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Capítulo I

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Nuestra vieja Casa Solariega está por ser demolida, y van a construir calles en ese terreno. Le dije a mi hermana: “¡Ethelinda!, si de veras demuelen la Casa Solariega Morton, va a ser una obra peor que la Derogación de las Leyes de los Cereales”. Y, después de reflexionar un poco, ella contestó que si tuviera que decir lo que le pasaba por la cabeza, admitiría que pensaba que los papistas tenían algo que ver con el asunto; que ellos nunca habían perdonado al Morton que estuvo con lord Monteagle cuando descubrió la Conspiración de la Pólvora, pues sabía que, en algún lugar de Roma, llevaban un libro, que venían llevando durante generaciones, donde se hacía un informe sobre la historia privada secreta de todas las familias inglesas de nota y estaban registrados los nombres de aquellos a quienes los papistas les guardaban rencores o gratitud.

Nos quedamos un rato en silencio; pero estoy segura de que el mismo pensamiento estaba en la cabeza de ambas; nuestro antepasado, un Sidebotham, había sido partidario del Morton de aquella época; siempre se había dicho en la familia que había estado con su señor cuando con lord Monteagle descubrió a Guy Fawkes y su linterna sorda bajo la Casa del Parlamento; y nos pasó por la cabeza como un rayo la pregunta de si los Sidebotham no estarían señalados con una marca negra en ese terrible libro misterioso que guardaban bajo siete llaves el papa y los cardenales en Roma. Era terrible, aunque, en cierto modo, más bien agradable pensar eso. Tantas de las desgracias que nos habían ocurrido a lo largo de la vida, y que llamábamos “designios misteriosos”, pero que algunos de nuestros vecinos habían atribuido a nuestra falta de prudencia y previsión, quedaban explicadas en el acto, si éramos objeto de odio letal de una orden tan poderosa como los jesuitas, a quienes vivíamos teniéndoles terror desde que leyéramos La jesuita. Si esta última idea sugirió lo que dijo mi hermana a continuación no sé decirlo; sí conocíamos a la prima segunda de la jesuita, de modo que podría decirse que había relaciones literarias, y de allí podía surgir un pensamiento sorprendente como ese en la cabeza de mi hermana, porque dijo: “¡Biddy! (me llamo Bridget y nadie más que mi hermana me dice Biddy), supongamos que escribes un informe sobre la Casa Solariega Morton; en nuestra época conocimos mucho de los Morton, y sería una pena que eso desapareciera por completo de la memoria de los hombres mientras nosotras podamos hablar o escribir”. Me gustó la idea, lo confieso; pero me sentí avergonzada por estar de acuerdo en el acto, aunque, incluso mientras ponía reparos en honor a la modestia, me vino a la mente cuánto había oído contar yo sobre el viejo lugar en tiempos antiguos y que eso era, tal vez, todo lo que podía hacer ahora por los Morton, bajo cuyo señorío nuestros antepasados habían vivido como arrendatarios durante más de trescientos años. De modo que al fin estuve de acuerdo; y, por temor a cometer errores, se lo mostré al señor Swinton, nuestro joven cura, que me lo ha puesto bien en orden.

La Casa Solariega Morton está situada a unas cinco millas del centro de Drumble.2 Está en las afueras de una aldea, que, cuando se construyó la Casa Solariega, era probablemente tan grande como Drumble en aquellos tiempos; y recuerdo incluso cuando había un largo tramo de camino bastante solitario, con setos altos a ambos lados, entre la aldea de Morton y Drumble. Ahora es todo calle y Morton no parece otra cosa que un suburbio de la gran ciudad cercana. Nuestra granja estaba donde pasa ahora la calle Liverpool; y la gente solía venir a cazar agachadizas justo donde se construyó la capilla bautista. Nuestra granja debe de haber sido más antigua que la Casa Solariega, pues tenemos una fecha de 1460 en una de las vigas. Mi padre se sentía bastante orgulloso de esa ventaja, pues la Casa Solariega no tenía ninguna fecha más antigua que 1554; y recuerdo cuando ofendió a la señora Dawson, el ama de llaves, por insistir demasiado en esa circunstancia una tardecita en que ella vino a tomar el té con mi madre, cuando Ethelinda y yo éramos apenas niñas. Pero mi madre, al ver que la señora Dawson jamás admitiría que alguna casa de la parroquia pudiera ser más antigua que la Casa Solariega, y que estaba levantando calor y casi insinuando que los Sidebotham habían fraguado la fecha para menospreciar a la familia del escudero e instalarse como los de sangre más antigua, le pidió a la señora Dawson que nos contara la historia del viejo sir John Morton antes que nos fuéramos a acostar. Yo le recordé astutamente a mi padre que Jack, nuestro criado, no siempre tenía tanto cuidado como podría haber tenido en encerrar a las Alderney3 a su debido tiempo en las nochecitas de otoño. De modo que él se levantó y salió a ver en qué andaba Jack; y la señora Dawson y nosotras nos acercamos más al fuego para oír el relato sobre sir John.

