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LA TRANSFORMACIÓN
Mary Wollstonecraft Shelley 1830
ОглавлениеHija de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft y del filósofo político, novelista y protoanarquista William Godwin, Mary es más conocida como autora de Frankenstein y como la esposa del poeta romántico Percy Bysshe Shelley, amigo de Lord Byron. Es difícil imaginar una formación y una carrera más alejada de los ideales del refinamiento femenino.
Mary no conoció a su madre, que murió menos de un mes después de que ella naciera. Tuvo una relación muy tensa con la segunda esposa del padre, una vecina de nombre Mary Jane Clairmont, con quien él se casó cuatro años más tarde, pero recibió una educación bien amplia y nada convencional basada en las teorías políticas del padre.
Las obras de Godwin publicadas, que fomentaban la justicia y atacaban a las instituciones políticas, le hicieron ganar muchos admiradores, y entre ellos estaba el poeta Shelley. Él estaba casado cuando Mary lo conoció en 1814, pero empezaron un amorío, que derivó en que Mary quedó embarazada y la pareja se enfrentó con el ostracismo y la pobreza.
En 1816, Mary y Shelley viajaron célebremente a Italia con Byron y el médico personal de este, John Polidori. Fue durante ese viaje que nació la idea de Frankenstein. Se casaron más adelante ese año, después del suicidio de la primera esposa de Shelley.
Mary fue una escritora prolífica. Además de Frankenstein, escribió la narración posapocalíptica The Last Man (El último hombre, 1826), la novela histórica The Fortunes of Perkin Warbeck (Las fortunas de Perkin Warbeck, 1830) y otras varias novelas, así como cuentos, crónicas de viajes y reseñas. Temas góticos y raros caracterizaron buena parte de su narrativa breve: en “La transformación”, Shelley anticipa The Tale of the Body Thief (El ladrón de cuerpos) de Anne Rice con un cuento de un joven disoluto que merced a un engaño intercambia cuerpo con una criatura deforme y blasfema. El cuento está lleno de elementos góticos de manual: decadencia, pobreza, rebeldía y virtud en peligro.
Y al instante se retorció mi cuerpo
con un dolor de intensidad,
que me obligó a empezar con mi relato
y así me puso en libertad.
Desde entonces, a una hora incierta,
viene de nuevo ese dolor;
y hasta que cuente mi relato horrendo
me quema dentro el corazón.
S. T. Coleridge,
La balada del anciano marinero
He oído decir que, cuando le ha ocurrido a un ser humano alguna aventura extraña, sobrenatural y nigromántica, ese ser, por más deseoso que esté de ocultarlo, en ciertos períodos se siente hecho pedazos como por un terremoto intelectual y se ve obligado a desnudar las más íntimas profundidades de su espíritu ante otro. Soy testigo de la verdad de esto. Me he jurado encarecidamente no revelar jamás a oídos humanos los horrores a los cuales una vez, en un exceso de orgullo diabólico, me entregué. El hombre santo que oyó mi confesión, y me reconcilió con la Iglesia, está muerto. Nadie sabe que una vez…
¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué contar un cuento de impía tentación de la Providencia y humillación sojuzgadora del alma? ¿Por qué?, ¡contéstenme, ustedes que son sabios en los secretos de la naturaleza humana! Yo sólo sé que es así; y a pesar de una fuerte determinación, de un orgullo que me domina demasiado, de la vergüenza, y del miedo incluso, de volverme así odioso a mi especie, debo hablar.
¡Génova!, ¡mi lugar natal, ciudad orgullosa!, con vistas al azul Mediterráneo, ¿te acuerdas de mí en la niñez, cuando tus acantilados y promontorios, tu cielo luminoso y tus alegres viñedos eran mi mundo? ¡Tiempo feliz!, cuando para el joven corazón el universo estrechamente acotado, que deja, con su mismísima limitación, a la imaginación en libertad de alcance, encadena nuestras energías físicas y, único período de nuestras vidas, inocencia y goce van unidos. Con todo, ¿quién puede mirar en retrospectiva la infancia y no recordar de ella los pesares y los miedos angustiosos? Yo nací con el espíritu más imperioso, altanero, indomable. Sólo frente a mi padre me acobardaba; y él, generoso y noble, pero caprichoso y tiránico, a la vez fomentaba y refrenaba la salvaje impetuosidad de mi carácter, haciendo necesaria la obediencia, pero sin inspirar ningún respeto por los motivos que guiaban sus órdenes. Ser un hombre, libre, independiente; o, en mejores palabras, insolente y dominante, era la esperanza y la plegaria de mi corazón rebelde.
Mi padre tenía un único amigo, un rico noble genovés, que en un tumulto político resultó sentenciado de repente al destierro y a la confiscación de sus bienes. El marqués de Torella se fue al exilio en soledad. Al igual que mi padre, era viudo: tenía una única hija, la casi infante Julieta, que quedó bajo la tutela de mi padre. Yo sin duda habría sido poco amable con la encantadora chica, de no haber sido porque por mi posición me vi obligado a convertirme en su protector. Una diversidad de incidentes infantiles tendieron todos a un único punto: a hacer que Julieta viera en mí una roca defensiva; y yo en ella, a alguien que debía perecer por la suave sensibilidad de su naturaleza tan groseramente visitada, de no haber sido por mi cuidado tutelar. Crecimos juntos. La rosa que se abre en mayo no era más fragante que esta querida chica. Una irradiación de belleza se expandía por su cara. Su silueta, su andar, su voz: mi corazón llora incluso ahora, al pensar en todo lo que había de confiable, dulce, amoroso y puro contenido en ella. Cuando yo tenía once años de edad y Julieta ocho, un primo mío, mucho mayor que los dos –a nosotros nos parecía un hombre–, le prestó demasiada atención a mi compañera de juegos; la llamó su novia y le pidió que se casara con él. Ella se negó y él insistió, atrayéndola hacia sí sin que estuviera muy dispuesta. Con el semblante y las emociones de un maníaco, me lancé sobre él, procuré desenvainar su espada, lo aferré del cuello con la feroz resolución de estrangularlo: se vio forzado a pedir ayuda para separarse de mí. Esa noche llevé a Julieta a la capilla de nuestra casa: la hice tocar las reliquias sagradas; atormenté su corazón infantil y profané sus labios infantiles con un juramento: que sería mía y sólo mía.
