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UN CUENTO DE FANTASMAS
Ada Trevanion 1858

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Poco se sabe de Ada Trevanion. Fuentes genealógicas en línea dicen que nació en 1829 en la Casa Bifronte de Kent y murió en 1882. Una necrológica –en el Parsons Daily News de Parsons, Kansas, de entre todos los lugares del mundo– dice que era “la hija de Henry Trevanion y de la media hermana de Byron, Georgiana Augusta Leigh”, lo cual concuerda con la información proveniente de sitios genealógicos. En 1829, la Casa Bifronte (Bifrons House) fue el hogar de la esposa separada de Byron y la hija de ambos, Augusta (Ada), más conocida hoy como Ada Lovelace, madre de la programación computacional. La London Gazette del 8 de mayo de 1866 menciona la muerte de Georgiana y el paso de su patrimonio a Ada: para diversión de los lectores estadounidenses, el estudio jurídico a cargo de la validación testamentaria se llama Booty and Butts,1 del Colegio de Abogados Gray de Londres.

Si la mujer misma tiene algo de misterio, al menos nos queda algo de su obra. Publicó un volumen de poesía de buen tamaño, titulado Poems (Poemas), en 1858: The Saturday Review del 27 de noviembre de ese año dijo que era “una buena muestra de lo que es realmente la poesía mediocre”. Más allá de la opinión de aquella reseña, la poesía de Ada continuó publicándose en gran cantidad, en revistas como The Illustrated Magazine, la Ladies’ Companion and Monthly Magazine, The New Monthly Bell Assemblée, The Ladies’ Cabinet of Fashion, Music & Romance y The Keepsake.

Su narrativa es considerablemente más inaprensible. “No juzguen, para que no sean juzgados” apareció en la Ladies’ Companion and Monthly Magazine en 1855 y “Una pelea de enamorados” en The Home Circle en 1849: ambos parecen ser cuentos convencionales, dirigidos a las lectoras predominantemente femeninas de las revistas.

“Un cuento de fantasmas” es también de naturaleza muy femenina, ya que trata sobre la relación entre una profesora y una alumna en un internado de señoritas. Algunos comentarios feministas han visto indicios de un costado homoerótico en esa relación, pero eso podría estar en el ojo de quien observa: el texto mismo sugiere una amistad respetuosa antes que un romance, y una confianza que lleva al fantasma a poner en manos de la protagonista la responsabilidad por el futuro de su familia.


Voy a relatarte (dijo mi amiga Ruth Irving) la historia entera, desde el principio hasta el final:

Hace unos años mi padre me envió a la Casa Woodford, una escuela para damas de Taunton, en Somersetshire, cuya directora era la señora Wheeler. La escuela había caído, antes que llegara yo, de cincuenta a treinta alumnas; sin embargo, el establecimiento era superior en muchos aspectos y las maestras eran muy eficientes.

La señora Wheeler y una residente, más las dos maestras, madame Dubois y la señorita Winter, y nosotras, las treinta chicas, componíamos la gente de la casa. La señorita Winter, la profesora de inglés, dormía en una pequeña habitación contigua a la nuestra, salía de paseo con nosotras y jamás nos abandonaba. Tenía unos veintisiete años de edad, y era de cabello suave, tupido, castaño, y ojos peculiares, de los cuales me resulta difícil hacer una descripción. Eran de un castaño verdoso y, ante la menor emoción, parecían llenarse, por así decirlo, de luz, como el brillo destellante del reflejo de la luna en el agua. A las seis y media de la mañana tenía el deber de llamarnos y a eso de las siete bajábamos las escaleras. Practicábamos nuestras escalas y dábamos un vistazo a las lecciones que habíamos preparado la nochecita anterior, hasta las ocho y media, cuando hacían su aparición la señorita Wheeler y madame Dubois; entonces se leían las oraciones y después desayunábamos café y cuadrados macizos de pan con manteca, que eran muy buenos durante la primera parte de la semana. Terminado el desayuno, la señora Wheeler tomaba asiento en la cabecera de la mesa y comenzaba el asunto.

La señora Wheeler era una persona alta, robusta, de voz sonora y actitud autoritaria. Prestaba asidua atención a nuestra conducta, y a menudo nos aseguraban que estaba siendo poco a poco víctima de la tarea de rogarnos que mantuviéramos la cabeza en alto.

