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Capítulo II

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Hasta ese momento nos había parecido más bien impertinente hablar entre nosotras de nuestra silenciosa inquietud individual con respecto a de qué vivía la señorita Phillis; pero sé que en el fondo ambas pensábamos sobre el tema, con una especie de lástima respetuosa por su patrimonio venido a menos. La señorita Phillis –aquella a quien recordábamos como un ángel por su belleza y como una princesita por la influencia imperiosa que ejercía, la cual era una coacción tan dulce que todas nos habíamos sentido orgullosas de ser sus esclavas–, la señorita Phillis era ahora una mujer agotada, sencilla, vestida de entre casa, tendiente a la vejez; y con aspecto… (en esa época yo no me atrevía a expresar un pensamiento tan insolente, ni siquiera para mí misma)… pero sí que tenía un aspecto como de si no tuviera la comida apropiadamente nutritiva que precisaba. Un día, recuerdo que la señora Jones, la esposa del carnicero (era una persona de Drumble), dijo, a su manera descarada, que no le sorprendía ver a la señorita Morton tan pálida y exangüe, porque sólo se daba el gusto de comer carne los domingos y vivía todo el resto de la semana a bazofia y pan con manteca. Ethelinda puso su cara severa –una expresión que me da miedo hasta hoy día– y dijo: “Señora Jones, ¿usted supone que la señorita Morton puede comer su carne muerta de hambre? Usted no sabe lo refinada y exquisita que es, como cabe a alguien nacida y criada como ella. ¿Qué fue lo que tuvimos que traerle el sábado pasado del distinguido carnicero nuevo de Drumble, Biddy?”. (Llevábamos nuestros huevos al mercado de Drumble todos los sábados, porque los hilanderos de algodón nos pagaban un precio más alto que la gente de Morton: ¡más tontos ellos!)

Me pareció más bien cobarde de parte de Ethelinda que me pasara la narración a mí; pero ella siempre le dio mucha importancia a salvar su alma; más que yo, me temo, porque contesté, más audaz que un león: “Dos panes dulces, a un chelín cada uno; y un cuarto delantero de cordero doméstico, a dieciocho peniques la libra”. Entonces se despachó la señora Jones, enojada, diciendo que “su carne era suficientemente buena para la señora Donkin, la viuda del propietario del gran molino, y podía bastarle a la miserable señora Morton cualquier día”. Cuando estuvimos solas, le dije a Ethelinda: “Me temo que tendremos que pagar por nuestras mentiras en el gran día de rendición de cuentas”; y Ethelinda contestó, muy cortante (es una buena hermana por lo general): “Habla por ti misma, Biddy. Yo no dije una palabra. Sólo hice preguntas. ¿Qué puedo hacer si dices mentiras? Claro que me extrañó de ti lo fácil que decías lo que no era cierto”. Pero yo sabía que estaba contenta de que yo hubiera dicho las mentiras, en el fondo.

Después que el pobre escudero vino a vivir con la tía, la señorita Phillis, nos aventuramos a hablar un poco entre nosotras. Estábamos seguras de que se encontraban en apuros. Se les notaba. Él tenía a veces una tos seca fea, aunque era tan digno y orgulloso que no tosía nunca cuando había alguien cerca. Yo lo he visto levantado antes del amanecer, barriendo el estiércol de los caminos, en un intento de conseguir abono suficiente para la pequeña parcela de terreno de detrás de la cabaña, que la señorita Phillis había abandonado, pero que el sobrino trabajaba y labrada; pues, dijo él, un día, a su manera distinguida, lenta, “siempre había sido aficionado a los experimentos en agricultura”. Ethelinda y yo creíamos que las dos o tres veintenas de repollos que él cultivaba era todo lo que tenían para vivir durante ese invierno, además del poco de harina y de té que obtenían en la tienda de la aldea.

Un viernes a la noche le dije a Ethelinda:

–Es una vergüenza que llevemos estos huevos para vender en Drumble y nunca le ofrezcamos uno al escudero, en cuyas tierras nacimos.

Ella contestó:

–Pensé lo mismo muchas veces; pero ¿cómo podríamos hacerlo? Yo, por ejemplo, no me atrevo a ofrecérselos al escudero; y en cuanto a la señorita Phillis, parecería una impertinencia.

–Voy a intentarlo –dije yo.

De modo que esa noche me llevé algunos huevos –huevos amarillos frescos de nuestra faisana, sin semejantes en veinte millas a la redonda– y los deposité con suavidad después del anochecer en uno de los pequeños asientos de piedra que había en el portal de la cabaña de la señorita Phillis. Pero, ¡ay!, cuando salimos para el mercado de Drumble, temprano a la mañana siguiente, allí estaban mis huevos todos hechos añicos y derramados, formando un feo charco amarillo en el camino justo delante de la cabaña. Mi intención era seguir con un pollo o algo así, pero ahora veía que no iba a funcionar jamás. La señorita Phillis venía de vez en cuando a visitarnos; estaba un poco más distante, remota que cuando era una muchacha, y nosotras sentíamos que debíamos guardar nuestro sitio. Supongo que habíamos ofendido al joven escudero, pues nunca se acercó a nuestra casa.

Bueno, vino un invierno crudo y las provisiones subieron; y Ethelinda y yo teníamos mucho jaleo para parar la olla. Si no hubiera sido por la buena administración de mi hermana, habríamos estado endeudadas, bien lo sé; pero ella propuso que prescindiéramos del almuerzo y sólo hiciéramos desayuno y té a modo de cena, con lo cual estuve de acuerdo, pueden estar seguras.

Un día de horneada yo había hecho algunas tartas para el té, pasteles de papa los llamábamos. Tenían un olor sabroso y picante; y, para tentar a Ethelinda, que no estaba del todo bien, cociné una tajada de tocino. Justo cuando estábamos sentándonos, golpeó a nuestra puerta la señorita Phillis. La hicimos pasar. Sólo Dios sabe lo blanca y demacrada que estaba. El calor de nuestra cocina la hizo tambalearse y por un rato no pudo hablar. Pero todo el tiempo miraba la comida que estaba sobre la mesa como si temiera cerrar los ojos por miedo a que todo se esfumara. Era una mirada ávida como la de un animal, ¡pobre alma!

–Si me atreviera… –dijo Ethelinda, con el deseo de invitarla a compartir nuestra comida, pero con temor de expresar lo que pensaba. No lo expresó, pero le pasó el buen, caliente, enmantecado pastel; el cual ella agarró y, al llevárselo a los labios como para probarlo, se echó atrás en la silla, llorando.

Nunca antes habíamos visto llorar a un Morton; fue algo espantoso. Nos quedamos calladas y pasmadas. Ella se recuperó, pero no probó la comida; por el contrario, la cubrió con las dos manos, como si tuviera miedo de perderla.

–Si me permiten –dijo, en cierta manera majestuosa, como para compensar el hecho de que la hubiéramos visto llorar–, se la llevo a mi sobrino.

Y se levantó para irse; pero apenas si podía mantenerse en pie por la debilidad y tuvo que volver a sentarse; nos sonrió y dijo que estaba un poco mareada, pero se le pasaría enseguida; pero, mientras sonreía, los labios exangües se le fueron muy atrás por encima de los dientes, haciendo que su cara semejara en cierto modo una calavera.

–Señorita Morton –dije yo–, háganos el honor de tomar el té con nosotras esta única vez. Su padre, el escudero, una vez almorzó con mi padre, y estamos orgullosas de eso hasta el día de hoy.