Sir John había vivido en un tiempo cercano a la Restauración. Los Morton se habían puesto del lado correcto; de modo que, cuando Oliver Cromwell llegó al poder, entregó las tierras de ellos a uno de sus partidarios puritanos, un hombre que no había sido más que un buhonero escocés que rezaba y salmodiaba, hasta que estalló la guerra; y sir John había tenido que irse a vivir a Brujas con su real señor. Carr se llamaba el arribista, que vino a vivir en la Casa Solariega Morton; y, me enorgullece decirlo, nosotros –me refiero a nuestros ancestros– le mostramos una linda vida. Trabajó duro para no obtener ninguna renta en absoluto de los arrendatarios, que conocían bien sus deberes como para pagarle a un parlamentarista. Si él les iba con la justicia, los funcionarios judiciales lo pasaban tan mal, que les daba vergüenza ir hasta Morton –por todo ese camino solitario del que les conté– de nuevo. Se oían ruidos extraños alrededor de la Casa Solariega, a la que se le atribuyó que estaba embrujada; pero, como esos ruidos nunca se oyeron antes ni después de que viviera allí Richard Carr, dejo a cargo de ustedes adivinar si los espíritus malignos no sabían bien sobre quién tenían poder: sobre rebeldes cismáticos y sobre nadie más. No se atrevían a perturbar a los Morton, que eran constantes y leales, y eran fieles partidarios del rey Carlos, de palabra y de hecho. Al fin, el viejo Oliver murió; y la gente dijo que, en esa noche feroz y tormentosa, se oyó su voz alto en el aire, donde se oye el chillido de las bandadas de gansos silvestres, pidiendo a gritos que su fiel partidario Richard Carr lo acompañara en la terrible persecusión que estaban haciéndole los demonios antes de llevárselo al infierno. De todas maneras, Richard Carr murió a la semana: convocado por el muerto o no, bajó a acompañar a su señor, y al señor de su señor.

Entonces entró en posesión su hija Alice. La madre de ella estaba de algún modo relacionada con el general Monk, que alrededor de esa época empezaba a llegar al poder. De modo que, cuando Carlos II volvió al trono, y muchos de los colados puritanos tuvieron que dejar sus tierras mal habidas y dar la vuelta hacia lo correcto, a Alice Carr igual le dejaron la Casa Solariega Morton para que reinara allí. Era más alta que la mayoría de las mujeres, y una gran beldad, he oído decir. Pero, pese a toda su beldad, era una mujer adusta, difícil. Los arrendatarios ya en vida de su padre sabían que era difícil, pero ahora que era la propietaria y tenía el poder, era peor que nunca. Odiaba a los Estuardo más de cuanto los hubiera odiado alguna vez el padre; comía cabeza de novillo cada 13 de enero; y cuando llegó el primer 29 de mayo y todo hijo de madre de la aldea doró sus hojas de roble y se las puso en el sombrero, ella cerró las ventanas de la gran Casa Solariega con sus propias manos y se pasó el día sentada en la oscuridad y el duelo. A la gente no le gustaba ir en contra de ella por la fuerza, porque era una mujer hermosa y joven. Decían que el rey hizo que un primo de ella, el duque de Albemarle, la invitara a la corte, con la misma cortesía que si hubiera sido la reina de Saba y el rey Carlos, Salomón rogándole que lo visitara en Jerusalén. Pero no quiso ir; ¡ella, no! Vivía una vida muy solitaria, porque ahora que el rey se había salido de nuevo con la suya, ningún sirviente más que la nodriza de ella se quedaría a acompañarla en la Casa Solariega; y ninguno de los arrendatarios quería pagarle nada, a pesar de que el padre hubiera adquirido las tierras al Parlamento y pagado el precio en buen oro rojo.

Todo ese tiempo, sir John estuvo en alguna parte de las plantaciones de Virginia; y los barcos zarpaban desde allí tan sólo dos veces al año; pero su real señor lo había mandado buscar para que regresara, y regresó, aquel segundo verano después de la restauración. Nadie sabía si la señora Alice se había enterado o no de su desembarco en Inglaterra; todos los aldeanos y los arrendatarios sabían, y no se sorprendieron, y salieron con sus mejores galas y con grandes ramas de roble4 a recibirlo cuando entró en la aldea una mañana de julio, con muchos caballeros de aspecto alegre a su lado, riendo y conversando y divirtiéndose y hablando alegre y amablemente con la gente de la aldea. Entraron por el lado contrario al camino de Drumble; de hecho, Drumble en ese entonces no era para nada un lugar, como ya les conté. Entre la última cabaña de la aldea y los portones de la antigua Casa Solariega había una parte sombreada del camino, donde las ramas casi se encontraban en lo alto y formaban una penumbra verde. Si se fijan bien, cuando mucha gente está conversando contenta afuera bajo el sol, va a parar de hablar por un instante cuando entra bajo la fresca sombra verde y, o bien se queda un rato callada, o bien habla más seria y más despacio y más bajo. Y eso dicen los ancianos que hicieron aquellos alegres caballeros; porque mucha gente los siguió para ver derribar el orgullo de Alice Carr. Se contaba que los caballeros realistas tuvieron que inclinar sus sombreros emplumados al pasar bajo las ramas no cortadas e inclinadas. Me figuro que sir Johan se esperaba que la dama hubiera reunido a sus amigos y estuviera dispuesta a una especie de batalla en defensa de la entrada a la casa; pero ella no tenía amigos. No tenía ninguna relación más cercana que la del duque de Albemarle, y él estaba enojado con ella porque se había negado a ir a la corte para salvar de ese modo su propiedad, según él le aconsejaba.