Bueno, aquellos días pasaron. Torella volvió a los pocos años y se hizo más rico y más próspero que nunca. Cuando yo tenía diecisiete años, murió mi padre; había sido magnánimo hasta la prodigalidad; Torella se alegró de que mi minoría de edad brindara una oportunidad para reparar mi fortuna. Julieta y yo nos habíamos comprometido junto al lecho de muerte de mi padre: Torella iba a ser un segundo padre para mí.
Yo deseaba ver el mundo y se me concedió. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles; de allí pasé a Tolón y a la larga llegué a lo que había sido largo tiempo la meta de mis anhelos, París. Había una actividad feroz en París por entonces. El pobre rey, Carlos VI, ya cuerdo, ya loco, ya monarca, ya un esclavo abyecto, era la mismísima mofa de la humanidad. La reina, el delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos y enemigos –ya reuniéndose en pródigos festines, ya derramando sangre en la rivalidad–, eran ciegos al mísero estado de su país y a los peligros que se cernían sobre él y se entregaban por completo al goce disoluto o a la lucha salvaje. Mi carácter aún me seguía. Yo era arrogante y testarudo; adoraba la exhibición y, por encima de todo, me libraba de todo control. Mis amigos jóvenes estaban ansiosos por alentar pasiones que les suministraran placeres. Se me consideraba buen mozo, era dueño de toda habilidad caballeresca. No estaba relacionado con ningún partido político. Me volví el preferido de todos: mi presunción y mi arrogancia se perdonaban en alguien tan joven: me convertí en una criatura consentida. ¿Quién podía controlarme? No las cartas y consejos de Torella; sólo la fuerte necesidad cuando me visitaba en la aborrecida forma de una bolsa vacía. Pero había medios para rellenar ese vacío. Acre tras acre, propiedad tras propiedad, yo iba vendiendo. Mi ropa, mis joyas, mis caballos y sus jaeces no tenían casi rival en la preciosa París, mientras las tierras de mi herencia pasaban a posesión de otros.
El duque de Orleans cayó emboscado y asesinado por el duque de Borgoña. El miedo y el terror tomaron posesión de toda París. El delfín y la reina se encerraron; se suspendió todo placer. Me fui cansando de ese estado de cosas y mi corazón añoraba mis lugares predilectos de la infancia. Era casi un mendigo, aunque aún podía ir allí, reclamar a mi novia y reconstruir mi fortuna. Unos pocos emprendimientos de riesgo como comerciante me harían rico de nuevo. No obstante, no iba a regresar de manera humilde. Mi último acto fue disponer de mi propiedad restante próxima a Albaro1 por la mitad de su valor, a cambio de dinero en efectivo. Entonces despaché toda clase de artesanos, tapices, muebles de regio esplendor, para equipar la última reliquia de mi herencia, mi palacio genovés. Me demoré un poco más, sin embargo, avergonzado por el papel de hijo pródigo en su regreso que, me temía, debería representar. Envié mis caballos. Una jaca española inigualable le despaché a mi novia prometida: en todas partes hice entrelazar las iniciales de Julieta y su Guido. Mi regalo halló favor a ojos de ella y del padre.
Con todo, regresar como un derrochador declarado, blanco del asombro impertinente, quizá del desprecio, y enfrentar uno por uno los reproches o las pullas de mis conciudadanos, no era una perspectiva seductora. A manera de escudo entre la censura y mi persona, invité a algunos de los más temerarios de entre mis camaradas a que me acompañaran: de ese modo fui armado contra el mundo, escondiendo un sentimiento irritante, mitad miedo y mitad penitencia, mediante la bravuconería.
Llegué a Génova. Pisé la vereda de mi palacio ancestral. Mi paso orgulloso no era en absoluto intérprete de mi corazón, pues en el fondo sentía que, aunque me rodearan todos los lujos, yo era un mendigo. El primer paso que fuera a dar para reclamar a Julieta debía declararme ampliamente como tal. Leí desdén o lástima en las expresiones de todos. Me figuré que ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos me miraban con escarnio. Torella no se me acercaba. No era de extrañar que mi segundo padre esperase primero de mi parte la deferencia de un hijo en visitarlo. Pero, molesto y aguijoneado como estaba por la sensación de mis locuras y mi demérito, me esforcé por echarles la culpa a otros. Celebrábamos orgías nocturnas en el Palazzo Carega. A noches insomnes, desenfrenadas, seguían mañanas apáticas, abúlicas. A la hora del Ave María, mostrábamos nuestras finas personas en las calles, mofándonos de los ciudadanos sobrios, lanzando miradas insolentes a las mujeres timoratas. Julieta no estaba entre ellas, no, no; si hubiera estado allí, la vergüenza me habría ahuyentado, si no es que el amor me hubiera llevado a los pies de ella.