Le serví té, que ella se bebió; de la comida se arredró como si sólo verla la enfermase de nuevo. Pero cuando se levantó para irse, la miró con sus ojos tristes, lobunos, como si no pudiera dejarla; y finalmente rompió en un llanto bajo y dijo:

–¡Ay, Bridget, estamos famélicos! ¡Estamos famélicos por falta de comida! Yo puedo soportarlo, no me importa; pero él sufre, ¡ah, cómo sufre! Permítanme llevarle comida por esta única noche.

Casi no podíamos hablar; teníamos el corazón en la garganta y por las mejillas nos corrían las lágrimas como lluvia. Preparamos un canasto y lo llevamos hasta su puerta misma, sin aventurarnos a decir ni una palabra, pues sabíamos lo que debía de haberle costado decir eso. Cuando la dejamos en su cabaña, hicimos nuestra profunda reverencia habitual, pero ella cayó sobre nuestros cuellos y nos besó. Durante varias noches posteriores ella rondó nuestra casa, pero nunca volvió a entrar y a mirarnos a la luz de la vela o del fuego, mucho menos a encontrarse con nosotros a la luz del día. Nosotras le llevábamos comida con tanta regularidad como nos era posible y se la dábamos en silencio y con las reverencias más profundas a nuestro alcance, de tan honradas que nos sentíamos. Teníamos muchos planes ahora que nos había permitido saber de su aflicción. Teníamos la esperanza de que nos concediera la posibilidad de seguir sirviéndola de alguna manera, según nos correspondía como Sidebotham. Pero una noche no vino; nos quedamos afuera al viento frío, crudo, escudriñando la oscuridad en busca de su figura delgada, agotada; todo en vano. A última hora de la tarde siguiente, el joven escudero levantó el pestillo y se plantó en el medio de nuestra sala de cocina. El techo era bajo y se hacía más bajo todavía por las vigas profundas que sostenían el piso de arriba; él se inclinó mientras nos miraba y trataba de formar palabras, pero de su boca no salía ningún sonido. Nunca he visto un dolor tan demacrado; ¡no, jamás! Finalmente me tomó del hombro y me condujo fuera de la casa.

–¡Venga conmigo! –dijo, cuando estuvimos al aire libre, como si eso le diera fuerzas para hablar audiblemente.

No me hizo falta una segunda frase. Entramos los dos en la cabaña de la señorita Phillis, una libertad que nunca antes me había tomado. El escaso mobiliario que había allí quedaba claro a la vista que estaba constituido por fragmentos en desuso del antiguo esplendor de la Casa Solariega Morton. No había fuego. En el hogar había grises cenizas de madera. Un antiguo sofá, en un tiempo blanco y dorado, ahora estaba doblemente desvencijado por su caída de su antigua situación. Sobre él yacía la señorita Phillis, muy pálida; muy quieta; los ojos cerrados.

–¡Dígame! –jadeó él–. ¿Está muerta? Me parece que está dormida; pero se ve tan fuerte… como si pudiera estar…

No podía decir de nuevo la espantosa palabra. Me incliné y no sentí ningún calor; sólo una atmósfera helada parecía rodearla.

–¡Está muerta! –respondí al fin–. ¡Ay, señorita Phillis! ¡Señorita Phillis! –Y, como una tonta, empecé a llorar. Pero él se sentó sin una lágrima y miró ausente la chimenea vacía. No me atreví a llorar más cuando vi su tristeza pétrea. No sabía qué hacer. No podía dejarlo; y sin embargo, no tenía ninguna excusa para quedarme. Fui hasta la señorita Phillis y le arreglé con suavidad los mechones grises desgreñados en torno a la cara.

–¡Ay! –dijo él–. Hay que acostarla. ¿Quién más adecuado para hacerlo que usted y su hermana, hijas del buen Robert Sidebotham?

–Ah, mi señor –dije yo–, este no es un lugar adecuado para usted. Permítame ir a buscar a mi hermana para que se quede sentada conmigo toda la noche; y háganos el honor de dormir en nuestra pobre cabañita.

No me esperaba que lo hiciera; pero después de unos momentos de silencio, estuvo de acuerdo con mi propuesta. Me fui rápido a casa y le conté a Ethelinda, y, llorando las dos, apilamos los leños del fuego y tendimos la mesa con comida y preparamos una cama en un rincón del piso. Cuando yo ya estaba lista para irme, vi a Ethelinda abrir el cofre grande donde guardábamos nuestros tesoros; y de allí sacó una fina blusa de holanda que había sido una de las blusas de novia de mi madre; y, viendo qué se proponía, subí a la planta alta y bajé una pieza de raro encaje antiguo, bastante zurcido sin duda, pero aun así del antiguo punto de Bruselas, que me había legado hacía largo tiempo mi madrina, la señora Dawson. Apiñamos esas cosas bajo nuestras capas, cerramos la puerta con llave y partimos a hacer cuanto estaba a nuestro alcance por la pobre señorita Phillis. Encontramos al escudero sentado exactamente igual que como lo habíamos dejado; no supe muy bien si me entendió cuando le expliqué cómo abrir nuestra puerta y le di la llave, aunque hablé con toda la claridad que pude por el ahogo en mi garganta. Finalmente se levantó y se fue; y Ethelinda y yo compusimos los pobres, delgados miembros de ella para un reposo decente y la envolvimos en la fina blusa de holanda; y luego yo trencé mi encaje en una especie de cofia para sujetar las facciones consumidas. Cuando terminamos todo, la miramos desde cierta distancia.

–¡Que una Morton muriera de hambre! –dijo solemne Ethelinda–. No nos habríamos atrevido a pensar que semejante cosa estaba entre las probabilidades de la vida. ¿Te acuerdas de aquella nochecita, cuando nosotras éramos niñas pequeñas y ella una joven dama alegre que nos espiaba desde detrás de su abanico?

No lloramos más; nos sentíamos muy inmovilizadas y pasmadas. Después de un rato dije:

–Me pregunto si, después de todo, el joven escudero fue a nuestra casa. Tenía un aspecto extraño. Si me atreviera, iría a ver.

Abrí la puerta; la noche estaba oscura como boca de lobo; el aire, muy inmóvil.

–Voy yo –dije, y salí nomás, sin encontrar a ninguna criatura, pues eran bien pasadas las once.

Llegué a nuestra casa; la ventana era larga y baja, y los postigos estaban viejos y encogidos. Podía espiar bien entre ellos y ver todo lo que pasaba. Allí lo divisé, sentado junto al fuego, sin derramar una lágrima, pero con la apariencia de estar viendo en las brasas su vida pasada. La comida que habíamos preparado estaba intacta. Una o dos veces, durante mi larga observación (estuve fuera más de una hora), él se volvía hacia la comida y hacía como si fuera a comerla, y luego retrocedía estremecido; pero al fin la agarró y la desgarró con los dientes y se rio y regocijó con ella como un animal famélico. No pude evitar llorar entonces. Se dio un atracón con grandes bocados; y cuando no pudo comer más, pareció como si su fuerza para el sufrimiento hubiera vuelto. Se echó sobre la cama, y jamás oí hablar de una pasión de sufrimiento como esa, menos aún he visto otra así. No pude soportar ser testigo de eso. La difunta señorita Phillis yacía calma e inmóvil. Sus pruebas se habían terminado. Resolví volver y velar con Ethelinda.