Bueno, sir John siguió cabalgando en silencio; las pisadas de los cascos de los muchos caballos y el ruido fuerte de los chanclos de los aldeanos era todo lo que se oía. Por más pesado que fuera el gran portón, lo abrieron por completo sobre sus goznes y siguieron cabalgando hasta la escalinata de la Casa Solariega, donde estaba la dama, con su cerrado, sencillo atuendo puritano, las mejillas un único arrebato carmesí, los grandes ojos destellando fuego y nadie detrás de ella, ni con ella, ni cerca de ella, ni a la vista, más que la anciana nodriza temblorosa, agarrada a su vestido con terror suplicante. Sir John se quedó desconcertado; no podía salir con espadas y armas bélicas contra una mujer; sus mismísimos preparativos para forzar una entrada lo volvían ridículo a sus propios ojos y, bien lo sabía, también a ojos de sus alegres, desdeñosos camaradas; de modo que se dio la vuelta y les pidió que permanecieran donde estaban, mientras él se acercaba con su caballo hasta la escalinata y hablaba con la joven dama; y allí lo vieron, sombrero en mano, hablar con ella; y ella, altiva e impasible, sosteniendo lo suyo como si hubiera sido una reina soberana con un ejército a sus espaldas. Lo que hablaron nadie lo oyó; pero él volvió con su caballo, muy serio y con una expresión muy cambiada, aunque sus ojos grises se mostraban más halconados que nunca, como si estuvieran viendo el camino a su fin, aunque todavía muy lejano. No era alguien a quien hacerle bromas en la cara; de modo que, cuando declaró que había cambiado de opinión y no deseaba molestar a una dama tan hermosa en sus posesiones, él y sus caballeros realistas volvieron cabalgando hasta la posada de la aldea y se pasaron allí de jarana todo el día y agasajaron a los arrendatarios, cortando las ramas que los habían incomodado en la cabalgata matinal, para hacer con ellas una fogata en el parque de la aldea, en la cual quemaron una figura, que algunos llamaron Old Noll5 y otros Richard Carr; y podía servir para cualquiera de los dos, decía la gente, pues si no le hubieran dado el nombre de un hombre, la mayoría de las personas lo habría tomado por un leño bifurcado. Pero la nodriza de la dama les contó después a los aldeanos que la señora Alice entró de la soleada escalinata de la Casa Solariega en la gélida sombra de la casa y se sentó y lloró como su pobre fiel sirvienta jamás la había visto llorar antes, ni podría haber imaginado que su orgullosa joven dama lloraría alguna vez. A lo largo de todo aquel día de verano lloró; y si por puro cansancio cesaba por un momento y sólo suspiraba como si se le estuviera rompiendo el corazón, oían a través de las ventanas de arriba –que estaban abiertas a causa del calor– las campanas de la aldea repicar con alegría a través de los árboles, y estallidos de coros a las canciones de los alegres caballeros realistas, todas a favor de los Estuardo. Todo lo que dijo la joven dama fue una o dos veces: “¡Ay, Dios! ¡Estoy muy falta de amigos!”, y la anciana nodriza sabía que era cierto y no podía contradecirla; y siempre pensaba, como dijo mucho después, que tanto llanto de cansancio mostraba que se acercaba alguna pena grande.

Supongo que fue la pena más amarga que haya sufrido alguna vez una mujer orgullosa; pero llegó en la forma de una alegre boda. Cómo, la aldea nunca lo supo. El alegre caballero se fue de Morton a caballo al día siguiente tan ligero y despreocupado como si se hubiera logrado el objetivo y sir John hubiera tomado posesión; y, al poco rato, la nodriza salió tímidamente a hacer las compras en la aldea y a la señora Alice la vieron en los paseos del bosque tan magnífica y orgullosa como siempre a su manera, sólo que un poco más pálida y un poco más triste. La verdad fue, según me han contado, que ella y sir John se habían quedado prendados entre sí en ese parlamento que mantuvieron en la escalinata de la Casa Solariega; ella, a la manera profunda, feroz en que recibía las impresiones de su entera vida, muy profundamente, como si se le hubieran quemado dentro. Sir John era un hombre de aspecto galante, y tenía una especie de gracia y elegancia foráneas. La manera en que a él le gustaba ella era muy distinta: la manera de un hombre, según me cuentan. Ella era una mujer hermosa a la que había que domar y hacer estar a su entera disposición; y tal vez él leyera en los reblandecidos ojos de ella que era posible conquistarla, y de ese modo todos los problemas legales en torno a la posesión de la propiedad concluían de una forma fácil y agradable. Él fue a quedarse con amigos en el vecindario; se lo veía en los paseos preferidos de ella, con el sombrero emplumado en la mano, haciéndole súplicas, y ella con aspecto más reblandecido y mucho más encantador que nunca; y finalmente, a los arrendatarios se les informó de la boda entonces próxima.

Después que se casaron, él se quedó un tiempo con ella en la Casa Solariega y luego regresó a la corte. Dicen que el rechazo obstinado de ella a acompañarlo a Londres fue el motivo de su primera pelea; pero esas voluntades empedernidas y fuertes pelearían desde el primer día de su vida de casados. Ella dijo que la corte no era lugar para una mujer honesta; pero con seguridad sir John sabía más del asunto y ella debería haber confiado en que él se ocuparía de cuidarla. No obstante, la dejó completamente sola; y al principio ella lloró con muchísima amargura, y luego se entregó a su antiguo orgullo y fue más altanera y lúgubre que nunca. Al poco tiempo descubrió conventículos ocultos; y, como sir John jamás la privó de dinero, congregó a su alrededor a los remanentes del antiguo partido puritano y trató de consolarse con largas oraciones, sorbidas a través de la nariz, por la ausencia del marido, pero no sirvió de nada. La tratara como la tratase, ella seguía amándolo con un amor terrible. Una vez, según dicen, se puso el vestido de su doncella de servicio y se fue furtivamente a Londres a averiguar qué sería lo que lo mantenía allí; y algo vio u oyó decir que la cambió por completo, pues volvió como si se le hubiera roto el corazón. Dicen que la única persona a quien amaba con toda la fuerza feroz de su corazón había resultado falsa con ella; y si era así, ¡de qué extrañarse! En la mejor de las épocas ella no era más que una criatura lúgubre, y era un gran honor para la hija de su padre haberse casado con un Morton. No debía tener demasiadas expectativas.