Me fui cansando de eso. De repente le hice una visita al marqués. Estaba en su villa, una de las muchas que engalanan el suburbio de San Pietro d’Arena. Era el mes de mayo, las flores de los árboles frutales se esfumaban entre el follaje espeso, verde; las parras estaban brotando; el suelo estaba cubierto de hojas de olivo caídas; la luciérnaga estaba en el seto de mirto; el cielo y la tierra exhibían un manto de belleza sin par. Torella me dio una bienvenida amable, aunque seria; y aun esa sombra de disgusto muy pronto se borró. Alguna semejanza con mi padre, alguna expresión y tono de ingenuidad juvenil, ablandó el corazón del buen viejo. Envió en busca de la hija; me presentó a ella como su prometido. La estancia se santificó con una luz sagrada cuando ella entró. El suyo era un aspecto angelical, esos grandes ojos suaves, esas mejillas repletas de hoyuelos y esa boca de dulzura infantil, que expresan la rara unión de felicidad y amor. Primero me poseyó la admiración; ¡es mía! fue la segunda emoción orgullosa, y mis labios se curvaron de altivo triunfo. Yo no había sido el enfant gâté 2 de las bellezas de Francia para no haber aprendido el arte de agradar el blando corazón de una mujer. Si con los hombres era dominante, la deferencia que mostraba con ellas era, por contraste, mayor. Comencé mi cortejo con el despliegue de mil galanterías a Julieta, que, juramentada conmigo desde la infancia, nunca había admitido la devoción de otros; y que, aunque estaba acostumbrada a las expresiones de admiración, no estaba iniciada en el lenguaje de los enamorados.
Durante algunos días todo anduvo bien. Torella no aludió nunca a mi extravagancia; me trataba como a un hijo preferido. Pero llegó el momento, mientras discutíamos los prolegómenos de mi unión con su hija, en que esa cara bella de las cosas habría de nublarse. Se había redactado un contrato en vida de mi padre. Yo lo había invalidado, de hecho, al haber despilfarrado el total de las riquezas que debíamos compartir Julieta y yo. Torella, en consecuencia, optó por considerar cancelado ese vínculo y propuso otro, en el cual, aunque la riqueza que él concedía aumentaba inconmensurablemente, había tantas restricciones en cuanto al modo de gastarla, que yo, que sólo veía la independencia en que se diera curso libre a mi propia voluntad imperiosa, me mofé de él porque sacaba ventaja de mi situación y me negué terminantemente a suscribir sus condiciones. El viejo se esforzó con suavidad por llamarme a la razón. El orgullo provocado se convirtió en el tirano de mis pensamientos: escuché con indignación; lo rechacé con desdén.
–¡Julieta, tú eres mía! ¿No intercambiamos juramentos en nuestra inocente niñez? ¿Y no somos uno a los ojos de Dios? ¿Y va a separarmos el desalmado insensible de tu padre? Sé generosa, amor mío, sé justa; no quites un regalo, el último tesoro de tu Guido; no te retractes de tu juramento; desafiemos al mundo y, despreciando los cálculos de la edad, encontremos en nuestro mutuo afecto un refugio para todos los males.
Diabólico debo de haber sido con semejante sofistería para intentar envenenar ese santuario de pensamiento sagrado y tierno amor. Julieta se retrajo de mí asustada. Su padre era el mejor y el más amable de los hombres, y ella se esforzó por mostrame que, obedeciéndole, todo lo siguiente sería bueno. Él recibiría mi demorada sumisión con cálido afecto y un generoso perdón seguiría a mi arrepentimiento: palabras infructuosas para que use una hija dulce y joven con un hombre acostumbrado a convertir su voluntad en ley, ¡y que sentía en su propio corazón a un déspota tan terrible y riguroso que no podía rendir obediencia a nada salvo a sus propios deseos imperiosos! Mi resentimiento creció con la resistencia; mis salvajes compañeros estaban listos para agregar combustible a la llama. Trazamos un plan para llevarnos a Julieta por la fuerza. Al principio pareció coronado con el éxito. A mitad de camino, a nuestro regreso, nos tomaron desprevenidos el padre angustiado y sus sirvientes. Se produjo un conflicto. Antes que llegara la guardia de la ciudad para decidir la victoria en favor de nuestros antagonistas, dos de los servidores de Torella recibieron heridas de peligro.
Esa parte de mi historia me pesa sobremanera. Como soy un hombre cambiado, me aborrezco en el recuerdo. Ojalá nadie que oiga este cuento se haya sentido así jamás. Un caballo enfurecido por un jinete armado de espuelas punzantes no era más esclavo que yo de la violenta tiranía de mi temperamento. Un diablo poseía mi alma, irritándola hasta la locura. Sentí la voz de la conciencia en mi interior; pero si me rendí a ella por un breve intervalo, fue sólo para ser arrancado un momento después, como por un remolino, transportado en el torrente de la rabia desesperada, juguete de las tormentas engendradas por el orgullo. Me llevaron preso y, a instancias de Torella, me dejaron en libertad. De nuevo regresé para llevarme por la fuerza tanto a él como a la hija a Francia, desventurado país que entonces, asolado por saqueadores y pandillas de soldadesca ilegal, ofrecía agradecido refugio a un criminal como yo. Nuestra conjura fue descubierta. Me sentenciaron al destierro; y, como mis deudas eran ya enormes, mis bienes remanentes fueron puestos en manos de comisionados para pagarlas. Torella de nuevo ofreció su mediación, exigiendo sólo mi promesa de no renovar mis tentativas abortadas con respecto a él y a su hija. Desdeñé sus ofertas y me figuré que triunfaba cuando me echaron de Génova, exiliado solitario sin un centavo. Mis compañeros se habían ido: los habían despachado de la ciudad unas semanas antes y ya estaban en Francia. Me encontraba solo: sin amigos, sin una espada en el flanco ni un ducado en la bolsa.
