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Prólogo personal en ocho puntos

1.

La memoria es aquello que permitimos ser. Tenía alrededor de trece años y una familia mitad italiana, mitad chilena, mitad libanesa (sí, tres amplias mitades para hacer un entero, no lo sabría explicar de otra manera) en la que todos, cual más cual menos, cantaban. Las reuniones en casa de una de mis hermanas incluían una mesa con suficiente comida, un piano vertical, una guitarra y muchas partituras editadas en Chile con canciones que alguna vez estuvieron de moda en el siglo XX. Y más valía dejar guardados el pudor o la vergüenza, incluso el veredicto acerca de la propia laringe si es que se deseaba compartir y, luego o entre medio, tomar onces o cenar. El cantar no era un recital en que se imitaba en privado la dualidad solista-público, ni el lucimiento de alguien más talentoso; era una prolongación lógica de un habla cotidiana llena de inflexiones, era comunicarse, era afecto, preparar una broma, pedir disculpas, recordar a los ausentes, integrar a los presentes, habitar la casa y, más de una vez, darse a conocer al vecindario. Quizá por ello es que, cuando el siguiente paso lógico en esta edificación de mi marco teórico personal incluyó a la ópera, nunca tuve que cuestionarme sobre la verosimilitud, ni justificar sus polémicas de ¿cómo creer que la gente dialoga cantando? ¿Acaso es correcto vocinglear pensamientos que debieran habitar en el ámbito privado y aún así creer que nadie los oye? ¿No es la ópera una exageración en sí, una amplificación de quienes no conocen la sutileza? ¿No es más que un pasatiempo de gente ansiosa de validación cultural y ganas de visibilidad social? ¿Vale la pena gastar tiempo en este género que es, simultáneamente, más y menos que música? ¿No es más provechoso, y elevado, dejarse llevar por el repertorio sinfónico o camerístico, reservorios de vera y proba sabiduría? ¿Creeremos que es emoción sincera la que se ve y oye a través de las pasiones ficticias de un personaje que, por lo demás, son mediatizadas por un artificio, como es el canto docto? ¿Alguien ve esto como una práctica digna de enjuiciarse bajo preceptos estéticos y técnicos? ¿En qué sección del diario usted la pondría, en Cultura o en Vida Social? ¿En verdad me dice usted que es un distintivo social? Pero si es algo absolutamente común, de sobremesa. ¿Quién pasa todos los fines de semana cantando en familia boleros, tangos, pasodobles, foxtrots y el segundo acto de Tosca, un dúo de Les enfants et les sortilèges o el final de Salomé? Familia. No un país ni una ciudad, sino la familia como patria sonora: un concertado de Donizetti o Bizet tan propio y espontáneo, como ajeno, transculturizado y colonizador podía parecerme componer un cuarteto de cuerdas o la aplicación del serialismo. No es menor, puesto que estas últimas reflexiones —homogeneizando la identidad de lo que debe sentirse y ser valioso para la nación— será una de las críticas más importantes sobre la idea de compositores chilenos escribiendo una ópera.

Desde este punto, desde este marco teórico empírico abro la puerta a la investigación, así como desde el marco teórico personal de don Domingo Santa Cruz se entenderá su opinión sobre la ópera y sus posteriores reformas.

2.

Como si a un médico le preguntaran si el haber escudriñado y aprendido sobre el cuerpo le restaba emoción al enamorarse o al olfatear y saborear una fruta a punto, así el aprender música y posteriormente dedicarme profesionalmente a cantar, e incluso a la puesta en escena de algunos títulos, no hizo sino aumentar mi disfrute, y también mi curiosidad. Se llenaban facetas y se completaban. De la invaluable mano del maestro Miguel Patrón Marchand y de nuestros muchos años compartidos tuve el privilegio de conocer el género lírico como un artesanado cotidiano, sublime y práctico, adictivo y tranquilizante, gratificante e ingrato. No hubiera podido escribir este libro si no hubiera no poco de él aquí.

3.