Madame Dubois era una mujer pequeña, mayor, arrugada, de temperamento muy irascible. Llevaba turbante en la cabeza, y usaba algodones en los oídos, y mascullaba las palabras hasta triturarlas. A la una la señora Wheeler cerraba su escritorio y salía deslizándose de la habitación, mientras nosotras procedíamos a subir a cambiarnos para nuestro paseo. La comida estaba lista a nuestro regreso a las tres. Era una comida sencilla, terminaba pronto; y después la señorita Winter ocupaba el lugar de la señora Wheeler a la cabecera de la mesa larga y presidía nuestros estudios hasta el té-cena de las siete. A mí ese intervalo me parecía la parte más grata del día, pues la señorita Winter era despierta y prestaba especial atención donde veía inteligencia o deseos de aprender. Yo estaba menos con ella, no obstante, que muchas de las chicas, porque, por ser una de las alumnas mayores, me esperaba la señora Wheeler para la práctica de piano al menos tres horas diarias. El estudio era una habitación muy amplia, sin alfombrar, con vista a un espacioso jardín de flores. Una parte de los mejores días de primavera y verano se pasaban en ese jardín. A mí me gustaba más estar allí que ir de paseo, porque no nos obligaban a estar juntas. Solía tomar un libro y, cuando el clima no era demasiado frío, me sentaba muy cerca de una fuente, a la sombra de un laburno que pendía sobre ella. Me pregunto si la fuente y el laburno seguirán allí.

La Casa Woodford era bastante famosa por sus internas misteriosas. Estaba la señora Sparkes, la residente, que siempre tomaba el desayuno en su habitación y se rumoreaba que había venido por mar desde una región lejana de la tierra, donde ella y el capitán Sparkes (su marido) nadaban en oro. Se entendía que, si tenía los derechos, ella valdría diez mil al año. Me temo que no los tenía, pues sospecho que su ingreso habitual alcanzaba a poco más de cien. Era de carácter muy bondadoso, y a todas nos caía bien; pero nuestra vaga asociación de ella con el mar y las tormentas y los arrecifes de coral ocasionaba que circularan como historia suya las más alocadas leyendas. Luego había una bonita chica pálida, de pelo rizado brillante, quien, descubrimos, o nos pareció descubrir, era hija de un vizconde, a quien ella no le caía bien. Era un tema muy sugerente; como el de una joven italiana, que tenía en su posesión una daga de verdad, que muchas de nosotras creíamos que llevaba siempre encima. Pero me parece que todas esas quedaban eclipsadas, en general, por la señorita Winter, quien jamás hablaba de sus parientes, visitaba la oficina de correos en busca de sus cartas para que no las llevaran a la escuela y, además, tenía un pequeño ropero de roble en su habitación, cuya llave llevaba colgada del cuello. ¡Qué vida tenía con algunas de las chicas! ¡Y qué solitaria era, además! Pues no se hallaba ni con la señora Wheeler ni con nosotras; y era imposible estar en términos amistosos con madame Dubois.

¡Pobre señorita Winter! Yo jamás la molesté con preguntas impertinentes, y quizá se sentía agradecida conmigo por mi paciencia, pues mis compañeras, todas y cada una, declaraban que ella “trataba con favoritismo a Ruth Irvine”. Yo no era popular entre ellas, porque estudiaba en los feriados de media jornada y en la hora anterior al momento de acostarnos, cuando nos dejaban hacer lo que nos diera la gana. Trataban de reírse de mí por eso; pero no podían; entonces me odiaban como sólo pueden odiar las escolares, y se vengaban diciendo que “mi padre era pobre y yo estaba, por esa razón, ansiosa por aprovechar el tiempo al máximo mientras estaba en la Casa Woodford”. Esa pulla tenía la intención de infligirme una severa mortificación, ya que la escuela estaba impregnada de un profundo respeto por la riqueza, que derivaba, por supuesto, de su directora.

Sospecho que estudié de más en ese período, pues me convertí en mártir de atroces dolores de cabeza, que a la noche me impedían dormir; y tenía, además, toda clase de costumbres complicadas y afecciones nerviosas. ¡Ah! ¡Los serios esfuerzos de la señora Wheeler por hacerme agraciada! ¡Su desesperación por mis codos! ¡Su desesperanza por mis hombros! ¡Y su mirada indignada ante mi manera de entrar en una habitación!

