Читать книгу Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950 - Gonzalo Cuadra - Страница 10

Оглавление

Remijio Acevedo Gajardo y Caupolicán

Chile apenas hoy le menciona y mañana, si no sucede que algún extranjero se encargue de darlo a conocer, quizá no sepan los que vengan quién fue el autor de la gran ópera Caupolicán149.

PRIMERA PARTE

En vida

El 28 de mayo de 1902, en El Diario Ilustrado de Santiago aparece la siguiente noticia bajo el sugestivo título de “Opera Nacional”: “Por fin, el domingo entrante el maestro don Remijio Acevedo nos dará a conocer en el Teatro Municipal parte de su ópera “Caupolicán”.

Así era anunciado este “primer trabajo serio” del músico “de reconocidos méritos”150. El artículo es interesante por ser una primera noticia referente al Caupolicán, sin embargo, lo que realmente llama aquí la atención son las palabras del mismo Acevedo. Dice que ha compuesto “estimulado por algunos benévolos caballeros, inteligentes en música y por varios miembros de la Municipalidad y de la prensa de la capital”. Es decir, da cuenta de las tres fracciones de las cuales se debía preocupar: responsabilizaba a los músicos como si fuesen aliados, a la Municipalidad misma sobre la cual utilizaba dependencias y algunos de sus materiales (teatro, vestuario, escenografías) y finalmente a la prensa, aquella que comentaría, difundiría y, a fin de cuentas, “fijaría” el hecho. En el artículo de prensa Acevedo proseguía dirigiéndose a un cuarto elemento, el cuarto poder que había sido columna vertebral de los espectáculos y objetivo de muchos músicos e intérpretes del siglo XIX: “Solicito y espero benevolencia del público para este modesto trabajo musical mío, que es el primero que emprendo de carácter teatral”; y alivia resultados finales mencionando la buena disposición de sus jóvenes intérpretes, “aficionados” les dice, inexpertos, aún cuando fuera solo en parte realidad. “A los periodistas y miembros de la I. Municipalidad […] a los profesores concertistas y demás ejecutantes, rindo aquí público tributo de gratitud”151.

La situación era inusual. Un compositor chileno, conocido por su trabajo como director coral y orquestal y como organista sacro, escribía una ópera (en rigor un trozo de ópera) e invirtiendo energía, dinero y tácticas diplomáticas, buscaba su estreno inmediato, no en un teatro alejado como había resultado con Hügel y su Velleda de abril de ese año, sino en la principal sala de espectáculos de Chile, el Teatro Municipal. Ya que Acevedo no contaba con solistas, orquesta o puesta en escena de la compañía lírica de ese teatro, su decisión, si bien onerosa, hay que verla como una táctica para obtener visibilidad frente a un público más específico, acostumbrado a espectáculos líricos y con ello también más exigente, ligado a las cúpulas de lo social, político y económico; en resumen, más ilustre. Nunca antes, ni después, un compositor lírico nacional hará esta suerte de petición previa de clemencia al universal jurado; podrán venir explicaciones luego del estreno o en respuesta a comentarios surgidos de la misma prensa, pero al adelantárseles Acevedo hace que Caupolicán I (que así lo nombraré para diferenciarlo del completo, de 1909) tenga su bautizo primero a nivel de los medios de difusión, con la venia del propio padre-compositor, comenzando una relación con la prensa que seguirá por los siguientes cuarenta años152.

Dos días más tarde, en El Ferrocarril del 30 de mayo, la estrategia comienza a clarificarse a través de una jugada arriesgada, pero lúcida. En la sección “Remitidos” de aquel día, nuevamente con el título “Opera Nacional” se publica la carta que el 28 de ese mes había mandado Acevedo al presidente de la república, Germán Riesco. Dice:

