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RELATO DE UN INGENIERO
Amelia B. Edwards 1866
ОглавлениеAmelia Ann Blandford Edwards nació en Londres en 1831. Hija de un banquero y ex oficial del ejército, se formó en su casa con la madre y demostró ser una promesa como escritora desde temprana edad: publicó su primer poema a los siete años y su primer cuento a los doce. A los veintitantos se convirtió en una novelista popular, conocida por el tiempo y el esfuerzo que dedicaba a los escenarios y a los trasfondos de sus narraciones. Una vez estimó que cada una le llevaba dos años de investigación y escritura.
El invierno de 1873-4 fue un punto de inflexión en su vida: junto con varias amistades, visitó Egipto, viaje que registró en su best seller de 1877 A Thousand Miles Up the Nile (Mil millas Nilo arriba). De allí en adelante dedicó gran parte de su tiempo a promover el descubrimiento y la preservación de monumentos antiguos, cofundando el Fondo para la Exploración de Egipto y contribuyendo con la Enciclopedia Británica y el Standard Dictionary. En 1889-90, se embarcó en una gira de conferencias por los Estados Unidos, luego publicadas en 1891 como Pharaohs, Fellahs and Explorers (Faraones, falás y exploradores).1 Tal fue su pasión por Egipto que dejó de escribir narrativa por completo.
Edwards nunca se casó. Murió en abril de 1892, tres meses después que su compañera, Ellen Drew Braysher. Ambas fueron enterradas una al lado de la otra –junto con la hija de Braysher, Sarah, que había fallecido en 1864–, y en 2016 Inglaterra Histórica (oficialmente la Historic Buildings and Monuments Commission for England) incluyó la tumba como monumento histórico, celebrándola como un hito en la historia LGBT inglesa.
Edwards escribió unos cuantos cuentos de fantasmas, muchos de los cuales, como “The Phantom Coach” (“El coche fantasma”) y “The Four-Fifteen Express” (“El expreso de las cuatro y cuarto”) aparecen regularmente en antologías. Al igual que este último, “Relato de un ingeniero” es un cuento ferroviario: dos jóvenes ingleses van a Italia en busca de trabajo y emociones y se ven enredados en amor, asesinato y –años más tarde– una redención sobrenatural.
Se llamaba Matthew Price, señor; yo me llamo Benjamin Hardy. Nacimos con pocos días de diferencia; nos criamos en la misma aldea; aprendimos en la misma escuela. No puedo recordar un tiempo en que no hayamos sido amigos íntimos. Incluso de chicos, nunca supimos lo que era una pelea. No teníamos ningún pensamiento, no teníamos ninguna posesión, que no fueran en común. Nos respaldábamos mutuamente, sin miedo, a muerte. Era una amistad como esas sobre las que uno lee a veces en los libros: fuerte y firme como los grandes Peñascos de nuestros páramos nativos, leal como el sol en el cielo.
El nombre de nuestra aldea era Chadleigh. Muy elevada por encima de las llanuras de pastoreo que se expandían a nuestros pies como un lago verde inconmensurable y se disolvían en bruma en el lejano horizonte, estaba anidada, diminuto caserío construido en piedra, en un hueco protegido más o menos a mitad de camino entre el llano y la meseta. Por encima de nosotros, alzándose cresta tras cresta, falda tras falda, se extendía la región montañosa de los páramos, desnuda y desolada en su mayor parte, con una parcela aquí y allá de campo cultivado o plantación resistente, y coronada en lo más alto por cúmulos de inmensos riscos grises, abruptos, aislados, vetustos, más antiguos que el diluvio. Esos eran los Peñascos: Peñasco de los Druidas, Peñasco del Rey, Peñasco del Castillo y similares; lugares sagrados, según me han contado, en tiempos antiguos, donde se realizaban coronaciones, quemas, sacrificios humanos y toda clase de ritos paganos sangrientos. También huesos han encontrado allí, y puntas de flechas y adornos de oro y vidrio. Yo tenía un vago temor reverencial por los Peñascos en aquellos tiempos juveniles, y no me habría acercado allí después del anochecer ni a cambio del soborno más cuantioso.
He dicho que nacimos en la misma aldea. Él era hijo de un pequeño granjero, de nombre William Price, y era el mayor de una familia de siete; yo era el hijo único de Ephraim Hardy, el herrero de Chadleigh, hombre muy conocido en aquella zona, cuyo recuerdo no se ha borrado hasta el día de hoy. En la misma medida en que se supone que un granjero es más importante que un herrero, del padre de Mat podría decirse que tenía un rango superior al del mío; pero William Price, con su pequeña propiedad y sus siete niños, era, de hecho, tan pobre como muchos jornaleros; mientras que el herrero, pudiente, ajetreado, popular y manirroto, era una persona de cierta relevancia en el lugar. Todo esto, sin embargo, no tenía nada que ver con Mat y conmigo. Jamás se nos pasaba por la cabeza a ninguno de los dos que su chaqueta estuviera rota en los codos o que nuestros fondos mutuos provinieran por completo de mi bolsillo. Nos bastaba con sentarnos en el mismo banco de escuela, estudiar nuestras tareas del mismo manual, pelear las batallas del otro, escudar las faltas del otro, pescar, juntar nueces, hacernos la rabona, robar juntos en huertos y nidos de pájaros y pasar toda media hora, autorizada o sustraída, en compañía del otro. Fue una época feliz; pero no podía seguir para siempre. Mi padre, como era próspero, resolvió hacerme avanzar en el mundo. Yo tenía que saber más y desempeñarme mejor que él mismo. La herrería no era suficientemente buena, el pequeño mundo de Chadleigh no era suficientemente amplio, para mí. Así sucedió que yo seguí balanceando el portafolios cuando Mat ya estaba silbando en el arado y que al fin, cuando mi rumbo futuro había cobrado forma, nos separáramos, según nos pareció en ese momento, de por vida. Pues, como hijo de herrero que era yo, el horno y la fragua, de una u otra forma, me agradaban más y elegí ser ingeniero mecánico. De modo que mi padre al poco tiempo me colocó como aprendiz en una fundición de Birmingham; y, luego de decirle adiós a Mat y a Chadleigh y a los viejos Peñascos grises a cuya sombra había pasado todos los días de mi vida, dirigí la cara hacia el norte y me encaminé hacia “el Territorio Negro”.
