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LA DAMA OSCURA
Señora de S. C. Hall 1850

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Anna María Fielding nació en Dublín en 1800 y se fue a Inglaterra con su madre a los quince años de edad. Allí conoció a la poeta Frances Arabella Rowden, quien se interesó por su formación. Varias de las alumnas de Rowden siguieron hasta convertirse en escritoras muy conocidas en su época, incluyendo a Caroline Ponsonby, quien, como lady Caroline Lamb, escandalizaría a la sociedad educada a raíz de su público amorío con Lord Byron, al igual que publicando poemas que remedaban el estilo de él y creando un retrato apenas disimulado de la pareja en su novela gótica Glenarvon.

La vida de Anna, por otro lado, estuvo libre de escándalos. Se casó en 1824 con el periodista Samuel Carter Hall, nacido en Irlanda, y la madre vivió con ellos hasta su muerte. Más adelante en su vida, Anna trabajó mucho en obras de caridad, ayudando a fundar el Hospital de Tísicos en Brompton (hoy el Real Hospital de Brompton), el Nightingale Fund (Fondo Ruiseñor, utilizado para fundar la primera escuela de enfermería en el mundo) y obras benéficas de ayuda a institutrices y damas retiradas y en penuria. Trabajó también mucho en los campos de las campañas contra el alcoholismo y a favor de los derechos de las mujeres, y a los sesenta y ocho años de edad le concedieron una pensión estatal del presupuesto de la casa real británica en reconocimiento a sus contribuciones a la sociedad.

Las primeras obras de Anna consistieron en “escenas del carácter irlandés”, un estilo que era popular en las revistas de la época. Escribió también piezas teatrales y novelas, en general de ambientación o tema irlandés. Su obra nunca fue popular en Irlanda, aunque, como ella no tomó partido ni por los católicos ni por los protestantes, recibió muchos elogios y censuras de ambos lados.

“La dama oscura” se aparta de gran medida del resto de su obra, no por su contenido sobrenatural –su novela Midsummer Eve, a Fairy Tale of Love (Nochecita de verano, un cuento de hadas de amor) está inspirada en leyendas populares–, sino porque está ambientada en el continente. Como se verá por otros relatos de esta colección, la Europa continental –en particular Suiza e Italia– proporcionaba ambientaciones populares en esa época, que llevaban la aventura de la “gran gira europea” a lectores cuyos medios no les permitían emprenderla en persona. Aquí, un conde malhumorado se corrige gracias a un encuentro con un fantasma familiar.


A la gente le resulta fácil reírse de los “cuentos de espíritus” a plena luz del día, cuando los rayos del sol bailan en la hierba y los claros de los bosques más profundos sólo están salpicados y moteados por tiernas sombras de árboles frondosos; cuando el escabroso castillo, que tenía un aspecto tan misterioso y tan adusto en la noche amenazante, parece adecuado para el tocador de una dama; cuando la precipitada catarata centellea en chaparrones de diamantes y el zumbido de la abeja y el canto del pájaro afinan los pensamientos con esperanzas de vida y felicidad; la gente tal vez se ría de los fantasmas entonces, si quiere, pero en lo que a mí respecta, yo jamás podría siquiera sonreírme ante los historiales de esos visitantes sombríos. Tengo una vasta fe en las criaturas sobrenaturales y no puedo descreer sobre la sola base de que me faltan evidencias tales como las que suministran los sentidos; porque estos, en realidad, sustentan con pruebas palpables tan pocas de las muchas maravillas que nos rodean, que yo más bien los rechazaría todos por completo como testigos, antes que atenerme enteramente a la cuestión según lo que ellos sugieren.