Vagué a lo largo de la costa, con un torbellino de pasión poseyendo y desgarrando mi alma. Era como si un carbón al rojo vivo estuviera quemándome el pecho. Al principio medité qué hacer. Me uniría a una pandilla de saqueadores. ¡Venganza!, la palabra me parecía un bálsamo; la abracé, la acaricié, hasta que, como una serpiente, me picó. Entonces de nuevo abjuraría de Génova y la despreciaría, ese pequeño rincón del mundo. Regresaría a París, donde pululaban tantos de mis amigos; donde mis servicios serían aceptados con entusiasmo; donde me abriría camino con mi espada y haría que mi insignificante ciudad natal y el falso de Torella lamentaran el día en que me expulsaron, como a un nuevo Coriolano, de sus murallas. ¿Regresaría a París, así, a pie, como un mendigo, y me presentaría en mi pobreza ante las personas a quienes antes había invitado con suntuosidad? En ese mero pensamiento había hiel.
La realidad de las cosas empezó a amanecer en mi mente, trayendo en su séquito la desesperación. Durante varios meses había estado preso: los males de mi calabozo habían azotado mi alma hasta la locura, pero habían sojuzgado mi estructura corporal. Estaba endeble y lánguido. Torella había usado mil artificios para suministrarme comodidad; yo los había detectado y despreciado todos, y recogí la cosecha de mi obstinación. ¿Qué había que hacer? ¿Debía agacharme frente a mi enemigo y demandar perdón? ¡Antes morir diez mil muertes! ¡Jamás obtendrían esa victoria! ¡Odio, juré odio eterno! ¿Odio de quién? ¿A quién? ¡De un marginado errante a un noble poderoso! Mis sentimientos y yo no éramos nada para ellos: ya se habían olvidado de alguien tan indigno. ¡Y Julieta! Su cara de ángel y su figura de sílfide destellaban entre las nubes de mi desesperación con vana belleza; porque la había perdido, ¡a ella, gloria y flor del mundo! ¡Otro va a llamarla suya! ¡Esa sonrisa del paraíso va a bendecir a otro!
Incluso ahora me falla adentro el corazón cuando vuelvo a revolver estas ideas desalentadoras. Ya sojuzgado casi hasta las lágrimas, ya desvariando en mi intenso dolor, seguí errando a lo largo de la costa rocosa, que a cada paso se volvía más salvaje y más desolada. Rocas colgantes y precipicios escarchados miraban al océano sin mareas; negras cavernas abrían sus bostezos; y por siempre, entre los nichos excavados por el mar, murmuraban y se estrellaban las aguas infecundas. Ya mi camino estaba prácticamente obstruido por un abrupto promontorio, ya se volvía casi inviable por fragmentos caídos del acantilado. El anochecer estaba cerca cuando, desde el mar, surgió, como por el movimiento de una varita mágica, una espesa red de nubes, manchando el tardío azur del cielo y oscureciendo y perturbando la profundidad hasta entonces plácida. Las nubes tenían formas extrañas, fantásticas, y cambiaban y se mezclaban y parecían conducidas por un hechizo poderoso. Las olas elevaban sus crestas blancas; el trueno primero murmuró, luego rugió a través del páramo acuático, que tomó un tinte púrpura profundo, salpicado de espuma. El sitio en donde me encontraba miraba, hacia un lado, hacia el extendido océano; hacia el otro, estaba obstruido por un promontorio escabroso. Rodeando ese cabo llegó de repente, impulsado por el viento, un navío. En vano los marineros trataban de forzarle un paso hacia mar abierto: el vendaval lo impulsaba contra las rocas. ¡Van a perecer! ¡Todos los de a bordo van a perecer! ¡Ojalá estuviera entre ellos! Y a mi joven corazón llegó por vez primera la idea de la muerte combinada con la de júbilo. Era un espectáculo espantoso contemplar ese navío en lucha con su destino. Apenas alcanzaba a distinguir a los marineros, pero los oía. ¡Pronto todo se acabó! Una roca, apenas cubierta por las aguas agitadas, y por lo tanto inadvertida, estaba al acecho de su presa. El estruendo de un trueno rompió sobre mi cabeza en el momento en que, con un choque horroroso, el navío se estrelló contra su enemigo invisible. En un breve espacio de tiempo se hizo añicos. Allí estaba yo a salvo; y allí estaban mis prójimos batallando, sin ninguna esperanza, contra la aniquilación. Me parecía verlos luchar: demasiado verazmente oí sus alaridos, derrotando al aullante oleaje con su aguda agonía de dolor. Las oscuras rompientes lanzaban de acá para allá los fragmentos del naufragio: pronto desaparecieron. Me había fascinado observar hasta el último momento: al final caí de rodillas, me tapé la cara con las manos. Volví a alzar la vista: algo flotaba hacia la costa entre las ondas. Se acercaba más y más. ¿Era una figura humana? Se hizo cada vez más nítida; y al final, una ola poderosa, alzando la carga completa, la depositó sobre una roca. ¡Un ser humano a horcajadas sobre un cofre! ¡Un ser humano! Aunque, ¿era un ser humano? Con seguridad jamás había existido uno semejante: un enano contrahecho, de ojos bizcos, rasgos distorsionados y cuerpo deforme, hasta el punto de que se convertía en un horror contemplarlo. Mi sangre, que había estado entibiándose con respecto a un prójimo arrebatado así a una tumba acuática, se heló en mi corazón. El enano se bajó de su cofre; se sacudió el pelo lacio y rebelde del odioso semblante.
–¡Por San Belcebú! –exclamó–, resulté bien derrotado. –Miró en derredor y me vio–. ¡Oh, por el demonio!, aquí hay otro aliado para el Poderoso. ¿A qué santo le ofreciste tus oraciones, amigo, si no al mío? Aunque no te recuerdo a bordo.