No voy a prolongar esta parte de mi cuento. Cómo me desempeñé en mi período de aprendizaje; cómo, una vez que cumplí todo mi plazo y me convertí en un trabajador calificado, saqué a Mat del arado y lo llevé al Territorio Negro, donde compartí con él alojamiento, salarios, experiencia, en resumen, todo lo que tenía para dar; cómo él, naturalmente rápido para aprender y rebosante de energía silenciosa, se abrió camino paso a paso y llegó al poco tiempo a ser “personal principal” en su departamento; cómo, durante todos esos años de transformación, y prueba, y esfuerzo, el antiguo afecto juvenil jamás flaqueó ni aflojó, sino que se mantuvo, creciendo con nuestro crecimiento y reforzándose con nuestra fuerza; todos esos son hechos que no necesito más que esbozar aquí.
Alrededor de esa época –se recordará que hablo de los tiempos en que Mat y yo estábamos del lado positivo de los treinta– sucedió que nuestra firma obtuvo un contrato para proveer seis locomotoras de primera clase para la nueva línea, entonces en proceso de construcción, que correría entre Turín y Génova. Era el primer pedido italiano que recibíamos. Habíamos tenido negocios con Francia, Holanda, Bélgica, Alemania, pero nunca con Italia. La relación, por lo tanto, era nueva y valiosa, tanto más valiosa porque nuestros vecinos trasalpinos acababan de empezar recientemente a construir las vías ferroviarias y con seguridad precisarían más de nuestro buen trabajo inglés a medida que avanzaran. De modo que la firma de Birmingham se puso a trabajar con voluntad en el contrato, extendió nuestras horas de trabajo, aumentó nuestros salarios, tomó más personal y decidió, si la energía y la rapidez lo permitían, ubicarse a la cabeza del mercado laboral italiano y quedarse allí. Se merecían y lograron el éxito. Las seis locomotoras no sólo salieron a tiempo, sino que estuvieron embarcadas, despachadas y entregadas con una rapidez que asombró bastante a nuestro consignatario piamontés. Yo me sentí no poco orgulloso, pueden estar seguros, cuando resulté nombrado para supervisar el transporte de las máquinas. Como me permitieron contar con un par de asistentes, logré que Mat fuera uno de ellos; y así disfrutamos juntos de las primeras grandes vacaciones de nuestras vidas.
Fue un cambio maravilloso para dos operarios especializados de Birmingham recién venidos del Territorio Negro. La ciudad de las hadas, con fondo creciente de Alpes; el puerto atestado de barcos extraños; el maravilloso cielo azul y el mar más azul todavía; las casas pintadas en los muelles; la pintoresca catedral, revestida de mármol blanco y negro; la calle de los joyeros, semejante a un bazar de Las mil y una noches; la calle de los palacios, con sus patios moriscos, sus fuentes y sus naranjos; las mujeres veladas como novias; los galeotes encadenados de a dos; las procesiones de sacerdotes y monjes; el interminable repicar de campanas; el parloteo de una lengua extraña; la singular claridad y luminosidad del clima; todo eso junto formaba tal combinación de prodigios que el primer día deambulamos en una especie de sueño perplejo, como niños en un parque de diversiones. Antes que terminara esa semana, tentados por la belleza del lugar y la liberalidad de la paga, nos habíamos puesto de acuerdo en conseguir trabajo en la Compañía de Ferrocarriles de Génova y dar la espalda para siempre a Birmingham.
Entonces empezó una nueva vida, una vida tan activa y saludable, tan impregnada de aire fresco y sol, que a veces nos maravillábamos de cómo podíamos haber soportado la penumbra del Territorio Negro. Íbamos constantemente de un lado a otro de la línea: ya a Génova, ya a Turín, haciendo viajes de prueba de las locomotoras y poniendo nuestras antiguas experiencias al servicio de nuestros nuevos empleadores.
Entretanto, hicimos de Génova nuestra sede y alquilamos un par de habitaciones arriba de una pequeña tienda en una callejuela lateral que descendía hacia los muelles. ¡Qué callecita más ajetreada!: tan empinada y serpenteante que ningún vehículo podía pasar por allí, y tan estrecha que el cielo parecía una mera franja de cinta azul intenso en las alturas. Allí todas las casas, sin embargo, eran tiendas, donde las mercancías usurpaban la vereda, o estaban apiladas junto a la puerta, o colgaban de los balcones como si fueran tapices; y a lo largo del día entero, del amanecer al anochecer, un torrente incesante de transeúntes se derramaba calle arriba y abajo entre el puerto y el barrio alto de la ciudad.
Nuestra casera era viuda de un platero y vivía de la venta de adornos de filigrana, joyería barata, peinetas, abanicos y juguetes de marfil y azabache. Tenía una única hija llamada Gianetta, que atendía la tienda y era sencillamente la mujer más hermosa que he contemplado en mi vida. Mirando atrás a través de este fatigoso abismo de años y trayendo la imagen de ella ante mí (como puedo y hago) con toda la vivacidad de la vida, soy incapaz, incluso ahora, de detectar un defecto en su hermosura. No intento describirla. No creo que haya un poeta viviente que pueda encontrar las palabras para hacerlo; pero una vez vi una pintura bastante parecida a ella (ni la mitad de preciosa, pero aun así parecida) y, que yo sepa, esa pintura sigue colgada donde la vi por última vez: en las paredes del Louvre. Representaba a una mujer de ojos castaños y cabello dorado, que miraba por encima del hombro hacia un espejo circular sostenido por un hombre de barba en el fondo. En ese hombre, según entendí entonces, el artista había pintado su propio retrato; en ella, el retrato de la mujer a la que amaba. Ninguna pintura que hubiera visto yo alguna vez era la mitad de hermosa que esa, y sin embargo no era digna de ser nombrada en la misma exhalación que Gianetta Coneglia.