Mi bisabuela era nativa del cantón de Berna; y a la avanzada edad de noventa y nueve años, su memoria del “hace tiempo” estaba tan activa como podría haberlo estado a los quince: parecía como si acabara de salir de un tapiz correspondiente a una edad pasada, pero con cálidas simpatías por el presente. Su inglés, cuando ella se entusiasmaba, era muy curioso –una mezcla de francés, claramente no parisino, con pizcas aquí y allá de alemán pasado al inglés literalmente–, de modo que sus observaciones eran a veces notables por su fuerza. “Las montañas”, decía, “en su país, subían, subían muy alto, hasta que podían mirar el interior del cielo y oír a Dios en la tormenta”. Nunca comprendió del todo la verdadera belleza de Inglaterra; pero hablaba con desprecio de lo llano de nuestra isla, calificando a nuestras montañas de “desigualdades”, nada más; considerando “fácil” nuestra agricultura, que la tierra se cultivaba sola, dejando al hombre sin nada que hacer. Cantaba divertidísimas canciones dialectales y contaba cuentos de la mañana a la noche, más especialmente cuentos de espíritus; pero la anciana dama no le contaba una segunda vez un relato de esas características a un descreído: esas cosas, decía, “no están para hacer reír”. Uno en particular, recuerdo, siempre despertaba gran interés en sus oyentes jóvenes, por la mezcla de lo real y lo romántico; pero es imposible contarlo como lo contaba ella, había tanto de pintoresco en la anciana dama, tanto que admirar en el curioso tallado de su bastón de marfil, en la belleza de su encaje de aguja, el tamaño y el peso de sus aros largos y horribles, el modelo de su macizo vestido de seda, la singularidad de sus zapatos con hebillas, su cara arrugada muy oscura –cada arruga una expresión–, su amplia frente pensativa –bajo la cual refulgían unos ojos azules brillantes, brillantes incluso cuando sus pestañas ya estaban blanqueadas por los años–. Todas esas peculiaridades daban un efecto impresionante a sus palabras.

–En mis épocas jóvenes –nos contaba– pasé muchas horas felices con Amelie de Rohean, en el castillo de su tío. Era un hombre magnífico: gran tamaño, adusto y oscuro, y lleno de ruidos; un hombre fuerte, sin miedo a nada; tenía un gran corazón y una cabeza enorme.

”El castillo estaba ubicado en medio del más estupendo paisaje alpino, y sin embargo no estaba solo. Había otras viviendas a la vista; algunas muy próximas, pero separadas por un barranco, a través del cual, en todas las estaciones, mantenía su espumoso curso un río veloz. Ustedes no saben qué torrentes hay en ese país; los torrentes de ustedes son como bebés, los nuestros son gigantes. Ese del que estoy hablándoles dividía el valle; aquí y allá una roca, en torno a la cual se divertía o bramaba según la estación. En dos de las prominencias esas rocas eran muy valiosas; funcionaban como pilares de sostén de los puentes, únicos medios de comunicación con nuestros vecinos del otro lado.

”“Monsieur”, como llamábamos siempre al conde, era, como ya les conté, un hombre oscuro, adusto, violento. Todos los hombres son testarudos, mis queridas jovencitas –decía–, pero monsieur era el más testarudo; todos los hombres son egoístas, pero él era el más egoísta; todos los hombres son tiranos…

Aquí a la anciana dama la interrumpían invariablemente sus parientas con: “¡Vamos, abuelita!” y “¡Bah, abuelita querida!”, y ella se ofendía un poco y se abanicaba; luego continuaba:

–Sí, queridas mías, cada criatura según su naturaleza: todos los hombres son tiranos; y confieso que creo de verdad que un suizo, cuya herencia montañesa es casi coetánea de la creación de las montañas, tiene derecho a ser tiránico; no me proponía echarle a él la culpa de eso; no me lo proponía, porque estaba acostumbrada. Amelie y yo siempre nos levantábamos cuando él entraba en la habitación, y jamás nos sentábamos hasta que él quisiera. Jamás nos concedió una palabra cariñosa o una mirada amable a ninguna de nosotras dos. Jamás hablábamos excepto cuando se nos hablaba.

–Pero ¿y cuando estabas a solas con Amelie, abuelita querida?

