Читать книгу La voluntad de morir - Gracia María Imberton Deneke - Страница 10
Cambios sociales y suicidio, ¿una relación causal?
ОглавлениеEmile Durkheim estableció la correspondencia entre cambios sociales y la muerte autoinfligida en su influyente obra El suicidio de 1897. Previamente otros autores habían señalado esta conexión, aunque fue Durkheim quien sistematizó los hallazgos anteriores y los propios en un planteamiento más ambicioso y consistente, que buscaba establecer la validez del método sociológico para el análisis de este fenómeno.[1]
Durante el siglo xix, las explicaciones causales sobre la muerte autoinfligida apuntaron en diferentes direcciones: algunos analistas la atribuyeron a enfermedades mentales, otros a aspectos raciales o climatológicos. Durkheim y varios estudiosos más circunscribieron el análisis a las causas sociales. La asociación entre suicidio y “civilización” se plasmó en muchas investigaciones estadísticas con un acercamiento moral (social), cuyas interrogantes surgían de las constantes que se encontraban en las tasas nacionales de este tipo de muerte. Según estos autores, los datos mostraban tendencias regulares dentro de cada país, con escasa variación en el tiempo. Esto validaba la idea de que las causas de suicidio debían radicar en otros motivos más allá de los individuales (Giddens, 1983).
Entre aquellos que, como Durkheim, se enfocaron en el análisis social, la mayoría coincidió en señalar que las tasas eran más altas en las localidades urbanas que en las rurales, como resultado de los cambios sociales introducidos por la urbanización y el desarrollo moderno.[2] Falret (1822), por ejemplo, aseguraba que “la civilización juega un gran rol en la producción de suicidio”; Morselli (1879) describió el suicidio como “la enfermedad fatal de los pueblos civilizados” (citados en Kushner, 1993).[3] De la mano de esta caracterización negativa de la sociedad urbana se estableció su contraparte, la que sostenía que la sociedad rural tradicional resguardaba del suicidio, y a la mujer como la representante de los valores y costumbres que prevenían la desintegración social.[4]
Durkheim compartió esa visión en torno al papel de la urbanización: “por todas partes el suicidio castiga con más fuerza a las ciudades que al campo. La civilización se concentra en las grandes ciudades; el suicidio hace lo mismo” (Durkheim, 2007: 260). Según Kushner (1993), fueron muchos los factores y efectos que los autores citados y otros atribuyeron a la vida en la ciudad. Entre los efectos morales se destacó, por ejemplo, la corrupción producto del desenfreno, el tiempo de ocio propicio para el surgimiento de vicios (tabaco y opio) y la falta de restricciones morales y sociales. Respecto de la salud de los habitantes urbanos se dijo que en la vida urbana la mente está expuesta a altos niveles de estrés, hay menor tolerancia al sufrimiento y surgen enfermedades tales como la melancolía. En términos sociales, los efectos fueron considerados graves pues se pensó que en la ciudad, a consecuencia de la ruptura del orden tradicional, se relajan los controles autoritarios comunitarios, surgen nuevas aspiraciones sociales por la educación que no siempre se ven satisfechas, la lucha por la sobrevivencia es descarnada, y el pensamiento religioso pierde importancia, entre lo más importante (Kushner, 1993).
Durkheim desarrolló en profundidad su concepción sobre la sociedad moderna en la obra de 1893, La división del trabajo social, y vinculó las conclusiones con los resultados de su investigación sobre suicidio. De la tipología que propuso, dos clases de suicidio correspondían más claramente a la sociedad tradicional con solidaridad mecánica, y dos a la sociedad moderna determinada por la solidaridad orgánica.[5] El suicidio se convirtió entonces en un índice para medir el grado de integración o desintegración social, es decir, la patología social. En cuanto a los tipos propios de las sociedades tradicionales “inferiores o primitivas”, Durkheim describió al altruista como una obligación (o sacrificio) que la sociedad impone al individuo más que como un derecho o decisión autónoma de éste. Mientras que del fatalista, cuya descripción limita a una nota a pie de página debido a su escasa relevancia y frecuencia, dijo que resulta de un exceso de reglamentación, de una disciplina opresiva que anula al individuo.
