Читать книгу Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre - Gonçalo M. Tavares - Страница 16
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EL HOTEL
I. EL HOTEL
Tal vez eran excesivamente oscuras y apretujadas las pequeñas calles secundarias que llevaban al hotel, lo cual hacía sospechar que aquella dirección desembocaría en un edificio absolutamente deteriorado.
Planeaba quedarme ahí con Hanna algunos días. Y, si todo salía bien, podría entregársela a la persona correcta –o al menos eso era lo que pensaba con una fijación excesiva–. Había que buscar en la ciudad, en ciertos establecimientos, y seguir pistas a partir de un pequeño objeto que estaba en posesión de Hanna cuando la encontré, solita, y que podría llevarnos a localizar a su padre.
Aunque el hotel se encontraba en una calle peatonal cuya primera parte estaba dominada de un lado y del otro por prostitutas, era bastante luminoso y ya estaba a una buena distancia de las pensiones y cuartos que servían para la prostitución.
En la puerta, la mujer gordísima que nos hizo pasar lanzó una portentosa mirada de asco hacia esa zona. Nos siguió con pesadez y después pasó frente a nosotros para darle la vuelta al mostrador de la recepción del hotel. La recepción era amplia y no merecía ningún reparo. Parecía cómoda. La mujer, esa sí, era de una obesidad casi obscena, los pechos se le desbordaban del vestido pasado de moda, con un fondo verdoso y unos lunares negros que, a primera vista, parecían agujeros de dos a tres centímetros de diámetro, por los que, pensé, podría espiarse el interior de aquella mujer como se espiaría a escondidas por cualquier cerradura; y en ese momento imaginé que me agachaba para ver a través de uno de aquellos lunares del vestido y que, al colocarme en determinada posición, lograba ver al fin lo que sucedía del otro lado y, justo cuando estaba a punto de reconocer las formas que veía y darles un nombre, una púa, una aguja, algún objeto parecido me pinchaba de pronto el ojo y yo, gritando, saltaba hacia atrás y le decía a la dueña del vestido que ya no quería espiarla por ahí, que me había quedado ciego.
–¿Es su hija? –preguntó.
–Sí, respondí.
Le pedí un cuarto –dos camas–. Así nos hospedábamos siempre.
La mujer le sonrió a Hanna. Hanna le sonrió a ella. Era muy fácil simpatizar con Hanna; a veces demasiado fácil.
La señora puso la llave sobre el mostrador. Una llave normal, unida a una tablita de madera con un nombre. Fijé los ojos en el nombre del cuarto.
–¿No tienen número, los cuartos? –pregunté.
–Sólo tienen nombre. Es un hotel pequeño, es fácil llegar a su cuarto. Está al final de este corredor largo. Lo va a encontrar luego luego.
Miré de nuevo la placa de madera. No había duda posible. Lo que estaba escrito en ella era AUSCHWITZ.
–¿Así se llama el cuarto?
–Sí –contestó ella.
–¿No tiene otro?
–Tenemos otro vacío. Y con dos camas. Pero si lo que le preocupa es el nombre, no hay mucha diferencia.
Y se apartó para dejarme ver el mapa de los cuartos, que estaba detrás de ella. Todos tenían nombres de campos de concentración: TREBLINKA, DACHAU, MAUTHAUSEN-GUSEN.
Marius pensó varias cosas al mismo tiempo. Tuvo el impulso de dar la media vuelta de inmediato y llevarse a Hanna de ahí, pero no lo hizo.
–¿Por qué lo hacen?
–Porque podemos –respondió con sequedad la señora–. Somos judíos.
II. EL CUARTO
La primera vez que hicimos el recorrido hasta el cuarto, casi le lastimé la mano derecha a Hanna por la fuerza con la que la estrujaba mi mano izquierda. En la otra llevaba la llave y mis dedos no cubrían por completo el nombre inscrito en la madera –cosa que me causaba aún más extrañeza y, habría que decirlo, un poco de miedo–. Miraba mi mano de reojo, y lo que veía, desde arriba, era esto:
AU………Z
El espacio del centro estaba ocupado por unos dedos que, muy ligeramente, pero en definitiva, temblaban.
Avanzamos. Todos los cuartos, un poco arriba de la mirilla, tenían una placa de metal con su nombre. El primero del lado derecho era Buchenwald; el segundo, Gross-Rosen; el tercero era el nuestro, AUSCHWITZ. Metí la llave en la cerradura, le di vuelta hacia un lado, luego hacia el otro: abrió. Con un brazo, empujé toda la puerta hacia adelante; Hanna entró rápido, como hacía siempre. Dentro del cuarto había dos camas –una más grande, que sería la de Hanna, y otra más pequeña pero al parecer cómoda, que sería para mí.
III. LAS SONRISAS EN LA CALLE
Cuando empezaba la mañana salimos del hotel –había mucho que hacer ese día– y sólo cuando ya estábamos lejos recordé que el hotel no tenía nombre, o que al menos su nombre no era visible en ningún lado –ni en la entrada ni en ningún documento que yo recordara–, lo cual no era importante, simplemente era un detalle al que debía prestar atención cuando volviéramos.
Ya al final de la mañana bajábamos por la calle principal, entretenidos con uno de los pasatiempos inconsecuentes que le encantaban a Hanna: contar cosas iguales –lámparas, banquitas de la calle– o personas con determinado tipo de vestimenta, personas con abrigos largos, una, dos… tres; personas con sombrero; una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete; mujeres con el pelo largo; mujeres con el pelo corto; hombres con barba, sin barba; perros; autos negros, autos grises.