Ese año pasé las vacaciones de verano en la Casa Woodford, pues mi padre estaba en el extranjero y yo no tenía ningún pariente lo suficientemente amable como para apiadarse de mi estado de sin hogar, estaba muy desanimada; y mi depresión aumentó tanto la baja fiebre nerviosa que pendía sobre mí, que me vi obligada a guardar cama unos días. La señorita Winter me cuidó por su propia voluntad, y fue para mí como una hermana. Ahora que las otras chicas se habían ido, estaba muy comunicativa. Me enteré de que era huérfana y tenía un hermano y tres hermanas, en todos los casos más jóvenes que ella, que tenían el hábito de consultarla en toda ocasión de importancia. A mí me gustaba mucho oírla hablar de ellos: me parecían prodigios de talento y bondad. El hermano era empleado en una casa mercantil de Londres; las hermanas estaban formándose en una escuela para hijas de militares. El afecto que la unía a ese hermano y a esas hermanas me pareció más fuerte que la muerte o la vida.

Las vacaciones de las profesoras nunca empezaban hasta mucho después que las nuestras; pero en las vacaciones de verano se les permitía hacer excursiones a pie; y la señorita Winter regresaba de ellas a mi cuarto de enferma, cargada de musgos y flores silvestres. En medio de la desatención y el desprecio de otras, yo sentía un gran consuelo en su apego por mí. Cuando llegó el día de su partida, me dio La balada del viejo marinero de Coleridge; y yo debía guardar eso para siempre y no olvidarme nunca de ella si alguna vez volvía a verla. No creo que hablara así porque tuviera algún presentimiento de enfermedad, pues era muy feliz a su manera tranquila; pero nunca se permitía mirar adelante con mucha esperanza en el futuro. Recibí una carta de ella, para decir que había llegado sana y salva a las habitaciones del hermano en el centro de Londres y se iba a Dover, donde se encontraban las hermanas, y pedirme que no me preocupara por ella. Traté de estar animada, pero el tiempo pasaba cansino sin ella. Todas las mañanas, en el desayuno, oía hablar por vigésima vez de la señorita Nash, que apreciaba tanto la ventaja de pasar las vacaciones con una persona como la señora Wheeler que difícilmente se la pudiera inducir a irse de la Casa Woodford. Ella jamás se quejaba de que el piano del salón trasero tuviera varias notas mudas, ni de que la Historia antigua de Rollin no fuera el espécimen más alegre de la literatura educada. No era un acto caritativo de mi parte; pero no podía evitarlo: odiaba a la señorita Nash. La última parte del día era más agradable: normalmente la señora Sparkes me invitaba a tomar el té y la cena, y me agasajaban en el salón delantero con torta de alcaravea y bollos, al igual que con vino de grosella. Habría disfrutado sumamente de esas invitaciones, pero yo había escrito un poema en cuatro cantos, donde el difunto capitán Sparkes figuraba como pirata y era fusilado por un voluminoso catálogo de atrocidades; y ese secreto era como una carga de plomo en mi mente y me impedía sentirme cómoda con la señora Sparkes. Fue después de una nochecita pasada con esta dama, y en ausencia de la señora Wheeler, que se había ido a Londres para hacer arreglos relativos a la recepción de una nueva alumna, que… pasó eso por primera vez.