Fue por entonces cuando llegó a mis manos el libro La ópera en Chile de Cánepa Guzmán, publicado en 1976 y durante décadas el único libro escrito en nuestro país sobre el tema. El autor, proveniente del mundo de la literatura y dramaturgia, recorría con detalle el fenómeno de la ópera en nuestras tierras, desde la llegada de la primera compañía a comienzos del siglo XIX hasta mediados de siglo XX; cantantes, títulos, viajes, críticas, teatros, público, costumbres, sociedad y opiniones. Entre tantos títulos italianos y franceses, entre las enumeraciones de compañías itinerantes, fue la primera vez que supe que la composición de óperas también había sido una actividad practicada esporádica, testaruda y desgraciadamente por chilenos. Aunque Cánepa le dedicaba varias páginas de su libro a un par de ellos (Ortiz de Zárate, Acevedo Gajardo), parecía que las óperas compuestas por chilenos no era un tema que hubiera interesado a la musicografía nacional especializada. Vicente Salas Viù en La Creación Musical en Chile 1900-1951 (Ed. de la Universidad de Chile, 1952), Roberto Escobar en Músicos sin pasado (Ed. Pomaire, 1971), Samuel Claro y Jorge Urrutia Blondel, en su Historia de la Música en Chile (Ed. Orbe, 1973), dan algunos datos: títulos, fechas (algunas con erratas, como en Escobar), cierta contextualización, algún párrafo biográfico escueto; una base informativa sobre la cual se podría iniciar una investigación, pero que quedaba corta como temática propiamente tal, específicamente en lo que refiere al análisis musical. La ópera creada por chilenos no era un tema en positivo, sino en negativo: en vez de analizar los títulos que sí teníamos, Viù y Escobar reflexionaban y planteaban preguntas de por qué no era un género visitado con más asiduidad (y éxito) por los compositores nacionales. Aquellos especialistas no la profundizaron y recayó en un escritor externo a la música, Cánepa (que describe y relata más que analiza) el recopilar y dar la mayor información de la que se tenía noticia hasta el momento.

Esto ocurrirá también con publicaciones oficiales iniciadas a partir del Teatro Municipal mismo, escenario que, paradojalmente, ha sido maternidad y morgue de la mayoría de las óperas chilenas estrenadas y representadas hasta hoy. Tampoco la Revista Musical Chilena, que a lo largo de sus décadas ha sido un erial en lo relacionado con la ópera creada por connacionales.

Me daré cuenta durante mi investigación de que, como una metáfora de la opinión pasajera por sobre el análisis metódico, de lo mudable por lo estable, de lo accesorio por sobre lo medular, la real fuente de información no se hallará en la “academia” ni en su biblioteca, sino en los periódicos y revistas de época, artículos, críticas, reportajes, insertos, en las secciones de actualidad, espectáculos y sociales; el juicio sobre el género mismo es emitido apartándolo de la “gran historia”. De hecho, el trabajo más exhaustivo que conozco luego de La ópera en Chile sobre aquellas compuestas por connacionales es Ópera Chilena: las razones de su intrascendencia (2004) sugestivo título para un reportaje con el que Jessica Ramos optó al título de periodista. Hago memoria y pienso que en esta cohabitación, el periodismo y la ópera nacional tendrán diversa interrelación: de mutuo aprovechamiento (véase Caupolicán), de juez público y acusado (véase Lautaro, Mauricio) o biógrafo y fuente (caso Raoul Hügel, cuya actividad pública de compositor solo se puede construir cabalmente a partir de la prensa y anotaciones en bitácoras personales). Por ejemplo, Vicente Salas Viù, en su emblemática Creación Musical en Chile 1900-1951 analiza con detenimiento muchas obras instrumentales; solo reserva contundentes párrafos para referirse a los procedimientos técnicos y estética de Sayeda de Bisquertt o El retablo del rey pobre de Juan Orrego Salas (obra de 1952), únicas óperas analizadas holgadamente en lo musical en su libro y en libro alguno de los citados, lo que confirma el criterio de finísima selección.

Otro trabajo musicográfico pertinente al respecto es el de Eugenio Pereira Salas, con su Historia de la Música en Chile, 1850-1900 (Ed. del Pacífico, 1957). Pereira dedica un capítulo completo, el décimo cuarto, a “La ópera nacional”. Sin embargo, por las características cronológicas de su trabajo, acaba justo cuando cambia siglo, por lo que profundiza solo con La Florista de Lugano y el fenómeno Ried, además de aportar con datos biográficos de Ortiz de Zárate y Acevedo Gajardo.

Por otra parte, en los libros anteriores, la ópera internacional e importada —es decir, sin creadores nacionales— será hondamente analizada al momento de referirse a la vida musical del siglo XIX (teatros, intérpretes, conservatorios, sociedad y consumo), esto es, como una práctica no creadora, no generadora, sino consumida, monopolizadora y egoísta. Esta visión (independientemente de su parcialidad o imparcialidad) será base para describir y justificar reacciones del siglo XX de rechazo al género, como práctica nacional, y la cimentación de la nueva institucionalidad musical a partir de la música instrumental, sinfónica y de cámara.