Después de su desaliento vino su religión. Todo anciano predicador puritano del país era bienvenido en la Casa Solariega Morton. Con seguridad eso era suficiente para indignar a sir John. A los Morton nunca les había interesado tener mucha religión, pero lo que tenían había sido hasta el momento bueno en su especie. De modo que, cuando vino sir John esperando un saludo alegre y una tierna muestra de amor, su dama lo exhortó y rezó por él y le citó el último texto puritano que había oído; y él la maldijo, a ella y a sus predicadores; y luego hizo un juramento mortal de que ninguno de ellos encontraría refugio ni bienvenida en ninguna casa de él. Ella lo miró con desprecio y dijo que todavía le faltaba saber en qué condado de Inglaterra se podía encontrar la casa de la que hablaba, pero que en la casa que había comprado su padre, y había heredado ella, todo aquel que predicara el Evangelio sería bienvenido, cualesquiera que fuesen las leyes que los reyes dictaran y cualesquiera que fuesen los juramentos que juraran los secuaces de los reyes. Él no respondió nada, la peor señal para ella; pero tomó una determinación al respecto; y en una hora estaba cabalgando de regreso hacia la bruja francesa que lo había cautivado.

Antes de irse de Morton, dispuso sus espías. Anhelaba atrapar a la esposa en sus feroces garras y castigarla por desafiarlo. Ella lo había hecho odiarla con sus maneras puritanas. Contó los días hasta que llegó el mensajero, salpicado hasta lo alto de la caña de las largas botas, para decir que la señora había invitado a los farsantes predicadores puritanos del vecindario a un encuentro de oraciones y una comida y una noche de descanso en su casa. Sir John sonrió mientras le daba al mensajero cinco piezas de oro por la molestia; y de inmediato tomó caballos de posta y cabalgó largos días hasta llegar a Morton; y justo a tiempo, pues era el día mismo del encuentro de oraciones. En el interior las comidas se hacían en ese entonces a la una. La gente importante de Londres podía trasnochar y comer a las tres de la tarde más o menos; pero los Morton siempre se habían aferrado a las buenas viejas costumbres, y, como las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando sir John entró cabalgando en la aldea, él supo que podía aflojar las bridas; y, echando un vistazo al humo que subía de prisa como si proviniera de un fuego recién arreglado, justo detrás del bosque, donde sabía que estaba la chimenea de la cocina de la Casa Solariega, sir John se detuvo en la herrería y fingió preguntarle al herrero sobre las herraduras de su caballo; pero prestaba poca atención a las respuestas, porque estaba más ocupado con un viejo sirviente de la Casa Solariega, que había estado entreteniéndose en torno a la herrería la mitad de la mañana, para acudir, según pensaba la gente del lugar, a alguna cita con sir John. Cuando terminaron de conversar, sir John se irguió derecho en la montura, se aclaró la garganta y dijo en alta voz:

–Me aflige oír que su señora está tan mal.

Al herrero le extrañó, porque toda la aldea sabía del próximo banquete en la Casa Solariega; habían comprado todas las existencias de pollos tomateros y habían matado los corderos guachos;6 porque en aquellos tiempos los predicadores, si ayunaban, ayunaban; si luchaban, luchaban; si rezaban, rezaban, a veces durante tres horas de corrido; y si se daban un banquete, se daban un banquete, y sabían lo que era el buen comer, créanme.

–¿Está enferma mi señora? –dijo el herrero, como si dudara de la palabra del remilgado viejo sirviente. Y este habría esgrimido una afirmación airada (había estado en Worcester y luchado del lado correcto), pero sir John lo cortó en seco.

–Mi señora está muy enferma, buen señor Fox. Tiene afectado acá –continuó él, señalándose la cabeza–. Vine a llevarla a Londres, donde el médico del rey va a atenderla. –Y cabalgó despacio hasta la Casa Solariega.