Era una noche tranquila y sofocante; la luna estaba muy luminosa. Yo estaba acostada en mi cama estrecha, blanca, con el pelo todo desordenado sobre la almohada; sin poder dormirme, de ninguna manera, sino total, persistente y obstinadamente despierta, y con todos los sentidos tan aguzados, que podía oír con nitidez el flujo de la fuente afuera y el tictac del reloj a lo lejos en el vestíbulo de abajo. Había dejado abierta la puerta de mi aposento, debido al calor. De repente, a medianoche, cuando la casa estaba en profundo silencio, una ráfaga de aire frío pareció soplar bien hacia dentro de la habitación; y casi inmediatamente después, oí un ruido de pisadas en las escaleras. El dormirme parecía algo muchos miles de millas más lejano que nunca, de lo contrario habría pensado que estaba soñando, pues yo habría declarado que eran los pasos de la señorita Winter; y sin embargo, sabía que no se la esperaba de regreso durante al menos una quincena. ¿Qué podía ser? Mientras escuchaba y me preguntaba, los pasos se acercaron cada vez más y luego de repente se detuvieron. Miré alrededor y observé a los pies de la cama ¡la figura de mi amiga! Estaba ataviada con el sencillo vestido oscuro que usaba habitualmente; y alcancé a ver en el tercer dedo de su mano izquierda el centelleo de un anillo, que también me resultaba familiar. Su cara estaba muy pálida y tenía, me pareció, una expresión extraña, melancólica. Noté también que las franjas de pelo que le hacían sombra en la frente tenían un aspecto húmedo y oscuro, como si hubieran estado sumergidas en agua. Me incorporé en la cama, con los brazos extendidos, y exclamé:

–¿Usted aquí? ¿Cuándo vino? ¿Qué la trajo de vuelta tan pronto?

Pero no hubo respuesta y se fue al instante. Me quedé sobresaltada, casi aterrada, por lo que he descrito. Sentí un miedo indefinido de que algo andaba mal para mi amiga. Me levanté y, pasando a través de su aposento, que estaba desocupado, fui arriba y abajo, buscándola y llamándola en voz baja por su nombre: pero cada habitación donde entraba se encontraba vacía y en silencio; y enseguida regresé a la cama, perpleja y decepcionada.

Hacia la mañana me sentí soñolienta y, un poco antes de la hora habitual en que me levantaba, me quedé dormida. Cuando me desperté, la clara luz del sol alumbraba a través de la ventana. Oí abajo a las sirvientas en su trabajo y tuve la certeza de que era muy tarde. Estaba vistiéndome a toda velocidad cuando se abrió con suavidad la puerta. Era la señora Sparkes.

–No quise molestarte –dijo–, pues anoche te oí caminar por ahí. Me pareció que, como era época de vacaciones, tenías que dormir cuando pudieras.

–Ah, gracias –respondí, apenas capaz de refrenar mi impaciencia–. ¿Dónde está la señorita Winter, señora Sparkes?

Se mostró sorprendida ante la pregunta, pero contestó, sin vacilar:

–¡Con los suyos, sin duda! No hay que esperarla durante esta quincena, como sabes.

–Está bromeando –dije yo, medio ofendida–. Sé que regresó. La vi anoche.

–¿Viste a la señorita Winter anoche?

–Sí –contesté–; entró en mi dormitorio.

–¡Imposible! –Y la señora Sparkes estalló en carcajadas–. Salvo que tenga el poder de estar en dos lugares al mismo tiempo. Has estado soñando, Ruth.

–No podía estar soñando –dije yo–, pues estaba totalmente despierta. Estoy segura de que vi a la señorita Winter. Estaba de pie a los pies de mi cama y me miraba; pero no quiso decirme cuándo había venido ni qué la había traído de vuelta tan pronto.

La señora Sparkes seguía riéndose. No hablé más del asunto, pues pensé que había algún misterio y ella estaba tratando de engañarme.

Pasó ese día. Me sentía poco inclinada a dormir, aunque estaba muy cansada cuando llegó la noche. Después de unas horas en la cama, me puse terriblemente nerviosa: el más leve sonido me hacía saltar el corazón. Entonces me vino a la cabeza la idea de levantarme y bajar. Me puse algo rápido y salí de mi habitación con suavidad. La casa estaba tan silenciosa, y todo se veía tan en penumbra, que me sentí asustada y avancé temblando más que antes. Había un largo pasillo en línea con el salón de clase, en uno de cuyos extremos había una puerta de vidrio que daba al jardín. Me quedé plantada frente a esa puerta varios minutos, observando como en sueños la luz plateada que afuera echaba la luna sobre los árboles oscuros y las flores dormidas. Ocupada en eso, me fui contentando y serenando. Había girado para volver a la cama cuando oí, según me pareció, que alguna persona tiraba del picaporte de la puerta a mis espaldas. El ruido cesó enseguida; sin embargo, casi creí que la puerta se había abierto, pues una hendidura de viento sopló a través del pasillo, lo cual me hizo estremecer. Me detuve y miré rápido hacia atrás. La puerta estaba completamente cerrada, con el cerrojo puesto; pero de pie a la luz de la luna, donde había estado yo un momento antes, ¡se hallaba la figura menuda de la señorita Winter! Estaba tan blanca y quieta y callada como la noche precedente; casi parecía como si alguna horrible desgracia la hubiera dejado muda. Quise hablarle, pero en su cara había algo que me amedrentaba; y además, la fiebre de ansiedad en la que me encontraba empezó a secarme los labios, como si nunca más fueran a ser capaces de formar una palabra. Pero me moví con rapidez hacia ella y me incliné hacia delante para besarla. Para mi sorpresa y terror, su figura se desvaneció. Se me escapó un grito, que debe de haber alarmado a la señora Sparkes, pues bajó corriendo las escaleras en camisón, con aspecto pálido y asustado. Le conté lo que había ocurrido, y de manera muy semejante a como acabo de contarlo ahora. Había en su cara mientras escuchaba una expresión de inquietud. Dijo amablemente:

–Ruth, no estás bien esta noche, estás con mucha fiebre y excitación. Vuelve a la cama y antes de mañana a la mañana te habrás olvidado de todo esto.

Regresé a la cama; pero a la mañana siguiente no me olvidé de lo que había visto la noche anterior; por el contrario, estaba más segura que antes. La señora Sparkes tendía a pensar que yo había visto a la señorita Winter en un sueño la primera noche, y que la segunda, cuando estaba totalmente despierta, había sido incapaz de despojarme de la idea albergada con anterioridad. No obstante, ante mi solicitud ferviente y muchas veces repetida, prometió que pasaría la noche siguiente conmigo en el dormitorio de las chicas. Todo ese día estuvo de lo más amable y atenta. No habría podido estarlo más si yo hubiera estado indispuesta en serio. Puso todos los libros emocionantes fuera de mi camino y me preguntó de vez en cuando si me dolía la cabeza. A la nochecita, después de la cena, me mostró algunos grabados que habían pertenecido a su marido. A mí me gustaban mucho las imágenes. Nos quedamos mirándolos hasta tarde, y luego nos fuimos a la cama. Por más cansada que estuviera, no me podía dormir. La señora Sparkes dijo que se quedaría despierta ella también; pero pronto se quedó en silencio y supe por su respiración que estaba profundamente dormida. No descansó mucho tiempo. A la medianoche la habitación, que había estado agobiantemente calurosa, se llenó de repente de frío y corrientes de aire; y de nuevo oí el conocido paso de la señorita Winter en las escaleras. Aferré el brazo de la señora Sparkes y lo sacudí con suavidad. Estaba muy dormida y se despertó despacio, según me pareció; pero se sentó en la cama y escuchó los pasos que se aproximaban. Jamás olvidaré su cara en ese momento. Parecía estar fuera de sí de terror, aunque trataba de ocultarlo, e insegura en cuanto a qué debía hacer; finalmente me agarró la mano y la apretó con tanta fuerza que me hizo doler bastante. Los pasos se acercaron y se detuvieron, como habían hecho antes. La mirada de la señora Sparkes siguió la mía hasta los pies de la cama. La figura de mi amiga estaba allí. Apenas puedo esperar que me crean. Puedo declarar bajo palabra de honor lo que siguió.

Una lámpara de noche estaba encendida en la habitación, pues la señora Sparkes nunca dormía en la oscuridad. Su luz me mostraba la pálida cara inmóvil de la señorita Winter con mayor claridad que como la había visto en las noches anteriores. Los rasgos eran semejantes a los de un cadáver. Los ojos estaban fijos directamente en mí, los ojos hace tiempo familiares, graves, brillantes. Los veo ahora, ¡voy a verlos hasta el día en que me muera! ¡Ah, qué tristes y serios parecían! Un minuto entero, o así pareció, miró fijo en silencio; luego dijo, en un tono bajo, urgente, siempre observando a través de mí con sus ojos:

–Ruth, el ropero de roble de la habitación que era mía contiene papeles importantes, papeles que van a hacer falta. ¡Recuerda esto!

