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Estructura y validez
de las teorías científicas

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[ARTÍCULO][2]


El objeto de este trabajo es examinar algunos de los aspectos característicos de las teorías científicas, especialmente aquellos más vinculados a su estructura y validez.

Antes de entrar a desarrollar este tema, no está de más analizar las razones que pueden obligar a psicólogos, médicos y psiquiatras a ocuparse de las teorías científicas. Pues cabe argüir que las partes más fundamentales de estas disciplinas se relacionan con la actividad clínica, donde lo que importa es actuar y no el construir especulaciones. De acuerdo con este modo de ver, lo esencial es manejar con éxito el material que la realidad y la práctica nos brindan, mientras que la sistematización racional o abstracta posee solo un valor subsidiario. Pero esto es un malentendido. No puede procederse irracional y azarosamente a intentar modificar las cosas; el resultado sería desastroso. Usar cualquier instrumento, efectuar un movimiento cualquiera, decir algo, todo esto es inútil e inoportuno si no se conocen las relaciones causales y funcionales entre los objetos o entidades sobre los que queremos actuar. Si sabemos que algo está en estado A y deseamos que pase al estado B, para actuar positivamente deberíamos conocer que entre las acciones que podemos ejercer sobre A, existe C, que tiene la propiedad de cambiar A por B. Sin ese conocimiento podríamos actuar arbitrariamente sobre A ejerciendo alguna otra acción D que cambia A por E (que no nos interesa) o, simplemente, destruye A. En una palabra, si no elegimos apropiadamente la acción, no obtendremos el resultado práctico que es nuestro propósito conseguir. Por ello, toda acción racional presupone conocimiento. Y este conocimiento no se relaciona con hechos singulares o aislados; es un conocimiento general que indica correlaciones, ligaduras y pautas que gobiernan la estructura de lo real. Sin este conocimiento no existiría técnica exitosa. Pero este conocimiento debe haberse obtenido previamente y tiene que haber sido apropiadamente validado. Esto muestra que las teorías científicas, en las que se intenta sistematizar y controlar tal conocimiento, son un arma indispensable para fundamentar nuestra acción práctica. En el caso de la actividad clínica, estas teorías deberían servir como principio guía para la selección de terapias y tratamientos.

Es oportuno desvanecer otro malentendido. No estamos intentando identificar los conceptos de teoría científica y de ciencia, este es más amplio que aquel. Hay actividad, conflictos y procesos en la historia sociológica de la ciencia; pero no se reflejan en la estructura de las teorías, que es de carácter lógico y lingüístico. Lo que ocurre es que si tales procesos o actividades llevan a resultados de alguna importancia, estos deben comunicarse a la comunidad científica y a la humanidad entera, y “cristalizar” en textos, memorias o informes. La posibilidad de una labor crítica, junto con la necesidad de difusión de conocimientos (debido a los requerimientos tecnológicos, sociales, políticos y culturales) hacen indispensable que las regularidades que los hombres de ciencia descubren se condensen en hipótesis, afirmaciones y enunciados, todos los cuales constituyen sistemas y teorías. En este sentido, bueno es recordar una distinción que los epistemólogos hacen frecuentemente: los problemas del conocimiento científico –arguyen– constituyen tres contextos. El primero es el contexto de descubrimiento, y abarca todo lo relativo a la manera en que los científicos arriban a sus conjeturas, hipótesis o afirmaciones. El segundo es el contexto de justificación, que comprende toda cuestión relativa a la validación del conocimiento. Y el último está integrado por todo lo que involucre las aplicaciones de la ciencia, y puede denominarse contexto de aplicación (o “tecnológico”). De acuerdo con lo dicho, el contexto de justificación antecede al de aplicación. Y, obviamente, el de descubrimiento antecede al de justificación.

Muchos filósofos no están del todo convencidos de la legitimidad de la distinción entre los tres contextos y, especialmente, sospechan de la diferencia entre los dos primeros. Piensan que el proceso de descubrimiento es en sí la propia justificación del conocimiento científico. Por desgracia no es así, y la historia de la ciencia muestra una gigantesca colección de “descubrimientos” invalidados por un posterior y conveniente control mediante experiencias. Una cosa es el cúmulo de factores sociales, políticos, psicológicos y culturales que pueden inducir a un científico a preferir cierto modo de conceptuar en comparación con otro, o a seguir ciertos caminos teóricos con preferencia a tales o cuales, y otra es la verificación o apoyo lógico o empírico que sus afirmaciones pueden tener. La distinción es importante, y vale la pena hacerla aun en el caso en que realmente se cumpla (lo cual no es cierto) que ciertos modos de obtener conocimiento producen indefectiblemente verdades, pues aun así, para estar seguros de que ello es cierto, deberíamos presuponer algún criterio para reconocer la verdad.

Por todo lo anterior, nos limitaremos a discutir la estructura y validación de las teorías científicas, por entender que lo fundamental es indicar criterios para reconocer “buen conocimiento” y separarlo del deficiente, ya que eso es todo lo que se necesita presuponer para guiar nuestra actividad práctica y clínica.

Las teorías científicas implican cuatro aspectos fundamentales. En primer lugar, el de la esfera de objetos o entidades de carácter práctico y empírico sobre el cual se quiere actuar y que, al propio tiempo, sirven para controlar las teorías. Luego existe la faz lingüística de las teorías, donde los factores más relevantes implican distinciones de vocabulario o familias de afirmaciones científicas clasificadas por su mayor o menor proximidad a la esfera empírica. A continuación, tenemos la estructura lógica de la teoría, que jerarquiza las afirmaciones de esta según sus nexos deductivos o inferenciales. Y, por fin, están los problemas relacionados con la validez o incorrección de estas afirmaciones. Esto lleva a una metodología que vamos a indicar someramente, ya que este no es el lugar para una exposición sistemática completa.

