su curso, para gloria y salud del pueblo argentino a quien todos decían representar.

Porque, en definitiva, la historia política del último siglo en Argentina era un escueto capítulo que los manuales escolares titulaban «La alternancia», la serie de gobiernos civiles interrumpidos por insurrecciones militares desde 1930; «el chorizo» le decían en la Sarmiento, un chorizo de la historia que se situaba en esa parte del libro que, en el mejor de los casos, los profesores dejaban para los últimos días de clase, que estaba descripto en unas cuantas páginas y apenas nombraba los presidentes que se exhibían en una galería de cuadros visitada velozmente, en la que cada uno, investido con la banda presidencial, figuraba con su respectiva fecha de nacimiento, muerte, período de gobierno y pertenencia a algún partido político si la tuvieron. Ningún manual le daba más de diez hojas a los 45 años de historia que habían transcurrido, y eso era todo un modo de pensar, una mentalidad, para la que esa porción de la historia valía diez céntimos o diez guitas, o como mucho una fragata, que era de color azul y no servía más que para comprar un paquete de Particulares sin filtro. Comenzaba con un salteño, Evaristo Uriburu, que derrocaba a Hipólito Yrigoyen, descripto en los textos oficiales como viejo, fracasado y sobrepasado por sus propios colaboradores, para enseguida agotar el relato en breves párrafos hasta llegar a Perón.

¿Por qué algunos eran militares y otros civiles? ¿Por qué a algunos civiles se les decía generales y estaban vestidos con ropa militar como Perón? Eso era complicado de entender, y formaba parte de las preguntas que no debían formularse en clase, por el bien de uno y de los demás, en tiempos de dictadura. La respuesta a esas preguntas a veces se debatía a puertas cerradas con algunos profesores que transgredían la censura en reuniones donde el tema central de la indagación terminaba siendo: ¿quién es el dueño de la máquina de fabricar chorizos?

Una época de chorizo, en el país de los grandes frigoríficos.

«Alternancia», pronunció Berta por lo bajo cuando escuchó el primer comunicado y, al cerrar los ojos, vio esas páginas escolares del manual gastado. Pero en la piel y en el alma, sintió que esta vez sería distinto, porque esta historia ya no era la del manual; ahora era la suya y había empezado con demasiada muerte, y Tucumán era un amasijo de violencias que la desconcertaban. La de los montoneros que habían dado «la vida por Perón» y ahora estaban clandestinos; la de los grupos que a sí mismos se llamaban «más allá de la izquierda» y se manifestaban antiperonistas y entre ellos los había: de base, con ejército propio y sin ejército; los que se reivindicaban leninistas, castristas, maoístas o trotskistas; los del sindicalismo más «ortodoxo»; la gente de «Guardia de hierro»; las «tres A». Radicales, con pesada y sin pesada; comunistas acusados de derechistas y burgueses; partidos provinciales y pequeñas alianzas ahogados entre las acciones armadas que se producían día a día en nombre del bien y del progreso por los grupos que se embanderaban en nombre de los pobres; o por los que en nombre de entelequias como el bien, la moral cristiana, occidente y otras ideas, defendían: dios, patria y hogar, ofendiendo a dios en todas sus posibles manifestaciones, violando todas las leyes por las que a este suelo se le llama patria, y destruyendo hogares de ricos y de pobres, de intelectuales y de sencillos, negando la palabra y la escucha, hasta a los que en nombre del dios, de la patria o del hogar que fuera vinieran a pedir cordura y el más elemental respeto por la vida; y todos coincidiendo en salvar al país de algún imperialismo o de conspiraciones que en algunos casos se remontaban a cinco mil años antes del día en que el Cristo nació. Y peronistas: encaramados al gobierno o ya opuestos al Gobierno. Muchos: peronistas auténticos, peronistas históricos, peronistas villeros, peronistas por la liberación, partido peronista, movimiento justicialista; pero­nistas con Perón, peronistas con Evita y sin Perón, peronistas que proclamaban patria socialista, peronistas nacionalistas y anticomunistas, peronistas de base y de unidad básica. Y para más: grupos civiles, y grupos militares, y «operativo independencia» y General Bussi y paramilitares y parapoliciales. Y «frentes»: por la unidad de los movimientos; por la unidad de los peronistas; contra el gobierno y a favor del gobierno; frentes de trabajadores, de sindicatos, de corrientes, de tendencias, de partidos, de ofendidos de toda clase. Y en cada fracción o partido, los verdaderos y los traidores, los mártires y los condenados, y algunos que juzgaban por tribunales propios, y se sabía de cárceles del pueblo y de chupaderos. A su manera, cada uno extendía su proclama para que sirviera de escarmiento y de limpieza, y para que constara que eran los únicos, auténticos portadores de la verdad del pueblo, de la justicia, o de la patria, y que el país no se salvaba si no se lo entendía y se actuaba como cada uno de ellos propiciaba.