Me retraje del monstruo y su blasfemia. De nuevo me interrogó, y yo mascullé alguna respuesta inaudible. Él continuó:
–Tu voz está ahogada por este rugido disonante. ¡Qué ruido hace el inmenso océano! Los escolares desatados de su prisión no son más estruendosos que estas olas puestas en libertad de jugar. Me molestan. No quiero más de su alboroto inoportuno. ¡Silencio, tú, Canoso! ¡Vientos, fuera de aquí! ¡Nubes, vuelen a las antípodas y dejen despejado nuestro cielo!
Mientras hablaba, extendió los dos brazos largos, flacos, que tenían la apariencia de patas de araña, y pareció abrazar con ellos la extensión que había frente a él. ¿Fue un milagro? Las nubes se rompieron y escaparon; el cielo de azur al principio se asomó, y luego se extendió un tranquilo campo de azul por encima de nosotros; el vendaval tempestuoso se intercambió con el suave soplo del oeste; el mar se volvió calmo; las olas se redujeron a ondulaciones.
–Me gusta la obediencia incluso en estos estúpidos elementos –dijo el enano–. ¡Cuánto más en la indómita mente del hombre! Fue una tormenta bien levantada, tienes que reconocerlo, y toda creación mía.
Era tentar a la Providencia intercambiar conversación con ese mago. Pero el Poder, en todas sus formas, es respetado por el hombre. El temor reverencial, la curiosidad, una fascinación pegajosa me impulsaron hacia él.
–Vamos, no te asustes, amigo –dijo el desgraciado–; tengo buen humor cuando me complacen; y algo me complace en tu cuerpo bien proporcionado y tu cara atractiva, aunque pareces un poco desolado. Has sufrido un naufragio en tierra; yo, un naufragio en el mar. Tal vez pueda aquietar la tempestad de tu fortuna como hice con la mía. ¿Vamos a ser amigos? –Y me tendió la mano; yo no pude tocarla–. Bueno, entonces, compañeros; con eso también alcanza. Y ahora, mientras descanso después del zarandeo que acabo de experimentar, cuéntame por qué, joven y galán como pareces, vagas así solo y abatido por esta costa salvaje.
La voz del desgraciado era chillona y horrible, y sus contorsiones al hablar daban susto al contemplarlas. Sin embargo, consiguió alguna especie de influencia sobre mí, que yo no podía dominar, y le conté mi historia. Cuando terminé, se rio largo y fuerte: las rocas devolvieron en eco el sonido: el infierno parecía estar aullando a mi alrededor.
–¡Oh primo de Lucifer! –dijo–; de modo que tú también has caído por tu orgullo; y, aunque brillante como el hijo de la Mañana, estás dispuesto a renunciar a tu buen aspecto, a tu novia y a tu bienestar antes que someterte a la tiranía del bien. Honro tu elección, ¡lo juro por mi alma! De modo que has escapado y cedido la victoria, y pretendes morirte de hambre en estas rocas y dejar que las aves te arranquen a picotazos los ojos muertos, mientras tu enemigo y tu prometida se regocijan de tu ruina. Tu orgullo es extrañamente afín a la humildad, me parece.
Mientras él hablaba, mil pensamientos colmilludos me picaron hasta el corazón.
–¿Qué querías que hiciera? –exclamé.
–¿Yo? Nada, excepto que te arrodilles y digas tus oraciones antes de morir. Pero si estuviera en tu lugar, sé la acción que habría que llevar a cabo.
Me acerqué a él. Sus poderes sobrenaturales lo convertían en un oráculo a mis ojos; sin embargo, un extraño estremecimiento de otro mundo vibró a través de mi figura mientras decía:
–¡Habla!, instrúyeme, ¿qué acto aconsejas?
–¡Véngate, hombre! ¡Humilla a tus enemigos!, ¡pisa el cuello del viejo y apodérate de su hija!
–¡Al este y al oeste dirijo la mirada –exclamé yo– y no veo con qué medios! De tener oro, mucho podría lograr; pero, pobre y solo, estoy impotente.
El enano había estado sentado sobre su cofre mientras escuchaba mi relato. Ahora se bajó; tocó un resorte; ¡se abrió! Qué mina de riquezas –de joyas centelleantes, radiante oro y pálida plata– se exhibía allí dentro. Un deseo loco de poseer ese tesoro nació dentro de mí.
–Sin duda –dije– alguien tan poderoso como tú podría hacer cualquier cosa.
–No –dijo con humildad el monstruo–, soy menos omnipotente de lo que parezco. Poseo algunas cosas que podrías codiciar; pero las daría todas por una pequeña parte, o incluso por un préstamo, de lo que es tuyo.
–Mis posesiones están a tu servicio –respondí con rencor–: mi pobreza, mi exilio, mi desgracia, todo eso lo regalo libremente.
–¡Muy bien! Te agradezco. Agrega una sola cosa más a tu regalo y mi tesoro es tuyo.
–Siendo una nada mi única herencia, ¿qué otra cosa, además de nada, querrías tener?
–Tu hermosa cara y tus extremidades bien formadas.
Tuve un escalofrío. Ese monstruo todopoderoso, ¿me asesinaría? Yo no tenía daga. Me olvidé de rezar, pero me puse pálido.
–Pido un préstamo, no un regalo –dijo la horrorosa criatura–: préstame tu cuerpo tres días; tendrás el mío para enjaular tu alma mientras tanto y, en pago, mi cofre. ¿Qué dices de la oferta? Tres breves días.