Le propuse entonces que contáramos a las personas que pasaban sonriendo y empezamos a contar, y al principio parecían pocas –una allá al fondo, dos, tres–, pero lo interesante es que había, y esto me quedó claro a partir de cierto momento, una relación directa entre las sonrisas y nuestra proximidad física, espacial. Objetivamente, eran muchas más las personas que sonreían cuando estaban muy cerca de nosotros. Podría pensarse que se trataba de pura casualidad y que, sencillamente, las personas que estaban a una distancia mayor sólo eran más neutras o infelices, pero en realidad lo que pasaba era que Hanna de alguna manera hacía trampa, inducía, sin tener conciencia de ello, la aparición de expresiones simpáticas. Casi invariablemente las personas que se cruzaban con nosotros dejaban caer algo que unos segundos antes les fruncía el ceño y, sin defensas de ningún tipo, nos sonreían de forma cariñosa y abierta, unas veces a ella, otras a mí, otras a ambos.
De este modo, el conteo que Hanna y yo llevábamos a cabo alcanzó unas proporciones claramente irreales. En quince minutos, tal vez, no más –en otra ocasión repetimos este juego y tuve el cuidado de registrar con exactitud el tiempo que duró nuestro paseo, pero entonces no lo hice–, en no más de quince minutos, decía, contamos setenta y seis personas sonrientes. Aunque bajábamos por la calle principal de la ciudad a una hora ajetreada del día –antes de la comida–, ese número no se justificaba; no ha cía falta ser pesimista para darse cuenta de que era imposible que existiera tanta felicidad, digamos, por metro cuadrado. Y mi sensación era que Hanna constituía un elemento extraño que, como Moisés, parecía dividir las aguas a medida que avanzaba. Que la ciudad y sus elementos humanos –e incluso los no humanos (hasta las cosas fijas, los postes de luz)– se desviaban hacia un lado o hacia el otro cuando Hanna se acercaba, pero no como cuando pasa un hombre poderoso o una caravana de coches con insignias de importancia: la desviación que Hanna le imponía a la gente –una desviación concreta, física, un metro hacia la derecha o la izquierda– se llevaba a cabo con un placer profundo y evidente, un placer que se exteriorizaba, pues, casi infaliblemente, a través de una sonrisa en ese momento crucial, decisivo, en la historia de las ciudades, y al que rara vez se presta la debida atención, ese momento de intensidad extrema en que dos o más personas que caminan en direcciones opuestas se cruzan y se acercan no sólo al nivel de los hombros, sino también al de las miradas. Ese momento en que uno se cruza con los demás se convirtió para mí –en muchas otras ocasiones– en un momento de satisfacción, como si me murmurara a mí mismo: “¡Otro más, otro más!”, en una especie de juego de seducción en el que, por lo demás, no era yo ni el sujeto ni el objeto de la seducción. Gran parte de la extraordinaria sensación de reconocimiento que sentía se debía a la expectativa creada durante el pequeño trayecto –espacial y temporal– que iniciaba en el momento en que a lo lejos, a treinta metros, digamos, veíamos a una persona, y terminaba en el referido instante en el que, si quisiéramos y nos esforzáramos, podríamos ver el color de los ojos del otro y el otro podría ver el color de nuestros ojos por ser tanta la proximidad. Y sí: la gente, cuando cruzaba la mirada con Hanna, sonreía con simpatía.
IV. COMER
Ese día nos detuvimos más tarde a comer y, sentados uno frente al otro en un restaurante, mientras la observaba devorar una rebanada de pastel, recordé las muchas veces que le había preguntado el nombre de su padre y lo que ella, invariablemente, respondía: que si decía el nombre de su padre le arrancarían los ojos y la lengua. Y decía semejante cosa con serenidad y, al mismo tiempo, con una especie de terror inclasificable:
–¡Si digo el nombre de mi padre, me arrancan los ojos y la lengua!
Y hacía gestos, simulándolo.
En eso pensaba yo mientras veía en su boca la batalla entre la comida y el lenguaje, entre el deseo de comer y el deseo de hablar, entre una necesidad, la de la alimentación constante, y una posibilidad, la del lenguaje, que nos distingue por completo de cualquier otra cosa o animal. Y me resultaba evidente que, si algún día nos faltara la lengua, si desapareciera, si nos la arrancaran como temía Hanna, nacería en nosotros un ansia extrema, y extrañaríamos no la capacidad de hablar bien, de pronunciar correctamente, sino, mucho más, el sabor, el sabor de la comida, la satisfacción fisiológica que la boca le quita, le roba, incluso, a cada alimento.
Y cuando yo le preguntaba “¿Quién te dijo eso? Eso de los ojos… la lengua”, ella enmudecía y se marchaba a otro mundo, renunciando a mí, a explicarme. Yo a veces pensaba que quizá su propio padre le habría hecho esa amenaza, otras veces creía que podría haber sido otra persona –¿quién?, su madre, por ejemplo, si existía; Hanna nunca me había hablado de su madre, era un completo vacío en sus referencias; tampoco de un médico o de un amigo o alguna otra discapacitada con trisomía 21 que compartiera con ella los juegos a veces violentos de los niños–. En otras ocasiones yo llegaba a la conclusión de que Hanna, al cabo, me estaba diciendo algo sin un sentido concreto, que simplemente se lo estaba inventando.