La base empírica de una teoría

Las disciplinas científicas se ocupan de las propiedades y características de ciertos tipos de objetos. Pero es posible dividir tales objetos en dos clases según el tipo de acceso que se tenga a ellos desde el punto de vista del conocimiento. Algunos se ofrecen directamente a la práctica, a la observación y a la experimentación; los llamaremos empíricos. Los otros son captados de manera más indirecta, a través de deducciones, inferencias o conjeturas, los llamaremos teóricos. La diferencia es clara y aparece en distintas investigaciones. En física, las indicaciones en el dial de un instrumento o la coincidencia entre una aguja y una señal son objetos o eventos empíricos directos; un campo eléctrico es teórico y se conoce indirectamente (a través de instrumentos y registros). En química, el color de un papel tornasol o la opacidad de una solución es empírica; los átomos son teóricos. En biología, ciertos fenotipos son directos, empíricos, como el color de las plumas de un ave; los genes son indirectos, teóricos, y se detectan por sus efectos en la herencia de los fenotipos. En psicología profunda, las actitudes corporales, los gestos y expresiones verbales constituyen material manifiesto directo, empírico; el superyó, el inconsciente, las fantasías o los objetos internos constituyen entidades teóricas. Desde ya vale la pena indicar que teoría no es palabra peyorativa y no indica que se trata de abstracciones vacuas; los objetos teóricos existen (o tenemos buenas presunciones para creerlo así). Lo que ocurre es que no se detectan inmediatamente, y su conocimiento presupone conjeturas y teorías. Por ello, los objetos teóricos no ofrecen el mismo tipo de seguridad científica que los empíricos, y a veces terminan por desaparecer barridos por el viento de la historia, como sucedió con el flogisto y, más recientemente, con el éter. Sin embargo, que no sean seguros no implica que sus propiedades no se puedan conocer hasta cierto grado; en cierto modo, estos objetos pueden ser científica y filosóficamente más interesantes que los empíricos. Podría pensarse, entonces, que los objetos o entidades empíricas tienen una misión secundaria que es controlar nuestro conocimiento teórico. Ello es cierto, pero no constituye toda la verdad. No hay que olvidar el contexto de aplicación; necesitamos la ciencia para obtener resultados prácticos y tecnológicos. Pero la práctica constituye uno de los aspectos de lo empírico o directo (o, tal vez, pura y simplemente, coincide con él). De modo que, en este otro sentido, los importantes son los objetos directos u objetos de entidades empíricas, y son ahora los teóricos los que aparecen en posición más subsidiaria, la de ser auxiliares instrumentales para que podamos construir nuestras teorías, para permitir sistematizar el conocimiento y, por consiguiente, efectuar predicciones sobre lo empírico y lo práctico. De acuerdo con una nomenclatura muy difundida, vamos a llamar base empírica al conjunto de las entidades directas.

Base empírica puede tener un sentido filosófico, otro epistemológico y, también, uno metodológico. El primero no interesa aquí, y se refiere a la posibilidad de encontrar una base empírica para todo tipo de conocimiento humano (los filósofos discrepan acerca de cuál sería tal base y de si existe o no). Epistemológicamente, se trata de saber cuál es la base empírica para todo tipo de disciplina científica. Desde nuestro punto de vista, esta base empírica está dada por las entidades que la práctica cotidiana ofrece directamente a nuestro conocimiento (sin dejar de reconocer que este no es un conocimiento absoluto, sino que puede revisarse y perfeccionarse, por lo cual hay que reconocer que el valor de nuestros datos empíricos tiene, a veces, historia y es a su vez susceptible de corrección por comparación con nuevos datos o teorías, lo que lleva a concebir la marcha de la ciencia como un proceso “dialéctico” en que teoría y práctica se controlan sucesiva y mutuamente), es decir, por objetos físicos accesibles o por datos de la percepción. Esta es la base empírica que debe utilizarse toda vez que surja una discusión acerca del valor de una “gran teoría” tomada por entero, como la de la relatividad de Einstein o la “económica” de Freud. Pero la marcha ordinaria de la investigación científica no procede del mismo modo que la discusión crítica epistemológica. Cuando es necesario resolver un problema en particular, entonces el investigador se apoya en alguna o algunas teorías ya existentes y, aunque forje hipótesis específicas acerca de su tema, ya no cuestiona la existencia y el conocimiento de los objetos teóricos que son mencionados en aquellas teorías. Si llamamos “teorías presupuestas” a las que así se emplean, es evidente que a través de ellas leemos tan directamente a los objetos teóricos ya mencionados como a los epistemológicamente empíricos. Esto es lo que se llama base empírica metodológica.

Epistemológicamente, tal base empírica es en principio cuestionable, pero científicamente, una vez que se han aceptado ciertas teorías, no es necesario volver cada vez a discutir, desde el principio. Por ejemplo, un epistemólogo puede tener dudas en cuanto a la existencia del inconsciente o del superyó, y no colocaría tales entidades dentro de la base empírica. Pero si un terapeuta está investigando el origen de una neurosis en un paciente, en esa ocasión no va a iniciar desde el principio una discusión sobre el psicoanálisis. Si tiene razones (basadas en su práctica anterior, su formación y su ideología científica y cultural) para creer que la teoría psicoanalítica es buena, entonces tomará el inconsciente y el superyó como entidades a las cuales tiene acceso directo a través de las hipótesis que acepta (y del material manifiesto que el paciente le ofrece); es decir, los tomará como parte de su base empírica.

Naturalmente, si sus teorías presupuestas algún día se desmoronan por obra y gracia de la crítica epistemológica, entonces la base empírica que utilizó, y que es de carácter metodológico, se invalida y se hace añicos. En este sentido, hay que comprender que muchos métodos utilizados en la práctica clínica y que aparentemente serían modas sui generis de conocimiento, como intuiciones simpáticas, comprensiones o “lecturas directas de inconscientes”, no serían otra cosa que “lecturas directas de material teórico” que, mediante teorías e hipótesis presupuestas que la teoría y práctica clínica brindan, se transforman en base empírica metodológica (pero su naturaleza epistemológica no debe perderse de vista, recordando que su certidumbre está condicionada a la validez de tales teorías e hipótesis presupuestas, las que deberían testearse previamente –y que son siempre vulnerables en virtud del posible advenimiento de nuevas experiencias que obligan a revisar lo previamente aceptado–).

De todo lo anterior surge una posible serie de preguntas de orden metodológico que conviene efectuar cuando se procede a criticar una teoría, a discutirla con otra persona o, simplemente, a redactarla. La primera: ¿cuál es la base empírica que se está aceptando? La concordancia entre dos contendores es al respecto importante, pues si cada uno piensa en una base empírica distinta, los elementos de juicio de que dispondrán para controlar, aceptar o rechazar las afirmaciones de la teoría no serán iguales, y resultará algo así como una discusión entre sordos. Por otra parte, es necesario contestar al interrogante, pues de otro modo no sabremos cuál es la piedra de toque que nos permitirá juzgar la teoría como aceptable o defectuosa. Otra pregunta es: ¿la base empírica se está tomando epistemológicamente o metodológicamente? Si lo primero, entonces puede procederse directamente a contrastar la teoría de la manera que más adelante indicamos, con lo cual se logrará valorarla. Pero, si actuamos en sentido metodológico, entonces es necesario indicar, además, la naturaleza de la teoría o teorías presupuestas que estamos utilizando. Esto también es interesante, pues, aunque en apariencia estamos considerando un mismo tipo de objetos, si las teorías presupuestas no son iguales estaríamos “leyendo” cosas diferentes, y el control no será semejante en un caso y en otro. Por otra parte, la indicación de cuáles son exactamente las afirmaciones presupuestas puede señalar explícitamente que nos estamos apoyando en alguna teoría débil, y que nuestra investigación va a flaquear desde el comienzo. Además, a diferencia del caso epistemológico, hay que tener en cuenta aquí que, si al proceder desde una base empírica metodológica llegamos a una contradicción con la experiencia, entonces –al contrario del caso epistemológico en que el único sospechoso es la teoría discutida– aquí hay dos presuntos culpables: la teoría que resulta de la investigación y la teoría presupuesta. Y esto da origen a un par de investigaciones paralelas, para localizar el defecto en una o en otra.