Si alguien quería saber más sobre las óperas nacionales debía investigar y pesquisar fuentes primarias. Esto se me ocurre en 2010 y esbozo unos párrafos sobre la recepción de La Salinara. Así empiezo. Pienso que la ópera chilena tiene en su almanaque muchos puntos vacíos, por lo que quizá en algunos momentos privilegiaré la cacería de fechas y datos, y no podré disimular mi emoción al hallarlos, sabiendo que por primera vez son aclarados y anotados muchos de ellos. Que este trabajo sirva para que en el futuro haya profundizaciones ligadas a enfoques políticos, sociológicos, psicológicos y económicos, que den justa medida a la trascendencia de la ópera nacional como una causa y consecuencia.

4.

¿Qué entenderé por “ópera chilena”? Aquella compuesta por músicos nacidos y formados (ya fuere de manera institucional, particular o autodidacta) en Chile, como también aquella compuesta por extranjeros que, llegados a temprana edad, tuvieron igual aprendizaje musical, permaneciendo en nuestro país durante el desempeño de su profesión musical.

El Chile del siglo XIX es una nación en formación que necesita a todo aquel que a estos pagos llegue, por lo que comprendo el criterio de considerar connacionales a aquellos extranjeros que, ya adultos, con formación previa y avecindados definitivamente en estas tierras, realizaron aportes en sus áreas. La Telésfora, del alemán Aquinas Ried, de acuerdo con lo anterior, se cita siempre como la primera ópera chilena, y Zanzani o Brescia son llevados como parte del pabellón chileno a la Exposición Panamericana montada en Estados Unidos en 1901. Sin embargo, quiero insistir en mi primer párrafo: un compositor italiano, un alemán o un francés, tradicional o de vanguardia, no juzgaban el género lírico en su trascendencia, tampoco era cuestionada su base en sus principales conservatorios: siglos de convivencia habían dado como resultado el que se lo supiera vital para la cultura o el esparcimiento, con una variedad de ejemplos muy profundos o muy frívolos en dinámica convivencia; había formado una industria que lo sustentaba y propiciaba. La discusión sobre la apropiación de un estilo europeo por parte de un chileno, la decisión de practicar un género extravertido y oneroso dentro de una sociedad vigilante, el enfrentar cuestionamientos del género mismo en su base, el aprendizaje de un estilo de manera informal a partir de partituras o de presenciar las óperas traídas por una compañía determinada, la ausencia de una industria específica —entre otros temas que trataré más adelante— apartan a los compositores tratados en este libro de aquellos connotados inmigrantes, como si diferenciáramos entre una actividad y una gesta.

5.

¿Por qué el período 1898-1950? La fecha inicial es más evidente: no se conservan partituras de óperas chilenas anteriores, llámense La Florista de Lugano, las primeras de Raoul Hügel o la supuesta de Orrego. Desde allí busco cubrir cerca de cincuenta años, coincidente con la visión académica de que es en ese período que se asienta, cimenta y florece la música docta en Chile, al igual que las instituciones e instancias modernas para su desarrollo. No negaré un abierto paralelismo con los cincuentenarios clásicos de la literatura musical chilena (Salas Viù y Pereira Salas). También considero un asunto de supuestos: hasta mediados de siglo XX (al menos en Chile) cuando hablábamos de ópera o se decía que un compositor chileno estaba escribiendo o pensaba estrenar una, había cierta concordancia en qué entenderíamos por ella, musical y socioeconómicamente: un texto teatral con finalidad y desplazamiento escénico, musicalizado y cantado en su mayor parte, que se hace oír a través de la voz de intérpretes con formación docta y con una orquesta de iguales características, con personajes distinguibles y nombrables, que utiliza una escenografía y vestuarios propicios y, lo que es muy importante, una locación específica en la que el público interviene frontalmente mediante su audición y visión, público que suele conocer las convenciones del género. Es decir, lo que desde hacía trescientos años era una ópera. A partir de la mitad del siglo XX vendrán experimentos y búsquedas, con criterios tanto de vanguardia estilística como de ahorro de gastos o viabilidad de estreno; se asociarán estilos musicales y teatrales populares y contemporáneos, se considerarán nuevas duraciones como en el caso de las micro óperas, se buscarán novedosas locaciones para la representación pública y distintos espectadores, dando inicio a una nueva discusión, ahora centrada en qué es una ópera: por ejemplo, de 1951 es El retablo del rey pobre de Orrego Salas, a medio camino entre ópera tradicional, oratorio y auto sacramental; de 1954 la micro ópera dodecafónica en tres actos para dos tenores, bombo y platillo llamada El diario morir, texto y música de Roberto Falabella; la designación tradicional de “ópera” o “drama lírico” de Hügel y Ortiz de Zárate a inicios del novecientos ha dado paso a una “epopeya lírica” de Acevedo Raposo en 1950 y las exploraciones inconclusas de Cotapos.

6.

