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LA REVOLUCIÓN-DECIR ADIÓS I. EL CARTEL

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Ya en una de las estrechas y cada vez más oscuras calles laterales que llevaban a la estación de ferrocarriles aflojaron el ritmo, porque Hanna fijaba los ojos y, en consecuencia, las piernas, curiosa, en los movimientos de un hombre que estaba junto a la pared, movimientos que a veinte metros parecían la caricia absurda, repetida, de algún loco que se hubiera enamorado de un elemento neutro como ese. Marius obedeció a la desaceleración del paso de Hanna; aquello también le interesaba.

El hombre fijaba un cartel en la pared, y sus movimientos, que algunos pasos atrás parecían caricias sin sentido, ahora podían verse con claridad como gestos racionales, útiles, con un objetivo evidente. No era un loco, era alguien que no quería perder el tiempo; tenía una meta.

El hombre les dio la bienvenida con un suave giro de la cabeza y una breve sonrisa –no se había sentido amenazado–, y Marius, para sus adentros, se lo agradeció. Aunque la calle era evidentemente pública, se sintió como un huésped bien recibido.

–¿Un cartel? –le preguntó Marius al hombre.

–Sí.

Hanna, sin duda fascinada nada más por la imagen, pues era incapaz de leer, y Marius, que observaba con asombro cada pormenor, guardaron silencio casi por instinto. El cartel.

El hombre miró a Hanna.

–¿Es su hija?

–No –respondió Marius.

–Hola –le dijo el hombre a Hanna, que devolvió el saludo.

–¿Qué le parece el cartel? –le preguntó el hombre a Marius.

Marius respondió con la cara, sonriendo –y luego se encogió de hombros–. ¿Qué decir?

–¿Van a la estación? –preguntó el hombre.

–Sí.

–Voy con ustedes.

Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre

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