Pueden tener la certeza de que a la tienda de la viuda no le faltaban clientes. Toda Génova sabía qué bonita cara se podía ver detrás de aquel mostradorcito deslucido; y Gianetta, con lo coqueta que era, tenía más enamorados de los que le interesaba recordar, incluso por el nombre. Hidalgos y sencillos, ricos y pobres, del marinero de gorra roja que compraba sus aros o su amuleto al aristócrata que adquiría despreocupado la mitad de las filigranas de la vidriera, ella los trataba a todos por igual: los alentaba, se reía de ellos, los hacía avanzar y los apagaba a su placer. No tenía más corazón que una estatua de mármol, según descubrimos Mat y yo al poco tiempo, a nuestra propia amarga costa.
No sé decir hasta el día de hoy cómo ocurrió, o qué me hizo sospechar por vez primera cómo iban las cosas para nosotros dos; pero, mucho antes de que menguara aquel otoño, entre mi amigo y yo había surgido un frío. No era nada que hubiera podido ser puesto en palabras. No era nada que ninguno de los dos hubiera podido explicar o justificar para salvar su vida. Nos alojábamos juntos, comíamos juntos, trabajábamos juntos, exactamente como antes; hacíamos juntos incluso nuestras largas caminatas vespertinas, cuando terminaba nuestro día de trabajo; y excepto, quizá, que estábamos más callados que en otros tiempos, ningún mero espectador habría podido detectar una sombra de cambio. Con todo, lo había, silencioso y sutil, y ensanchaba cada día el abismo entre nosotros.
No era culpa de él. Él también era demasiado leal y de buen corazón para haber provocado voluntariamente semejante estado de cosas entre nosotros. Ni tampoco creo –por más fogosa que sea mi naturaleza– que fuera culpa mía. Era toda de ella, de ella de principio a fin: el pecado, y la vergüenza, y el pesar.
Si ella hubiera demostrado una preferencia justa y abierta por alguno de nosotros, ningún daño real habría venido de allí. Yo me habría impuesto a mí mismo cualquier restricción, y sabe Dios que habría soportado cualquier sufrimiento, por ver a Mat realmente feliz. Sé que él habría hecho lo mismo, y más si hubiera podido, por mí. Pero a Gianetta no le importaba un comino ninguno de los dos. Jamás tuvo la intención de elegir entre nosotros. Separarnos le gratificaba la vanidad; le divertía jugar con nosotros. Excedería mis facultades decir cómo, mediante mil imperceptibles matices de coquetería –la persistencia de una mirada, la sustitución de una palabra, el aleteo de una sonrisa–, ella se las ingeniaba para trastornarnos la cabeza y torturarnos el corazón y hacernos amarla. Nos engañó a los dos. Nos alentaba esperanzas; nos enloquecía de celos; nos abrumaba de desesperación. Por mi parte, cuando parecía despertarse en mí una repentina sensación de la ruina que rondaba nuestra senda y veía que la más leal amistad que haya atado alguna vez dos vidas marchaba a la deriva hacia el naufragio y la destrucción, me preguntaba si alguna mujer en el mundo valía lo que Mat había sido para mí y yo para él. Pero eso no sucedía muy a menudo. Yo estaba más dispuesto a cerrar los ojos a la verdad que a afrentarla; y de ese modo seguí viviendo, tercamente, en un sueño.
Así pasó el otoño y llegó el invierno, el extraño, traicionero invierno genovés, verde de olivos y encinas, luminoso de sol y glacial de tormentas. Con todo, rivales en el fondo y amigos en la superficie, Mat y yo seguimos quedándonos en nuestro alojamiento del vicolo Balba. Todavía Gianetta nos retenía con sus artimañas fatales y su hermosura más fatal aún. Finalmente llegó un día en que sentí que ya no podía seguir soportando el horrible padecimiento y la incertidumbre de esa situación. El sol, juré, no volvería a ponerse antes que yo conociera mi sentencia. Ella tenía que elegir entre nosotros. Tenía que aceptarme o dejarme ir. Yo estaba temerario. Estaba desesperado. Estaba decidido a saber lo peor o lo mejor. Si lo peor, de inmediato le daría la espalda a Génova, a ella, a todos los afanes y propósitos de mi vida pasada, y empezaría de nuevo el mundo. Eso le dije a ella, con pasión y con dureza, plantándomele delante en la pequeña sala trasera de la tienda, una desapacible mañana de diciembre.
–Si te atrae más Mat –dije–, dímelo en una palabra y nunca más voy a volver a molestarte. Él es más digno de tu amor. Yo soy celoso y exigente; él es tan confiable y desinteresado como una mujer. Habla, Gianetta, ¿tengo que decirte adiós para siempre, o tengo que escribirle a mi madre en Inglaterra pidiéndole que le rece a Dios que bendiga a la mujer que ha prometido ser mi esposa?
–Abogas bien por la causa de tu amigo –respondió ella, altanera–. Matteo debería estarte agradecido. Esto es más de lo que él haya hecho por ti alguna vez.
–¡Dame una respuesta, por piedad! –exclamé yo–, ¡y déjame ir!
–Eres libre de irte o quedarte, signor inglese –respondió ella–. Yo no soy tu carcelera.
–¿Me pides que me vaya?
–Beata Madre! No.
–¿Te casarás conmigo, si me quedo?
¡Se rio sonoramente, con una carcajada tan alegre, burlona, musical, como un repique de campanas de plata!
–Pides demasiado –dijo.