–Ah, bueno, entonces charlábamos, supongo; aunque entonces era con moderación, pues la influencia de monsieur nos enfriaba incluso cuando no estaba él presente; y muchas veces ella decía: “¡Es tan difícil tratar de quererlo, porque él no me deja!”. Ahora no hay en el mundo una belleza como la de Amelie. La veo ahora mismo como solía estar delante del espejo suntuosamente tallado del solemne vestidor con paneles de roble; su cabello exuberante peinado desde la frente amplia y redondeada; la cofia discreta y recatada, que le cubría la nuca; su vestido de brocado (que había heredado de la abuela), sombreado en torno al pecho por un modesto volado; la gorguera de terciopelo negro y los brazaletes, que realzaban a la perfección la transparencia perlada de su piel. Era la más encantadora de todas las criaturas, y tan buena como encantadora; parece ayer nomás que estábamos juntas, ¡ayer nomás! Y sin embargo, yo viví para verla anciana; eso le decían, pero a mí ¡jamás me pareció anciana! ¡Mi queridísima Amelie!

Noventa años no habían secado las fuentes de las lágrimas de la pobre abuelita, ni enfriado su corazón; y nunca hablaba sin emoción de Amelie.

Monsieur estaba muy orgulloso de su sobrina, porque ella era parte de él: acrecentaba su importancia, contribuía a sus disfrutes; se había vuelto necesaria; era el único rayo de sol de esa casa.

–¡Seguro que no el único rayo de sol, abuelita! –exclamaba alguna de nosotras–; tú eras un rayo de sol en ese entonces.

–¡Yo no era nada donde Amelie estuviera, nada más que su sombra! Las mejores y más espléndidas del país se habían alegrado de ser para ella lo que era yo: su amiga predilecta; y algunas habrían arriesgado la vida por una de las dulces sonrisas que jugueteaban en torno al tío, pero jamás le llegaban al corazón. Monsieur jamás soportaba que la gente estuviera feliz excepto a la manera de él. Jamás se había casado; y declaró que Amelie jamás se casaría. Ella tenía, según él, tanto disfrute como él mismo: tenía un castillo con puente levadizo; tenía un bosque para ir de caza; perros y caballos; sirvientes y siervos; joyas, oro y vestidos preciosos; una guitarra y un clavecín; un loro, ¡y una amiga! ¡Y semejante tío!, ¡él creía que no había ningún otro tío así en toda la amplitud de Europa! Durante muchos días Amelie se rio de ese catálogo de ventajas; es decir, se rio cuando él salió de la habitación; jamás se reía en su presencia. Con el tiempo, la risa dejó de llegar; en su lugar, suspiros y lágrimas. Monsieur tenía mucho por lo que responder. A Amelie no se le impedía ver a la pequeña aristocracia cuando iban de visita formal, y se encontraba con muchos cuando iba de halconería y cacería; pero jamás se le permitía invitar a nadie al castillo, ni aceptar invitaciones. Monsieur se figuraba que, cerrándole la boca, le encerraba el corazón; y se jactaba de que esa era la ventaja de su buen entrenamiento, que la mente de Amelie se había fortificado contra toda debilidad, porque ella no tenía el más mínimo temor de vagar por alrededor de la capilla del castillo, que estaba en ruinas, donde él mismo no se atrevía a ir después del anochecer. Ese lugar estaba dedicado al fantasma familiar, el espíritu, que durante muchos años lo había tenido a su entera disposición. Estaba muy apegado a su reducto, de donde salía raras veces, excepto con el propósito de intervenir cuando algo decididamente malo estaba en marcha en el castillo. “La Femme Noir” había estado planeando a lo largo del desprotegido parapeto del puente y parándose en un pináculo, antes de la muerte del difunto amo; y se contaban muchos cuentos acerca de ella, a los que en esta edad de descreimiento no se les daría crédito.

–Abuelita, ¿sabías por qué tu amiga se aventuraba tan intrépidamente en los territorios del fantasma? –preguntó mi prima.