En la sociedad moderna quedaron ubicados los tipos contrapuestos, a los que Durkheim dedicó prácticamente toda su obra sobre el tema. Destacó tanto al suicidio egoísta (opuesto del altruista), porque resulta de una individuación excesiva y un alto grado de diferenciación social, como al suicidio anómico (contrario al fatalista), que se presenta en particular en la sociedad moderna pero también en otras, y es consecuencia de cambios sociales bruscos y profundos que alteran las formas organizativas anteriores sin sustituirlas por nuevas, creando así desregulación social. Durkheim concluyó, por lo tanto, que el suicidio en las sociedades segmentarias o inferiores era relativamente escaso y no respondía a la falta de regulación, sino al exceso de ésta. “Por el contrario, el verdadero suicidio, el suicidio triste, encuéntrase en estado endémico en los pueblos civilizados” (Durkheim, 2007: 259), decía refiriéndose a los suicidios egoísta y anómico.
Estos planteamientos de Durkheim sentaron las bases para los estudios sociales sobre el suicidio, y sorprendentemente se retoman con frecuencia en las investigaciones actuales de manera acrítica. Anticipo que, de acuerdo con los resultados de mi investigación, la afirmación que sustenta que el suicidio es propio de la sociedad urbana no se sostiene en lo mínimo, como señalaré cuando revisemos las tasas locales de muerte autoinfligida.[6] En cambio, la correlación durkheimiana entre cambios sociales y suicidio me parece más fructífera, aunque debe examinarse en toda su complejidad, y es ésta la que ha dado pie a este capítulo.
En discusión con Durkheim, Arias y Blanco (2010) aportan elementos valiosos acerca del peso de los cambios sociales en la causalidad suicida en su artículo “Una aproximación al entendimiento del suicidio en comunidades rurales y remotas de América Latina”; uno de los escasos trabajos que trata el tema para la región. En éste, los autores señalan que en la actualidad existe una “representación idílica de lo rural” muy extendida en el medio académico y entre la población latinoamericana en general, que ha contribuido a invisibilizar el suicidio en estas zonas. A pesar de que se reconoce la pobreza y marginación del campo —agregan estos autores—, se sostiene que predominan la armonía, la felicidad, el interés colectivo por encima del individual, y que imperan las relaciones de solidaridad mecánica descrita por Durkheim, o del tipo Gemeinschaft o comunidad, planteada por Tönnies.[7]
En México, la antropología contribuyó durante décadas a reproducir la idealización de lo rural. Según Viqueira (1995) y Lisbona (2005), la sociedad rural mexicana, principalmente la indígena, fue descrita en términos de la comunidad tönnesiana: armónica, igualitaria, económicamente homogénea, en consenso respecto de la religión y la tradición, y con una forma de organización social basada en el parentesco (Viqueira, 1995: 23; Lisbona, 2005: 29-30). En esta visión, como en la de la sociedad tradicional de Durkheim, los conflictos internos en general no tienen cabida y el cambio social —cuando se reconoce— se ve sobre todo como un elemento desintegrador negativo.
Tomando distancia de estos planteamientos idílicos, Arias y Blanco proponen varias hipótesis de trabajo para investigar la relación entre el suicidio y las transformaciones estructurales en América Latina. Ellos afirman que los procesos de cambio socioeconómico en la región de estudio —el proyecto desarrollista de modernización primero y el proyecto globalizador neoliberal después— han impactado en las tasas de suicidio, pues han contribuido a que crezca una mayor vulnerabilidad entre determinados grupos de la sociedad. El proyecto desarrollista, acompañado de programas de reforma agraria y de explotación agrícola planificada, llevó a las localidades rurales mayor diferenciación socioeconómica, nuevas formas de consumo y cambios en las identidades culturales (en cuanto al género y la edad, principalmente). Sin embargo, este proyecto no cumplió con el ofrecimiento de la movilidad social generalizada que pronosticaba un mejoramiento económico para todos. Algunos se vieron beneficiados y se crearon más espacios para la participación de las mujeres en el mercado laboral, pero muchas de las expectativas no fueron satisfechas. Estos cambios han traído consigo “un estado de desesperanza y desilusión” (Arias y Blanco, 2010: 196), que estos autores describen como el efecto de promesa rota,[8] e infieren que “la modernización puede tener una influencia tanto directa como indirecta sobre las tasas de suicidio” (Arias y Blanco, 2010: 198).