–¡Sólo lo que me has hecho esperar estos últimos cinco o seis meses!
–Es lo mismo que dice Matteo. ¡Qué cansadores son los dos!
–¡Ah, Gianetta! –dije con pasión–, ¡sé seria por un momento! Yo soy un tipo brusco, es cierto; ni la mitad de lo bueno o lo despierto que te resultarían suficientes; pero te amo con todo mi corazón, y ni un emperador podría amarte más.
–Me alegra –respondió–; no quiero que me ames menos.
–¡Entonces, no puedes desear hacerme desgraciado! ¿Me lo juras?
–¡No juro nada! –dijo ella, con otra carcajada–; ¡excepto que no voy a casarme con Matteo!
¡Excepto que no iba a casarse con Matteo! Sólo eso. Ni una palabra de esperanza para mí. Nada más que la condenación de mi amigo. Yo podía obtener de allí consuelo, y triunfo egoísta, y alguna especie de garantía vil, si me era posible. Y eso, para mi vergüenza, hice. Me aferré al aliento vano y, ¡tonto de mí!, le permití darme largas sin respuesta. Desde ese día, abandoné todo esfuerzo de autocontrol y me dejé ir ciego a la deriva hacia… la destrucción.
Finalmente las cosas se pusieron tan mal entre Mat y yo que pareció que se acercaba una ruptura abierta. Nos evitábamos mutuamente, apenas intercambiábamos una docena de frases al día y nos desprendimos de todos nuestros antiguos hábitos familiares. En esa época –¡me estremece recordarlo!– había momentos en que sentía que lo odiaba.
Así, con el problema ahondándose y ampliándose entre nosotros día a día, pasaron otro mes o cinco semanas; y llegó febrero; y, con febrero, el carnaval. En Génova dicen que fue un carnaval particularmente insulso; y así debe de haber sido, pues, salvo una o dos banderas colgadas en alguna de las calles principales y una especie de aspecto de festa en las mujeres, no había indicios especiales de la estación. Fue, me parece, el segundo día cuando, después de haber estado en la línea toda la mañana, regresé a Génova al anochecer y, para mi sorpresa, encontré a Mat Price en el andén. Se acercó a mí y me apoyó la mano en el brazo.
–Volviste tarde –dijo–. Llevo tres cuartos de hora esperándote. ¿Comemos juntos hoy?
Impulsivo como soy, esa prueba de retorno a la buena voluntad convocó de inmediato mis mejores sentimientos.
–De todo corazón, Mat –respondí–; ¿vamos a lo de Gozzoli?
–No, no –dijo él, apresurado–. A algún lugar más tranquilo; algún lugar donde podamos conversar. Tengo algo que decirte.
Noté que estaba pálido y agitado, y una incómoda sensación de aprehensión se apoderó de mí. Nos decidimos por el Pescatore, una pequeña trattoria apartada, cercana al Molo Vecchio. Allí, en un lóbrego salón, mayormente frecuentado por marinos y con olor a tabaco, pedimos nuestra cena sencilla. Mat apenas si tragó bocado; pero, solicitando enseguida una botella de vino siciliano, bebió con avidez.
–Bueno, Mat –dije yo cuando nos pusieron el último plato sobre la mesa–, ¿qué noticias tienes?
–Malas.
–Lo adiviné por tu cara.
–Malas para ti; malas para mí. Gianetta.
–¿Qué hay con Gianetta?
Se pasó la mano nerviosamente por los labios.
–Gianetta es falsa; peor que falsa –dijo, con voz ronca–. Valora al corazón de un hombre honesto tanto como valora una flor para su pelo: la usa un día, luego la tira para siempre. Se ha portado cruelmente mal con los dos.
–¿En qué sentido? ¡Santo cielo, habla!
–En el peor sentido en que una mujer puede portarse mal con quienes la aman. Se ha vendido al marchese Loredano.
La sangre se me subió a la cabeza y la cara en un torrente que quemaba. Apenas si veía y no me tenía confianza para hablar.
–La vi ir para la catedral –continuó rápido él–. Hará unas tres horas. Pensé que tal vez iba a confesarse, así que me quedé atrás y la seguí a cierta distancia. Sin embargo, cuando entró, fue derecho a la parte trasera del púlpito, donde estaba esperándola ese hombre. ¿Lo recuerdas?: un viejo que frecuentaba la tienda uno o dos meses atrás. Bueno, al ver que estaban muy sumidos en una conversación, y que estaban muy cerca del púlpito de espaldas a la iglesia, me dio un ataque de furia y fui derecho por el pasillo central, con la intención de hacer o decir algo, no sabía muy bien qué; pero, en cualquier caso, a aferrarla del brazo y llevarla a casa. Cuando estuve a unos pocos pies de distancia, sin embargo, y encontré tan sólo una enorme columna entre ellos y yo, me detuve. Ellos no alcanzaban a verme, ni yo a ellos; pero alcanzaba a oír sus voces con claridad y… y escuché.
–Bueno, y escuchaste…
–Los términos de una negociación vergonzosa: belleza por un lado, oro por el otro; tantos miles de francos al año; una villa cerca de Nápoles… ¡Bah! Me enferma repetirlo.
Y, con un estremecimiento, se sirvió otra copa de vino y se la bebió de un trago.
–Después de eso –dijo enseguida–, no hice ningún esfuerzo por llevármela. Todo ese asunto era de tanta sangre fría, tan deliberado, tan vergonzoso, que sentí que sólo tenía que borrármela de la memoria y dejarla librada a su destino. Salí a hurtadillas de la catedral y anduve por ahí junto al mar un largo rato, tratando de enderezar mis pensamientos. Entonces me acordé de ti, Ben; y el recuerdo del modo en que esta libertina se había interpuesto entre nosotros y había roto nuestras vidas me volvió loco. Así que me fui hasta la estación y te esperé. Sentí que tenías que saberlo todo; y… y pensé que, quizá, podríamos volvernos juntos a Inglaterra.