Excelentísimo señor: aunque no he respirado los ambientes artísticos de Europa, me he atrevido a acometer la empresa de componer una ópera, de índole absolutamente nacional, tanto por su argumento como por su letra y su factura musical, estrictamente de acuerdo con el espíritu del libreto. ‘Caupolicán’ —tal es el título de mi trabajo musical— constará de tres actos, de los cuales he terminado el primero, que daré a conocer al público el próximo Domingo 1º de junio, en el Teatro Municipal. La obra, que entrego al juicio de mis compatriotas, es el fruto de una larga experiencia musical, y de un instante de resolución en que me sentí con fuerzas para llevar a cabo tan osada empresa. Los chilenos que la oigan dirán si he sido afortunado y debo llevar adelante mi empresa, o si me será forzoso renunciar a ella. Tratándose de la primera ópera netamente nacional que se escribe en Chile, por cuanto el libreto ha sido redactado en nuestro hermoso idioma, y porque será interpretado por cantantes chilenos, debo (y cumplo este deber con satisfacción y alegría) ofrecerle al primer majistrado de la nación, a cuya sabiduría y talento están confiados los más altos, los más sagrados, los más caros intereses nacionales. Dignaos, pues, Excmo. señor, aceptar la dedicatoria que me permito ofreceros de mi primero y modestísimo trabajo musical escrito para el teatro. Colmareis, Excmo. señor, mi gratitud si juntamente con aceptar esta dedicatoria, os dignáis honrar con vuestra presencia la representación”… “Sol de Vuestra Excelencia Atte. y S. S. / R. Acevedo G.153.

Una carta, algo privado, ha sido transformada por Acevedo en una cosa pública, y a un nivel del más alto interés: una carta dirigida al presidente mismo en la que ha hecho de conocimiento masivo su situación laboral, expectativas e ideario. En cuanto a la redacción (cual dedicatoria musical del barroco en que los Monteverdi, los Caccini, los Radesca, se auto-minimizaban frente a patrones que en su nobleza reunían lo mejor de la cultura pero, por lo mismo y por sobre todo, el mejor fondo monetario) está llena de alusiones, frases muy bien pensadas y se posiciona claramente.

Las dos óperas chilenas anteriores estrenadas (La Fioraia di Lugano y Velleda) habían sido compuestas por dos músicos con estudios en Europa: de manera estatal en Ortiz de Zárate, particular en Hügel. En la frase de la carta de Acevedo hay un modo de aclarar que ha podido componer aún sin viajes de perfeccionamiento, pero que obviamente sería mejor si los hubiera tenido. Además, no considera nacionales aquellas óperas tanto por el idioma en el que se cantaron como por la trama, italiano y europea; también por los intérpretes, que habían sido extranjeros (parcialmente en Hügel). La nacionalidad estaría dada no por el compositor sino por el resultado sonoro-visual y por quienes la dan a conocer, dando el título de nacional no a la idea (la ópera es, recordemos, una invención italiana), sino a características del producto y la mano de obra; interesante postura en una nación que se industrializaba. “Hermoso idioma” dice del castellano, adelantándose a las corrientes nacionalistas, atreviéndose a dar un pequeño juicio crítico sobre los dos colegas mencionados, mucho más conocidos y apreciados, que aparentemente habían desdeñado el idioma del país donde habitaban. En fin, Acevedo sentía (y lo dejaba muy en claro) que daba un paso más que sus colegas. Según sus palabras, decide mostrar solo un acto apelando a la cautela, para obtener un juicio público, habiendo invertido un gasto no tan grande. Aunque mayor cautela hubiese sido buscar un teatro menor, tal como había hecho Hügel y probar allí su suerte, sin una exposición arriesgada, la presencia del Presidente y la exposición era justamente lo que Acevedo buscaba; y debía hacerlo con rapidez: el año anterior Ortiz de Zárate había terminado de componer Lautaro, algo que Acevedo seguramente sabría ya que el 16 de octubre de 1901 se había firmado un acuerdo para su estreno con la Municipalidad de Santiago y con la Compañía del maestro Arturo Padovani en la temporada siguiente. Ya habían transcurrido varios meses y en pocos días llegaría dicha Compañía con el nuevo título aprendido: es decir, se representaría una primera ópera chilena de temática nacionalista con el lucimiento musical y social de un grupo profesional, lo que opacaría el resultado del incipiente Caupolicán I. Vistas así las cosas, en dos meses, en poco tiempo Acevedo escribirá y estrenará su acto.

Conviene recordar aquí que esta asociación entre creación musical y esferas de poder político no era algo nuevo para Acevedo. En 1900 había editado un “Salve Regina a tres voces” y, a diferencia de habituales dedicatorias a damas de la sociedad chilena, esta partitura estaba dirigida “al distinguido diputado Macario Ossa” y en una tipografía lo suficientemente notoria como para resaltar más que el nombre del propio músico154. Esta partitura será llevada al pabellón de Chile en la Exposición Panamericana realizada en Buffalo (EE.UU.) en 1901, junto a partituras de Zanzani y De Petris, entre otros.