Según los mismos Arias y Blanco, el proyecto globalizador agudizó la situación creada por el modelo desarrollista, pues con el impulso de las nuevas políticas de desregulación económica y apertura comercial se vieron afectados y sufrieron retrocesos aquellos sectores beneficiados. A las expectativas iniciales de mejoramiento económico promovidas por la modernización, se agregaron las difíciles condiciones que resultaron del retiro del apoyo del Estado a la agricultura y la liberación de precios de los productos agrícolas. La relación entre transformaciones estructurales y suicidio es, para estos autores, manifiesta.
Llama la atención que muchos de los elementos referentes a la causalidad suicida que Arias y Blanco identifican en América Latina son casi los mismos que varios antropólogos señalan para otras partes del mundo. Parry (2012), en su investigación en una ciudad acerera de la India, encuentra que las tasas de suicidio son más altas entre los trabajadores calificados que entre los más pobres. Ubica la causalidad suicida en la liberalización económica y las expectativas frustradas de la “aristocracia” trabajadora, que siente que pierde el estatus de privilegio del que gozaba antes. De igual forma refiriéndose a la India, Münster (2012) destaca la gran cantidad de literatura que atribuye los “suicidios campesinos” a la globalización, argumentando que los ha empujado a endeudamientos imposibles de pagar. Widger (2009), por su parte, analiza el suicidio en una región de Sri Lanka en relación con la estructura de parentesco, y reconoce que los cambios socioeconómicos impactan directamente sobre el suicidio al afectar las formas locales de organización social. Mientras que Staples (2012b), al investigar una colonia de leprosos en la India, encontró altas tasas de suicidio entre los hijos sanos de éstos. Se trata de una colonia que ha vivido al amparo de organizaciones altruistas y oficiales, lo que ha generado expectativas entre los más jóvenes sobre una vida diferente a la de sus progenitores, pero que no se ha materializado. De nuevo el suicidio se atribuye a transformaciones estructurales y expectativas insatisfechas. De estas investigaciones se concluye que, en la medida en que el impacto del neoliberalismo y la globalización varía de región en región, es indispensable conocer a fondo la situación histórica particular de la zona de estudio (y reconocer tanto los cambios positivos como los negativos).
En esta investigación, considero que el suicidio se relaciona con los cambios sociales provenientes de los procesos modernizadores y la globalización, aunque éstos no son la causa directa ni única, como espero esclarecer a lo largo del libro. Por tal razón, he incluido este capítulo que, en las siguientes dos secciones, registra las más importantes transformaciones en la región de estudio durante el último siglo. A la primera sección corresponde la descripción general de la configuración regional, abarcando desde fines del siglo xix hasta la década de 1930. El énfasis se ha puesto en resaltar los principales cambios: uno muy importante fue la instauración de las fincas cafetaleras a manos de capital extranjero, lo que provocó reacomodos espaciales de los asentamientos campesinos choles y el surgimiento de novedosas y diferentes relaciones entre finqueros y campesinos, muchos de ellos convertidos ahora en peones acasillados y baldíos. Otra transformación relevante fue la llegada de ladinos procedentes de San Cristóbal de Las Casas y Comitán, a radicar en la región, mismos que pasaron a ocupar paulatinamente una posición económica, política y social dominante en relación con los campesinos indígenas. Finalmente se revisa el reparto agrario que modificó la dinámica regional, pues creó nuevas formas de posesión de la tierra y fundó una relación particular entre campesinos y Estado.
La segunda sección del capítulo se dedica a Río Grande y Cantioc, las localidades de estudio, y presenta un acercamiento a su dinámica social. Se abarca de los inicios a las últimas décadas del siglo xx. El propósito es analizar la transición de estas sociedades de la producción agrícola de autoabasto a una economía de mercado, debida a la introducción del cultivo de café entre los campesinos, la presencia del Estado por medio de sus instituciones, la diversificación productiva y la resultante diferenciación socioeconómica. De igual modo se revisa el impacto del arribo de nuevas organizaciones políticas y religiosas, así como la crisis económica y política de la década de 1990, entre los procesos fundamentales.