–¡El marchese Loredano!
Fue todo lo que conseguí decir; todo lo que conseguí pensar. Tal como acababa de decir de sí mismo Mat, me sentía “anonadado”.
–Hay una cosa más que tal vez podría contarte también –agregó reticente–, aunque sólo sea para mostrarte lo falsa que puede ser una mujer. Nosotros… íbamos a casarnos el mes que viene.
–¿Nosotros? ¿Quiénes? ¿A qué te refieres?
–Me refiero a que íbamos a casarnos…, Gianetta y yo.
Una repentina tormenta de rabia, de desprecio, de incredulidad, se abatió sobre mí ante eso y pareció llevarse lejos mis sentidos.
–¿Contigo? –exclamé–. ¿Gianetta casarse contigo? No te creo.
–Ojalá no me lo hubiera creído yo –respondió él, alzando la vista como desconcertado por mi vehemencia–. Pero ella me lo juró; y pienso que, cuando me lo juró, lo decía en serio.
–¡A mí me dijo, semanas atrás, que jamás sería tu esposa!
Le subió el color, se le oscureció la frente; pero cuando llegó su respuesta, fue tan calma como la última.
–¿De veras? –dijo–. Entonces, es sólo una bajeza más. A mí me dijo que te había rechazado; y esa era la razón por la que manteníamos en secreto nuestro compromiso.
–Dime la verdad, Mat Price –dije, casi fuera de mí por la sospecha–. ¡Confiesa que eso es falso palabra por palabra! Confiesa que Gianetta no quiere escucharte y que tienes miedo de que yo tenga éxito en donde fallaste tú. ¡Como quizá me pase a mí…, como quizá me pase a mí, después de todo!
–¿Estás loco? –exclamó él–. ¿A qué te refieres?
–A que pienso que es tan sólo un truco para hacer que me vaya a Inglaterra; que no creo ni una sílaba de tu cuento. ¡Eres un mentiroso, y te odio!
Se levantó y, apoyando una mano en el respaldo de su silla, me miró a la cara con severidad.
–Si no fueras Benjamin Hardy –dijo, con deliberación–, te apalearía hasta una pulgada antes de matarte.
No bien terminaron de salir de su boca esas palabras, me abalancé sobre él. Nunca pude recordar con claridad lo que siguió. Una maldición, un golpe, un forcejeo, un momento de furia ciega, un grito, una confusión de lenguas, un círculo de caras extrañas. Luego veo a Mat recostado en los brazos de un espectador; a mí tembloroso y perplejo… el cuchillo cayendo de mi mano; sangre en el piso; sangre en mis manos; sangre en su camisa. Y luego oigo esas terribles palabras:
–¡Ah, Ben, me asesinaste!
No murió; por lo menos, no allí y entonces. Se lo llevaron al hospital más cercano y estuvo unas semanas entre la vida y la muerte. Su caso, decían, era difícil y riesgoso. El cuchillo había entrado justo debajo de la clavícula y perforado hasta los pulmones. No se le permitía hablar ni darse vuelta, apenas respirar con libertad. No podía siquiera levantar la cabeza para beber. Yo me quedé sentado junto a él día y noche durante todo ese tiempo doloroso. Renuncié a mi puesto en el ferrocarril; dejé mi alojamiento en el vicolo Balba; intenté olvidar que alguna vez había respirado en este mundo una mujer como Gianetta Coneglia. Viví solo para Mat; y él trató de vivir, creo yo, más por mí que por él. Así, en las amargas horas silenciosas de pesar y penitencia, cuando ninguna otra mano más que la mía se acercaba a sus labios o le acomodaba la almohada, la antigua amistad volvió incluso con más confianza y lealtad que antes. Él me perdonó, completa y libremente; y yo habría dado agradecido la vida por él.
Finalmente llegó una clara mañana de primavera en que, dado de alta como convaleciente, salió tambaleante por las puertas del hospital, apoyado en mi brazo y débil como un infante. No estaba curado; tampoco, según me enteré entonces para mi horror y angustia, era posible que se curase alguna vez. Podría seguir viviendo, con cuidado, unos años; pero los pulmones estaban dañados por encima de toda esperanza de remedio, y nunca más podría volver a ser un hombre fuerte y saludable. Esas, dichas a mí en un aparte, fueron las palabras de despedida del médico principal, quien me aconsejó llevarlo sin demora más hacia el sur.
Lo llevé a una pequeña ciudad costera llamada Rocca, a unas treinta millas de Génova, un lugar solitario y protegido en la Riviera, donde el mar era más azul todavía que el cielo y los acantilados eran verdes con extrañas plantas tropicales, cactus y aloes y palmeras egipcias. Aquí nos alojamos en la casa de un pequeño comerciante; y Mat, para usar sus propias palabras, “se puso a trabajar en ponerse bien en serio”. Pero, ¡ay!, era un trabajo que ninguna seriedad podía promover. Día tras día bajamos a la playa y nos quedamos horas sentados bebiendo el aire marino y observando las velas que iban y venían por alta mar. Al poco tiempo él ya no pudo ir más lejos que el jardín de la casa donde vivíamos. Un poco más adelante, se pasaba los días en un sofá junto a la ventana abierta, a la paciente espera del final. ¡Ay, del final! Habíamos llegado a eso. Iba consumiéndose rápido, menguando con la mengua del verano, y consciente de que la Guadaña estaba cerca. Su único objetivo era ahora suavizar la angustia de mi remordimiento y prepararme para lo que debía llegar pronto.
–No seguiría viviendo, si pudiera –dijo, acostado en el sofá una nochecita de verano y con la vista levantada hacia las estrellas–. Si pudiera elegir en este momento, pediría irme. Me gustaría que Gianetta supiera que la perdoné.
–Lo sabrá –le dije, temblando de repente de los pies a la cabeza.
Me apretó la mano.
–¿Y le escribirás a mi padre?