–No he ido a parar a eso –fue la respuesta–, y eres una muchachita descarada al preguntar lo que yo elijo no contar. Amelie sin duda no albergaba ningún temor por el espíritu; “La Femme Noir” no podría haber tenido ningún sentimiento de ira hacia ella, porque mi amiga vagaba entre las ruinas, sin prestarle atención a la luz del día, ni a la luz de la luna, ni siquiera a la oscuridad. Los campesinos declaraban que su joven señora debía de haber caminado sobre huesos cruzados, o tomado agua del cráneo de un cuervo, o pasado nueve veces alrededor del espejo del espectro en la víspera de San Juan. Debía de haber hecho todo eso, si no más: poca duda podía caber de que la “La Femme Noir” la había iniciado en ciertos misterios, pues a veces oían voces conversando en voz baja, susurrante, y veían las sombras de dos personas que cruzaban la antigua capilla destechada, cuando “mamselle” había cruzado sola el puente peatonal. Monsieur se gloriaba de esa intrepidez de parte de su dulce sobrina; y más de una vez, cuando tenía juerguistas en el castillo, la enviaba a medianoche a que le trajera una rama de un árbol que sólo crecía junto al altar de la antigua capilla; y ella siempre hacía lo que le pedía él de tan buena gana, aunque no con tanta rapidez, como él habría deseado.

”Pero sin duda el coraje de Amelie no trajo ninguna calma. Se volvió pálida; su almohada se humedecía a menudo con lágrimas; su música quedó descuidada; la caza no le daba ningún placer; y su gamuza, al no recibir la habitual atención, se marchó a las montañas. ¡Me evitaba incluso a mí, su amiga!, que habría muerto por ella; me dejó sola; no respondía a mis plegarias, y no prestaba atención a mis súplicas. Una mañana, cuando ella tenía los ojos fijos en un libro que no estaba leyendo y yo estaba sentada a poca distancia con mi bordado, observando vagar las lágrimas sin rumbo por sus mejillas hasta que las mías me cegaron, oí acercarse los pesados pasos de monsieur por la larga galería; algunas botas crujen, pero las de monsieur… ¡gruñen!

”“¡Sálvame, oh, sálvame!”, exclamó ella como loca. Antes que yo pudiera contestar, su tío abrió la puerta con estrépito y se plantó delante de nosotras como un rayo encarnado. Tenía en la mano una carta abierta, los ojos le centelleaban, las ventanas de su nariz estaban dilatadas, temblaba tanto de rabia que los aparadores y la antigua vajilla de porcelana volvieron a sacudirse.

”“¿Conoces”, dijo, “a Charles Le Maitre?”.

”Amelie contestó que sí.

”“¿Cómo es que trabas relaciones con el hijo de mi más mortal enemigo?”

”No hubo respuesta. La pregunta se repitió. Amelie dijo que se había encontrado con él, ¡y al fin confesó que había sido en la parte del castillo en ruinas! Se echó a los pies del tío, se aferró a sus rodillas: el amor le había enseñado elocuencia. Le dijo cuán profundamente lamentaba Charles la antigua enemistad; qué sincero y leal y bueno era él. Inclinándose bien hasta abajo, hasta que su cabellera estuvo amontonada sobre el piso, confesó, con modestia pero con firmeza, que amaba a ese joven; que sacrificaría la riqueza del mundo entero antes que olvidarlo.

Monsieur parecía estar asfixiándose; se arrancó del cuello el pañuelo de encaje y lo desparramó en pedazos por el piso, hasta que ella lo abrazó. Él la apartó, finalmente; ¡le reprochó el pan que había comido y amontonó odio sobre la memoria de la madre de ella! Pero aunque la naturaleza de Amelie era tierna y afectuosa, el antiguo espíritu de la antigua raza se despertó en su interior; la chica menuda se levantó y se plantó bien erguida frente al hombre de las tormentas.