La señora estaba mejor que nunca en su vida, y más feliz de lo que había estado muchas veces, pues en unos minutos algunas de las personas a quienes más estimaba estarían con ella, algunas de las que habían conocido y valorado a su padre, su difunto padre, a quien su corazón apenado se volvía en la aflicción, como el único verdadero enamorado y amigo que ella había tenido en la tierra. Muchos de los predicadores habrían llegado cabalgando desde lejos: ¿estaba todo en orden en sus habitaciones y sobre la mesa del inmenso salón comedor? Ella había entrado últimamente en hábitos agitados y presurosos. Se dio una vuelta por abajo y luego subió la enorme escalera de roble para ver si en el aposento de la torre estaba todo en orden para el señor Hilton, el más anciano de los predicadores. Entretanto, abajo las doncellas traían tremendas tajadas de carne sazonada fría, cuartos de cordero, pasteles de pollo y todas provisiones semejantes, cuando, de repente, no supieron cómo, se encontraron todas aferradas por brazos fuertes, sus delantales echados sobre sus cabezas a manera de mordaza y ellas mismas llevadas fuera de la casa al prado trasero de las aves de corral, donde, con amenazas de qué cosas peores podrían sucederles, fueron enviadas con muchas palabras vergonzosas (sir John no siempre lograba dominar a sus hombres, muchos de los cuales habían sido soldados en las guerras francesas) de vuelta a la aldea. Se fueron corriendo como liebres asustadas. La señora estaba esparciendo lavanda del año anterior en la habitación del predicador peliblanco y agitando el tarro aromático en el tocador cuando oyó pasos en las escaleras resonantes. No era el paso medido de un puritano; era el estruendo de un hombre de guerra que se acercaba cada vez más, con rápidas zancadas sonoras. Ella conocía esos pasos; el corazón cesó de latirle, no por miedo, sino porque todavía amaba a sir John; y dio un paso adelante para salirle al encuentro, y luego se quedó quieta y tembló, pues se le presentó delante el falso pensamiento halagador de que él podría haber venido todavía en un veloz impulso de revivir el amor y que ese paso apresurado podría estar motivado por la ternura apasionada de un marido. Pero cuando él llegó a la puerta, ella parecía tan calma e indiferente como siempre.

–Mi señora –dijo él–, usted está reuniendo a sus amigos para algún banquete. ¿Podría saber quiénes están así invitados a una juerga en mi casa? Algunos tipos groseros, veo, por el cúmulo de carne y bebida que hay abajo: bebedores y borrachos, me temo.

Pero, por la forma de su mirada, ella vio que él sabía todo; y le habló con fría nitidez.

–El señor Ephraim Dixon, el señor Zerubbabel Hopkins, el señor Ayuda-o-muero Perkins y algunos otros piadosos clérigos, que vienen a pasar la tarde en mi casa.

Él fue hasta ella y en su rabia le pegó. Ella no levantó ni un brazo para defenderse, sino que se enrojeció un poco por el dolor y luego, corriéndose la pañoleta a un costado, miró la marca carmesí en su cuello blanco.

–Me lo merezco –dijo–. Me casé con uno de los enemigos de mi padre; uno de esos que habrían perseguido al viejo hasta matarlo. Le di al enemigo de mi padre casa y tierras, cuando vino como mendigo hasta mi puerta; seguí mi díscolo, perverso corazón en eso, en vez de hacer caso a las palabras de mi padre moribundo. ¡Pégame de nuevo y véngate de él una vez más!

Pero él no quiso, porque ella se lo pedía. Él se soltó la faja y le ató fuerte los brazos, juntos, y ella ni se resistió ni habló. Entonces, empujándola para obligarla a sentarse en el borde de la cama:

–Siéntate aquí –dijo– y escucha cómo voy a recibir a los viejos hipócritas a quienes te atreviste a invitar a mi casa: mi casa y la casa de mis ancestros, mucho antes que tu padre, un buhonero farsante, anduviera pregonando sus mercancías y estafara a hombres honestos.

Y, abriendo la ventana del aposento justo arriba de aquella escalinata de la Casa Solariega donde ella lo había esperado con su belleza de doncella tres escasos años breves antes, saludó al grupo de predicadores que entraban a caballo hasta la Casa Solariega con un lenguaje terrible tan repugnante (mi señora lo había provocado más allá de lo soportable, como ven) que los ancianos se dieron la vuelta horrorizados y regresaron lo mejor que pudieron a sus propios lugares.

Entretanto, abajo los sirvientes de sir John obedecieron las órdenes de su señor. Habían recorrido la casa, cerrado todas las ventanas, todos los postigos y todas las puertas, pero dejando todo lo demás tal como estaba: las carnes frías sobre la mesa, las carnes calientes en el asador, las jarras de plata en el aparador, todo tal como si estuviera dispuesto para un banquete; y entonces el sirviente principal de sir John, del que hablé antes, subió a decirle a su señor que estaba todo listo.

–¿Están listos el caballo y el asiento trasero? Entonces tú y yo debemos ser las criadas de mi señora. –Y aparentemente en broma para ella, pero en realidad con una profunda intención, vistieron a la indefensa mujer con sus cosas de montar todas mal puestas, y, extraño y desordenado, sir John la bajó por las escaleras; y él y su hombre la ataron al asiento trasero; y sir John se montó adelante. El hombre cerró con llave la puerta grande de la casa y los ecos del ruido metálico atravesaron la Casa Solariega vacía con un ruido ominoso–. Tira la llave –dijo sir John– bien profundo en el mero allá. Mi señora puede ir a buscarla si está así dispuesta, la próxima vez que le ponga en libertad los brazos. Hasta entonces, yo sé de quién dirán que es la Casa Solariega Morton.

–¡Sir John! Dirán que es la Casa del Diablo, y tú serás su mayordomo.

Pero la pobre señora habría hecho mejor en refrenar la lengua, pues sir John tan sólo se rio y le dijo que siguiera despotricando. Cuando pasó a través de la aldea, con su sirviente cabalgando detrás, los arrendatarios salieron y se quedaron junto a sus puertas y se compadecieron de él por tener una esposa loca, y lo elogiaron por cuidar de ella y por la oportunidad que le daba de mejorar, al llevarla a que la viera el médico del rey. Pero, en cierto modo, la Casa Solariega recibió un nombre feo; las carnes asadas y hervidas, los patos, los pollos tuvieron tiempo de reducirse a polvo, antes que algún ser humano se atreviera a entrar allí; o, de hecho, tuviera algún derecho a entrar allí, pues sir John jamás volvió a Morton; y en cuanto a mi señora, algunos dijeron que había muerto, y algunos dijeron que estaba loca y encerrada en Londres, y algunos dijeron que sir John la había llevado a un convento en el extranjero.