Nos dicen que es peligroso mantener conversaciones ilegales; y bien lo demuestro yo. Mansamente escrito, tal vez pueda parecer increíble que prestara oídos a esa propuesta; pero, a pesar de su fealdad antinatural, había algo fascinante en un ser cuya voz podía gobernar la tierra, el aire y el mar. Sentí un agudo deseo de acceder, pues con ese cofre yo podría dominar los mundos. Mi única vacilación provenía del miedo a que él no fuera fiel a su oferta. Entonces, pensé: pronto voy a morir aquí en estas arenas solitarias y las extremidades que él codicia ya no serán mías; vale la pena correr el riesgo. Y, además, sabía que, de acuerdo con todas las reglas del arte de la magia, había fórmulas y juramentos que ninguno de sus practicantes se atrevía a romper. Vacilé en contestar; y él siguió, ya exhibiendo su riqueza, ya hablando del precio nimio que solicitaba, hasta que pareció una locura negarse. Es así: coloquemos nuestra barca en la corriente del río y allá va, hacia la cascada y la catarata se apresura; cedamos nuestra conducta al salvaje torrente de la pasión y allá vamos, sin saber adónde.
Él hizo muchos juramentos y yo lo conjuré por muchos nombres sagrados, hasta que vi a ese prodigio de poder, ese soberano de los elementos, vibrar como una hoja de otoño frente a mis palabras; y como si el espíritu hablara a regañadientes y a la fuerza en su interior, al fin él, con voz entrecortada, reveló el hechizo con el cual se lo podía obligar, en caso de que deseara jugar sucio, a entregar el botín ilegítimo. Nuestra cálida sangre viva debía mezclarse para hacer que se arruinara el encanto.
Basta de este impío tema. Yo estaba persuadido, la cosa estaba hecha. La mañana amaneció sobre mí cuando estaba tendido en la playa de guijarros, y no reconocí mi propia sombra cuando cayó de mí. Me sentí cambiado a una forma de terror, y maldije mi fe fácil y mi ciega credulidad. El cofre estaba allí, allí el oro y las piedras preciosas por las cuales yo había vendido el cuerpo de carne que la naturaleza me había dado. Ese espectáculo apaciguó un poco mis emociones: tres días pasarían pronto.
Y pasaron. El enano me había suministrado abundantes provisiones para comer. Al principio apenas podía caminar, de tan extrañas y descoyuntadas que estaban todas mis extremidades; y mi voz: era la de ese demonio. Pero me mantuve en silencio, y volví la cara en dirección al sol para no poder ver mi sombra, y conté las horas, y rumié sobre mi futura conducta. Poner a Torella a mis pies, poseer a mi Julieta a pesar de él, toda esa riqueza mía podría lograrlo con facilidad. Durante la noche oscura dormía, y soñaba con el cumplimiento de mis deseos. Dos soles se habían puesto, el tercero amanecía. Yo estaba agitado, con miedo. ¡Ah expectativa, qué cosa horrenda eres, cuando te enciende más el miedo que la esperanza! ¡Cómo te enroscas en torno al corazón y torturas sus pulsaciones! Cómo lanzas punzadas desconocidas por todo nuestro endeble mecanismo, ya pareciendo que nos haces añicos como vidrio roto hasta la nada, ya dándonos una nueva fuerza que no puede hacer nada, y así nos atormentas con una sensación, como la que debe de experimentar un hombre fuerte que no puede romper sus grillos, aunque se doblen ante su apretón. Despacio fue marchando la esfera luminosa, luminosa, hacia arriba por el cielo oriental; largo tiempo se demoró en el cenit, y más despacio aún vagó hacia abajo por el occidental: tocó el borde del horizonte, ¡y se perdió! Sus esplendores estaban en las cumbres del acantilado; se volvieron pardos y grises. El lucero de la tarde brilló luminoso. Pronto llegaría él.
¡No vino! ¡Por los cielos vivientes, no vino! ¡Y la noche alargó su extensión y, en la edad de su decadencia, “el día empezó a agrisar su pelo oscuro”;3 y el sol volvió a elevarse sobre el más mísero desgraciado a quien haya reprendido con su luz! Tres días pasé así. Las joyas y el oro, ¡ah, cómo los aborrecí!
Bueno, bueno, no voy a ennegrecer estas páginas con delirios demoníacos. Demasiado terribles fueron los pensamientos, el rabioso tumulto de ideas que llenaba mi alma. Al cabo de ese tiempo me dormí; no había dormido desde la tercera puesta de sol; y soñé que estaba a los pies de Julieta y ella sonreía, y luego chillaba, porque veía mi transformación, y de nuevo sonreía, porque aún su bello enamorado estaba de rodillas frente a ella. Pero no era yo: era él, el demonio, engalanado con mis extremidades, hablando con mi voz, conquistándola con mis expresiones de amor. Me esforcé por advertírselo, pero mi lengua se negó a su función; me esforcé por arrancarlo de ella, pero me encontré arraigado al suelo; me desperté con la angustia del dolor. Allí estaban los precipicios escarchados; allí el mar salpicón, la playa sosegada y el cielo azul por encima de todo. ¿Qué significaba? ¿Mi sueño no era otra cosa que un espejo de la verdad? ¿Él estaba cortejando y conquistando a mi prometida? Quería volver a Génova al instante, pero estaba desterrado. Me reí, el alarido del enano brotó por mis labios: ¡yo desterrado! ¡Ah, no! No habían exiliado las inmundas extremidades que tenía yo ahora; con ellas podría entrar, sin miedo de incurrir en la amenazada pena de muerte, en mi propia ciudad, mi ciudad natal.