”“¿Piensas”, dijo, “que porque me inclino ante ti soy débil?, ¿que porque te tengo paciencia no tengo pensamientos? Tú le diste comida a este cuerpo, pero no alimentaste mi corazón; no me diste ni amor, ni ternura, ni compasión; me mostraste frente a tus amigos, como mostrabas a tu caballo. Si por bondad hubieras sembrado las semillas del amor en mi pecho; si hubieras sido un padre para mí en la ternura, yo habría sido para ti… una hija. Nunca conocí un tiempo en que no temblara al oír tus pasos; pero ya no va a ser más así. De buena gana te he querido, he confiado en ti, te estimé; pero temía darte a conocer que tenía corazón, por miedo a que me lo rompieras e insultaras. Ah, señor, quienes esperan amor donde no lo dan y confianza donde no la hay, malogran la hermosa época de la juventud y almacenan para sí una vejez deshonrosa.

”La escena terminó con la caída de monsieur en un ataque de nervios y el traslado de Amelie desmayada a su aposento.

”Esa noche el castillo estuvo envuelto en tormentas; llegaban desde todos los puntos cardinales: ¡trueno, relámpago, granizo y lluvia! El señor estaba acostado en su majestuosa cama y estaba preocupado; apenas podía creer que Amelie hubiera dicho las palabras que él había oído: por más insensible y egoísta que fuera, era también un hombre perspicaz y era la verdad que había en ellas lo que le impactaba. Pero su corazón todavía estaba endurecido; había dado órdenes de que encerraran a Amelie con llave en su aposento y de que detuvieran y apresaran a su enamorado cuando viniera al lugar habitual de los encuentros. Monsieur, como dije, estaba acostado en su majestuosa cama, mientras los relámpagos iluminaban, a intervalos, el oscuro aposento. Yo me había echado en el piso junto a la puerta de ella, pero no alcanzaba a oírla llorar, aunque sabía que estaba dominada por la pena. Mientras estaba allí sentada, con la cabeza apoyada en el dintel de la puerta, una figura pasó desde el aposento a través del roble macizo, sin que se descorrieran los cerrojos. La vi con tanta nitidez como veo ahora las caras de ustedes, bajo la influencia de diversas emociones; nada se abrió, sino que pasó a través, una figura sombría, oscura y vaporosa, pero claramente definida. Supe que era “La Femme Noir” y temblé, porque nunca venía por capricho, sino siempre con un propósito. No tenía miedo por Amelie, porque “La Femme Noir” jamás combatía con las personas magnánimas o virtuosas. Pasó despacio, más despacio de lo que estoy hablando yo, por el corredor, haciéndose cada vez más alta a medida que avanzaba, hasta que entró en el aposento de monsieur por la puerta ubicada exactamente enfrente de donde estaba yo. Se detuvo a los pies de la cama de plumas y el relámpago, ya no más intermitente, con sus amplios destellos mantenía una iluminación continua. Se quedó un rato inmóvil por completo, aunque en tono alto el señor le demandaba de dónde había venido y qué quería. Por fin, durante una pausa de la tormenta, ella le dijo que todo el poder que él poseía no iba a evitar la unión de Amelie y Charles. Oí esa voz yo misma; sonaba como el viento nocturno entre los abetos: fría y estridente, algo que helaba tanto los oídos como el corazón. Aparté la vista mientras ella hablaba y, cuando volví a mirar, ¡había desaparecido! La tormenta continuó aumentando su violencia, y la rabia del señor seguía el ritmo de la guerra de los elementos. Los sirvientes temblaban de terror indefinido; tenían miedo de no sabían qué: los perros les acrecentaban la aprehensión con sus terribles aullidos y luego con ladridos en el tono más alto posible; el señor caminaba por su aposento, llamando en vano a su personal doméstico, pataleando y maldiciendo como un maníaco. Por fin, en medio de destellos de relámpago, se dirigió al extremo de las grandes escaleras y de inmediato el estruendo