Un caso límite, que se presenta por desgracia con harta frecuencia en la investigación psiquiátrica o psicoanalítica, es el que ocurre cuando la base empírica se toma metodológicamente interpretada, pero utilizando como hipótesis presupuestas las de la misma teoría que se quiere validar. Sería como si alguien, queriendo testear la teoría de Melanie Klein sobre las posiciones, se pusiera a investigar conductas de los bebés, pero no tomando estas de manera no interpretada, sino viéndolas a la luz de la propia teoría de las posiciones. Este es un círculo vicioso metodológico totalmente inadmisible (y que, curiosamente, es tomado como situación típica para la epistemología por ciertos pensadores franceses, que convierten lo que es un auténtico defecto en algo así como una de las más bellas cualidades de la ciencia).

La base empírica –especialmente la epistemológica– cumple dos condiciones muy importantes para la discusión acerca de la validez de las teorías. Por un lado, todo problema que involucre un objeto (o un conjunto accesible de objetos) de la base empírica, y que plantee si cierta propiedad o relación –también empírica– está presente o no en ese objeto (total o parcialmente, con cierta frecuencia estadística, en el conjunto de objetos que se esté considerando), podrá resolverse por sí o por no mediante un número finito de operaciones siempre que el tiempo oportuno para hacerlas no haya pasado o no esté ubicado en un futuro lejano). Este es el requisito de “efectividad”. El de “objetividad”, que no discutiremos aquí extensamente, consiste en que la ciencia solo incorpora observaciones y datos en el caso de que sea posible reiterarlos para diferentes observadores. Es obvio que a la base empírica metodológica no se le puede pedir el requisito de efectividad, pues en las teorías presupuestas –a diferencia de lo que ocurre con los elementos de la base empírica epistemológica– no sucede que todo problema sobre un objeto (o un número accesible de objetos) se pueda resolver por sí o por no. En cuanto al requisito de objetividad, vale la pena preguntarse cuántas veces no es respetado. Hay síndromes que nadie vio salvo su descubridor (en uno o pocos pacientes); hay teorías e hipótesis edificadas sobre la observación de pocos casos. En lugar de una muestra estadística, en ciertos pseudotrabajos los casos clínicos son siete, seis, y a veces uno...

Vocabulario, afirmaciones y niveles

Aunque mucho es lo que puede decirse sobre el vocabulario de las teorías científicas y su papel semántico, no vamos a detenernos en este punto. Solo nos interesa aquí hacer notar que la distinción entre objetos directos o empíricos por un lado y teóricos por el otro se refleja en otra acerca de las palabras o grupo de palabras que designan las entidades estudiadas por la teoría. Si estas palabras se llaman “términos”, las que nombran al primer tipo de entidades se denominan términos empíricos, y las restantes términos teóricos. Esta clasificación repercute en la que vamos a hacer con las afirmaciones de la teoría, según se verá.

Con el vocabulario de una teoría se pueden construir (según las reglas sintácticas de la gramática y de la lógica, usando como auxiliar el vocabulario lógico y, en muchos casos, el vocabulario de las teorías presupuestas) proposiciones, afirmaciones o enunciados. El problema fundamental de la epistemología o, al menos, del contexto de justificación, es el saber si son verdaderas o falsas. Pero lo que aquí discutimos es algo previo, que se relaciona con la cuestión de saber qué es lo que realmente se afirma en tales enunciados.

Distinguiremos tres tipos de enunciados científicos, cada uno de los cuales plantea problemas distintos en cuanto a la validación de las hipótesis y teorías. El primero es el de las afirmaciones empíricas básicas, o simplemente afirmaciones básicas. Aunque este tipo puede subdividirse a su vez en varios subtipos, caracterizaremos brevemente su estructura semántica diciendo que son afirmaciones singulares acerca de determinados objetos o entidades de la base empírica, afirmaciones que conciernen a la presencia y ausencia de una determinada propiedad o relación que también integra la base empírica (es decir, es también directamente observable). Cuando en un informe científico se consignan observaciones sin hacer conjeturas e interpretaciones sobre ellas, entonces las proposiciones que lo integran son singulares y ejemplifican este tipo. En una palabra, se trata de enunciados en los que se predica que cierto atributo (propiedad o relación) esté presente o no en un individuo o en un par de individuos. Una obvia extensión es la afirmación de que en un número finito accesible de entidades de la base empírica cierta característica se presenta con una determinada frecuencia o proporción: estaríamos en tal caso frente a una afirmación acerca de una “muestra estadística”, o una “afirmación estadística básica”. Estas afirmaciones básicas, estadísticas o no, poseen la interesante propiedad metodológica de que su verdad o falsedad pueden establecerse concluyentemente a partir de observaciones oportunamente realizadas, de acuerdo con lo dicho al hablar de la base empírica epistemológica y del requisito de efectividad. Las proposiciones en cuestión son las más seguras de la ciencia, en el sentido de ser las más susceptibles de control y verificación (o refutación). Si se conciben las teorías científicas como algo que debe ser controlado por la experiencia, puede verse claramente que la concordancia entre los principios o hipótesis de una teoría con las afirmaciones básicas es cuestión fundamental, de la que dependerá la mejor o peor suerte de aquellas.

En el caso de la psiquiatría, de la psicología profunda o de la medicina, las afirmaciones básicas son las que protocolizarían las actitudes somáticas o corporales de los pacientes observados o investigados, sus relaciones con el contexto físico, su material verbal (pero no el significado del material verbal, que implicaría interpretación), etcétera. Toda teoría clínica obliga a una contrastación con tales afirmaciones, de modo que en ellas reside la piedra de toque de nuestras creencias sobre la etiología y desarrollo de enfermedades, cuadros o síndromes.

