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III.

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Esta colección se ha configurado a partir del accidente, de la causalidad. En la mayoría de los casos, los objetos que se resguardan ahí solo pasan por un filtro: comprenderse dentro del universo de la ciencia médica. El ejercicio curatorial que ahí se hace no es a partir de continuar historicidades o resarcir las ausencias de la colección; el ejercicio curatorial se basa en narrar, construir, deconstruir y subjetivizar la historia de la ciencia médica en este país y sin duda este es un gran atrevimiento, algunos dirían osadía, no solo por no prestar atención excesiva a la construcción de conocimientos positivistas, estructurados, enciclopédicos y monográficos, sino principalmente, por partir del objeto como potencia de narratividad, como lugar para dislocar la lógica y la experiencia del espectador como el centro de la construcción textual.

Es por ello que los conceptos eje en la experiencia del espectador al interior de este espacio son el texto, la textualidad y la intertextualidad (Lara Rallo 2007) o, dicho en otras palabras, la imagen, la narrativa y el lugar en los que se coloca esa imagen y la lectura que el espectador hace de ella. Así, y a partir de los procesos reflexivos en los que se intenta proyectar un qué y para qué del museo, es que las “imágenes-texto” se han convertido en el centro de reflexión e inflexión narrativa.

Son “imágenes-texto” porque no distinguen las fronteras que la cartografía de la lógica les ha impuesto porque en ellas coexisten y se negocian las dimensiones simbólicas y representacionales, “imágenes-texto” porque el acceso es pautado por la experiencia, el conocimiento o desconocimiento del observador e “imágenes-texto” porque no exigen un posicionamiento a priori ni a posteriori al público, solo sugiere tomar lugar de su propia configuración corporal.

De este modo y haciendo eco de lo que promueve este espacio, fue que un día de hace algunos años se acercó el fotógrafo Michel Zabé con una inquietante propuesta: hacer un libro con las fotografías que había tomado a lo largo de los años sobre la colección. Fue inquietante porque, en general y tal y como lo dijo Peter Burke (2005), las imágenes en el dominio de los historiadores, de los hacedores de libros, se han utilizado como ilustraciones de las narraciones que cuentan pequeñas o grandes historias; a la imagen se le ha restado su condición histórica por considerarse una imagen menor en tanto reproducción; se ha considerado menos elaborada, menos intelectual. De hecho, me atrevo a decir que incluso en algunos libros cuyo centro es la imagen, el sentido preponderante de la herencia escritural dota de mayor importancia al escrito sobre el objeto visual. Esta desafortunada relación, nunca resuelta, nunca satisfactoria, era lo que dejaba sobre la mesa Michel Zabé, quien forjó su carrera en la fotografía de registro. Zabé participó en más de un centenar de libros acreedores a reconocimientos nacionales e internacionales. Fue el fotógrafo al cual recurrieron tanto los museos de obras barrocas, como las galerías de arte contemporáneo.

Su propuesta también fue inquietante porque la totalidad de su repertorio de fotografías era en blanco y negro, algo que sin duda rompía con la lógica de la fotografía de registro, toda vez que ésta se proyecta como “lo más cercano a la realidad”, “registro fiel” o “copia idéntica”. En su lugar, se presentaba un obsesivo repertorio de imágenes en gamas de grises, las cuales destacaban los volúmenes, los contornos y el dramatismo de la colección.

Otro reto fue que el repertorio era un universo de más de mil imágenes; de ahí parte del por qué del título de esta intervención, el vértigo de las imágenes. Entrar en ellas fue enfrentarnos a un repositorio que nos revelaba imágenes en las imágenes que antes habíamos visto pero no observado, fue perder el equilibrio y un poco la razón, porque de pronto el cómo seleccionar un cráneo de entre doscientos cincuenta, se convirtió en un reto que nos obligó a pensar desde distintos lugares la misma imagen, que nunca era la misma. De repente, la metáfora foucaultiana (Ortiz Casillas 2017) de ponerse los lentes de lo que se quiere ver, tomó su sentido literal.

¿Cómo aglutinar esto, cómo presentarlo, cómo problematizarlo? La primera solución fue pensar en estructurar por medio de capítulos que realizaran las grandes mentes de la medicina; no obstante, esa idea fue desechada pronto. La mirada crítico-estética era lo que demandaban esas imágenes para pensar el libro a partir de la imagen. Tal y como lo propuso Aby Warburg (Warburg et al. 2010), las imágenes tomaron posición y el libro se pensó entonces como un umbral. Es decir, el libro como el espacio de diálogo entre el adentro y el afuera, el adentro como la intertextualidad irrepetible y el afuera como las textualidades sugeridas. El libro como el espacio entre lo factual y lo ficcionalizado; es decir, entre la evidencia y su construcción. El libro como el puente de lo temporal-espacial, ya que en él se deposita el síntoma de la época y se transfieren los de otros tiempos.