Señor don Remijio Acevedo –Presente. Muy señor mío: Por encargo del señor Presidente, contesto a usted su apreciable del 28 que rije, en la que tiene a bien dedicarle su primer trabajo musical titulado Caupolicán. Al acusar a usted recibo de ella, me es especialmente grato manifestarle los agradecimientos muy sinceros con que S. E. lo distingue, y los buenos deseos que abriga por el feliz éxito de su histórica composición. Al mismo tiempo hago presente a usted que S. E. pondrá de su parte todo empeño por asistir el domingo próximo al estreno de su obra155.

Quien firma esta carta, publicada en la prensa de Santiago, es A. García de la Huerta, secretario del presidente Riesco. La respuesta también ha sido pública. Lo interesante es que el ámbito privado —la correspondencia— se mantiene abierto, como un sobre sin cerrar, y los lectores de la prensa (como espectadores de un moderno “reality show”), pueden ir siguiendo el devenir de esta empresa a tiempo casi real, capítulo a capítulo, adquiriendo afectos y expectativas, opinión en suma, pesando la respuesta y decisión del presidente con la carga de un veredicto que podía ser aprobado o no por el lector, que es otra faceta de la opinión pública.

Con este inicio Acevedo no solo muestra su lucidez como relacionador público de su propia creación, sino también es consciente de lo que puede llegar a ser la ópera misma como género inserto en el quehacer socio-musical: exhibición de una destreza, de un oficio, capacidad de representación de elementos políticos y sociales, actividad que excede lo musical; obteniendo en ello un beneficio académico solo posible a través de una venia estatal: los compositores del barroco, tras cartas similares a la anterior, buscaban financiamiento para los costos de publicación de las partituras y licencias de imprenta; Acevedo busca una beca a Italia156.

Este mismo aspecto será decisivo, además, para comprender observaciones técnicas y formales en la composición: Caupolicán I, escrito con premura, no es una ópera perfecta ni lo pretende: es, metafóricamente, una solicitud de beca, un formulario en un acto y dos cuadros cuya finalidad es ser interesante, perfectible a la luz de un buen aprendizaje en el extranjero.

Un triunfo de la voluntad

Así como en Brasil estaba el ejemplo del trabajo mancomunado entre compositor y política cultural en la encumbrada figura de Carlos Gomes y su beca de estudio en Milán y posterior renombre mundial, en nuestro Chile teníamos el modelo de Ortiz de Zárate, con ópera y beca, si bien a escala más modesta y (como detonará más delante) con resultados completamente distintos. Pero era evidente que los tiempos cambiaban: luego de siglos de que compositores europeos recurrieran a las gestas de conquista entre hispanos y aborígenes, aristocracias nativas, temáticas selváticas, amores paganos y un sinfín de imaginería de tarjeta postal al alero de escenografías ensoñadas para escribir piezas de teatro musical con nombres como Purcell, Vivaldi, Rameau, Spontini, Offenbach o Verdi, ahora América misma y sus compositores, en Argentina, Uruguay, México, Cuba, República Dominicana, Perú y Chile, comienzan un segundo y propio desembarco y descubrimiento, de lleno en la temática nacionalista; todo acicateado por aquella chispa inicial de Il Guarany de Gomes.

La elección de La Araucana, primero por Ortiz de Zárate y luego por Remijio Acevedo, era evidente: nuestro Chile fundacional tenía una obra literaria basal, perfectamente situada para cubrir las necesidades nacionalistas, cuya trama hubiera placido a cualquier compositor del siglo XIX, con luchas de poder, escenas tanto individuales como corales, bélicas o románticas, descriptivas, coreográficas, y en general con un sentido de grandeza, heroísmo y tragedia que se podía adaptar magníficamente a un género que, en vez de hablar, busca que sus personajes canten, amplifiquen, sientan mancomunadamente y, al gusto del XIX, mueran segundos antes de caer el telón final.