–¿Y qué se hizo de ella? –preguntamos nosotras, acercándonos con sigilo a la señora Dawson.

–¿Y cómo podría saberlo yo?

–Pero ¿qué piensa usted? –preguntamos con pertinacia.

–No sé decir. He oído que después de que murió sir John en la batalla del Boyne ella se liberó y volvió vagabundeando hasta Morton, a la casa de su vieja nodriza; pero, de hecho, estaba loca entonces, totalmente, y no me cabe duda de que sir John se la había visto venir. Ella solía tener visiones y sueños; y había quienes la creían una profetisa, y quienes la creían bastante chiflada. Lo que ella dijo sobre los Morton fue horrible. Los condenó a morir fuera de su tierra y a que su casa fuera arrasada, mientras buhoneros y vendedores ambulantes, como había sido la familia de ella, el padre de ella, habitaban donde antaño habían vivido los caballerescos Morton. Una noche de invierno ella salió a vagar sin rumbo y a la mañana siguiente encontraron a la pobre chiflada muerta por congelamiento en el patio del local de culto de Drumble; y el señor Morton que había sucedido a sir John la hizo enterrar decentemente donde la encontraron, al lado de la tumba de su padre.

Nos quedamos un rato calladas.

–¿Y cuándo abrieron la vieja Casa Solariega, señora Dawson? Cuéntenos, por favor.

–¡Ah!, cuando el señor Morton, el abuelo de nuestro escudero Morton, entró en posesión. Era primo lejano de sir John, un hombre mucho más tranquilo. Hizo abrir bien todas las antiguas habitaciones, y las hizo airear y fumigar; y los extraños fragmentos de comida rancia fueron recogidos y quemados en el patio; pero de algún modo aquel antiguo salón comedor tuvo siempre un olor a osario, y a nadie le gustó jamás divertirse allí, pensando en los viejos predicadores cenicientos, cuyos fantasmas podían incluso estar olfateando las carnes a lo lejos y marchando espontáneamente en tropel a un banquete, que no era aquel del cual los habían rechazado. Yo me alegré, por ejemplo, cuando el padre del escudero construyó otro comedor; y ningún sirviente de la casa quiere ir a hacer un mandado al antiguo salón comedor después del anochecer, les puedo asegurar.

–Me pregunto si la manera en que el último señor Morton tuvo que vender su tierra a la gente de Drumble tuvo algo que ver con la profecía de la antigua señora Morton –dijo mi madre, pensativa.

–En lo más mínimo –dijo la señora Dawson, cortante–. Mi señora estaba chiflada y no hay que hacer caso a sus palabras. Me gustaría ver a los hilanderos de algodón de Drumble ofreciendo comprar la tierra al escudero. Además, ahora hay un vínculo estricto. No podrían comprar la tierra si quisieran. ¡Qué pandilla de buhoneros comerciantes, la verdad!

Recuerdo a Ethelinda y miré a todas ante esa palabra “buhoneros”, que era la misma que ella había puesto en boca de sir John cuando se mofó de su esposa por el bajo nacimiento y profesión del padre. Pensamos: “Ya veremos”.

¡Ay!, ya hemos visto.

Poco después de aquella nochecita nuestra buena vieja amiga la señora Dawson murió. Lo recuerdo bien, porque Ethelinda y yo estuvimos de luto por primera vez en nuestras vidas. Un querido hermanito nuestro había muerto apenas un año antes, y entonces mi padre y mi madre habían decidido que éramos demasiado chicas, que no había ninguna necesidad de que incurrieran en gastos en trajes negros. Estuvimos de luto en el corazón por nuestro delicado queridito, ya lo sé; y hasta el día de hoy muchas veces me pregunto cómo habría sido haber tenido un hermano. Pero cuando murió la señora Dawson, se convirtió en una especie de deber que teníamos con la familia del escudero el ir vestidas de negro, y muy orgullosas y contentas estuvimos Ethelinda y yo con nuestros trajes nuevos. Recuerdo haber soñado con que la señora Dawson estaba de nuevo viva y haber llorado, porque pensé que me quitarían mi traje nuevo. Pero todo eso no tiene nada que ver con la Casa Solariega Morton.