A estas alturas casi todos los actores proclamaban el fracaso del gobierno y la ineficacia de las instituciones y de la democracia, a la que solo consideraban formal y por eso se la demolía, como se bastardeaba la majestad de la justicia establecida en los tribunales ordinarios, que la mayoría juzgaban inservibles para dar a cada uno lo que le correspondía, aquel viejo concepto de justicia. Entonces las noches estaban llenas de una violencia incomprensible, a menos que se llevara un recuento de por lo menos los últimos veinte años de alianzas y escisiones, destierros y regresos, amnistías y acuerdos entre los protagonistas de la vida política argentina, a los que además de los partidos y sus desmembramientos se sumaban el poder militar y la iglesia como sujetos imprescindibles de la urdimbre sobre la que se había tejido vertiginosamente esta rústica tela que amortajaba a toda una generación.

La gente paulatinamente se habituaba a vivir en la sorpresa y el horror, y la indignación iba dejando paso a una especie de fatalidad hecha de un tiempo que parecía largo y no era demasiado tiempo, en el que una tragedia muda se desarrollaba —porque estaban ausentes de ese escenario las palabras que habían perdido su poder aglutinador—, en la que ya nadie escuchaba a nadie y nadie entendía lo que nadie decía, porque se había soltado la cadena, se había quebrado el significado común de los sustantivos más elementales, y así resultaba que todo se definía por la acción, y ser un hombre de acción, o de armas, que era casi lo mismo, era para gran parte de la sociedad el paradigma.

Por eso es que al anochecer se encendía otro Tucumán, en el que patrullaban civiles como si fueran militares en combate, militares como si fueran delincuentes; y todos cargando los «fierros», entre ellos y contra un gobierno que se había servido de todos los protagonistas de esta ópera en rojo y negro, y en que cada uno desde su propia convicción entendía la justicia a su manera y la hacía a su manera y consideraba que, si había una reserva moral, era la propia, y que en definitiva era «legítima defensa» armarse en contra de ese débil y corrupto gobierno democrático, porque había perdido legitimidad y por eso ahora todo valía contra él. Y en medio de ese drama, el poder del estado, la justicia y los congresos languidecían y los partidos de toda la vida y la gente de laburo, impotentes, seguían sin entender nada, esperando que alguien, siempre otro, fuera el que todo lo solucionaría.

Perón se había muerto y no quedaban más que sus discursos llenos de frases hechas que cada uno recitaba fuera de contexto, con tal que le fuera útil a su manera de decretar la realidad.

Tucumán estaba otra vez en el ombligo del cuerpo de la nación, como siempre, condenado a dar el primer grito; de donde salían primero los modelos y los proyectos de país y de sociedad y de lucha y de experimento social de toda clase. Tu­cumán, cuna de tres presidentes, del «Tucumanazo» y de la gue­rrilla en los montes y del operativo de exterminio de esa guerrilla. «Tucumán sepulcro de la subversión» como rezaba por esos días el flamante cartel que Bussi había emplazado en el parque más grande de la América del Sur al tiempo del centenario, en su carácter de ejecutor del «Operativo Independencia», cuyo objeto era exterminar la guerrilla —como decía el acta que la Presidente había firmado— que ya para esos días estaba en los montes completamente desarticulada.