–Le prometo que lo recordaré –respondí yo. Mi voz era firme, aunque las gotas frías se erguían en mi frente. La expresión inquieta, melancólica de sus ojos se transformó, mientras yo hablaba, en una mirada apacible y feliz. Así, con una sonrisa en la cara, desapareció.

No bien se esfumó la figura de la señorita Winter, la señora Sparkes, que había estado callada sólo porque estaba paralizada de terror, empezó a chillar con fuerza. Hizo más: saltó de la cama y pasó corriendo en torno a los pies de esta hasta el rellano. Cuando logró hacer que las sirvientas acudieran, les contó que había alguien en la casa; y todas las mujeres –una cocinera y dos criadas– se armaron con el atizador y palas y examinaron habitación por habitación desde el sótano hasta el altillo. No encontraron nada, ni en las chimeneas ni debajo de las camas, ni en ningún armario o aparador. Y cuando las sirvientas se iban de vuelta a la cama, las oí estar de acuerdo en lo fatigoso y cansador que era cuando a las damas se les daba por las fantasías. La señora Sparkes quiso irse de la casa al día siguiente; pero la idea del ridículo al que se expondría, si la cuestión salía a la luz, la indujo a armarse de coraje y permanecer donde estaba.

A la mañana siguiente regresó la señora Wheeler. Ella y la señora Sparkes estuvieron conversando en el estudio durante un largo rato. No pude evitar preguntarme de qué estarían hablando, y tan ansiosa me sentí que no podía concentrarme en nada. Finalmente se abrió la puerta y salió la señora Sparkes. La oí decir, claramente:

–Es lo más impactante que me hayan contado en mi vida. Era una persona joven esmerada y usted va a extrañarla mucho.

Ante el ruido de apertura de la puerta, con una repentina determinación yo había bajado las escaleras corriendo y estaba a pocos pasos del estudio cuando salía la señora Sparkes.

La señora Wheeler estaba sentada a la mesa, con un periódico abierto frente a sí. Se la veía seria e impactada. Después de hacer algunas indagaciones sobre mi salud, me dijo:

–Lamentarás enterarte de que la señora Winter no regresará; era una profesora capaz, y creo que tú eras muy apegada a ella.

Iba a continuar, pero yo la interrumpí con un grito feroz:

–¡La señorita Winter murió! –dije, y me desmayé.

Era el mediodía cuando me desperté y vi a la señora Sparkes inclinada sobre mí, que me encontraba acostada en mi cama, y tratando de que me restableciera. Le rogué que me contara todo, y eso hizo. Mi querida amiga, en efecto, no existía más. La historia de su muerte era, como todas las historias tristes que he oído contar en la vida real, muy, muy corta. Había salido una noche tarde de la casa donde estaban alojadas las hermanas; esa fue la última vez que la vieron viva. La habían encontrado muerta, tendida sobre las rocas bajo el acantilado. Eso era todo lo que había para contar. No había nadie cerca cuando la encontraron, y ninguna prueba que mostrara cómo llegó allí.

No puedo recordar lo que pasó durante los días siguientes, pues estuve gravemente enferma y guardé cama; y muchas veces en las largas noches me quedaba despierta, pensando en mi pobre amiga y fantaseando con que se me aparecería de nuevo. Pero no vino más.

El tiempo pasó y trajo el último día de las vacaciones. Yo estaba sentada sola en el estudio, en un momento en que la señora Wheeler y la señora Sparkes habían salido, cuando una sirvienta hizo pasar a un caballero desconocido, quien, cuando le conté que la señora Wheeler había salido, de inmediato preguntó por la señorita Irvine. Al oír que era yo la persona por la que preguntaba, solicitó conversar conmigo cinco minutos. Lo hice pasar al salón trasero y esperé, bastante sorprendida y nerviosa, oír lo que tenía para decirme. Era un hombre joven, de no más de veintiuno o veintidós años de edad, y tenía una actitud muy seria; y aunque yo tenía la certeza de que era un desconocido, con todo había algo en su cara que no dejaba de parecerme familiar. Empezó diciendo:

–Usted quería mucho a una profesora que estuvo aquí, de apellido Winter. En nombre de ella, y en honor a ella, le agradezco el cariño y la bondad que le demostró.

–¿Usted conocía a la señorita Winter, señor? –pregunté, con tanta calma como pude.