Empecé a caminar en dirección a Génova. Ya estaba un poco acostumbrado a mis extremidades deformadas; nadie estuvo jamás tan mal adaptado al movimiento recto; fue con infinita dificultad que avancé. Entonces también deseaba evitar todas las aldeas esparcidas aquí y allá por la marina, pues no tenía ganas de hacer una exhibición de mi fealdad. No estaba muy seguro de que, si me veían, los meros niños no me matarían a piedrazos cuando pasara, por ser un monstruo; algunos saludos poco amables recibí, en efecto, de algunos campesinos o pescadores con los que me encontré por azar. Pero ya era noche oscura antes que me acercara a Génova. El clima estaba tan templado y agradable que se me ocurrió que el marqués y su hija muy probablemente se habían ido de la ciudad a su retiro campestre. Fue de Villa Torella que yo había intentado llevarme por la fuerza a Julieta; había pasado muchas horas reconociendo el lugar y conocía cada pulgada de terreno de sus inmediaciones. Estaba hermosamente situada, envuelta en árboles, sobre las márgenes de un río. A medida que me aproximaba, fue haciéndose evidente que mi conjetura era correcta; es más, que las horas estaban dedicándose a festines y regocijos. Pues la casa estaba iluminada; compases de música suave y alegre me llegaban con la brisa. Se me cayó el alma al suelo. Era tal la generosa amabilidad del corazón de Torella que me sentí seguro de que no se habría permitido manifestaciones públicas de júbilo justo después de mi infortunado destierro, excepto por una causa en la que no me atrevía a pensar mucho.
La gente campesina estaba llena de energía y congregada alrededor; se me hizo necesario ocultarme; y sin embargo, ansiaba dirigirme a alguien, o escuchar conversación de otros, o de alguna manera obtener información sobre lo que estaba pasando en realidad. Finalmente, entrando por los paseos de los alrededores inmediatos de la mansión, encontré uno lo bastante oscuro para velar mi excesiva horridez; y sin embargo, otros al igual que yo se entretenían en esas sombras. Pronto colegí todo lo que quería saber; todo lo que, primero, me hizo morir el corazón mismísimo de espanto, y luego, lo hizo hervir de indignación. Al día siguiente Julieta iba a ser entregada al penitente, reformado, amado Guido: ¡al día siguiente mi novia iba a pronunciar sus votos matrimoniales para con un demonio del infierno! ¡Y eso lo había hecho yo!: mi maldito orgullo, mi violencia diabólica y mi perversa autoidolatría habían provocado ese hecho. Pues si hubiera actuado como había actuado el desgraciado que me había robado mi figura; si, con actitud a la vez complaciente y digna, me hubiera presentado ante Torella diciendo: “Obré mal, perdóneme; soy indigno de su angélica hija, pero permítame reclamarla de aquí en adelante, cuando mi conducta modificada manifieste que abjuro de mis vicios y me esfuerzo por hacerme de algún modo digno de ella. Voy a servir contra los infieles; y cuando mi celo por la religión y mi verdadera penitencia por el pasado parezcan, a su juicio, haber anulado mis crímenes, permítame llamarme de nuevo hijo suyo”. Así habrá hablado él; y el penitente fue bienvenido tal como el hijo pródigo de las Escrituras: mataron por él al novillo cebado; y él, prosiguiendo todavía por el mismo sendero, exhibió un pesar tan franco por sus locuras, una concesión tan humilde de todos sus derechos y una resolución tan ferviente de recuperarlos mediante una vida de contrición y virtud, que rápidamente conquistó al amable viejo; y un completo perdón y el don de su encantadora hija se siguieron en veloz sucesión.
¡Ah, ojalá un ángel del Paraíso me hubiera susurrado que actuara así! Pero ahora, ¿cuál sería el destino de la inocente Julieta? ¿Permitiría Dios esa unión inmunda?, ¿o, destruida por algún prodigio, conectaría el nombre deshonrado de Carega con el peor de los crímenes? Mañana al amanecer iban a estar casados: había una sola manera de impedirlo: enfrentar a mi enemigo y forzar la ratificación de nuestro acuerdo. Sentí que eso solamente podría lograrse mediante una lucha mortal. Yo no tenía espada –si es que mis brazos deformes podían empuñar un arma de soldado–, pero tenía una daga y en ella residía mi esperanza. No había tiempo para sopesar o considerar muy bien la cuestión: podía morir en el intento; pero, además del ardor de los celos y de la desesperación de mi corazón, el honor, la mera humanidad exigían mi caída antes que la no destrucción de las maquinaciones de ese demonio.
Los invitados se marcharon, las lucen empezaban a desaparecer; era evidente que los habitantes de la villa iban en busca de reposo. Me escondí entre los árboles; el jardín fue quedándose desierto; se cerraron los portones; vagué por allí hasta llegar a una ventana: ¡ah, muy bien la conocía!; una suave luz crepuscular alumbraba la habitación, las cortinas estaban a medio descorrer. Era el templo de la inocencia y la belleza. Su esplendor estaba templado, por así decirlo, por los leves desarreglos que ocasionaba el hecho de que estuviera habitado, y todos los objetos esparcidos exhibían el gusto de la que lo santificaba con su presencia. La vi entrar a veloz paso tenue; la vi acercarse a la ventana; descorrió más aún la cortina y miró hacia la noche. El frescor de la brisa jugó entre sus rizos y los alzó flotando del translúcido mármol de su frente. Juntó las manos, elevó los ojos al cielo. Oí su voz. ¡Guido!, murmuró suave, ¡Guido mío!, y luego, como si la venciera la plenitud de su corazón, cayó de rodillas; los ojos levantados, la actitud agraciada, la gratitud radiante que le iluminaba la cara…, ¡ah, qué palabras anodinas! Corazón mío, siempre imaginas, aunque no puedes retratarla, la belleza celestial de esa criatura de la luz y el amor.