Pero las disciplinas científicas no se limitan a reunir o catalogar observaciones dispersas o aisladas. El propósito primigenio de la ciencia es detectar leyes acerca de la realidad. Estas leyes no involucran otra cosa que regularidades generales que vinculan o relacionan determinados tipos de sucesos o acontecimientos. El conocimiento de estas regularidades es importante para el que desee explicar hechos, ya que explicar puede querer decir, precisamente, que un hecho singular no es casual o independiente de los demás, sino que forma parte de una correlación general entre hechos. Pero hay dos clases de tales leyes. Leyes empíricas: se refieren a regularidades observables entre las entidades directas de la base empírica. Leyes fácticas: aluden a generalidades entre entidades reales de cualquier clase, observables o no (es decir, teóricas tanto como empíricas). Es obvio que en la marcha desde el conocimiento concreto hasta el teórico se comenzará con leyes empíricas y, solo más adelante, cuando seamos capaces de construir esquemas explicativos que trasciendan lo observado, podremos acceder a las leyes fácticas en general. Por ejemplo, a partir de nuestros protocolos “clínicos” podremos obtener generalizaciones clínicas, leyes empíricas acerca del desarrollo las características observables y manifiestas de enfermedades, síndromes o conductas. Luego, al construir explicaciones fisiológicas o psicoanalíticas de lo que ocurre empíricamente, se nos ocurrirán leyes que atañen al material latente o no observable. De paso, adviértase que la popular distinción entre material latente y manifiesto es otro ejemplo de la diferencia entre base empírica y entidades teóricas. Llamaremos generalizaciones empíricas a las proposiciones que afirman para toda una familia de entidades de la base empírica la presencia o ausencia de una propiedad, relación o correlación. Hay varios tipos de tales proposiciones, en particular el constituido por las generalizaciones universales estrictas, que afirman que la presencia de cierta propiedad o relación se da sin excepción (las leyes científicas, según se piensa ateniéndose a una vieja tradición, estarían ubicadas aquí), el de las afirmaciones existenciales que admiten simplemente que en la aludida familia hay algún ejemplo, o algunos, de esa propiedad o relación y el de los enunciados estadísticos o probabilísticos que afirman la presencia o ausencia de tales propiedades o relaciones según una determinada proporción, frecuencia o probabilidad. De todos modos, estos enunciados tienen algo en común con los empíricos básicos, y es que se refieren a la base empírica. Pero mientras estos lo hacen particularizando en un ejemplo determinado, aquellos lo hacen para toda una clase de objetos o entidades (observables). Metodológicamente, surge otra diferencia fundamental. Los enunciados generales no son, en general, susceptibles de verificación efectiva y terminante. Involucran infinitos casos particulares (o, al menos, números muy grandes y no accesibles a la observación); por consiguiente, un número finito de observaciones, que es lo único que cabe para los seres humanos, no basta para fundamentar concluyentemente el rechazo o la aceptación de lo que se afirma en estos enunciados. Precisamente cuando las proposiciones científicas comienzan a hacerse interesantes, pues pasan de lo singular o aislado a lo general o universal, es cuando surge un escollo no fácilmente salvable en el camino hacia criterios seguros y definitivos para su aceptación. Insistimos en esto, pues aquí reside el comienzo de una metodología que abandona la pretensión de contar con afirmaciones cuya verdad se haya establecido definitivamente, para proceder más bien a construir hipótesis, contrastarlas y adoptarlas por ser presumiblemente positivas, sin descartar –pese a su eventual éxito y fuerza– la posibilidad de su reemplazo por hipótesis nuevas y mejores.

Si se intenta ordenar las proposiciones científicas en “niveles”, donde cada uno de ellos implica una menor o mayor distancia desde la base empírica, o sea una mayor o menor garantía de verdad fundamentada en observaciones, es costumbre ubicar las afirmaciones básicas en el primer nivel posible, y referirse a ellas, por consiguiente, como afirmaciones de primer nivel o de nivel uno. El segundo nivel, o nivel dos, estaría constituido por las generalizaciones empíricas, es decir, por las leyes empíricas (estrictamente universales, existenciales o estadísticas). Ambos niveles se refieren a la base empírica. Pero a continuación estaría el tercer nivel, o nivel tres, integrado por afirmaciones que aluden a entidades teóricas. Hay disciplinas y teorías científicas que no llegan nunca a este nivel. En medicina, por ejemplo, abunda un tipo de trabajo científico en que, utilizando muestras y tablas, se fundamentan hipótesis que indican una correlación estricta o estadística entre la ingestión de una droga y la desaparición de un síntoma, por ejemplo. Pero, en las disciplinas más elaboradas, donde se desea una conceptualización de carácter explicativo que indique el porqué de tales correlaciones, es frecuente emplear suposiciones acerca de entidades teóricas. Estos nuevos enunciados, que algunos llaman “teóricos”, son de dos clases: los “puros”, que utilizan exclusivamente términos teóricos, y los “mixtos”, que emplean simultáneamente términos empíricos y términos teóricos. Puede concebirse a los enunciados teóricos puros como constituyendo o, mejor aún, describiendo modelos de lo que puede existir más allá de lo observable, y a los mixtos como tratando de vincular las entidades teóricas con las empíricas. Es común denominar a las hipótesis teóricas mixtas “reglas de correspondencia”. Estas serían las que establecen el puente que permite contrastar lo que se dice sobre el aspecto teórico de la realidad mediante el uso de observaciones de carácter empírico. Una teoría que solo emplee hipótesis teóricas puras no es todavía una teoría científica que pueda ser sometida al control de la base empírica. Por ello, el olvido de las reglas de correspondencia constituye un pecado metodológico que impide considerar útiles científicamente muchos modelos que se proponen para dar cuenta de la realidad profunda.

Es interesante recordar (para no emplear siempre ejemplos robados a las ciencias exactas) que Freud emplea en algunos de sus escritos un estilo de exposición –que sin duda refleja un método de investigación– consistente en referirse primero a sucesos y eventos relacionados con casos singulares; en esta etapa se “protocoliza” todo lo que ocurre en particular que posea carácter observable, tanto humana como clínicamente. Freud enuncia aquí afirmaciones de primer nivel. Luego pasa a generalizar lo observado extendiéndolo a todos los casos: obtiene las leyes de la conducta manifiesta, de la formación y aparición de síntomas, etcétera; se está, entonces, en el segundo nivel. Luego pasa a dar explicaciones de lo que ofrece, introduciendo entidades hipotéticas de carácter teórico: libido, catexias, huellas mnémicas, superyó, etcétera. Diseña modelos que describen el comportamiento de estas entidades (lo cual se expresa mediante enunciados teóricos puros) y vincula lo teórico a lo clínico mediante principios que son hipótesis teóricas mixtas (como puede serlo, por ejemplo, que el aumento de catexias en el aparato psíquico puede acrecentar el displacer).