–Sí.
Yo me había echado un poco atrás, para que no pudiera ver las lágrimas que corrían por mis mejillas; pero él se levantó sobre el codo y miró alrededor.
–No te preocupes, Ben –susurró; apoyó la cabeza fatigado en la almohada y así murió.
Y ese fue el final del asunto. Ese fue el final de todo lo que hacía que la vida fuera vida para mí. Allí lo enterré, oyendo el oleaje de un mar extraño sobre una costa extraña. Me quedé junto a la tumba hasta que se fueron el sacerdote y los circunstantes. Vi caer la tierra en el hueco hasta el último terrón y al sepulturero aplastarla con los pies. Entonces, y no antes de entonces, sentí que lo había perdido para siempre: el amigo al que había amado y odiado y matado. Entonces, y no antes de entonces, supe que todo descanso y gozo y esperanza se habían acabado para mí. Desde ese momento se me endureció adentro el corazón y mi vida se llenó de odio. Día y noche, tierra y mar, trabajo y descanso, comida y sueño eran odiosos por igual para mí. Era la maldición de Caín, y el hecho de que mi hermano me hubiera perdonado no la hacía en absoluto más liviana. Paz en la tierra no había más para mí, y la buena voluntad hacia los hombres estaba muerta en mi corazón para siempre. El remordimiento suaviza ciertas naturalezas; pero envenenó la mía. Odiaba a toda la humanidad; pero por encima de toda la humanidad odiaba a la mujer que se había interpuesto entre nosotros dos y había arruinado la vida de ambos.
Él me había pedido que la buscara y fuera mensajero de su perdón. Antes habría bajado al puerto de Génova y habría asumido la gorra de sarga y el grillete con bola de cualquier galeote que estuviera esforzándose en las obras públicas; pero a pesar de todo eso, hice lo mejor que pude por obedecerle. Volví, solo y a pie. Volví, con la intención de decirle a ella: “Gianetta Coneglia, él te perdonó, pero Dios jamás va a perdonarte”. Pero se había ido. La pequeña tienda estaba alquilada a un nuevo ocupante; y los vecinos sólo sabían que madre e hija se habían marchado de allí muy de repente, y que se suponía que Gianetta estaba bajo la “protección” del marchese Loredano. Cómo hice indagaciones aquí y allá; cómo averigüé que se habían ido a Nápoles, y cómo, inquieto y temerario de mi tiempo, trabajé a bordo a cambio del pasaje en un vapor francés y la seguí; cómo, encontrada la suntuosa villa que era ahora de ella, me enteré de que se había ido de allí unos días atrás a París, donde el marchese era embajador de las Dos Sicilias; cómo, trabajando a bordo a cambio del pasaje de vuelta hasta Marsella y, de allí, en parte por río y en parte por tren, me dirigí a París; cómo, día tras día, recorrí las calles y los parques, vigilé los portones del embajador, seguí su carro y por fin, después de semanas de espera, descubrí el domicilio de ella; cómo, tras escribir una solicitud de entrevista, sus sirvientes me rechazaron de la puerta y me arrojaron mi carta en la cara; cómo, levantando la vista hacia sus ventanas, yo entonces, en vez de perdonar, la maldije solemnemente con las maldiciones más ácidas que mi lengua pudiera idear, y cómo hecho esto, me sacudí de los pies el polvo de París y me convertí en un vagabundo por la faz de la tierra, son hechos que no tengo ahora espacio para contar.
Los siguientes seis u ocho años de mi vida fueron bastante cambiantes e inestables. Hombre inquieto y malhumorado, tomé empleo aquí y allá, según la oportunidad se ofrecía, volviendo mi mano a muchas cosas y preocupándome poco por lo que ganaba, en la medida en que el trabajo fuera duro y el cambio incesante. Primero de todo, me empleé como jefe de ingenieros en uno de los vapores franceses que hacían viajes entre Marsella y Constantinopla. En Constantinopla cambié a uno de los barcos de la Austrian Lloyd y trabajé un tiempo yendo a y viniendo de Alejandría, Jaffa y esas regiones. Después de eso, me junté con un grupo de hombres del señor Layard en El Cairo y entonces fui Nilo arriba y ocupé un puesto en las excavaciones del túmulo de Nimrud. Luego me convertí en ingeniero mecánico de la nueva línea del desierto entre Alejandría y Suez; y al poco tiempo me pagué el pasaje a Bombay trabajando a bordo y entré en servicio como mecánico de máquinas en uno de los grandes ferrocarriles de la India. Me quedé en la India largo tiempo; es decir, me quedé casi dos años, lo que era un largo tiempo para mí; y tal vez ni siquiera me habría ido tan pronto, de no haber sido porque justo entonces se declaró la guerra con Rusia. Eso me tentó. Porque a mí me encantaban el peligro y la adversidad como a otros hombres les encantan la seguridad y la comodidad; y en cuanto a mi vida, yo habría preferido despedirme de ella que conservarla, en cualquier momento. De modo que me volví directo a Inglaterra; me trasladé a Portsmouth, donde mis recomendaciones me procuraron de inmediato la clase de puesto que quería. Zarpé a Crimea en la sala de máquinas de uno de los vapores de guerra de su majestad.
Serví en la flota, por supuesto, mientras duró la guerra; y cuando terminó, me fui a vagabundear de nuevo, gozando de mi libertad. Esta vez fui a Canadá y, después de trabajar en un ferrocarril entonces en construcción muy cerca de la frontera estadounidense, enseguida crucé a los Estados Unidos; viajé de norte a sur; crucé las montañas Rocallosas; probé uno o dos meses de vida en la región del oro; y luego, al apoderarse de mí un repentino, doloroso, inexplicable anhelo de volver a visitar aquella tumba solitaria tan lejana en la costa de Italia, volví la cara una vez más hacia Europa.