Cuando el amanecer gris pálido entró sigiloso, haciéndonos temblar y tiritar después de nuestra vigilia, regresó el escudero. Las dos teníamos un miedo mortal por él, no sabíamos por qué. Se lo veía bastante tranquilo: las arrugas eran profundas desde antes, no había allí vestigios nuevos. Se quedó de pie mirando a la tía uno o dos minutos. Luego subió al desván que estaba arriba de la habitación donde nos encontrábamos nosotras; bajó con un paquetito envuelto en papel; nos pidió que siguiéramos velando un rato más. Primero una y después la otra fuimos a casa a buscar algo de comida. Había una glacial helada negra; no había afuera nadie que pudiera quedarse dentro; y quienes estaban fuera no tenían ningún interés en pararse a hablar. Hacia la tarde el aire se oscureció y empezó una gran tormenta de nieve. No nos atrevíamos a quedarnos de a una sola; con todo, en la cabaña donde había vivido la señorita Phillis no había ni fuego ni combustible. De modo que nos quedamos sentadas temblando y tiritando hasta la mañana. El escudero no vino en absoluto esa noche ni todo el día siguiente.

–¿Qué debemos hacer? –preguntó Ethelinda, totalmente derrumbada–. Me voy a morir si me quedo acá otra noche. Tenemos que contarles a los vecinos y conseguir ayuda para velar.

–Eso tenemos que hacer –dije yo, en voz muy baja y apenada.

Salí y conté las noticias en la casa más cercana, cuidándome, pueden estar seguras, de no decir nada del hambre y el frío que la señorita Phillis debió de haber soportado en silencio. Ya fue lo suficientemente malo hacerlos entrar y oír sus comentarios sobre los pocos restos de mobiliario; porque de sus amargas estrecheces nadie había sabido ni siquiera lo que habíamos sabido Ethelinda y yo, y a nosotras nos había impactado la vaciedad del sitio. Sí oí decir que uno o dos de los de peor condición habían dicho que no era por nada que nos habíamos guardado a la muerta para nosotras durante dos noches; que, a juzgar por el encaje de su cofia, debía de haber algunas buenas sobras. Ethelinda habría desmentido eso, pero yo le pedí que lo dejara pasar; le ahorraría a la memoria de los orgullosos Morton la vergüenza que se piensa que significa la pobreza; y en cuanto a nosotras, pues podríamos superarlo. Pero, en general, la gente se ofreció con amabilidad; no faltó dinero para enterrarla bien, si no de manera distinguida, como correspondía a su cuna; y se invitó al funeral a más de uno que podría haber cuidado un poco más de ella en vida. Entre otros estaba el escudero Hargreaves de la Casa Solariega Bothwick del páramo. Era una especie de primo lejano de los Morton; de modo que cuando llegó le pidieron que fuera como doliente principal ante la extraña ausencia del escudero Morton, que me habría extrañado más si no me hubiera parecido casi chiflado cuando aquella noche observé a través de los postigos sus actitudes. El escudero Hargreaves se sobresaltó cuando le hicieron el halago de pedirle que llevara la cabecera del ataúd.

–¿Dónde está el sobrino? –preguntó.

–Nadie lo ha visto desde el jueves pasado a las ocho de la mañana.

–Pero yo lo vi el jueves al mediodía –dijo el escudero Hargreaves, con un rotundo juramento–. Vino a los páramos a contarme de la muerte de su tía y a pedirme que le diera un poco de dinero para enterrarla, a cambio de que me entregara en prenda los botones de oro de su camisa. Me dijo que yo era un primo y podía apiadarme de un caballero que se hallaba en esa gran necesidad; que los botones eran el primer regalo que le había hecho la madre; y que yo debía mantenerlos guardados, porque algún día él iba a hacer fortuna y regresaría a rescatarlos. Él no sabía que la tía estaba tan enferma, de lo contrario se habría separado de esos botones antes, aunque los considerara más preciosos que cuanto podría explicarme. Le di dinero; pero no tuve corazón para aceptar los botones. Me pidió que no contara nada de esto; pero cuando un hombre desaparece, es mi obligación dar todas las pistas en mi poder.

¡Y así la pobreza de ellos se divulgó! Pero la gente lo olvidó todo en la búsqueda del escudero en la zona del páramo. Dos días buscaron en vano; el tercero, arriba de un centenar de hombres salieron, tomados de la mano, paso por paso, para no dejar ni un pie de terreno sin registrar. Lo encontraron, duro y tieso, con el dinero del escudero Hargreaves y los botones de oro de la madre guardados en el bolsillo del chaleco.

Y lo tendimos al lado de su pobre tía Phillis.

Después que encontraron muerto al escudero, John Marmaduke Morton, de esa triste manera, en los inhóspitos páramos, pareció que los acreedores perdían todo dominio sobre la propiedad; que, de hecho, durante los siete años en que la habían tenido, habían secado como una naranja chupada. Pero durante un largo tiempo nadie parecía saber quién era el legítimo dueño de la Casa Solariega Morton y las tierras. La vieja casa cayó en descuido de reparaciones; las chimeneas estaban llenas de nidos de estorninos; las banderas de la terraza delantera estaban tapadas por la hierba crecida; los vidrios de las ventanas estaban rotos, nadie sabía cómo ni por qué, pues los niños de la aldea erigieron una historia de que la casa estaba embrujada. Ethelinda y yo íbamos a veces en las mañanas de verano y cortábamos algunas de las rosas que estaba estrangulando la enredadera esparcida por encima de todo; y solíamos tratar de desmalezar un poco el antiguo jardín de flores; pero ya no éramos jóvenes y el estar agachadas nos hacía doler la espalda. No obstante, siempre nos sentíamos más contentas si habíamos limpiado al menos un pequeño espacio así. Con todo, no íbamos allí de buena gana por la tarde y nos íbamos siempre del jardín mucho antes de la primera leve sombra del anochecer.

Preferimos no preguntar a la gente común –mucha de la cual trabajaba de tejedora para los manufactureros de Drumble y ya no más de podadora o cavadora–, preferimos no preguntarles, digo, quién era ahora el escudero, ni dónde vivía. Pero un día un gran abogado londinense llegó al escudo de armas de los Morton y armó un lindo revuelo. Vino de parte de cierto general Morton, que era ahora escudero, aunque estaba en la India. Le habían escrito y habían demostrado que era el heredero, aunque era un primo muy lejano, había que remontarse mucho más atrás que sir John, me parece. Y ahora había enviado a decir que debían tomar dinero suyo que estaba en Inglaterra y poner la casa en minuciosa reparación; porque tres hermanas suyas solteras, que vivían en alguna ciudad del norte, vendrían a vivir en la Casa Solariega Morton hasta su regreso. De modo que el abogado envió buscar un constructor de Drumble y le dio instrucciones. Nos pareció que habría sido más bonito que hubiera contratado a John Cobb, el constructor y carpintero de Morton, el que había hecho el ataúd del escudero, y el del padre del escudero antes que ese. En cambio, vino una tropa de hombres de Drumble, a golpear y voltear en la Casa Solariega y hacer sus bromas de acá para allá en todas esas habitaciones majestuosas. Ethelinda y yo no nos acercamos jamás al lugar hasta que se fueron, con todas sus pertenencias. Y entonces, ¡qué cambio! Las antiguas ventanas de bisagras, con sus cristales densamente emplomados medio cubiertos por viñas y rosas, fueron quitadas y en su lugar había grandes, saltonas ventanas de guillotina. Adentro, rejillas nuevas en las chimeneas; todas modernas, novedosas y humeantes, en lugar de los morillos de latón que sostenían los enormes leños en tiempos del antiguo escudero. La pequeña alfombra turca cuadrada colocada debajo de la mesa del comedor, que le había servido a la señorita Phillis, no era suficientemente buena para estos nuevos Morton; hicieron alfombrar el comedor entero. Nos asomamos al antiguo salón comedor, aquel salón donde habían dispuesto la comida para los predicadores puritanos; el salón de la bandera, según lo habían llamado en años recientes. Pero tenía olor a humedad, a tierra, y se usaba como trastero. Cerramos la puerta más rápido de lo que la habíamos abierto. Nos fuimos decepcionadas. La Casa Solariega ya no era como nuestra venerada Casa Solariega Morton.