Para comprender la estratificación de una teoría y su división en tres niveles –cosa importante por las diferencias que ello implica en cuanto a su testeo– es necesario estar de acuerdo en cuanto a lo que constituye la base empírica de aquella. Pues distintas bases empíricas pueden hacer que un mismo enunciado sea de nivel dos para alguien y de nivel tres para otro. Enseguida veremos que los enunciados de nivel dos pueden obtenerse por inducción, mientras que los de nivel tres, no. Ello muestra que una diferencia de criterios como la aludida puede repercutir en el método de investigación elegido. Terminemos, finalmente por hacer notar que los enunciados de nivel tres pueden ser singulares (es decir, referirse exclusivamente a una entidad teórica o generales, en cuyo caso expresan una ley fáctica, aunque no una ley empírica, pues ahora se está fuera de la base empírica).

Estructura de una teoría

Una teoría científica es un conjunto de afirmaciones de cualquiera de los tres niveles. En este conjunto deben existir forzosamente algunos enunciados de nivel dos (o tres), ya que no es costumbre llamar “teoría” a un mero conjunto de enunciados empíricos básicos, y para eso existen las denominaciones sin duda mucho más exactas de “informe” o “protocolo”. Por otra parte, no debe tratarse de un conjunto de afirmaciones inconexas. La idea de ciencia implica que haya nexos sistemáticos entre las afirmaciones científicas. En particular, se supone que las consecuencias lógicas de afirmaciones de una teoría científica forman parte también de la teoría. Como veremos luego, las afirmaciones de una teoría científica tienen fundamentalmente el carácter de hipótesis a ser testeadas por la experiencia. Por ello, hay que distinguir en las afirmaciones del nivel uno aquellas que se aceptan por ser consecuencias de las demás hipótesis de una teoría de aquellas que provienen directamente de experiencias y observaciones. Estas últimas no se consideran, en general, integrando teorías, sino que más bien forman parte de informes que sirven para calificar el éxito o fracaso de una teoría. De ser así, una teoría vendría a estar estructurada de este modo: en primer lugar, tendríamos los principios o hipótesis fundamentales, que constituirían el legítimo punto de partida de la teoría. Ellos no se dejan deducir de los otros principios puesto que, entonces, no serían legítimos puntos de partida. Tendríamos luego las hipótesis derivadas, que serían las que se concluyen lógicamente de los principios. Y por fin estarían las consecuencias observacionales, que serían los enunciados de nivel uno que pueden extraerse deductivamente de los principios y de las hipótesis derivadas. Si los principios se admiten como verdaderos, y recordando que la deducción lógica correcta conserva la verdad, debemos ser consecuentes y aceptar también como verdaderas las hipótesis derivadas y las consecuencias observacionales. Pero como la deducción lógica correcta no garantiza que se conserve la falsedad de las premisas a la de la conclusión –puesto que es perfectamente posible deducir verdades a partir de falsedades– resulta que pueden suponerse verdaderas las consecuencias observacionales o las hipótesis derivadas, sin que por ello haya obligación de considerar verdaderas hipótesis fundamentales. Esta asimetría tiene consecuencias extrañas que luego examinaremos.

Naturalmente, el problema metodológico fundamental ligado a la existencia de las teorías científicas es el de la verdad o falsedad de sus principios. La solución de este problema lleva involucrado el correspondiente a la verdad de las hipótesis derivadas y el de las consecuencias observacionales. En las obras de Aristóteles y en la epistemología que de ella se deriva, los principios son “axiomas” y sus consecuencias lógicas son “teoremas”. Esta nomenclatura se usa todavía con éxito para los sistemas axiomáticos, los modernos herederos de las ciencias demostrativas de las que nos hablaba aquel filósofo. Pero, como la diferencia entre estas ciencias y los sistemas axiomáticos ya es de por sí muy grande y es aún más acentuada respecto de las actuales teorías científicas, la palabra “axioma”, con su carga de significación que hace pensar en verdades primarias, seguras, evidentes y simples, resulta totalmente inapropiada en la actualidad. Nadie pensaría hoy en los principios de una teoría como en otra cosa que hipótesis cuya verosimilitud hay que testear. Y como el conjeturar hipótesis no se realiza de una única manera, nos encontramos en el campo de la ciencia empírica con una situación que Aristóteles no hubiera osado pensar, y es la de que para cada disciplina científica no existe –como tradicionalmente se pensaba– una única sistematización teórica posible sino que, por lo contrario, hay numerosas teorías alternativas que pueden ofrecerse para responder a las necesidades de un mismo tipo de investigación. Por ello resulta inexacto hablar de “la” teoría física, de “la” teoría química o de “la” teoría psicoanalítica, por ejemplo. Lo correcto es referirse a las teorías físicas, químicas y psicoanalíticas, planteándose inmediatamente el problema de cómo reconocer entre ellas a las más convenientes y verosímiles, y el de cuál es el criterio para establecerlo.

Antes de dejar este tema, vale la pena señalar un caso en que las teorías científicas tienen una dependencia metodológica especial. Es aquel en el que los principios de una son hipótesis derivadas de otra. En tal caso se dice que la primera es una teoría derivada de la otra. Esto es interesante, pues entonces se está ante una de las situaciones características en que se dice que una teoría se explica por otra. Un ejemplo lo da la teoría de Kepler acerca del movimiento de los planetas, que se dice es explicada por la teoría de la gravitación de Newton, pues las leyes de Kepler son hipótesis derivadas de los principios newtonianos. Otro caso sería el de las teorías de mecanismos en psicología profunda (transferencia, resistencia, y otros), cuyos principios, que muchas veces son generalizaciones clínicas de nivel dos, se explican como leyes derivadas de los principios de la teoría económica de Freud. Vale la pena hacer notar que si la teoría que explica es cierta, entonces la explicada también, por ser consecuencia lógica de aquella; pero al revés no, pues recordando que la deducción lógica correcta no garantiza la conservación de la falsedad, es perfectamente posible que la teoría que explica sea falsa, pese a la verdad de la teoría explicada. Por consiguiente, explicar una teoría por otra no es un método para fundamentarla (salvo si la otra teoría está ya conclusivamente calificada como verdadera). Pero enseguida se verá que es casi imposible que una teoría esté concluyentemente verificada. Si la teoría derivada es falsa, la teoría de la que se deriva también (ya que de otro modo resultaría que se han deducido falsedades a partir de, verdades, lo cual es ilógico). Por ejemplo, si fuera posible derivar completamente la teoría de los mecanismos psíquicos a partir de la teoría económica, entonces la falsedad de la teoría de los mecanismos arrastraría la de la teoría económica. Pero si la teoría de los mecanismos es verdadera, ello nada dice sobre la verdad o falsedad de la teoría económica de Freud. Y, viceversa, la falsedad de la teoría económica de Freud nada nos informaría acerca del valor de verdad de la teoría de los mecanismos.

En realidad, la estructura de una teoría es algo marcadamente más complicado que lo que estamos describiendo. En primer lugar, es bastante frecuente que la clasificación de niveles de las afirmaciones repercuta dentro de las teorías, produciendo una estratificación de las hipótesis.