¡Pobrecita tumba! La encontré repleta de malezas, la cruz medio rota, la inscripción medio borrada. Era como si nadie lo hubiera querido ni lo recordara. Volví a la casa donde nos habíamos alojado juntos. Seguía viviendo allí la misma gente y me dio una amable bienvenida. Me quedé con ellos unas semanas. Desmalecé y planté y arreglé la tumba con mis propias manos, y coloqué una nueva cruz de puro mármol blanco. Era la primera temporada de descanso que conocía desde que lo había depositado allí; y cuando al fin me puse al hombro mi mochila y partí de nuevo a batallar con el mundo, me juré que, Dios mediante, volvería a rastras a Rocca cuando mis días se acercaran al final y sería enterrado junto a él.
De allí en adelante, quizás un poco menos inclinado que antes a regiones muy lejanas, y con ganas de mantenerme al alcance de esa tumba, no fui más lejos que Mantua, donde me empleé como maquinista de la línea ferroviaria, entonces recién terminada, que hacía viajes entre esa ciudad y Venecia. En cierto modo, aunque yo me había capacitado para la ingeniería mecánica, preferí en esa época ganarme el pan conduciendo. Me gustaba lo que tenía de emocionante, la sensación de poder, las ráfagas de aire, el rugido del fuego, la fugacidad del paisaje. Por encima de todo, disfrutaba de conducir el expreso nocturno. Mientras peor estuviera el clima, mejor se acomodaba a mi temperamento huraño. Porque yo me sentía duro, y más duro que nunca. Los años no habían hecho nada para ablandarme. Sólo habían confirmado todo lo más negro y más amargo que había en mi corazón.
Me mantuve bastante fiel a la línea de Mantua, y llevaba trabajando allí más de siete meses seguidos cuando tuvo lugar lo que estoy a punto de relatar ahora.
Era el mes de marzo. El clima venía agitado durante los últimos días, y las noches, tormentosas; y en un punto de la línea, cerca de Ponte di Brenta, las aguas habían subido y se habían llevado unas setenta yardas de terraplén. Desde ese accidente, los trenes se habían visto obligados a detenerse en cierto punto entre Padua y Ponte di Brenta y los pasajeros, con su equipaje, tenían que ser transportados desde allí, en toda clase de vehículos, a través de un tortuoso camino vecinal, hasta la estación más cercana al otro lado de la brecha, donde otro tren con su locomotora los esperaba. Eso, por supuesto, causaba gran confusión y fastidio, desordenaba todos nuestros horarios y sometía al público a una cantidad de incomodidades. Entretanto, un ejército de peones fue destacado en el lugar y trabajaba día y noche para reparar el daño. En esa época yo conducía dos trenes diarios; a saber, uno de Mantua a Venecia a la mañana temprano y un tren de regreso de Venecia a Mantua por la tarde: días tolerablemente llenos de trabajo, que abarcaban alrededor de ciento noventa millas de terreno y ocupaban entre diez y once horas. Por lo tanto, no me sentí muy contento cuando, el tercer o cuarto día después del accidente, me informaron que, además de mi turno de trabajo habitual, se me requeriría esa noche conducir un tren especial a Venecia. Ese tren especial, consistente en una locomotora, un solo vagón y un furgón de cola, debía salir del andén de Mantua a las once; en Padua los pasajeros debían apearse y encontrar sillas de posta a la espera de trasladarlos a Ponte di Brenta; en Ponte di Brenta otra locomotora, con vagón y furgón de cola, debía estar lista. Me encomendaron acompañarlos a lo largo de todo el recorrido.
–Corpo di Bacco –dijo el empleado que me dio las órdenes–, no hace falta que te pongas tan ceñudo, hombre. Vas a recibir sin duda una generosa gratificación. ¿Sabes quién va contigo?
–No.
–¡Claro que no! Pues se trata del duca Loredano, el embajador napolitano.
–¡Loredano! –tartamudeé–. ¿Cuál Loredano? Había un marchese…
–Certo. Él era el marchese Loredano hace unos años; pero desde entonces ha accedido al ducado.
–Debe de ser un hombre muy viejo en este momento.
–Sí, es viejo; pero ¿qué hay con eso? Está tan sano y radiante y majestuoso como siempre. ¿Lo has visto antes?
–Sí –dije, apartándome–; lo he visto… hace años.
–¿Has oído hablar de su casamiento?
Meneé la cabeza.
El empleado rio entre dientes, se frotó las manos y se encogió de hombros.
–Una cosa extraordinaria –dijo–. Armó un tremendo esclandre2 en su momento. Se casó con la amante, una chica común, vulgar; una genovesa; muy bonita; pero no aceptada, por supuesto. Nadie la visita.
–¿Se casó con ella? –exclamé yo–. Imposible.
–Es verdad, te lo aseguro.
Me llevé la mano a la cabeza. Me sentía como si hubiera tenido una caída o hubiera recibido un golpe.
–¿Ella… ella va esta noche? –titubeé.
–Ah, querido, sí; va adonde va él; nunca lo deja ir fuera de su vista. Ya vas a verla: la bella duchessa!
Con eso mi informante se rio y se frotó de nuevo las manos y volvió a su oficina.
El día pasó, no sé muy bien cómo, excepto que mi alma entera se encontraba en un tumulto de rabia y amargura. Regresé de mi tarde de trabajo a eso de las 7:25 y a las 10:30 estaba de nuevo en la estación. Había examinado la locomotora; había dado instrucciones al fochista o fogonero acerca del fuego; me había ocupado del suministro de petróleo, y había conseguido que estuviera todo listo, cuando, justo en el momento en que estaba por comparar mi reloj pulsera con el reloj de la boletería, una mano se apoyó en mi brazo y una voz me dijo al oído:
–¿Usted es el maquinista que va a continuar con este tren especial?
Yo nunca había visto antes a quien me hablaba. Era un hombre bajo, moreno, enfundado alrededor del cuello, con anteojos azules, larga barba negra y el sombrero bajo sobre los ojos.