–Después de todo, esas tres damas son Morton –me dijo Ethelinda–. No debemos olvidarlo: tenemos que ir a cumplir con nuestro deber para con ellas tan pronto como hayan aparecido en la iglesia.

Consiguientemente fuimos. Pero habíamos oído y visto un poco de ellas antes de presentarles nuestros respetos en la Casa Solariega. Su doncella había estado en la aldea; su doncella, como la llamaban ahora; pero una doncella para todo servicio había sido hasta entonces, según reveló ella enseguida cuando la interrogamos. No obstante, nunca fuimos orgullosas; y ella era hija de un granjero honesto de Northumberland. ¡Qué obra hacía con el inglés de la reina! Dicen que la gente de Lancashire habla con acento cerrado, pero yo siempre pude entender nuestra amable lengua; mientras que, cuando la señora Turner me dijo su apellido, tanto Ethelinda como yo habríamos jurado que dijo Donagh y temimos que fuera irlandesa. Sus señoras habían pasado ya de lo que podría llamarse la flor de la juventud; la señorita Sophronia –la señorita Morton, más propiamente– tenía sesenta años recién cumplidos; la señorita Annabella, tres años menos; y la señorita Dorothy (o Baby, como le decían cuando estaban a solas) tenía dos años menos todavía. La señora Turner tenía mucha confianza con nosotras, en parte porque, no me cabe duda, había oído hablar de nuestra antigua relación con la familia, y en parte porque era una parlanchina redomada y se alegraba de que alguien la escuchase. Así que la primerísima semana nos contó que todas las señoras habían deseado el dormitorio del este –el que daba al noreste–, donde no dormía nadie en los tiempos del antiguo escudero; pero había dos escalones que llevaban hasta allí, y la señorita Sophronia decía que ella nunca permitiría que una hermana menor tuviera una habitación más elevada que la suya. Ella era la mayor y tenía derecho a los escalones. De modo que se encerró allí durante dos días, mientras desempacaba su ropa, y luego salió, con el aspecto de una gallina que ha puesto un huevo y desafía a todo el mundo a que le quiten ese honor.

Pero sus hermanas eran muy deferentes con ella en general, hay que decirlo. Nunca tenían más de dos plumas negras en el tocado, mientras que ella tenía siempre tres. La señora Turner dijo que una vez, cuando creyeron que la señorita Annabella iba a recibir una propuesta de casamiento, la señorita Sophronia no se había opuesto a que por ese invierno llevara tres; pero cuando todo eso terminó en humo, la señorita Annabella tuvo que arrancarse la tercera como correspondía a una hermana menor. ¡Pobre señorita Annabella! Había sido una belleza (decía la señora Turner) y se esperaban de ella grandes cosas. Su hermano, el general, y su madre la habían malcriado, antes que salirle al cruce sin necesidad, y de esa manera habían echado a perder su buen aspecto, el cual la anciana señora Morton siempre había tenido la esperanza de que haría la fortuna de la familia. Sus hermanas estaban enojadas con ella porque no se había casado con algún caballero rico importante; aunque, según solía decirle a la señora Turner, ¿cómo podía remediarlo? Ella estaba bien dispuesta, pero ningún caballero rico había ido a requerirla. Estuvimos de acuerdo en que no era su culpa; pero las hermanas pensaban que sí; y ahora, que había perdido la belleza, le echaban siempre en cara lo que habrían hecho si hubieran tenido sus obsequios. Había unas señoritas Burrell de las que habían oído hablar, cada una de las cuales se había casado con un lord; y esas señoritas Burrell no habían sido grandes bellezas. De modo que la señorita Sophronia solía elaborar la cuestión por la regla de tres, y la ponía de esta manera: si la señorita Burrell, con un par de ojos tolerable, nariz chata y boca grande, se había casado con un barón, ¿con qué rango de par debería haberse desposado nuestra linda Annabella? Y lo peor era que la señorita Annabella –que jamás había tenido ninguna ambición– en su juventud había querido casarse con un pobre cura; pero la habían frenado la madre y las hermanas, recordándole el deber que tenía frente a su familia. La señorita Dorothy había hecho todo lo posible; la señorita Morton siempre la elogiaba por eso. Sin la mitad del buen aspecto de la señorita Annabella, había bailado con un honorable en Harrogate tres veces de corrido; y aún ahora perseveraba en el intento; que era más de lo que se podía decir de la señorita Annabella, de espíritu muy abatido.

Yo creo de veras que la señora Turner nos contó todo eso antes que hubiéramos visto a las damas. Les habíamos hecho saber, a través de la señora Turner, de nuestro deseo de presentarles nuestros respetos; de modo que nos aventuramos a ir hasta la puerta del frente y golpear con modestia. Habíamos razonado antes al respecto y estábamos de acuerdo en que, si hubiéramos ido con nuestra ropa de todos los días a ofrecer un pequeño regalo de huevos, o a visitar a la señora Turner (como ella nos había pedido), la puerta trasera habría sido la entrada apropiada para nosotras. Pero al ir, por más humildemente que fuese, a presentar nuestros respetos y ofrecer nuestra reverencial bienvenida a las señoritas Morton, adquiríamos rango de visitantes suyas y debíamos ir por la puerta del frente. Nos hicieron pasar por las anchas escaleras, luego a lo largo de la galería y subir dos escalones hasta la habitación de la señorita Sophronia. Ella hizo a un lado a toda prisa unos papeles cuando entramos. Oímos decir después que estaba escribiendo un libro, que se llamaría La Chesterfield femenina; o Cartas de una dama de calidad a su sobrina. Y la sobrinita estaba sentada allí en una silla alta, con una tabla plana atada a la espalda y los pies en el cepo debajo de la silla; de modo que no tenía nada que hacer salvo escuchar las cartas de la tía; que se le leían en voz alta a medida que iban siendo escritas, para observar qué efecto tenían en los modales de ella. Yo no estaba muy segura de si a la señorita Sophronia le había gustado nuestra interrupción; pero sé que a la pequeña señorita Cordelia Mannisty sí.

–¿La joven dama está encorvada? –preguntó Ethelinda durante una pausa en la conversación. Yo había notado que los ojos de mi hermana se posaban en la niña; aunque, haciendo un esfuerzo, a veces lograba mirar ocasionalmente alguna otra cosa.

–¡No!, señora, en absoluto –dijo la señorita Morton–. Pero nació en la India y la columna vertebral no se la endurecido todavía apropiadamente. Además, mis dos hermanas y yo nos hacemos cargo de ella una semana cada una; y sus sistemas de educación (yo diría de no educación) difieren tan total y enteramente de mis ideas, que, cuando la señorita Mannisty viene conmigo, me considero afortunada si puedo deshacer el…, ¡ejem!, que le han hecho durante una quincena de ausencia. Cordelia, querida, repite para estas buenas damas la lección de geografía que aprendiste esta mañana.