–Soy el hermano –respondió.

Hubo un silencio entre nosotros, pues las lágrimas me habían brotado de los ojos ante la mención del apellido de mi querida amiga perdida; y, creo, en el fondo él también estaba llorando. Finalmente dominó sus sentimientos y, con un esfuerzo, retomó su anterior actitud de calma.

–Esta última semana he estado buscando algunos papeles que mi pobre hermana debe de haber dejado, y buscándolos siempre en vano –dijo–. Si usted pudiera darme alguna pista en cuanto a dónde puedan estar, nos haría un gran favor a mis demás hermanas y a mí.

Seguía hablando con calma; pero en sus ojos había una expresión que me mostraba que estaba sufriendo una angustia terrible. Me apresuré a aliviarla, diciendo:

–Tengo razones para pensar que encontrará los papeles que le hacen falta en un pequeño ropero de roble que pertenecía a la querida señorita Winter. Si es tan amable de acompañarme, le mostraré dónde está.

¡Cómo se le iluminó la cara mientras se levantaba para seguirme!, mientras sus labios se movían evidentemente con palabras silenciosas pero agradecidas.

Subimos a la habitación que había sido de su hermana, donde le señalé el mueble al que ella me había remitido aquella noche espantosa. Después del uso de una fuerza considerable, la cerradura cedió a su mano decidida; y allí, disimulados bajo un falso botón, en uno de los cajones, estaban los papeles que buscaba, con todas las demás cosas que la señorita Winter más había apreciado: las cartas que se habían intercambiado el padre y la madre antes de casarse; el anillo de bodas de la madre; el retrato del hermano; los primeros cuadernos de las hermanas cuando estaban aprendiendo a escribir; los primeros recuerdos que en diferentes oportunidades le había dado yo. Cuando mi acompañante hubo sacado todas las cartas y los papeles de la repisa secreta, se volvió hacia mí y dijo:

–¿Cuánto le parece que valen para mí estos papeles, señorita Irvine?

–La verdad, no sé decir –respondí–; pero gracias a Dios usted vino aquí a buscarlos, pues estoy muy contenta de que los hayan encontrado.

–Gracias a usted –dijo él–. Gracias de todo corazón.

Bajamos las escaleras hasta la sala; y entonces me contó que un pariente de ellos, que era muy rico, pero sin embargo un gran tacaño, le había pedido prestada a su difunto padre una importante suma de dinero, que ahora se rehusaba a pagar, y era incluso lo suficientemente perverso para negar que la hubiera siquiera recibido alguna vez; que habían acudido a la justicia por ese asunto, y que si los papeles que acababa de encontrar no hubieran aparecido, él y las hermanas se habrían quedado sin un penique; pero tal como estaban las cosas, recuperarían la suma a la que tenían justo derecho, con los intereses por cinco años.

Después de eso, me rogó que aceptara un relicario, que contenía un poco de pelo de mi querida señorita Winter y tenía grabados su nombre de pila y la fecha de su fallecimiento; y me pidió que recordara, si alguna vez me sentía sin amigos o en apuros (cosa que rogaba a Dios jamás sucediera), que él se sentía con respecto a mí como un hermano.

Me sentí muy abrumada y escondí la cara sobre la mesa. Cuando alcé de nuevo la vista, se había ido.

Una nueva sorpresa me esperaba. Al día siguiente me encontré con la señora Wheeler cuando ella subía las escaleras. Dijo que venía a pedirme que fuera a la sala; y su actitud era tan gentil que le obedecí sin temor. Mi querido padre estaba allí. Le impactó tanto mi mal aspecto que resolvió trasladarme a la costa sin pérdida de tiempo. Le pedí ir a Dover. Adivinarán por qué. Busqué la tumba de mi pobre amiga y la embellecí cuanto pude con hierba y flores. No había lápida entonces, pero ahora hay.

El cuento que he contado tal vez parezca muy extraordinario; pero es, no obstante, verdadero en todos los detalles. La mayoría de las personas que han visitado Taunton durante alguna cantidad de tiempo lo oirán sin duda narrado por la señora Sparkes o por alguna de sus amigas.

1 En jerga coloquial estadounidense actual, algo así como Culo y Colas, o Trasero y Nalgas (N. del T.).

Mujeres letales

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