Por todo eso es que Berta tenía expresión grave; y sabía que esto sobrepasaba esas pocas líneas escolares que denominaban «alternancia» a ese tiempo de golpes y posteriores gobiernos civiles, algunos más o menos cruentos o permisivos. Porque ya se habían abierto demasiadas fosas, demasiados lutos, demasiada tinta negra en las fotos de La Gaceta, en la que se documentaban los atentados y las venganzas y las represalias. Las condenas particulares, los autos explotados, los militantes desmembrados, los militares humillados, los políticos humillados, las banderas a media asta, los sentidos homenajes, los errores tácticos, los fracasos militares, los éxitos políticos, los asuetos, las huelgas, la represión a esas huelgas, los sepelios civiles y los militares, las marchas, los enfrentamientos a puño, los enfrentamientos armados. Eran muchos años ya de impiedad, injusticia y sinrazón; y recién… amanecía el 24 de marzo de 1976.

«¿Cómo será hoy la tapa de La Gaceta? Seguro que sus titulares hablarán del comienzo de un tiempo feliz», pensó Berta.

Por eso, en esa alborada, nadie se lamentaba por la suerte de «Isabelita». El horizonte aclaraba. Ya no estarían el «Viejo» ni el «Brujo», y la «Tonta» habría terminado su aventura presidencial. Era una verdad que el peronismo se terminaba para siempre y que de ahora en más ser peronista sería una mala palabra y a otra cosa.

El Estado, por más malo o desprolijo que fuera, no cargaría contra sus propios habitantes; sean lo que fueran estos tres militares, no le harían daño al país y lo sacarían adelante con un poco de disciplina y moral que pusieran en su empeño. El pueblo tendría que estar contento, al fin y al cabo todo era por su bien. Para eso estaban diarios como «La Gaceta», que ya contribuían a crear esa conciencia en los lectores de Tucumán.

En medio de la nada que era esa parada en Santiago, Berta solo pensaba en ir más lejos, en salir de Tucumán, sus límites y alrededores, en llegar a un lugar donde nada tuviera que ver con lo que había dejado y en reinventarse una identidad y un motivo que justificara su presencia en alguna parte; aunque por un impulso había elegido ahora La Rioja, bien podía ser mañana otro lugar.

Durante toda la noche, en las terminales y en la ruta, se veían camiones con soldados armados para el combate, tanques en los perímetros de todas las ciudades, conscriptos del servicio militar apostados en grupos a los costados de los pueblos, helicópteros y aviones de combate rastrillando los cielos.

Entre los pasajeros, algunas caras ya se veían preocupadas, otras exultantes, eufóricas; hablaban sin temor de que volvía el orden y la decencia a la Argentina, de que se iba a morir el perro y a acabar la rabia, y de que este pueblo volvería a gozar de la paz que nunca habría debido perder por obra de los «políticos corruptos y mentirosos».

De nuevo en el camino, el chofer prendió la radio del ómnibus y ella se aseguró de que llevaba el bolso de lona azul. En eso sonó un tango y Berta, a quien nunca le había gustado el tango, sintió cómo esa melodía la aplastaba contra el asiento y le abría un surco en el corazón, porque Jorge Sobral cantaba acompañado por un solo de violín «Fuimos»:

Fuimos la esperanza

que no llega y que no alcanza,

que no puede vislumbrar su tarde mansa,

fuimos el viajero que no implora,

que no reza, que no llora,

que se echó a morir.

Y cerró la boca, porque no iba a hablar más de lo que fue, ni de lo que «fuimos», porque nunca más iba a ser nada, con nadie; … a menos que apareciera el ángel, ese ángel que le dijo su madre, que la despertara y le asegurara que todo esto era un sueño, una mala noche de pesadillas; que Tucumán embriagaba de azahares y que ahí estaba Atilio, como todas las tardes, esperándola a la salida de las clases, en la Central; ella se soltaría el pelo y lo sacudiría a los costados para parecer más grande, y él simplemente le diría: —¡Nena!

Pero el ómnibus seguía tragándose el camino. Entonces hizo una mueca agria que el vidrio de la ventanilla le devolvió y se dijo: «Pobre mi Vieja».

Viene clareando

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