–Usted es pobre, supongo –dijo en un susurro veloz, ansioso–, y, como cualquier otro pobre, no opondría objeciones a estar mejor. ¿Le gustaría ganarse un par de miles de florines?
–¿De qué manera?
–¡Silencio! Usted tiene que detenerse en Padua, ¿no es cierto?, y continuar después en Ponte di Brenta.
Asentí.
–Supongamos que no hace nada por el estilo. Supongamos que, en vez de apagar la máquina de vapor, usted salta de la locomotora y deja que el tren siga corriendo.
–Imposible. Hay setenta yardas de terraplén faltante y…
–Basta! Ya lo sé. Usted sálvese y deje que el tren siga corriendo. No sería nada más que un accidente.
Me acaloré y me congelé; temblé; el corazón me latía rápido y me fallaba la respiración.
–¿Por qué me tienta? –titubeé.
–Por Italia –susurró–; por la libertad. Ya sé que usted no es italiano; pero, pese a todo, puede ser un amigo. Ese Loredano es uno de los enemigos más acérrimos de su país. Espere, aquí tiene los dos mil florines.
Le empujé la mano hacia atrás con furia.
–No, no –dije–. Nada de dinero sangriento. Si lo hago, no lo hago ni por Italia ni por dinero, sino por venganza.
–¿Por venganza? –repitió él.
En ese momento dieron la señal de retroceso hasta el andén. Salté a mi puesto en la locomotora sin una palabra más. Cuando volví a mirar hacia el lugar donde estaba el extraño, había desaparecido.
Los vi ocupar sus puestos: duque y duquesa, secretario y sacerdote, ayuda de cámara y doncella. Vi al jefe de estación hacerles una reverencia cuando subían al vagón y quedarse parado, gorra en mano, junto a la puerta. No alcancé a distinguir sus caras; el andén estaba demasiado en penumbra y el resplandor del fuego de la máquina era demasiado fuerte; pero reconocí la majestuosa figura de ella y el aplomo de su cabeza. Si no me hubieran contado quién era, la habría reconocido por esos solos rasgos. Entonces sonó con estridencia el silbato del guarda y el jefe de estación hizo su última reverencia; yo encendí el vapor, y partimos.
Mi sangre estaba en llamas. Yo ya no temblaba ni vacilaba. Sentía como si todos mis nervios fueran de acero y cada latido estuviera imbuido de un propósito letal. Ella estaba en mi poder, y yo me vengaría. Ella debía morir: ¡ella, por quien yo me había manchado el alma con la sangre de mi amigo! ¡Ella debía morir, en la plenitud de su riqueza y su belleza, y no había poder en la tierra que pudiera salvarla!
Las estaciones pasaron volando. Aumenté el vapor; le pedí al fogonero que apilara el carbón y removiera la masa llameante. Habría dejado atrás al viento, de haber sido posible. ¡Cada vez más rápido! ¡setos y árboles, puentes y estaciones, pasando como destellos! ¡Aldeas no bien vistas ya desaparecidas! ¡Cables de telégrafo, retorciéndose y bajando y hermanándose en uno, con la horrible velocidad de nuestra marcha! Cada vez más rápido, hasta que el fogonero a mi lado está blanco y asustado y se niega a agregar más combustible al horno. Cada vez más rápido, hasta que el viento se abalanza contra nuestras caras y empuja la respiración hacia atrás de nuestros labios.
Yo no me habría dignado a salvarme. Me proponía morir con el resto. Por loco que estuviera –y creo con toda mi alma que estaba completamente loco en ese momento–, sentía una punzada de compasión pasajera por el anciano y su séquito. Habría perdonado al pobre tipo que tenía al lado, también, si hubiera podido; pero la velocidad a la que íbamos hacía imposible el escape.
Pasamos Vicenza, una mera visión confusa de luces. Poiana pasó volando. En Padua, a apenas nueve millas de distancia, nuestros pasajeros debían descender. Vi al fogonero girar la cara hacia mí en señal de protesta; vi moverse sus labios, aunque no alcanzaba a oír ni una palabra; vi cambiar su expresión de la protesta a un terror mortal y entonces… ¡Dios misericordioso!, entonces, por primera vez, vi que él y yo no estábamos ya solos en la locomotora.
Había un tercer hombre; un tercer hombre parado a mi derecha, mientras que el fogonero estaba a mi izquierda; un hombre alto, fornido, de pelo corto rizado y con una gorra escocesa en la cabeza. Cuando me eché atrás ante el primer impacto de la sorpresa, él se acercó; ocupó mi puesto en la locomotora y apagó el vapor. Abrí la boca para hablarle; él giró la cabeza despacio y me miró a la cara.
¡Matthew Price!
Proferí un largo grito feroz, extendí ferozmente los brazos por encima de mi cabeza y caí como si me hubieran golpeado con un hacha.
Estoy preparado para las objeciones que puedan hacerse a mi narración. Espero, desde luego, que me digan que eso fue una ilusión óptica, o que sufría de presión cerebral, o incluso que me engañaba un ataque de demencia temporaria. He oído ya todos esos argumentos y, si se me puede perdonar que lo diga, no tengo ningún deseo de oírlos de nuevo. Ya decidí este asunto hace años. Todo lo que puedo decir, todo lo que sé, es que Matthew Price volvió de entre los muertos para salvar mi alma y las vidas de aquellos a quienes yo, en mi culpable rabia, habría apresurado hacia la destrucción. Creo eso como creo en la misericordia de Dios y en el perdón de los pecadores arrepentidos.
1 Publicado en castellano como Dioses, faraones y exploradores; Fellahs es anglicización, como falás es castellanización, del árabe falaín, plural de falá, palabra que denominaba, especialmente en Egipto y en Siria en tiempos del Imperio Otomano, al campesino no propietario de la tierra que labraba (N. del T.).
2 Francés: “escándalo” (N. del E.).