La pobre señorita Mannisty empezó a contarnos un montón de cosas acerca de un río de Yorkshire del que nunca habíamos oído hablar, aunque me atrevería a decir que deberíamos haberlo hecho, y luego otro montón de cosas acerca de las ciudades por las que pasa y por qué eran famosas; y todo lo que puedo recordar –de hecho, que pude entender en ese momento– es que Pomfret era famosa por las pastillas Pomfret de regaliz, que yo conocía de antes. Pero Ethelinda boqueó en busca de aire antes que se terminara, porque estaba casi ahogada de asombro; y cuando se acabó, dijo:

–¡Querida linda, es maravilloso!

La señorita Morton pareció un poco disgustada y respondió:

–En absoluto. Las buenas chicas pueden aprender cualquier cosa que quieran, incluso los verbos franceses. Sí, Cordelia, pueden. Y ser buena es mejor que ser linda. Aquí no pensamos en el aspecto. Puedes bajarte, niña, y salir al jardín; y ten cuidado de ponerte el tocado, de lo contrario vas a llenarte de pecas.

Nosotras nos levantamos para despedirnos al mismo tiempo y salimos de la habitación detrás de la chiquilla. Ethelinda hurgó en su bolsillo.

–Aquí tienes una moneda de seis peniques para ti, querida. Vamos, estoy segura de que puedes aceptarlo de una anciana como yo, a quien le has enseñado más geografía de la que yo hubiera pensado que se podía extraer de la Biblia.

Pues Ethelinda siempre sostenía que los largos capítulos de la Biblia que eran todos nombres eran geografía; y aunque yo sabía muy bien que no era así, de todas maneras había olvidado cuál era la palabra correcta, así que la dejé tranquila, pues una palabra dura iba tan bien como otra. La pequeña señorita miró como si no estuviera segura de si podía aceptar; pero supongo que nosotras teníamos sendas caras viejas amables, porque finalmente le llegó una sonrisa a los ojos –no a la boca, ella había vivido demasiado con gente seria y callada para eso– y, con una mirada melancólica a nosotras, dijo:

–Gracias. Pero ¿no van a ir a ver a tía Annabella?

Nosotras dijimos que nos gustaría presentar nuestros respetos a sus otras dos tías si podíamos tomarnos esa libertad; y tal vez ella nos mostraría el camino. Pero, ante la puerta de una habitación, se detuvo en seco y dijo, apenada:

–No puedo entrar; no es mi semana de estar con la tía Annabella. –Y luego se fue despacio y apesadumbrada hacia la puerta del jardín.

–Esta niña está amedrentada por alguien –le dije a Ethelinda.

–Pero sabe un montón de geografía…

Las palabras de Ethelinda se cortaron en seco por la apertura de la puerta en respuesta a nuestro toque. La otrora hermosa señorita Annabella Morton estaba frente a nosotras y nos pedía que entráramos. Vestía de blanco, con un sombrero de terciopelo doblado hacia arriba y dos o tres plumas negras cortas cayendo de él. No me gustaría decir que se había puesto colorete, pero tenía un color muy lindo en las mejillas; en esa medida no puede hacer ni bien ni mal. Al principio parecía tan distinta de cualquiera a quien yo hubiera visto en mi vida, que me pregunté qué podría haber encontrado en ella de su gusto la niña, pues que le gustaba era muy claro. Pero, cuando habló la señorita Annabella, caí bajo el encanto. Su voz era muy dulce y lastimera y quedaba muy bien con la clase de cosas que decía ella; todo acerca de encantos de la naturaleza y lágrimas y aflicciones y ese tipo de conversación, que me recordaba bastante a la poesía: muy linda de escuchar, aunque yo nunca pude entenderla tan bien como la simple, cómoda prosa. Con todo, no sé muy bien por qué me gustó la señorita Annabella. Me parece que sentí pena por ella; aunque no sé si hubiera sentido eso de no habérmelo puesto ella en la cabeza. La habitación parecía muy cómoda; una espineta en un rincón para que se divirtiera, un buen sofá donde recostarse. Al rato conseguimos que hablara de su sobrinita, y ella también tenía su sistema educativo. Decía que esperaba desarrollar las sensibilidades y cultivar los gustos. Mientras estaba con ella, su adorada sobrina leía obras de imaginación y adquiría todo lo que la señorita Annabella pudiera impartir sobre las bellas artes. Ninguna de nosotras dos sabía bien a qué apuntaba, en ese momento; pero después, a fuerza de interrogar a la pequeña señorita, y mediante el uso de nuestros ojos y oídos, averiguamos que le leía en voz alta a la tía tendida en el sofá. Santo Sebastiano; o El joven protector era en lo que estaban absortas en ese momento; y, como era en cinco volúmenes y la protagonista hablaba en un inglés chapurreado –que requería una lectura repetida para hacerlo inteligible–, les duró largo tiempo. También aprendía a tocar la espineta; no mucho, pues nunca escuché más de dos canciones, una de las cuales era Dios salve al rey y la otra no. Pero me figuro que la pobre niña recibía lecciones de una de las tías y se asustaba con los modos cortantes y los numerosos caprichos de las otras. Bien podía tenerle cariño a su tía amable, pensativa (la señorita Annabella me dijo que era pensativa, de modo que sé que tengo razón en calificarla así), con su voz suave y sus interminables novelas y los gratos aromas que planeaban por la adormilada habitación.

Nadie nos tentó a ir al aposento de la señorita Dorothy cuando salimos del de la señorita Annabella; de modo que no vimos a la menor de las señoritas Morton ese primer día. Las dos habíamos atesorado muchos pequeños misterios que debía explicarnos nuestro diccionario, la señora Turner.

–¿Quién es la pequeña señorita Mannisty? –preguntamos en una exhalación, cuando vimos a nuestra amiga de la Casa Solariega. Y entonces nos enteramos de que había habido una cuarta señorita Morton, menor todavía, que no tenía nada de belleza, ni nada de ingenio, ni nada de nada; de modo que la señorita Sophronia, la hermana mayor, le había permitido casarse con un tal señor Mannisty y de allí en más habló siempre de ella como “mi pobre hermana Jane”. Ella y el marido se habían ido a la India y ambos habían muerto allí; y el general les había impuesto a las hermanas una especie de condición de que debían hacerse cargo de la niña, de lo contrario a ninguna de ellas le gustaban los niños, excepto a la señorita Annabella.

–A la señorita Annabella le gustan los niños –dije yo–. Entonces esa es la razón por la que los niños gustan de ella.

–No puedo decir que a ella le gusten los niños; porque nunca tenemos más que a la señorita Cordelia en nuestra casa; pero ella le gusta entrañablemente.

–¡Pobre pequeña! –dijo Ethelinda–, ¿nunca puede jugar con otras niñas? –Estoy segura de que, desde aquella vez, Ethelinda consideró que se hallaba en estado de enfermedad por esa circunstancia misma, y que su conocimiento de geografía era uno de los síntomas del trastorno; porque solía decir a menudo–: ¡Ojalá no supiera tanto de geografía! Estoy segura de que eso no está muy bien.