En el capítulo dedicado a El Corvo hablaremos de la difícil relación entre realismo y ópera, dado el artificio mismo del que nace el género; pues bien, esta dificultad tiene un punto a favor en una ópera sobre la gesta de Ercilla: aunque podía producir incomodidad, por falta de verosimilitud, el oír hablar ampulosamente, en verso y en castellano a los mapuches en una obra teatral, dentro de la fantasía operística el hacerlos cantar líricamente salta tan por encima de lo verosímil que anula la crítica. José Toribio Medina deja un comentario muy preciso de esto en su análisis de La Araucana y su relación cultural a posteriori. Dice sobre el género operístico, mapuches y el estilo de Ercilla, que aquel:

…sin duda puede admitirlos y celebrarlos […] cosa que, a nuestro modo de ver, se hace intolerable en el drama [teatro en prosa], al menos en Chile. La imaginación admite sin esfuerzo el que se les oiga cantar, pero discurrir en forma culta, vestidos a su usanza, puede pasar sólo en la epopeya histórica con el mágico encanto de la poesía genial de Ercilla y con el conocimiento de que se manifiestan héroes al defender su patria157.

Así como Italia había fundado su ópera en los cimientos de su propia mitología y, avanzando por el siglo XVII, se había nutrido con su mejor narrativa épica debida a Ariosto y Tasso; así como Francia recurría a sus célebres dramaturgos; así Acevedo, como lo expresaba en su carta al presidente Riesco, sentía que la utilización de La Araucana era una raíz suculenta y profunda que le había permitido novedades y recursos de cierta originalidad, tanto como para insinuar que en ello iniciaba una nueva etapa no solo en la ópera compuesta por nacionales, sino en la ópera en general en Chile.

La ópera a comienzos del siglo XIX estuvo íntimamente ligada con movimientos o sentires nacionales. Piénsese en la Alemania de Weber o el joven Wagner, la Italia a las puertas de su unificación del joven Verdi, la Rusia de Glinka, o la figura de Smetana entre los checos o Moniuszko entre los polacos, por citar algunos ejemplos. Esta circunstancia política, en la que la música era vista como algo trascendente e inmediato, responsable de mensajes, dio pie a obras radicales en sus características como en lo que provocaron: uso de idioma local, tramas tomadas de la propia historia o folklore o de posible lectura nacional, descripción musical acorde a ello, participación de cantantes e instrumentistas locales, creación de gremios musicales, edificación de teatros nacionales que cobijaron y alentaron dichas creaciones, aprobación popular, debate intelectual y, en muchos casos, exportación de las obras e inclusión en el repertorio internacional158. La universalización de lo propio. Nuestro Chile de comienzos de siglo XIX, en su formación, no contaba con la industria lírica que propiciara una creación nacional operística de tales características, transformándonos mayoritariamente (ocurrió en casi toda la América del siglo XIX, inclusive los Estados Unidos) en consumidores. Siguientes escenarios de fervor nacional dieron pie a creaciones musicales de menor dimensión pero inmediata difusión (himnos, marchas, canciones o piezas para piano). Sin embargo, avanzando el siglo XX, el panorama musical nacional ya tuvo la experiencia necesaria para afrontar géneros más ambiciosos; se necesitaba una circunstancia política que los propiciara, como la Segunda Guerra Mundial. El Caupolicán de Acevedo será, tardíamente, nuestra gran obra nacionalista en lo que respecta a casi todas las características antes mencionadas: idioma (al menos en lo concerniente a sus dos estrenos), argumento, descripción musical (segunda y definitiva versión), intérpretes, el edificio mismo del estreno. Y con respecto a la industria, el fervor nacional y la prensa harán de sustituto y empuje.

Nacido en Santiago en 1863, Remijio Acevedo Gajardo entra al Conservatorio Nacional de Música en 1881, donde cursa las materias de teoría y canto con Ramón Galarce y piano con Tulio Hempel. Continúa sus estudios privadamente con Manuel Domínguez, compositor español avecindado en Chile y docente de los Padres Franceses, aprendiendo con él composición y órgano. Luego vendrá su desempeño musical al alero de espectáculos populares, como zarzuelas, y también religiosos, así mismo dedicándose a la enseñanza del canto159.

Por esas fechas contrae matrimonio con Rufina Amalia Raposo. Nace su hija Juana el 14 de diciembre de 1887. En el registro civil Remijio firma su ocupación como “comerciante”. Se domicilia en Olivos 23, Recoleta. El 17 de agosto de 1895 nace Laura Rosa Filomena y el 18 de diciembre de 1896 Remijio Segundo, el futuro compositor. En la primera acta Remijio padre ha firmado su ocupación como “artista” y en la segunda, “maestro de música”. Se va formando y reconociendo.