Este no es un estudio biográfico. Sin embargo, el pesquisar óperas nacionales conllevará ineludiblemente el adentrarse, incluso extensamente, en la biografía de sus autores (pienso en Remijio Acevedo Gajardo, en Eliodoro Ortiz de Zárate, Raoul Hügel o Carlos Melo Cruz, averiguando quizá más de lo que alguna vez se había anotado sobre ellos). Primero por lo extraordinario de su cometido, segundo, por que la reacción pública a partir de la composición y/o estreno de la ópera generalmente invade lo privado; tercero, por esos perturbadores paralelismos que se producen cuando se escribe sobre compositores que han sido difuminados, tergiversados o lisa y llanamente perdidos de la musicografía chilena y, de manera paralela, al buscar sus tumbas en el Cementerio General, muchas de estas perdieron fecha y nombre, incluso algunas permanecen sin ubicación conocida.

7.

Dentro de las óperas chilenas que se saben fueron compuestas, ¿por qué centrarse solo en aquellas en las que hasta el momento ha sido posible hallar la partitura)? Porque nos permitirán la cita o selección musical que complemente o enfrente la opinión de época. De las restantes —hijas de un género complejo y artificioso como la ópera— solo existe la mediación a través de la palabra escrita, una opinión sobre la batalla vencida, una jerarquización sobre lo anotado y omitido. Además, que la finalidad misma de este libro es la siguiente: Soy un músico práctico, hago sonar partituras. Primero las leo, en silencio, luego las represento, finalmente quedan sonando en medio de las historias personales de quienes las oyen. Si yo empezara a escribir sobre las óperas chilenas y luego usted lo leyera, estaríamos hablando de un género sonoro sin que suene siquiera la mediación literaria de la que me he valido (salvo que usted tenga la costumbre de leer en voz alta), lo que no desconozco como opción válida, ya que una obra de arte puede existir y análizarse en diversas formas. Pero, ¿cómo le hago creer mi opinión de que la ópera compuesta por chilenos, primero que nada exhibe cierta calidad compositiva y segundo, es un género válido en sí, yendo más allá de la escritura y el análisis? Una antología en versión canto-piano (original en algunos, adaptación de la partitura orquestal en otros) posibilita la difusión y abre la opinión a otros ámbitos.

Buscando la simpleza e inmediatez he seleccionado solo arias, piezas a un canto solista. Por sobre las filiaciones estéticas de nuestros compositores, incluso a pesar de su mayor o menos pericia, fueron compuestas considerando un criterio vocal que estaba al día con las corrientes vocales europeas: es cosa de que el cantante, así como sabe hacerle visitas de cortesía al repertorio europeo que le era contemporáneo a un Acevedo o un Hügel, ahora busque el guante y sombrero que le calce y haga los honores de visitar nuestra lírica del novecientos. Si alguien extraña piezas a dúo, desea cantar un terceto o probar la arquitectura sonora de los concertantes, es cosa de que se acerque a las partituras originales y busque; siempre han estado allí.

8.

En el último tiempo la ópera chilena histórica ha generado mayor interés. Como caso específico citaría dos conciertos con selección de Lautaro, María, Velleda, Ghismonda, El Corvo, Sayeda y Ardid de amor que dirigí en 2015 y 2017 respectivamente, bajo el alero de la temporada oficial de conciertos del Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado, que tuvieron entusiasta recepción de público y prensa. Luego mencionaría la microfilmación y digitalización por parte de la Biblioteca Nacional de varias partituras operísticas como cuidado y preservación, justamente luego de diversas conversaciones a lo largo de esta investigación y como despierte de consciencia de su valor. También hay un creciente interés por la lírica histórica nacional de parte de algunos compositores/musicólogos como Miguel Farías (compositor de Talca París y liendres y El Cristo del Elqui) que ha dado como resultado artículos en revistas musicales especializadas. Además se destaca la aventura de la composición y estreno en los últimos años de nuevos títulos músico-escénicos en cantidad como quizá nunca antes (Eduardo Cáceres, Guillermo Eisner, Gustavo Barrientos, Sebastián Errázuriz, Rafael Díaz, Andrés Alcalde, Sebastián de Larraechea y del mismo Miguel Farías, por mencionar a ocho). Finalmente, una obra teatral como “Opera” (2016), de la compañía Antimétodo, investigó y recreó conceptualmente lo que fue el suceso de Lautaro de Ortiz de Zárate.

Algo se está moviendo, nuevamente, luego de ciento tristes años.

Que el cantante intente, que el profesor de canto incluya, que la institución musical se perfile, que los programas de conciertos se reflexionen, que el musicógrafo complemente, que los escritos sobre la historia musical nacional se enfrenten, que el musicólogo corrija, que el periodista sepa, que un auditor enjuicie, que la escena cultural se diversifique; que, vueltas a la vida aunque parcial y momentáneamente, nuestra genealogía lírica suene y se explique.


Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950

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