Si estaba o no bien que supiera geografía no lo sé; pero la niña anhelaba compañía. Muy pocos días después de nuestra visita –y sin embargo, los suficientes para que ella hubiera pasado a estar en la semana de la señorita Annabella– vi a la señorita Cordelia en un rincón del parque de la iglesia, jugando, con torpe humildad, junto con algunas de las toscas niñas de la aldea, que eran tan expertas en el juego como ella era inepta y lenta. Vacilé un poco y finalmente le grité:

–¿Cómo estás, querida? –dije–. ¿Cómo es que estás aquí, tan lejos de tu casa?

Se puso colorada y luego alzó la vista hacia mí con sus grandes ojos serios.

–La tía Annabel me mandó al bosque a meditar y… y… era muy aburrido… y oí a estas chicas que estaban jugando y riéndose… y yo tenía mi moneda de seis peniques y… (no estuvo mal, ¿verdad, señora?) vine con ellas y le dije a una que se la daba si les pedía a las otras que me dejaran jugar con ellas.

–Pero, querida, ellas son, algunas de ellas, chiquillas muy toscas y no compañeras adecuadas para una Morton.

–¡Pero yo soy una Mannisty, señora! –alegó ella, con tanta súplica en sus maneras que, si yo no hubiera sabido lo maleducadas y malas que eran algunas de esas chicas, no habría podido resistir su anhelo de compañía de su misma edad. Tal como estaban las cosas, yo estaba furiosa con ellas por haber aceptado la moneda; pero, en cuanto me contó cuál había sido y vio que yo iba a reclamársela, se aferró a mí y dijo:

–¡Oh, no, señora! No debe hacer eso. Yo se la di por mi propia decisión.

De modo que me alejé; porque era verdad lo que la niña decía. Pero hasta el día de hoy jamás le conté a Ethelinda lo que se hizo de su moneda. Me llevé a la señorita Cordelia a casa así me cambiaba el vestido para estar en condiciones adecuadas de llevarla de vuelta a la Casa Solariega. Y por el camino, para compensar su decepción, empecé a hablar de mi querida señorita Phillis y su brillante, bonita juventud; desde su muerte no había dicho su nombre a nadie más que a Ethelinda, y eso sólo los domingos y en días tranquilos. Y no habría podido hablar de ella con una persona adulta; pero de algún modo con la señorita Cordelia salió muy natural. No de sus últimos tiempos, por supuesto, sino de su poni y sus perritos rey Carlos negros y todas las criaturas vivientes que se alegraban de su presencia en los tiempos en que yo la conocí. Y nada satisfaría a la niña excepto que yo entrara en el jardín de la Casa Solariega a mostrarle dónde había estado el jardín de la señorita Phillis. Estábamos absortas en nuestra conversación y ella se había agachado a limpiar de malas hierbas el terreno cuando oí el grito de una voz penetrante:

–¡Cordelia! ¡Cordelia! ¡Ensuciándote el vestido por arrodillarte en la hierba húmeda! No es mi semana, pero voy a hablarle de ti a tu tía Annabella.

Y la ventana se cerró de un tirón. Era la señorita Dorothy. Y me sentí casi tan culpable como la pobre señorita Cordelia, pues me había contado la señora Turner que nosotras le habíamos hecho una gran ofensa a la señorita Dorothy al no haber ido a visitarla en su habitación aquel día en que habíamos presentado nuestros respetos a sus hermanas; y yo tenía cierta idea de que ver a la señorita Cordelia conmigo era casi tanto una falta como el arrodillarse en la hierba húmeda. De modo que pensé que debía tomar el toro por las astas.

–¿Me llevarías con tu tía Dorothy, querida? –dije.

La chiquilla no tenía ninguna gana de ir a la habitación de su tía Dorothy, como sí había tenido evidentemente ante la puerta de la señorita Annabella. Por el contrario, me la señaló a una distancia segura y luego se alejó al paso medido que le habían enseñado a usar en esa casa, donde cosas tales como correr, subir las escaleras de a dos escalones o bajarlas saltando de a tres se consideraban indignas y vulgares. La habitación de la señorita Dorothy era la menos atractiva de todas. En cierto modo tenía algo de mirar al noreste, aunque daba directo al sur; y en cuanto a la propia señorita Dorothy, era más parecida a una “prima Betty” que a ninguna otra cosa; si es que ustedes saben lo que es una prima Betty, y tal vez sea una palabra demasiado pasada de moda para que la entienda cualquiera que haya aprendido lenguas extranjeras; pero cuando yo era chica, solía haber pobres mujeres chifladas que deambulaban por el país, una o dos por distrito. Nunca supe que hubieran hecho ningún daño; tal vez fueran idiotas de nacimiento, ¡pobres criaturas!, o sufrieran un fracaso sentimental, quién sabe. Pero vagaban por el país y eran bien conocidas en las granjas, donde a menudo conseguían comida y refugio por tanto tiempo como sus mentes agitadas les permitieran permanecer en un lugar determinado; y la esposa del granjero rebuscaba, quizás, una cinta, o una pluma, o una vieja pieza de seda elegante, para gratificar la inofensiva vanidad de esas pobres chifladas; y ellas se paseaban a veces tan acicaladas que, como las llamábamos siempre “prima Betty”, lo convertimos en una especie de proverbio para cualquiera que se vistiese con un estilo frívolo, llamativo, y decíamos que era una especie de prima Betty. De modo que ahora saben a qué quiero decir que se parecía la señorita Dorothy. Su vestido era blanco, como el de la señorita Annabella; pero, en lugar del sombrero de terciopelo negro que llevaba la hermana, ella tenía puesto, incluso dentro de la casa, un pequeño tocado de seda negra. Esto suena a menos parecido a una prima Betty que un sombrero; pero esperen hasta que les cuente cómo estaba guarnecido: con franjas de seda roja, anchas cerca de la cara, angostas cerca del ala; ¡por todo el ancho mundo!, semejantes a los rayos del sol naciente, como se los ve pintados en los carteles de las tabernas. Y su cara era como el sol; tan redonda como una manzana; y con colorete encima, sin ninguna duda; de hecho, ella me dijo una vez que una dama no estaba vestida si no se había puesto colorete. La señora Turner nos contó que estudiaba reflexiones en cantidad; no es que fuera en general una mujer pensante, diría yo; y que esa guarnición radial era el fruto de sus estudios. Tenía el cabello recogido, de manera tal que le cubría bastante la frente; y no voy a negar que deseé estar en mi casa, cuando me hallé de pie frente a ella en el vano de la puerta. Fingió no saber quién era yo y me hizo decirle todo acerca de mí; y luego resultó que sabía todo acerca de mí y me deseó que estuviera recuperada de mi fatiga del otro día.

–¿Qué fatiga? –pregunté, imperturbable.

¡Ah!, ella había entendido que yo estaba muy cansada después de visitar a sus hermanas; de lo contrario, por supuesto, no me habría parecido demasiado ir a su habitación. Siguió haciendo insinuaciones sobre mí de tantas maneras, que bien podría haberle pedido gustosamente que me diera una cachetada en la cara y acabara con eso, que sólo quería hacer las paces entre ella y la señorita Cordelia por haberse arrodillado y ensuciado el vestido. Sí dije lo que pude por poner las cosas en claro; pero no sé si hice algo bueno. La señora Turner me contó lo desconfiada y celosa que era ella de todo el mundo, y en particular de la señorita Annabella, que había sido colocada por encima de ella en la juventud a causa de su belleza; pero desde que esta se había esfumado, la señorita Morton y la señorita Dorothy jamás habían cesado de picotearla; y la señorita Dorothy peor que todas. Si no hubiera sido por el amor de la pequeña señorita Cordelia, la señorita Annabella podría haber deseado morirse; de hecho más de una vez deseaba haber tenido viruela de bebé. La señorita Morton era majestuosa y fría con ella, como con quien no ha cumplido con su deber hacia su familia y es puesta en el rincón por su mal comportamiento. La señorita Dorothy hablaba con ella continuamente, y en particular insistía en el hecho de que era la hermana mayor. Ahora no era más que dos años mayor; y era todavía tan linda y tan delicada, que yo lo habría olvidado constantemente de no haber sido por la señorita Dorothy.