Como ejemplo de una importante actividad musical previa a Caupolicán I sin duda destaca la organización y dirección de Requiem de Verdi durante la Semana Santa de 1893, representado en el Teatro Municipal y con artistas nacionales, tanto cantantes como los 150 instrumentistas contratados para la ocasión. Fuera de la capital, he logrado hallar dos importantes participaciones en Valparaíso: el 27 de junio de 1900 se le menciona como maestro director del estreno para Chile del oratorio “La resurrección de Cristo” de Perosi en el Teatro de la Victoria y que reunió un coro de aficionados locales junto a solistas tanto aficionados como profesionales, más una orquesta de sesenta músicos; instancia que aprovechó para estrenar tres composiciones suyas: un “Preludio” para orquesta, una “Salve Rejina” y, especialmente, un “Te Deum” compuesto para orquesta, solistas y gran coro160, obras que fueron cálidamente recibidas; luego, en el Teatro Nacional, en julio de 1901, se le menciona como director musical y maestro concertador de una exitosa temporada de la “Torrijos y Fernández”, compañía de zarzuelas que no venía en gira sino que se había armado en el propio Valparaíso con artistas locales y de Buenos Aires y Lima, bajo la guía del Sr. Torrijos, avecindado en Chile161.

En algún punto de aquel 1901 debe haber iniciado la composición de Caupolicán I, tardando (según lo comentado en la crítica del estreno) dos meses en completar este acto primero, directamente en partitura orquestal, sin esbozos previos al piano. Al menos el 1 de febrero de 1902 será director coral de una compañía lírica de cantantes e instrumentistas nacionales cuyo director general era nuestro ya mencionado y conocido Manuel J. Zaldívar y que buscaba representar en el teatro Municipal “las más escogidas escenas de algunas óperas del gran teatro lírico, como ser de “Mefistofeles”, “Cavalleria Rusticana”, “Pagliacci”, “La Forza del Destino”, Velleda […] y Caupolican ópera escrita por el maestro chileno Remijio Acevedo”162. El Teatro rechazará la petición el 3 de abril, y si Hügel tomará otros rumbos con su Velleda, Acevedo insistirá exitosamente al alcalde el 12 de mayo para ofrecer el primer acto completo de su ópera aprovechando quizá no pocas fuerzas vocales e instrumentales de la compañía de Zaldívar, descritos por el compositor como: “Cantantes nacionales de reconocidos méritos”163. Este es el momento de las primeras páginas este capítulo dedicado a don Remijio, donde mencionamos la publicación de su carta, cuando aquellos mismos solistas —lúcida jugada pública— fueron calificados por el propio compositor como aficionados.

Como decíamos, Acevedo buscará emular los pasos de Eliodoro Ortiz de Zárate, utilizará un libretto de Pedro Antonio Pérez, periodista y crítico musical que bajo el seudónimo de Kefas no había disimulado su entusiasmo por la primera ópera de Ortiz y por la idea de una ópera nacional en general. Además, era conocido del compositor puesto que se desempeñaba como profesor de Historia de la Música en el Conservatorio Nacional. Este libretto sería creado a partir de diversos pasajes de La Araucana de Alonso de Ercilla164. Acevedo se hará cargo de los gastos de la producción, preparando a los cantantes y orquesta, ofreciendo la dedicatoria de la obra al presidente de la república de entonces, Germán Riesco. A diferencia de Hügel y Ortiz de Zárate, Acevedo no es el autor de su libretto, pero de manera sorprendente y pionera, está escrito y se cantará en castellano.