Si las teorías se construyen siguiendo una conocida tradición, se debería distinguir entre la parte “pura” de la teoría, constituida por sus hipótesis teóricas puras (y que para muchos es la única parte del sistema que de veras merece el nombre de “teoría”), la parte empírica, constituida por las afirmaciones de nivel uno y dos, y un puente entre ambas, constituido por las reglas de correspondencia. Estas tres zonas podrían escindir en tres partes al conjunto de los principios. En realidad, como lo muestra Carnap, la estratificación puede ser, en este sentido, más complicada. En primer lugar tendríamos un primer estrato constituido por aquellas hipótesis que solo se refieren a la base empírica (las de nivel uno o dos). Luego vienen hipótesis que introducen términos teóricos y que, añadidas al primer estrato, harían obtener nuevas consecuencias observacionales. Y, suponiendo que este procedimiento se reiterara, y que se hubiera llegado ya a cierto estrato, el nuevo estrato se obtendría agregando nuevos términos teóricos y nuevas hipótesis teóricas que, añadidas a los estratos ya obtenidos, podrían obtener nuevas consecuencias observacionales. Esto no significa otra cosa que las conjeturas sobre entidades teóricas se van produciendo en niveles cada vez más alejados de la experiencia. Por ejemplo, en psicoanálisis ya es un paso ir desde las observaciones clínicas hasta la resistencia, transferencia o proyección. Pero luego hay que dar un nuevo paso si se desea pasar a los objetos internos y a la fantasía. Y, luego, uno más si se quiere hablar de libido o catexias. Cada estrato vendría a constituir respecto de los superiores una especie de base empírica relativa. Esta concepción tiene el mérito de permitir un testeo por etapas del sistema total, consistente en asegurar la calidad de los estratos inferiores e irse elevando al problema de testear los superiores contrastándolos por sus consecuencias en los estratos inferiores. Por otra parte, otra ventaja es que en caso de derrumbarse una teoría por obtenerse consecuencias observacionales indeseables, esta no se perdería por completo sino solamente aquellos estratos superiores responsables de la deducción “fatal”, salvándose los componentes empíricos y los estratos inferiores (salvo que el accidente provenga de las propias generalizaciones empíricas, lo cual sería definitivo en contra de la teoría).

Pero hay que tener en cuenta también que, cuando una teoría es utilizada para una investigación determinada, se agregan nuevas hipótesis que conciernen específicamente al material de trabajo. Si se quiere testear la teoría mendeliana sobre la herencia, además de las hipótesis sobre la aparición de caracteres hereditarios, habrá que admitir algunas acerca de las plantas o animales con los que se está investigando (Mendel empleaba arvejillas, como se sabe). Las hipótesis que así aparecen son las hipótesis colaterales, que se contrastan junto con la de la teoría. Todo esto sirve para recordar que muchas veces las consecuencias observacionales de una teoría no se extraen simplemente de ella sino con el auxilio de hipótesis externas, como las presupuestas que ya mencionamos al discutir el concepto de base empírica metodológica, las colaterales que acabamos de indicar, y las observaciones o datos que conciernen a informaciones indispensables sobre el material de trabajo (que comúnmente se denominan condiciones iniciales). En caso de observarse alguna inadecuación de la teoría con los hechos, el inconveniente puede estar localizado “en lugares” distintos, y puede no ser fácil solucionar el problema metodológico de localizar a la hipótesis o información “culpable”.

La valoración de las teorías científicas

Podemos concretar lo discutido hasta ahora del siguiente modo: la actividad de observación y experimentación que desarrollan los científicos es resumida en proposiciones singulares empíricas, tal como se ven en los informes y protocolos. En ellos se describe cada uno de los aspectos aislados de las entidades investigadas, en distintas ocasiones, instantes y circunstancias. La extensión inmediata de estos resultados a todos los casos análogos lleva a cierto tipo de enunciados: las generalizaciones empíricas. Con el afán de sistematizar y, también, explicar las regularidades y concomitancias expresadas por tales generalizaciones, los científicos imaginan estructuras compuestas por entidades teóricas con propiedades capaces de dar cuenta de las características empíricas. Estas estructuras se describen mediante enunciados teóricos. Todos estos enunciados son integrados en estructuras deductivas que permiten advertir vínculos lógicos entre los hechos descritos. En este momento, se cierra la etapa relacionada con el contexto de descubrimiento y comienza la pertinente para el contexto de justificación. Es decir, este es el momento para preguntar: ¿cómo se conoce que una teoría describe adecuadamente la realidad?

Si se recuerdan las distinciones que hicimos antes es posible dar alguna respuesta. Dentro de una teoría –dijimos– hay principios, hipótesis derivadas y consecuencias observacionales. En cuanto a los últimos no hay problema; son enunciados básicos empíricos y, por consiguiente, su verdad o falsedad se obtiene mediante el empleo de observaciones y experimentaciones oportunas. Aquí, verificar o refutar es posible de manera efectiva, y todo problema es resoluble por sí o por no en tanto involucre un número suficientemente pequeño y controlable de entidades directamente observables. Los problemas que plantea la verosimilitud de un informe o protocolo se pueden zanjar mediante el simple acceso al material empírico.

En lo que hace a las hipótesis derivadas, tampoco hay problema si se recuerda que ellas por definición son consecuencias lógicas de los principios. De modo que basta establecer la verdad de los principios para que las hipótesis derivadas queden garantizadas. Resta por consiguiente, como problema fundamental, el de validar los principios. ¿Cómo puede hacerse esto?

Podría ser interesante examinar con detalle este problema, pues facilitaría una interesante discusión acerca del pro y contra de muchas teorías epistemológicas. No hay tiempo para ello, y vamos a resumir la situación. En el fondo, hay tres grandes orientaciones acerca de los métodos que permiten verificar proposiciones. La primera concierne al método que a veces se denomina apriorístico y a veces intuicionista. La segunda sigue el método inductivo. La tercera lleva al método hipotético deductivo. Veamos qué ocurre con cada una de ellas.

El método apriorístico descansa sobre la posibilidad de controlar directamente la verdad de los enunciados generales y teóricos. En realidad, consiste en sostener como posible un tipo de evidencia que muestre directamente la verdad de esos enunciados. En el fondo constituye una especie de homologación con lo que ocurre con los enunciados empíricos básicos. Estos se verifican mediante un acto de intuición o evidencia directa que involucra la aprehensión de entidades de la base empírica. El apriorismo implica algo similar, pero con entidades que no tienen carácter empírico. De otro modo, puede decirse que esta corriente admite que todo conocimiento puede ser considerado al fin y a la postre “directo”, pero distinguiría entre dos tipos de entidades que así pueden conocerse: uno que corresponde a lo empírico, otro que se relaciona con otra esfera de cosas. Por supuesto, ya Husserl señaló que, en cierto sentido, esta posición vendría a generalizar el empirismo, y que los fenomenólogos serían los verdaderos “empiristas” (donde “empírico” adquiriría ahora un sentido amplio que comprendería el antiguo y también el nuevo tipo de entidades). ¿Qué son estas entidades? Depende de la escuela filosófica: universales, esencias, significaciones, conceptos puros, etcétera. Para validar los principios de una teoría basta, pues, comprender con exactitud cuál es la referencia semántica que poseen, es decir, cuáles son las entidades involucradas; luego, mediante la correspondiente intuición de esas entidades, hay que captar si los estados de cosas afirmados se dan o no.