Oí pasos, pasos firmes y veloces a lo largo del paseo en sombras. Pronto vi avanzar a un caballero, suntuosamente vestido, joven y, me pareció, de agraciado aspecto. Me escondí más cerca todavía. El joven se aproximó; se detuvo bajo la ventana. Ella se incorporó y, al volver a mirar afuera, lo vio y dijo… No puedo, no, en este tiempo lejano no puedo registrar sus términos de suave ternura plateada; a mí estaban dirigidas, pero la respuesta fue de él.
–No voy a irme –exclamó–; aquí donde has estado, donde planea tu recuerdo como un fantasma descendido del cielo, voy a pasar las largas horas hasta que nos reunamos para jamás, Julieta mía, ni de día ni de noche, volver a separarnos. Pero tú sí, mi amor, retírate; el frío matinal y la brisa intermitente van a ponerte pálidas las mejillas y a llenar de languidez tus ojos iluminados de amor. ¡Ah, dulcísima!, si pudiera imprimir un solo beso en ellos, podría, me parece, reposar.
Y entonces se aproximó aún más y me pareció que estaba por treparse al aposento. Yo había vacilado, para no aterrarla; ahora ya no era dueño de mí mismo. Me lancé adelante, me arrojé encima de él, lo aparté, exclamé:
–¡Ah, desgraciado repugnante y malformado!
No necesito repetir los epítetos, todos tendientes, según parecía, a hacerle recriminaciones a una persona por quien siento actualmente cierta parcialidad. Un alarido brotó de los labios de Julieta. Yo no oía ni veía, solo sentía a mi enemigo, cuya garganta había aferrado, y la empuñadura de mi daga; él luchó, pero no pudo escapar. Finalmente, exhaló estas palabras roncas:
–¡Adelante! ¡Clávala! ¡Destruye este cuerpo, vas a seguir viviendo: que tu vida sea larga y alegre!
La daga en descenso se detuvo ante esas palabras, y él, sintiendo que se relajaba mi apretón, se soltó y desenfundó su espada, mientras el alboroto en la casa y el vuelo de antorchas de una habitación a otra mostraban que pronto nos separarían. En medio de mi frenesí había mucho cálculo: bien podía yo caer, y con tal que él no sobreviviera, no me importaba el golpe mortal que yo pudiera asestarme a mí mismo. Mientras todavía, por lo tanto, él pensaba que yo me había detenido, y mientras yo veía su vil resolución de sacar ventaja de mis vacilaciones, ante la estocada que me lanzó de repente me arrojé sobre su espada y al mismo tiempo le hundí mi daga, con auténtica, desesperada puntería, en el costado. Caímos juntos, rodando uno encima del otro, y la marea de sangre que manaba de la herida abierta de cada uno se mezclaba en la hierba. No sé más: me desmayé.
De vuelta regresé a la vida: casi muerto de la debilidad, me encontré tendido en una cama; Julieta estaba de rodillas al lado. ¡Qué extraño!, mi primera petición entrecortada fue un espejo. Estaba tan demacrado y cadavérico que mi pobre chica vaciló, según me contó después; pero, ¡cielo santo!, me sentí un joven hecho y derecho cuando vi el querido reflejo de mis propias, bien conocidas facciones. Confieso que es una debilidad, pero lo admito, que albergo un afecto considerable por el semblante y las extremidades que contemplo cada vez que me miro al espejo; y tengo más espejos en mi casa, y los consulto más a menudo, que cualquier beldad de Génova. Antes que ustedes me condenen demasiado, permítanme decir que nadie conoce mejor que yo el valor de su propio cuerpo, ya que a nadie, probablemente, excepto a mí, se lo han robado alguna vez.
Incoherentemente al principio hablé del enano y sus crímenes, y le reproché a Julieta la admisión demasiado fácil de su amor. Ella creyó que deliraba, y bien podía pasarle; y sin embargo, me llevó cierto tiempo hasta que pude convencerme de admitir que el Guido cuya penitencia la había conquistado de nuevo para mí era yo mismo; y mientras maldecía duramente al enano monstruoso y bendecía el golpe bien dirigido que lo había privado de la vida, de repente me refrené cuando la oí decir: ¡Amén!, sabiendo que aquel a quien ella agraviaba era mi propia persona. Un poco de reflexión me enseñó a guardar silencio; un poco de práctica me posibilitó hablar de aquella noche espantosa sin ningún error demasiado grave. La herida que me había infligido yo mismo no era ningún chiste: me llevó largo tiempo recobrarme; mientras el benévolo y generoso Torella se quedaba sentado junto a mí, hablando con tal sabiduría como la que puede obtener el arrepentimiento de amigos, y mi querida Julieta rondaba cerca, supliendo mis carencias y alegrándome con sus sonrisas, el trabajo de mi curación corporal y mi reforma mental continuaron juntos. Nunca, en realidad, recobré del todo mis fuerzas: mis mejillas están más pálidas desde entonces, mi persona un poco encorvada. Julieta a veces se aventura a aludir con amargura a la malicia que provocó este cambio, pero yo la beso al instante y le digo que todo ha sido para bien. Soy un marido más cariñoso y fiel, y la verdad es que, de no haber sido por esa herida, nunca hubiera podido llamarla mía a ella.
No volví a visitar la costa, ni a buscar el tesoro del demonio; con todo, mientras medito sobre el pasado, con frecuencia pienso, y mi confesor no fue retraído al manifestarse a favor de la idea, que bien podía haber sido un espíritu bueno más bien que malo, enviado por mi ángel de la guarda para mostrarme la locura y la miseria del orgullo. Tan bien aprendí al fin esa lección, por más rudeza con que me la enseñaran, que ahora todos mis amigos y conciudadanos me conocen por el nombre de Guido il Cortese.
1 Barrio de Génova (N. del T.).
2 Francés: “niño consentido” (N. del E.).
3 Verso de Lord Byron, “Werner” (1822) (N. del T.).