Se escucha como un ejercicio sencillo, pero sin duda ceder ante lo atractivo y liberador del orden, arriesgarse contra el confort de la estructura y rebasar el margen de lo permitido, no lo es. En principio porque la noción del libro contiene en su haber una serie de expectativas como el cumplimiento de la estructura del género que se impone, la constatación argumentativa del texto escrito y, por supuesto, la experiencia liberadora, edificante y de refundación que ostenta el “aura” de la imagen del libro. Esto nos recuerda un poco al concepto que desarrolló tan elocuentemente Walter Benjamin (2015), “lo aurático” del arte, de la expresión sensible. Pero cuando Benjamin refirió a la reproductibilidad técnica, a la desacralización del objeto, a la pérdida de lo aurático, no tocó la imagen del libro. ¿Por qué Benjamin evidenció la relación performática del lector con el objeto libro? Creo tener algunas posibles respuestas: la primera y más cercana es la impronta del libro en la formación judaica. No podemos evidenciar la historia del autor; posiblemente en aquellos años el libro seguía siendo un producto de acceso limitado, más limitado aún que la obra pictórica y que el teatro, dado que el libro requiere de un saber y una habilidad, el saber de la lectura y la habilidad de la comprensión. Es por ello que el célebre filósofo no pudo cuestionar el libro y su sentido de reproducción, sin el cual no sería libro, solo serían hojas de papel únicas, casi como una obra de arte.

Así, el libro impone, es la representación de un poder que a su vez domina un saber y al cual no todos pueden penetrar y que, por contradictorio que parezca, es un saber universal. Ahora bien, qué decir del mundo de la medicina, en el cual el metalenguaje se encripta incluso para los doctos en el tema. Escuchar un parte médico se convierte en un laberinto barroco, del cual con suerte podremos entresacar algunas palabras y a partir de ellas armar el rompecabezas. En medio de una conversación con un médico sobre la relación que los profesionales de la Medicina tienen con la producción de libros, éste sostuvo: “cada palabra la verifico, no puedo darme la libertad de escribir desde mi ronco pecho”. Este proceso de verificación solo me hizo comprobar la traducción que se autoimpone la escritura médica.

Tal y como lo señaló Jorge Torres en A Capite Ad Calcem, encontramos arrojos en los cuales el lector/observador se incorpora inmediatamente. El libro se puede leer de atrás para adelante, del centro al final, se puede optar por no leer el texto y solo ver imágenes, etcétera. El libro es un umbral y justamente en ese espacio intersticial es que las lecturas que se hacen de él son el fin de lo que se busca detonar.

Esta idea me hace pensar en lo poco que se dice en torno a la recepción de libros bellamente ilustrados, con pesadas pastas y gruesos papeles, así como A Capite Ad Calcem. Pareciera nuevamente que la supremacía del libro le imposibilitara la comprensión de su impacto. La supremacía del libro es, cuando menos, irrefutable en muchas esferas; por ejemplo, en el caso del cine, es extraño escuchar que una película “supere” al libro, o en el caso de los libros de Historia, es imposible traducirlo en visualidad. El libro en sí contiene la parte y el todo. Ése es el espacio que buscamos revertir.

¿Qué sucede si el libro se nos escapa? Yo decía derrame; Nuria Galland, la mayor defensora del proyecto, decía: el objetivo del libro. Y pronto el libro se nos escapó, se derramó o cumplió su objetivo. Un grupo de jóvenes productores abrazaron el proyecto para realizar la experiencia multimedia A Capite Ad Calcem. De pronto las fotografías se animaban, se desvanecían, aparecían y se fragmentaban, pero más sorprendente aún fue la aparición de una imagen/libro/imagen, una triple operación semiótica que se orquestó sin que siquiera lo pudiéramos intuir. Si he de ser honesta, en algún momento sentí un enorme deseo por redireccionar ese proceso; no obstante, sabía que eso era lo que se buscaba, que se activaran lecturas, que lo polisémico y lo polivocálico tomaran lugar en el museo, en el espacio en el cual se han conservado los pasados casi impolutos, casi perfectos, casi incuestionables, siempre corregibles. El libro había sido el motivo, la fotografía había sido el catalizador, el texto la posibilidad; dejó de ser uno más en los anaqueles o sobre las mesas de las salas y aconteció, así como aconteció De Humani Corporis Fabrica. El experimento que da el protagonismo a las imágenes, las lleva a la arena, al espacio de la lucha y el texto se desborda en posibilidad.

Esto me permite reflexionar a modo de conclusión con base en una pregunta más personal que académica: cuando hacemos un libro, ¿para qué lo hacemos? ¿Como un proceso narcisista de reificación de nuestros saberes, como un lugar para depositar las memorias que deseamos resguardar, como un ejercicio necesario en la práctica académica?. En este caso, A Capite Ad Calcem lo hicimos porque era nuestro recurso para mantenernos unidos en el proceso de las pérdidas que nos imponía la vida: un sismo nos hacía perder el techo a dos del equipo, otros perdíamos la vida familiar como la habíamos pensado, pero todos, sin saberlo perdíamos a Michel, quien en el proceso del libro atravesaba silente su propia enfermedad, un cáncer violento. De ahí que las imágenes cambiaron vertiginosamente incluso en últimas fechas, ya que él, nuestro fotógrafo y amigo nos enseñaba sin enunciar cómo vivía la enfermedad cada día, cómo transitaba del reino de los sanos a los enfermos y cómo todo su dolor, desesperación, ímpetus, desolaciones y nuevos ímpetus, los vivía de la cabeza a los pies.

El giro visual en Bibliotecología

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