La concepción aristotélica de ciencia demostrativa posee cierto vínculo con este modo de pensar y, en especial, la historia de la geometría tradicional muestra que fue esta disciplina la responsable de este esquema mental. No es demasiado aventurado afirmar que detrás de todo esto se oculta una manera de ver a la vez platónica y euclidiana. Pero es precisamente la geometría la que nos ha enseñado que esta concepción es insostenible, y ello tanto desde un punto de vista formal como físico. El advenimiento de las geometrías no euclidianas mostró que los principios de la geometría no son evidentes, existiendo alternativas igualmente posibles; la teoría de la relatividad mostró que en el campo de las ciencias naturales los principios de la geometría tradicional eran falsos. La historia de la ciencia ha dado al traste con la creencia en un método apriorístico para captar la verdad de los principios de nivel dos o tres. Nuestras intuiciones de esencias no andan bien, y la historia de la ciencia parece con frecuencia un camino hacia un infierno científico (teorías erróneas basadas en aparentes buenas intuiciones). Por otra parte, acontecimientos que tuvieron lugar a principios de siglo en la esfera de la propia disciplina lógica mostraron que en esta, la más apriorística de todas las ciencias, surgían contradicciones; actualmente existen lógicas alternativas que se emplean con el mismo carácter hipotético-deductivo que las teorías físicas. Finalmente, observemos que la intuición en psiquiatría, psicología y psicoanálisis, como en las demás ciencias, puede ser un elemento interesante para el contexto de descubrimiento, pero desde el punto de vista del contexto de justificación siempre habrá que recurrir a un método (que para evitar círculos viciosos no puede consistir en la intuición) que ponga a prueba sus resultados. La más de las veces lo que se llama intuición no es más que una admisión implícita de alguna hipótesis presupuesta que permite leer metodológicamente la base empírica. El que admite como posible una intuición directa del inconsciente de otra persona está generalmente utilizando de manera implícita y a veces inadvertida alguna correlación supuesta o ya contrastada entre material manifiesto y material latente.

Descartada la posibilidad del apriorismo y del intuicionismo como método para justificar principios, parece natural recubrir al método inductivo, que muchos textos definen aún hoy como el método típico de las ciencias empíricas. En la actualidad existe gran escepticismo sobre su utilidad. Por de pronto, como método que permite pasar de un número finito de afirmaciones verdaderas de nivel uno a generalizaciones empíricas de nivel dos de las que son casos particulares, parece no poderse aplicar al nivel teórico, pues en el tercer nivel los enunciados son, o bien singulares, pero no se refieren a observables, o bien generales, pero sin generalizar observaciones. En este sentido, las teorías que posean estratos teóricos, modelos o reglas de correspondencia quedarían excluidas, lo cual –dada su importancia en todos los campos del conocimiento humano– parece ser ya una limitación severa para el inductivismo. Pero lo grave, como muchos metodólogos han observado, es que no hay justificación absoluta para el método inductivo. La inferencia inductiva no está garantizada por la lógica, pues por su forma puede llevar de premisas verdaderas a conclusiones falsas. Si su justificación es apriorística, podríamos problematizarla inmediatamente a la luz de la discusión del párrafo anterior. Si pretendemos que se sustenta en la experiencia, nos encontramos que esto solo puede querer decir que, como muchas veces hemos visto inducciones exitosas, entonces todas las inducciones son exitosas, lo cual para ser convincente requiere el mismo tipo de justificación inductiva que estamos cuestionando. No parece haber un “método inductivo” en el contexto de justificación, si bien es lícito decir otra vez que en el contexto de descubrimiento puede ser un procedimiento útil para producir conjeturas. Pero las conjeturas, una vez obtenidas, hay que probarlas, y lo malo del método inductivo es que aquí, como en ocasiones similares, la obtención de hipótesis no coincide con la validación de hipótesis.

Esto parece ser pesimista, pues aparenta delatar la imposibilidad de obtener conocimiento seguro de nivel dos o tres. Comencemos por reconocer que así es, y que si los científicos pretenden tener un tipo de acceso al conocimiento seguro y perenne comparable con el que quieren ofrecer las religiones, están seriamente equivocados. Pero los científicos adhieren a una concepción según la cual el conocimiento es un tanto parcial y provisorio, y debe perfeccionarse continuamente y adecuarse a las nuevas experiencias que nos ofrece la historia. La ciencia sería una marcha por aproximaciones sucesivas (cada vez más exactas, pero nunca completamente exactas) a la estructura de lo real. Por ello es que hoy día se piensa en las afirmaciones científicas como hipótesis, y en el método de la ciencia como hipotético-deductivo. Una hipótesis es una proposición cuya verdad o falsedad se ignora, pero que se supone verdadera para examinar las consecuencias de esta suposición y no porque se la crea auténticamente verdadera. Si estas consecuencias concuerdan con las que ofrece la experiencia, entonces ello va en favor de la hipótesis; en caso contrario la hipótesis queda invalidada. Puesto que los principios de una teoría no pueden verificarse concluyentemente, pueden tomarse como hipótesis. En este sentido sus consecuencias lógicas tampoco serían seguras, en cuanto a su verdad; pero como se emplean reglas correctas de deducción, si hemos supuesto verdaderos los principios, debemos consecuentemente suponer también verdaderas las consecuencias. Por ello es que venimos continuamente hablando de “hipótesis derivadas”; no conocemos si son o no falsas, pero estamos forzados a suponerlas como verdaderas.

