Читать книгу Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre - Gonçalo M. Tavares - Страница 13

III. ¿CÓMO AYUDAR?

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–Dirá que esto demuestra cierta megalomanía, y es verdad. Pero eso es todo lo que nos queda, no tenemos hijos, nuestros padres desaparecieron.

Súbitamente, tal como había empezado a hablar, Fried guardó silencio, y tras permanecer inclinado hacia adelante, dirigiendo su mirada y su cuerpo entero como un arma apuntada hacia nosotros, un arma que no se calló durante horas, de la misma manera dejó caer su tronco hacia atrás, apoyó la espalda en el respaldo del asiento, adoptando una postura de agotamiento rendido y, como quien les pide a los demás que ahora ellos se acerquen y repitan lo que él hizo, dijo, volviéndose hacia Hanna y hacia mí:

–¿Y ustedes? ¿De dónde vienen?

Intenté explicarle que yo no era un hombre platicador.

–Me gusta escuchar –le dije–, no tengo mucho que decir.

Entonces preguntó, volviéndose hacia Hanna:

–¿Cómo te llamas?

Hanna respondió. Él no comprendió. Hanna se lo repitió, él siguió sin comprender.

Yo repetí:

–Se llama Hanna.

–Hanna –dijo Fried–. Bueno.

–¿Cuántos años tienes?

–Catorce –respondió ella, y esta vez se entendió.

Fried le sonrió con simpatía. Ella dijo:

–Ojos: negros. Pelo: castaño.

Yo dije:

–Así se lo aprendió.

Después ella dijo:

–Estoy buscando a mi padre.

Fried sonrió, no dijo nada.

Yo dije:

–La encontré sola, pregunté en cada una de las tiendas que había a la redonda y toqué el timbre de todos los edificios de los alrededores, caminé durante días por la ciudad para ver si encontraba a alguien que la conociera, fui a las tres instituciones que tratan casos como este; una de las instituciones se dedica sólo a casos de trisomía 21 –dije, en voz baja–; cuando pregunté si conocían a Hanna la directora sonrió y me contestó que tenía ahí veintiséis Hannas, sólo que no se llamaban de ese modo, y después me confirmó que no, que nadie se había marchado de allí, que nadie escapaba de allí, porque, además, añadió, a todos les gustaba estar allí, y no podían recibir a nadie más, mucho a menos a alguien que no se sabía de dónde venía ni quiénes eran sus padres; que allí todos tenían padres perfectamente identificados, que aquella era una institución que educaba a las personas con discapacidad siguiendo métodos específicos aprobados por sus padres, y que en este caso no había padres, aunque en realidad me di cuenta de que el tema no era si existían o no los padres, sino si existía o no alguien que pagara cada mes. También le mostré su cajita, esta –se la pedí a Hanna y se la mostré a Fried–, donde están las fichas educativas para los niños con discapacidad, y la directora me dijo que sí, que era un método posible, pero que ellos no seguían esos pasos, que tenían un curso propio, que aquella caja no era de allí, y sí, le creí, en el fondo no tendría por qué no creerle –pensar otra cosa sería pensar que podrían haberla dejado escapar porque sus padres no pagaban, o porque alguien no pagaba por ellos, pero eso sería demasiado, y además Hanna no mostró ni la menor alteración emocional cuando fuimos a ese colegio; a mí me quedó claro que nunca había estado ahí, o bueno, no sé, tal vez no muestre reacciones de ese tipo, todavía no la conozco bien–, pero a partir de cierto punto tenemos que creer en la gente, no nos queda de otra –y yo le creí a la directora y le creo a ella– y quisiera que Hanna encontrara a su padre, quisiera ayudarle, pero tampoco soy un santo; hay una pista que creo que puede resultar, pero si al final de esa pista no encuentro al padre del que habla o a alguien con quien ya tenga algún tipo de relación, tendré que dejarla en algún colegio; estoy seguro de que alguna institución la va a recibir, aunque no tenga dinero ni padres.

Y me callé.

Pero después volví a empezar –Fried transmitía una sensación de seguridad y de firmeza que me hacía sentir cómodo, que tranquilizaría a cualquiera.

–En el peor de los casos, alguna institución de la iglesia se hará cargo de ella. Pero sin duda existirán leyes que contemplen estos casos antes de que uno tenga que recurrir a Dios –dije, y me reí de manera estúpida.

Hanna, sin embargo, mantenía su expresión simpática, me escuchaba como si estuviera hablando de otra persona, de otro mundo, me escuchaba como alguien que está en un país cuya lengua desconoce y que, por curiosidad, se pone a oír a dos parlanchines que en la mesa de al lado, en el café, hablan de algo que ella jamás entenderá.

–Estoy hablando de ti –le dije.

Y ella me respondió, y parecía que estaba jugando con nosotros, jugando con sus propias limitaciones: realmente parecía (aunque resulte extraño) ironizar:

–Ojos: negros. Pelo: castaño.

Y, tras decir esto, súbitamente se echó a reír, a reír con cierto descontrol; yo miré a Fried y después otra vez la miré a ella, y ambos sonreímos intentando transmitirle el mensaje de que sí, de que la entendíamos, entendíamos las razones de esa risa sin control. Tal vez no nos habían parecido tan intensamente cómicas, las razones, pero sí, las entendíamos, no eran absurdas: Hanna se reía con lógica, al menos eso era lo que mi sonrisa y la de Fried intentaban transmitirle. Luego, cuando terminaron aquellos segundos, que nos parecieron larguísimos, Hanna dejó de reírse de esa manera, que, debo confesarlo, me avergonzaba –y yo, sin saber muy bien por qué, en parte porque nunca antes lo había hecho, puse mi mano sobre su mano izquierda, como quien manifiesta cariño, pero en realidad lo que el peso de mi mano estaba diciendo era simplemente “YA BASTA, DETENTE”, y el peso de mi mano y la interpretación que le di me ponían por primera vez en la extraña posición de aquel que es responsable, en parte, por las hazañas, fracasos o desastres que provoca otra persona–. De hecho, el peso de mi mano me puso en esa posición de la que había huido muchos años antes, la posición de quien no puede simplemente correr cuando llega el momento de correr y, en cambio, tiene que mirar a otra persona que está a su lado y ayudarla a correr o darle indicaciones. Esto era un contratiempo, claro; pensé en la imagen ridícula de una persona que tiene que correr muy rápido para salvar su vida y de pronto mira hacia abajo y se da cuenta de que sus zapatos están demasiado viejos, ya no tienen parte de la suela y se deshacen a cada paso y, al desaparecer la barrera entre los pies y el suelo, el peligro ya no viene nada más de quien o de lo que nos persigue, y empieza a venir también de abajo, del suelo mismo o, para ser más exactos, de nuestros propios pies: son ellos, en última instancia (y no nuestros enemigos), los que nos obligarán a detenernos porque no soportaremos ya el dolor; yo conocía bien ese estado de debilidad en el que uno se rinde no por miedo a sus adversarios, sino porque le falla su propio cuerpo.

Al ver a Hanna con su postura de aceptación de todo, una postura casi religiosa, mística, al verla allí, en el vagón, comprendí hasta qué punto me resultaría imposible explicarle que yo estaba huyendo –y que una persona que quiere esconderse no puede, no está en condiciones de ayudar a otra a buscar a alguien.

Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre

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