¡Qué reglas estipulaba para la señorita Cordelia! ¡Debía comer sus comidas de pie, esa era una! Otra era que debía tomar dos tazas de agua fría antes de comer un poco de budín; y eso hizo que la niña detestara el agua fría. Luego había siempre muchas palabras que no podía usar; cada tía tenía su propio grupo de palabras que eran inelegantes o impropias por una u otra razón. La señorita Dorothy nunca la dejaba decir “rojo”; tenía que ser siempre rosa, o carmesí, o escarlata. La señorita Cordelia en un tiempo solía venir a decirnos tantas veces que tenía “un dolor en el pecho”, que Ethelinda y yo empezamos a sentirnos inquietas y a interrogar a la señora Turner para saber si su madre había muerto de tisis; y muchos buenos tarros de jalea de grosella le di, y sólo logré empeorar su dolor en el pecho, pues –¿podrán creerlo?– la señorita Morton le había dicho que nunca dijera que tenía dolor de estómago, pues no era apropiado decir eso; yo en mi juventud he oído mencionarlo con un nombre todavía peor, y Ethelinda también; y nos quedamos sentadas preguntándonos cómo era que algunas clases de dolor eran elegantes y otras no. Dije que las antiguas familias, como los Morton, generalmente pensaban que demostraba buena sangre tener sus dolencias en la parte del cuerpo más alta posible: fiebres cerebrales y jaquecas sonaban mejor, y tal vez correspondían mejor a la aristocracia. Pensé que mi punto de vista sobre esto era acertado, cuando Ethelinda interpuso que le habían contado a menudo que lord Toffey tenía gota y era rengo, y eso me dejó perpleja. Si hay una cosa que me desagrade más que otra, es una persona diciendo algo desde el otro lado cuando estoy tratando de decidirme: ¿cómo puedo razonar si van a perturbarme los argumentos de otra persona?

Pero aunque yo cuente todas estas peculiaridades de las señoritas Morton, eran en general mujeres buenas: incluso la señorita Dorothy tenía sus momentos de amabilidad y sin duda quería a su pequeña sobrina, aunque siempre estaba tendiéndole trampas para atraparla en algo malo. A la señorita Morton llegué a respetarla, si bien nunca me gustó. Nos invitaban a tomar el té; y nosotras nos poníamos nuestro mejor atuendo; y, luego de que me guardaba en el bolsillo la llave de casa, íbamos caminando despacio a través de la aldea, con el deseo de que la gente que estaba viva en nuestra juventud pudiera habernos visto ahora, yendo como invitadas a tomar el té con la familia de la Casa Solariega; no en la habitación del ama de llaves, sino con la familia, ¡atención! Pero desde que en Morton habían empezado con los tejidos, todo el mundo parecía demasiado ocupado para notarnos; de modo que con gusto nos contentábamos con recordarnos entre nosotras que ninguna de las dos habría creído jamás en nuestra juventud que podríamos vivir hasta ese día. Después del té, la señorita Morton nos hacía hablar de la auténtica familia antigua, a quienes ellas nunca habían conocido; y pueden estar seguras de que les contamos de toda su pompa y su grandeza y sus costumbres majestuosas; pero Ethelinda y yo jamás hablamos de lo que para nosotras era el recuerdo de un sueño triste, terrible. De modo que ellas pensaban en el escudero en su coche de cuatro caballos como representante de la corona en el condado, y en la señora recostada en su sala matinal con su vestido envolvente de terciopelo genovés, repleto de ojos de pavo real (era una pieza de terciopelo que el escudero trajo de Italia, cuando volvió de su gran gira europea), y en la señorita Phillis yendo a un baile en la casa de un gran lord y bailando con un duque regio. Las tres damas nunca se cansaban de escuchar el relato del esplendor que había habido allí, mientras ellas y su madre se morían de hambre en elegante pobreza en Northumberland; y en cuanto a la señorita Cordelia, permanecía sentada en un taburete junto a la rodilla de su tía Annabella, con la mano en la de la tía, y escuchaba, boquiabierta e inadvertida, todo lo que pudiéramos decir.

Un día, la niña vino llorando a nuestra casa. Era la historia de siempre: ¡la tía Dorothy había sido tan cruel con la tía Annabella! La chiquilla decía que iba a fugarse a la India para contarle a su tío el general, y parecía estar en semejante paroxismo de furia y aflicción y desesperación, que me vino un repentino pensamiento. Pensé que trataría de enseñarle algo sobre la profunda pena que les espera a todas las personas en alguna parte de sus vidas, y sobre el modo en que debería soportarse, contándole del amor y el aguante de la señorita Phillis por su sobrino derrochador y buen mozo. De modo que de un poco llegué a más y le conté todo; los grandes ojos de la niña fueron llenándose despacio de lágrimas, que se desbordaron y cayeron rodando inadvertidas por sus mejillas mientras hablaba yo. No me hizo mucha falta hacerle prometer que no hablara de todo eso con nadie. Ella dijo: “No podría, ¡no!, ni siquiera con la tía Annabella”. Y hasta el día de hoy jamás lo ha vuelto a mencionar, ni siquiera a mí; pero trataba de obligarse a ser más paciente y más silenciosamente útil en el extraño entorno doméstico adonde la habían arrojado.

Al rato, la señorita Morton se puso pálida y gris y agotada, en medio de toda su rigidez. La señora Turner nos susurró que, pese a todas sus expresiones severas e impasibles, estaba enferma de muerte; que había ido a ver en secreto al gran doctor de Drumble, y que él le había dicho que debía poner su casa en orden. Ni siquiera las hermanas sabían eso; pero a la señora Turner le obsesionó la mente y nos contó. Mucho después de eso, mantuvo su semana de disciplina con la señorita Cordelia; y caminó a su manera erguida, militar, por la aldea, regañando a la gente por tener familias demasiado grandes y quemar demasiado carbón y comer demasiada manteca. Una mañana envió a la señora Turner en busca de sus hermanas; y, en su ausencia, hurgó hasta encontrar un viejo relicario hecho con cabello de las cuatro señoritas Morton cuando eran todas niñas; y, tras ensartar el ojo del relicario con un trozo de cinta marrón, lo ató alrededor del cuello de Cordelia y, después de besarla, le dijo que había sido una buena chica y se había curado del encorvamiento; que debía temer a Dios y honrar al rey, y que ahora podía irse y tomarse unas vacaciones. En el momento mismo en que la niña la miraba con asombro ante la inusitada ternura con la que le decía eso, por su cara pasó un sombrío espasmo y Cordelia corrió asustada a llamar a la señora Turner. Pero cuando vino, y vinieron las otras dos hermanas, ya había recobrado la compostura. Estaba a solas con las hermanas en su habitación cuando se despidió, de modo que nadie sabe qué les dijo ni cómo les contó a ellas (que la creían en buen estado de salud) que las señales de una muerte próxima que el doctor había predicho ya habían llegado. Una cosa en la que ambas estuvieron de acuerdo en decir –y ya era mucho que la señorita Dorothy estuviera de acuerdo en algo– fue que le legara su sala de estar, la de dos escalones arriba, a la señorita Annabella por ser la que le seguía en edad. Luego salieron de la habitación llorando y fueron las dos juntas a la habitación de la señorita Annabella, a sentarse tomadas de la mano (por primera vez desde la infancia, creería yo) y estar atentas al sonido de la campanilla de mano que debía colocarse cerca de ella, por si, en su agonía, requería la presencia de la señora Turner. Pero nunca sonó. El mediodía se transformó en atardecer. La señorita Cordelia entró a hurtadillas desde el jardín de sombras largas, negras, verdes y extraños, espeluznantes sonidos de viento nocturno por entre los árboles, y se deslizó hasta el fuego de la cocina. Finalmente, la señora Turner golpeó a la puerta de la señorita Morton y, al no oír respuesta, entró y la encontró fría y muerta en su silla.