La primera vez que cobré conciencia de la grandeza de la posición del escudero en la vida, su familia consistía en él, la esposa (una señora frágil, delicada), su único hijo, “el señorito”, como se le permitía llamarlo a la señora Dawson, “el joven escudero”, como siempre lo denominábamos en la aldea. Se llamaba John Marmaduke. Siempre le dijeron John; y a partir del relato de la señora Dawson sobre el antiguo sir John, yo a menudo deseaba que pudiera no llevar ese nombre funesto. Él a menudo atravesaba la aldea a caballo con su chaqueta escarlata brillante, el largo cabello claro rizado cayendo por el cuello de encaje y el amplio sombrero negro con pluma sombreándole los alegres ojos azules; Ethelinda y yo pensábamos entonces, y yo siempre seguiré pensándolo, que nunca hubo un muchacho semejante. Tenía además un espléndido espíritu animado, muy suyo, y una vez azotó a un mozo de cuadra el doble de grande que él porque lo había obstaculizado. Verlos a él y a la señorita Phillis cabalgar a paso vertiginoso a través de la aldea en sus bonitos caballos árabes, riendo mientras enfrentaban el viento del oeste y con los largos rizos dorados volando detrás, una los habría creído hermanos, más bien que sobrino y tía, pues la señorita Phillis era hermana del escudero, mucho más joven que él; de hecho, en la época de la que hablo, no creo que ella pudiera tener más de diecisiete años y el joven escudero, su sobrino, tenía cerca de diez. Recuerdo que la señora Dawson nos mandó invitar a mi madre y a mí a la Casa Solariega para que pudiéramos ver a la señorita Phillis ya vestida para ir con su hermano a un baile en la casa de algún gran lord en honor del príncipe Guillermo de Gloucester, sobrino del buen Jorge III.

Cuando la señora Elizabeth, doncella de la señora Morton, nos vio tomando el té en el salón de la señora Dawson, nos preguntó a Ethelinda y a mí si no nos gustaría ir al vestidor de la señorita Phillis a observarla vestirse; y luego dijo que, si prometíamos no tocar nada, iba a hacer que fuera interesante para nosotras ir. Nosotras habríamos prometido pararnos sobre nuestras cabezas, y habríamos tratado de hacerlo, además, para ganarnos semejante privilegio. De modo que fuimos y nos quedamos juntas, tomadas de la mano, en un rincón fuera del paso, sintiéndonos muy coloradas y tímidas y acaloradas, hasta que la señorita Phillis nos puso cómodas haciendo toda clase de trucos cómicos, nada más para hacernos reír, lo que finalmente hicimos sin ambages, a pesar de nuestros esfuerzos por estar serias, por miedo a que la señora Elizabeth se quejara de nosotras a nuestra madre. Me acuerdo de la fragancia del polvo maréchale con el que rociaron apenas el cabello de la señorita Phillis; y de cómo sacudió ella la cabeza, como una potranca, para soltar el pelo que la señora Elizabeth estaba estirando sobre una almohadilla. Luego la señora Elizabeth probó un poco del lápiz labial de la señora Morton; y la señorita Phillis se lo quitaba con una toalla húmeda, diciendo que le gustaba más su propia palidez que el color de cualquier actriz; y cuando la señora Elizabeth quiso sólo tocarle las mejillas una vez más, ella se escondió detrás del enorme sillón y se asomaba, con su cara dulce, alegre, primero por un lado y luego por el otro, hasta que todas oímos la voz del escudero a través de la puerta, pidiéndole, si ya estaba vestida, que saliera para que la viese la señora, cuñada de ella; porque, como dije, la señora Morton era inválida y no podía salir a ninguna fiesta distinguida como esa. Nos quedamos todas calladas un instante; y hasta la señora Elizabeth no pensó más en el lápiz labial, sino en cómo ponerle bien rápido el hermoso vestido azul a la señorita Phillis. Tenía nudos color cereza en el pelo, y los nudos del pecho eran de la misma cinta. El vestido era abierto por delante, hacia una falda de seda blanca acolchada. Nos hacía sentir mucha timidez el verla allí totalmente vestida: parecía tanto más distinguida que nadie a quien hubiéramos visto antes; y fue una especie de alivio cuando la señora Elizabeth nos dijo que bajáramos al salón de la señora Dawson, donde mi madre había estado sentada todo el tiempo.

Justo cuando estábamos contando lo divertida y cómica que había estado la señorita Phillis, entró un lacayo.

–Señora Dawson –dijo–, el escudero me solicita que la invite a ir con la señora Sidebotham al salón del ala oeste, para echarle un vistazo a la señorita Morton antes que se vaya.

Fuimos nosotras también, pegadas a nuestra madre. La señorita Phillis pareció bastante tímida cuando entramos y se quedó de pie al lado de la puerta. Creo que debemos de haberle demostrado todas que nunca en nuestra vida habíamos visto nada tan hermoso como estaba ella, pues se puso muy colorada ante nuestra mirada fija de admiración y, para aliviarse, empezó a hacer toda clase de gracias: giros y reverencias que le inflaban las suntuosas enaguas de seda; abrir el abanico (regalo de la señora, para completar su vestimenta) y asomarse primero de un lado y luego del otro, tal como había hecho en el piso de arriba; y luego agarrar al sobrino e insistirle en que debía bailar con ella un minué hasta que llegara el carruaje, propuesta que lo hizo enojar mucho, porque era un insulto a su virilidad (a los nueve años) suponer que él sabía bailar. “Estaba perfectamente bien que las muchachas se pusieran en ridículo”, dijo, “pero no funcionaba así con los hombres”. Y Ethelinda y yo pensamos que nunca habíamos oído un discurso tan refinado. Pero el carruaje llegó antes de que hubiéramos satisfecho nuestros ojos con la mitad del banquete; y el escudero salió de la habitación de su esposa para ordenar un poco la cama del señorito y acompañar a su hermana hasta el carruaje.