El 1 de junio mismo, en la mañana, se publica el nombre de aquellos ilustres integrantes de la sociedad santiaguina que han tomado palcos para la ocasión165. La compañía italiana de Padovani, que tenía a su cargo la temporada oficial, llegaría a Valparaíso recién el 7 de junio, para comenzar con la temporada santiaguina el 14 del mismo mes, sin embargo Acevedo cuenta con cantantes que le eran conocidos, solventes, profesionales, y que al parecer tenían entusiasmo por las óperas nacionales: la soprano extranjera Carola Carolli de Basañez para el rol de Fresia, (alumna de Matilde Marchesi: una de las más célebres pedagogas de fines del XIX), y el bajo chileno Manuel J. Zaldívar como Colo-Colo166, ambos participantes del estreno de la Velleda de Hügel unas semanas antes en Valparaíso; además hay que citar que Acevedo conocía a Zaldívar hacía al menos dos años puesto que en el mencionado estreno de “La resurrección de Cristo” de Perosi la prensa destacaba la labor de varios solistas, entre ellos, Zaldívar. En el rol protagónico de Caupolicán se contaba con el tenor Félix Rocuant Hidalgo, único amateur, en ese tiempo periodista y redactor noticioso de La Nación, poeta, que aunque se menciona que participaba en algunos espectáculos de zarzuela, no tuvo en el canto su actividad profesional167. Según el diario La Tarde del 19 de mayo, Caupolicán I contaba con elementos decorativos del propio Teatro Municipal y con la participación del coro que tomaría parte de la temporada de ese año, ya que se le menciona como “Coro de la Compañía Lírica Italiana”.

Acevedo también publicará el libretto de su ópera en la que se aclara que se trata de la obra de un “maestro chileno”, dicho esto con evidente orgullo. Lamentablemente no existe hasta el momento ejemplar alguno de este que haya sobrevivido pero sabemos de su existencia por una cita de José Toribio Medina en su compilación sobre obras inspiradas en la La Araucana de 1918168.

Como el espectáculo parecía breve, en la primera parte (tal como ocurrió con el estreno de Velleda) se ofrecieron obras musicales de muy diversa índole: la obertura de Tannhäuser de Wagner, un solo de citara de Löhr, un vals de Francisco Tárrega y una jota de Ballester (ambas para solo de guitarra), la “Pieza concertante Nº 89” para piano y orquesta de Hümmel (en la que intervino como solista Águeda Amalia, la hija de Acevedo) finalizando con una marcha orquestal de Gillet (quizá Ernest Gillet), una mezcla de los quehaceres e intereses musicales no solo de Acevedo, sino de los compositores e intérpretes nacionales de fin de siglo XIX, navegando entre aspiraciones musicales “serias” (la obertura de Tannhäuser podría incluso verse como un gesto vanguardista) y soirées saloneras con piezas de pintorescas de ocasión.

El presidente Riesco no solo asistió al estreno, sino que aceptó la dedicatoria de Acevedo.

El periodista I: De la crítica

Cuando se escribe una crítica o descripción musical, hay doble conciencia: por una parte (de)muestra la pericia de quien la emite y por tanto es un resumidero de su cultura e intereses, pero también es una radiografía (no tan obvia, sino que hay que verla a trasluz) de lo que él cree que puede interesar o, mejor aún, es necesario que sepa o no sepa el hipotético lector, qué debe ser defendido, preservado o cambiado. Este pensamiento puede compartir credos o posturas del medio en el que escribe, por lo que también puede ser vía de exteriorización y divulgación. En resumen, no son ni inocentes ni involuntarias.

Las críticas escritas al Caupolicán I comenzaron a aparecer el dos de junio. En total hemos pesquisado seis, algunas muy escuetas, y otras bastante extensas y detalladas, algunas meras descripciones del evento, otras con extensos análisis musicales, estilísticos y sociales, haciendo un interesante barrido de posibilidades de lo que era el periodismo descriptivo y/o la crítica musical al cambio de siglo. Como es obvio, la opinión de Pedro Antonio Pérez-“Kefas”, que quizá hubiera tenido palabras de aliento ante la nueva ópera nacional, está ausente pues recordemos que era parte interesada al ser el autor del libretto.

El Diario Ilustrado, donde habían publicado la carta personal de Acevedo, hace mención de la buena concurrencia al teatro. En materia musical resalta el preludio, que agradó al punto de suscitar “aplausos entusiastas y sinceros”, como una de las “bellezas musicales” que tenía la obra. La interpretación es calificada como “satisfactoria”, destacando la labor de Rocuant: “Voz agradable y sonora, emisión perfecta y cualidades de cantante bastante envidiables”. Finalmente da la sentencia de un estreno “halagador para el maestro Acevedo y para los buenos amigos que lo ayudaron en su empresa”169.

Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950

Подняться наверх