Supongo que una u otra vez nosotras les habíamos contado del funeral que tuvo el viejo escudero; el padre de la señorita Phillis, quiero decir. Había tenido una procesión de arrendatarios de media milla de largo que lo siguió hasta la tumba. La señorita Dorothy envió a buscarme para que le contara qué arrendatarios de su hermano podrían seguir el ataúd de la señorita Morton; pero entre la gente que trabajaba en las hilanderías y la tierra que había dejado de pertenecer a la familia, no pudimos juntar más que veinte personas, entre hombres y mujeres; y uno o dos estaban bastante sucios para que se les pagara por la pérdida de tiempo.

La pobre señorita Annabella no deseaba ir a la habitación de los dos escalones; ni se atrevía aún a quedarse atrás, pues la señorita Dorothy, en una especie de despecho por no haberla recibido ella como legado, seguía diciéndole a la señorita Annabella que era su deber ocuparla; que era la última voluntad de la señorita Sophronia, y que no le extrañaría si la señorita Sophronia fuera a aparecérsele a la señorita Annabella, si ella no dejaba su cálida habitación, llena de comodidad y grato aroma, por el lúgubre aposento del noreste. Nosotras le dijimos a la señora Turner que temíamos que la señorita Dorothy fuera a ser tristemente muy mandona con la señorita Annabella, y ella sólo meneó la cabeza; lo cual, de parte de una mujer tan habladora, significaba mucho. Pero, justo cuando la señorita Cordelia empezaba a encorvarse, llegó a casa el general, sin que nadie supiera de su venida. Cortante y brusco fue hablar con él. Envió a la señorita Cordelia a una escuela; pero no antes que ella tuviera tiempo de contarnos que quería mucho a su tío, a pesar de sus maneras veloces y apresuradas. Se llevó a las hermanas a Cheltenham, y fue asombroso lo rejuvenecidas que volvieron. Él siempre estaba aquí, allá y en todas partes; y era muy cortés con nosotras en el trato: nos dejaba la llave de la Casa Solariega cada vez que se iban. La señorita Dorothy le tenía miedo, lo cual era una bendición, pues eso la mantenía en orden, y la verdad es que me dio bastante pena cuando ella murió; y en cuanto a la señorita Annabella, se preocupaba por ella hasta que se le dañó la salud y la señorita Cordelia tuvo que dejar la escuela para venir a hacerle compañía. La señorita Cordelia no era linda; tenía una expresión demasiado triste y seria para eso; pero tenía días cautivantes, y algún día iba a recibir la fortuna de su tío, de modo que yo me esperaba oír hablar muy pronto de que alguien se llevaba la ganga. Pero dijo el general que el marido de ella iba a adoptar el apellido Morton; y ¿qué hizo mi joven dama sino empezar a interesarse en uno de los grandes propietarios de hilanderías de Drumble, como si no tuvieran para elegir todos los lores y además los comunes? La señora Turner había muerto; y no había nadie que nos contara del asunto; pero yo veía que la señorita Cordelia estaba más delgada y más pálida cada vez que volvían a la Casa Solariega Morton; y ansiaba decirle que se armara de energía y apuntara por encima de un hilandero de algodón. Un día, ni medio año antes de la muerte del general, vino a vernos y nos contó, sonrojándose como una rosa, que el tío había dado el consentimiento; y así, aunque “él” se había negado a adoptar el apellido Morton y había querido casarse con ella sin un penique y sin el permiso del tío, todo había salido bien al fin e iban de casarse de inmediato; y su casa iba a ser una especie de hogar para la tía Annabella, que estaba cansándose de ir de perpetua excursión con el general.

–¡Queridas viejas amigas! –dijo nuestra joven dama–, él tiene que gustarles. Estoy segura de que sí; es muy buen mozo y valiente y bueno. ¿Saben que dice que un pariente de sus antepasados vivió en la Casa Solariega Morton en los tiempos del protectorado?

–¿Sus antepasados? –dijo Ethelinda–. ¿Tiene antepasados? Ese es un buen punto a su favor, en cualquier caso. No sabía que los hilanderos de algodón tuvieran antepasados.

–¿Cómo se llama? –pregunté yo.

–Señor Marmaduke Carr –dijo ella, pronunciando cada r con el antiguo runrún de Northumberland, que se suavizó en un lindo orgullo y esfuerzo por dar nitidez a cada letra del apellido amado.

–¡Carr –dije yo–, Carr y Morton! ¡Que así sea! ¡Se profetizó hace tiempo!

Pero ella estaba demasiado absorta en la idea de su secreta felicidad para advertir mis pobres dichos.

Él era y es un buen caballero; y un verdadero caballero, además. Nunca vivieron en la Casa Solariega Morton. Mientras yo estaba escribiendo esto, Ethelinda vino con dos noticias. ¡Nunca vuelvan a decir que soy supersticiosa! No hay en Morton ninguna persona viva que conozca la tradición de sir John Morton y Alice Carr; sin embargo, la primera parte de la Casa Solariega que el constructor de Drumble demolió es el antiguo salón comedor de piedra donde la gran comida para los predicadores se pudrió: ¡carne por carne, migaja por migaja! Y la calle que van a construir precisamente a través de las habitaciones a través de las cuales fue arrastrada Alice Carr en su angustia desesperada ante el odio aborrecedor de su marido va a llamarse calle Carr.

Y la señorita Cordelia ha tenido una bebé, una chiquilla; y escribe dos renglones a lápiz al final de la nota de su marido, para decir que pretende llamarla Phillis.

¡Phillis Carr! Me alegra que no haya adoptado el apellido Morton. Me gusta guardar el nombre de Phillis Morton en mi memoria muy tranquilo e impronunciado.

1 Cotton Mather fue un pastor puritano y escritor de la Nueva Inglaterra colonial (N. del T.).

2 Lugar ficticio; se trata de un término dialectal que significa “perezoso” (N. del T.).

3 Raza de vacas lecheras (N. del T.).

4 Luego de la Batalla de Worcester (pronunciar como “Wooster”) en 1651, el futuro rey Carlos II se escondió en un roble para evitar a los parlamentaristas; el roble se convirtió de allí en adelante en un símbolo realista (N. del E.).

5 Sobrenombre de Oliver Cromwell, derivado de “Oliver” de la misma manera que “Ned” deriva de “Edward” (N. del E.).

6 Corderos cuyas madres murieron en el parto y que son criados a mano (N. del E.).

Mujeres letales

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