Recuerdo mucho de lo conversado esa noche sobre duques regios y casamientos desiguales. Creo que la señorita Phillis sí bailó con el príncipe Guillermo; y me han dicho más de una vez que se llevó la campana del baile y que nadie le llegó cerca ni en belleza ni en modales bonitos y divertidos. Un día o dos después la vi corretear a través de la aldea, con el mismo aspecto que antes que bailara con un duque regio. Todas pensábamos que se casaría con alguien importante, y solíamos estar atentas a qué lord iba a llevársela. Pero la pobre señora murió y no hubo nadie más que la señorita Phillis para consolar a su hermano, porque el joven escudero se había ido a alguna gran escuela del sur; y la señorita Phillis se volvió seria y refrenaba a su poni para mantenerse al lado del escudero, cuando él salía a cabalgar en su vieja yegua de siempre a su manera perezosa, descuidada.

No nos enterábamos mucho de los sucesos de la Casa Solariega ahora que la señora Dawson había muerto; de modo que no sé decir cómo estaba; pero al poco tiempo hubo una conversación sobre facturas que antes se pagaban semanalmente y ahora se les permitía pasar al primer día de cada trimestre; y luego, en vez de que se cancelaran el primer día de cada trimestre, se las posponía para Navidad; y muchos decían que habían tenido bastante trabajo para conseguir su dinero entonces. Por la aldea corrió un rumor de que el joven escudero apostaba fuerte en el colegio, y de que escabullía más dinero del que el padre podía proporcionarle. Pero cuando venía a Morton, estaba tan buen mozo como siempre; y yo, por ejemplo, jamás creí nada malo de él; aunque admito que otros podrían haberle hecho trampa sin que él lo sospechara. Su tía le tenía tanto cariño como siempre, y él a ella. Muchas son las veces que los he visto caminando juntos, a veces bastante tristes, a veces divertidos como siempre. Al tiempo, mi padre oyó hablar de ventas de pequeñas porciones de tierra, no incluidas en el vínculo; y, finalmente, las cosas se pusieron tan mal, que los cultivos mismos se vendieron todavía verdes en el suelo, a cualquier precio que la gente pagara, con tal que se pagara dinero en efectivo. El escudero a la larga cedió por completo y no salía nunca de la casa; y el señorito en Londres; y la pobre señorita Phillis solía intentar andar detrás de los obreros y trabajadores ahorrando lo que pudiera. Para ese entonces ella debía de estar por encima de los treinta años; Ethelinda y yo teníamos diecinueve y veintiuno cuando murió mi madre, y eso fue unos años antes. Bueno, finalmente el escudero murió; dicen, en efecto, que porque le rompió el corazón el despilfarro del hijo; y, aunque los abogados lo mantuvieron en la intimidad, se empezó a rumorear que la fortuna de la señorita Phillis también se había esfumado. Como sea, los acreedores cayeron sobre la propiedad como lobos. Estaba vinculada y no se podía vender; pero pusieron el asunto en manos de un abogado, quien debía conseguir lo que se pudiera, sin ninguna compasión por el pobre joven escudero, que no tenía un techo para su cabeza. La señorita Phillis se fue a vivir sola en una cabañita de la aldea, en el límite de la propiedad, que el abogado le permitió tener porque no podía alquilársela a nadie, de tan vieja y venida abajo que estaba. Nunca supimos de qué vivía la pobre dama; pero ella decía que estaba bien de salud, que era todo lo que nos atrevíamos a preguntar. Vino a ver a mi padre justo antes de su muerte, y él pareció cobrar audacia por la sensación de que estaba muriéndose; de modo que preguntó, cosa que yo anhelaba saber hacía muchos años, dónde estaba el joven escudero. Nunca lo habían visto en Morton desde el funeral de su padre. La señorita Phillis dijo que se había ido al extranjero; pero en qué lugar estaba entonces ni ella misma lo sabía muy bien; sólo tenía la sensación de que, tarde o temprano, volvería al antiguo sitio, donde ella procuraría mantener un hogar para él cuando se cansara de vagabundear y de intentar hacer fortuna.

–¿Intenta hacer fortuna todavía? –preguntó mi padre, mientras sus ojos inquisitivos decían más que sus palabras. La señorita Phillis meneó la cabeza, con una expresión triste en la cara; y entendimos todo. Estaba en alguna mesa de juego francesa, si no estaba en una inglesa.

La señorita Phillis estaba en lo cierto. Habrá sido un año después de la muerte de mi padre cuando él volvió, con aspecto de viejo, gris, agotado. Llegó a nuestra puerta justo después que la habíamos trancado una nochecita de invierno. Ethelinda y yo todavía vivíamos en la granja, tratando de mantenerla y de hacer que pagara; pero era un trabajo duro. Oímos venir pasos por el recto paseo de guijarros; y luego se detuvieron justo delante de nuestra puerta, bajo el propio portal, y oímos la respiración de un hombre, rápida y entrecortada.

–¿Abro la puerta? –dije yo.

–¡No, espera! –dijo Ethelinda; porque vivíamos solas y no había ninguna cabaña cerca. Contuvimos la respiración. Hubo un golpe a la puerta.

–¿Quién es? –exclamé.

–¿Dónde vive la señorita Morton…, la señorita Phillis?

No estábamos seguras de si debíamos contestarle, porque ella, al igual que nosotras, vivía sola.

–¿Quién es? –pregunté de nuevo.

–El señor de ustedes –contestó él, orgulloso y furioso–. Me llamo John Morton. ¿Dónde vive la señorita Phillis?

Desatrancamos la puerta en un santiamén y le rogamos que entrara; que perdonara nuestra grosería. Le habríamos dado de lo mejor que teníamos, como correspondía; pero él solo escuchó las indicaciones que le dimos para llegar donde su tía y no prestó ninguna atención a nuestras disculpas.

Mujeres letales

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