de la campanilla de alarma se mezcló con el trueno y el rugido de los torrentes montañeses; eso aceleró la llegada de los sirvientes a su presencia, aunque no parecían muy capaces de entender lo que les decía: insistía en que llevaran a Charles ante él. Todos temblábamos, porque estaba loco y lívido de rabia. El guardián, a cuyo cuidado estaba el joven, no se atrevía a entrar en el vestíbulo donde resonaban esas sonoras palabras y pasos pesados, pues, cuando fue en busca de su prisionero, encontró todos los cerrojos y trancas descorridos y la puerta de hierro totalmente abierta: había desaparecido. Monsieur pareció encontrar alivio cuando sus energías fueron convocadas a la acción: ordenó una persecusión instantánea y montó en su corcel, a pesar de la tormenta, a pesar de la furia de los elementos. Aunque los enormes portones se sacudían y el castillo se agitaba como una hoja de álamo temblón, salió, con su senda iluminada por el relámpago: por más osado y valeroso que fuera su caballo, le resultó casi imposible hacerlo avanzar; hundió profundo las espuelas en los flancos del noble animal, hasta que el rojo de la sangre se mezcló con la lluvia. Finalmente se precipitó alocado por la senda hacia el puente que el joven debía atravesar; y cuando llegaron allí, el señor divisó flotando la capa del perseguido, unas pocas yardas más adelante. De nuevo el caballo se reveló contra la voluntad de él, en cuyos ojos destelló el relámpago, y el torrente pareció una masa de fuego rojo; no se oía ningún ruido más que las rugientes aguas; los asistentes al avanzar se aferraron al pasamanos del puente. El joven, inconsciente de la persecusión, continuaba con rapidez: y de nuevo provocado, el caballo se lanzó hacia delante. Al instante, la figura de “La Femme Noir” pasó con la ráfaga que se precipitó por el barranco; el torrente la siguió en su trayectoria, y más de la mitad del puente resultó barrida para siempre. Mientras el señor refrenaba al caballo que antes había impulsado tanto hacia delante, vio al joven de rodillas con los brazos extendidos en la orilla opuesta, de rodillas en gratitud por haberse librado de ese doble peligro. Todos quedaron impactados por la piedad del joven y se alegraron fervientemente de que se hubiera librado, aunque no se atrevieron a decirlo ni a mostrar que lo pensaban. Nunca vi a una persona tan cambiada como al señor cuando reingresó por el portón del castillo: sus mejillas habían empalidecido, sus ojos se habían apagado; su pluma feroz pendía quebrada encima de su hombro, su paso era desigual y con la voz de una muchachita débil dijo: “Tráiganme una copa de vino”. Yo era su copera, y por primera vez en su vida me agradeció con cortesía, y en el calor de la gratitud me palmeó el hombro; la caricia casi me arroja a través del vestíbulo. Qué pasó en su habitación reservada no lo sé. Algunos dijeron que la “La Femme Noir” volvió a visitarlo: yo no sé decir, no la vi; hablo de lo que vi, no de lo que oí decir. La tormenta se fue con un trueno restallante, comparado con el cual los ruidos anteriores no eran más que el sonajear de los guijarros bajo la rompiente de una ola veraniega. A la mañana siguiente monsieur envió en busca del pasteur.1 El buen hombre parecía aterrado cuando entró en el vestíbulo; pero monsieur lo tapó con un cuarto de monedas de oro extraídas de una bolsa de cuero, para que reparara su iglesia, y rápido; y aferrándole la mano cuando se iba, lo miró fijo a la cara. Mientras lo hacía, grandes gotas le brillaban como abalorios en la frente; sus facciones adustas, toscas, parecían extrañamente conmovidas mientras observaba al calmo, pálido ministro de la paz y el amor. “Usted”, dijo, “le pide a Dios que bendiga al más pobre de los campesinos que pasa a su lado en la montaña; ¿no tiene una bendición para darle al señor de Rohean?”.

”“Hijo mío”, contestó el buen hombre, “yo te doy la bendición que puedo dar: que Dios te bendiga y que tu corazón se abra a dar y recibir”.

”“Yo sé que puedo dar”, respondió el orgulloso hombre; “pero ¿qué puedo recibir?”.

”“Amor”, contestó el otro. “Toda tu riqueza no te ha traído felicidad, porque no amas ni te aman”.

”El demonio regresó a la frente de él, pero no permaneció allí.

”“Usted va a darme lecciones sobre esto”, dijo; y así el buen hombre se marchó.

”Amelie siguió siendo una estricta prisionera, pero a monsieur le sobrevino un cambio. Al principio se encerró en su aposento y no toleraba que entrara nadie en su presencia; recibía la comida con su propia mano del único asistente que se aventuraba a acercarse a su puerta. Se lo oía caminar de un lado a otro de la habitación, día y noche. Cuando nos íbamos a dormir, oíamos sus pesados pasos; al amanecer, allí estaban otra vez; y el personal doméstico que se despertaba a intervalos durante la noche decía que eran incesantes.

Monsieur sabía leer. Ah, pueden sonreírse; pero en aquellos tiempos, y en aquellas montañas, hombres como “el señor” no se preocupaban ni preocupaban a otros con el saber; pero el señor de Rohean leía latín al igual que griego, y ordenó que le trajeran El Libro que jamás había abierto desde su infancia. Lo sacaron de un estuche de terciopelo y se lo llevaron de inmediato; y vimos su sombra desde afuera, como la sombra de un gigante, inclinada sobre El Libro; y leyó de ahí durante unos días; y teníamos grandes esperanzas de que suavizara y cambiara su naturaleza; y aunque no sé decir mucho en cuanto a la suavización, sin duda se operó un gran cambio; dejó de andar con paso airado y malhumor por los pasillos y de dar portazos y de maldecir a los sirvientes; parecía más bien poseído por un demonio alegre, bramando una vieja canción:

Aux bastions de Genève, nos cannons

Sont branquex;

S’il y a quelque attaque nous les feront ronfler,

Viva! les canonniers!

y luego se detenía y chocaba las manos como un par de címbalos y se reía. Y una vez, cuando pasaba yo, se abalanzó sobre mí y me hizo girar en un vals, rugiéndome, cuando me soltó, que practicara eso y rompiera mi bastidor de bordar. Formó una banda de trompas y trompetas, e insistió en que los cabreros y los pastores hicieran toques de diana en las montañas y los chicos de la aldea batieran tambores: su única idea de gozo y felicidad era el ruido. Puso a trabajar a todo el cantón en la reparación del puente, pagando doble salario a los trabajadores; y él, que nunca antes había entrado en una iglesia, iba a ver casi todos los días cómo avanzaban los obreros. Hablaba y se reía mucho de sí mismo; y en el júbilo de su corazón, ponía a pelear a los mastines y hacía excursiones fuera de la casa, sin que nosotros supiéramos adónde iba. Finalmente, Amelie fue convocada ante su presencia, y él la sacudió y le gritó, luego la besó; y con la esperanza de que ella fuera una buena chica, le contó que le había provisto un marido. Amelie lloró y rogó; y el señor brincó y cantó. Ella se desmayó, finalmente; y, sacando provecho de esa inconsciencia, él la trasladó a la capilla; y allí junto al altar se hallaba el novio, que no era otro que Charles Le Maitre.

”Vivieron juntos muchos años felices; y cuando monsieur fue en todos los respectos un hombre mejor, aunque todavía extraño, “La Femme Noir” se le apareció de nuevo, una vez. Lo hizo con aires apacibles, una noche de verano, con el brazo extendido hacia el cielo.

”Al día siguiente, la sorda campana le contó al valle que el tormentoso, orgulloso anciano señor de Rohean había cesado de vivir.

1 Francés: “pastor” (N. del T.).

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