Naturalmente, este no es todavía un método, sino una localización de hipótesis. ¿Cómo hacer para distinguir las buenas hipótesis de las malas? Existe un procedimiento. Imaginemos una hipótesis de la que fuera posible deducir consecuencias observacionales. Como dijimos, estamos obligados a suponer la verdad de estas consecuencias. Pero las consecuencias observacionales poseen una cualidad positiva, y es la de que se pueden verificar concluyentemente mediante observaciones. Ahora bien, puede pasar que alguna de estas consecuencias sea falsa. Entonces estaremos obligados a reconocer que la hipótesis de partida es falsa, y diremos que se la ha refutado. Pero ¿qué ocurre si ninguna de las consecuencias obtenidas es falsa? Notemos que no se podrá en general considerar todas las consecuencias observacionales de una hipótesis, pues pueden ser infinitas, de modo que en un instante determinado solo se podrá controlar un número finito de ellas. Desgraciadamente, debido a una asimetría que ya hicimos notar, nada puede asegurarse acerca de la verdad o falsedad de la hipótesis, salvo que si así lo deseamos podemos seguir suponiéndola verdadera, es decir, podemos seguir manteniéndola. Entonces decimos que la hemos “corroborado”. El proceso en cuestión se llama contrastación (de la hipótesis por sus consecuencias observacionales). Si una hipótesis ha sido corroborada, ello no impide que sea falsa y que así lo descubramos mediante la aparición de una consecuencia observacional falsa no testeada en un principio. Por ello, el método hipotético deductivo, que consiste en tratar de contrastar hipótesis mediante consecuencias observacionales, puede establecer concluyentemente la falsedad de una proposición, pero no su verdad. Una hipótesis corroborada puede “morir” en lo futuro, y hoy no hay nada que permita saber que ello no ocurrirá. Cuando, en lugar de una hipótesis, es toda una teoría la que está en juego, el procedimiento es idéntico, solo que la deducción de consecuencias observacionales no se hace desde una única premisa, sino que los principios o hipótesis fundamentales de esa teoría se efectúan desde varias premisas. Las teorías se irán contrastando mediante sus consecuencias empíricas, y se mantendrán en tanto sean corroboradas, o se descartan si son refutadas por la falsedad de alguna de sus consecuencias.

Cuando después de muchas contrastaciones el resultado se mantiene positivo, entonces, aun cuando nada se pueda asegurar en definitiva sobre la teoría, la comunidad científica comienza a considerarla como una teoría “fuerte”, susceptible de aguantar los golpes mediante los que la confrontamos con la experiencia. Ese es el momento en que una teoría pasa de ser mera especulación o conjetura a ser considerada como conocimiento científico. Una de las consecuencias más espectaculares de este modo de ver, como ya dijimos, es la posibilidad de que convivan dentro de una disciplina, y con relación a un mismo tipo de problemas, diversas teorías, las cuales pueden no ser equivalentes lógicamente entre sí y aun pueden ser incompatibles. Claro, en general se espera que surjan tarde o temprano consecuencias observacionales de algunas de ellas que permitan refutarlas, al propio tiempo que corroboran alguna de las otras teorías (lo cual está relacionado con las llamadas “experiencias cruciales” que se utilizan para elegir entre dos teorías). Pero es perfectamente posible, y es cosa que se presume ocurre en la física contemporánea, que tales consecuencias no existan, en cuyo caso las teorías, aunque no sean en su estructura lógica o significativa nada similares, sean empíricamente equivalentes es decir, descripciones (y explicaciones) alternativas de la realidad.

Para que esta metodología pueda desarrollarse, es esencial que la hipótesis o teoría que se investiga posea realmente consecuencias observacionales. Esto no es forzoso; es perfectamente posible que desde una hipótesis no puedan deducirse enunciados de nivel uno. Esto es lo que permite a Popper formular una interesante distinción y decir que una hipótesis o teoría es científica si posee consecuencias observacionales (o sea, si es contrastable), pero que es metafísica si no las posee. Este criterio está bastante justificado si se piensa que la ciencia no es mera sistematización, sino también control mediante la experiencia. Y el control es solo posible si hay contrastabilidad en el sentido antes descrito. En verdad, existe la sospecha de que como delimitación de las fronteras de la ciencia este criterio sea un poco estrecho. Debería, tal vez, decirse que una hipótesis o una teoría es científica si es contrastable o si aumenta la contrastación de alguna teoría ya existente (a la que se la adosa en calidad de conjunto de hipótesis presupuestas o colaterales). Pero entonces, aunque sería fácil mostrar que una teoría es científica, probar que es metafísica obligaría a demostrar que no le agrega contrastabilidad a ninguna otra teoría, y ello parece ser difícil. Por eso, hay que ser cauto para indicar el carácter no científico de una proposición o de un sistema.

Lo que acabamos de decir muestra la importancia fundamental que tienen las reglas de correspondencia en las teorías en las que hay un sector teórico puro. Pues sin ellas, estas hipótesis no podrían vincularse con los enunciados empíricos básicos, es decir, no podrían contrastarse. Un modelo, en tanto no se conecte con la experiencia agregándole reglas de correspondencia, es metafísico (intrínsecamente), y solo se convierte en científico si se lo amplía mediante hipótesis teóricas mixtas que lo hagan contrastable. De paso sea dicho, cuando se construye una teoría no solo vale la pena preocuparse por la contrastabilidad de toda ella, sino también por la no existencia de hipótesis científicamente inútiles, en el sentido de que la contrastabilidad de la teoría no disminuya si tales hipótesis son suprimidas. Indiquemos, finalmente, la importancia de señalar con claridad la base empírica para que el método de la contrastabilidad sea aplicable.

Estamos ahora en condiciones de describir toda la estrategia necesaria para poder juzgar la bondad o el defecto que pueda poseer una teoría, por ejemplo alguna teoría psicoanalítica. Tendríamos que preguntarnos qué tipo de experiencias clínicas, conductísticas o –en el caso del terapeuta– introspectivas integran la base empírica de la teoría. Tendríamos que ver si esta base empírica es epistemológica o metodológica, pues en el segundo caso tendríamos que averiguar cuál es la teoría presupuesta que se utiliza, y si esta ya está aceptada o no por la comunidad científica (y, sobre todo, si no es la propia teoría a discutir y testear, pues entonces estaríamos dentro de un círculo vicioso). Luego, examinando el vocabulario de la teoría, veríamos cuáles son los términos básicos que nombran entidades o situaciones clínicas, y cuáles se refieren a entidades teóricas, es decir, cuáles son los términos teóricos. Ello permitiría preguntarse enseguida cuáles son las afirmaciones que pueden hacerse con el lenguaje de la teoría, y cuáles son sus niveles. A continuación preguntamos por las hipótesis fundamentales; una vez reconocidas, trataríamos de ver cuáles son las hipótesis derivadas (entre otras cosas, para ver si derivamos una teoría conocida, lo cual mostraría la fuerza explicativa de la que investigamos, y daría una especie de primera corroboración de la misma). Antes de proseguir, convendrá convencerse de que no hemos partido de hipótesis tautológicas ni mutuamente contradictorias ya que en caso contrario estaríamos ante enunciados de ciencia formal, no de ciencia fáctica, o tendríamos un haz deleznable de afirmaciones inadecuadas. Luego intentaríamos distinguir las hipótesis teóricas puras, las reglas de correspondencia y las generalizaciones empíricas de nivel dos, pues ello permite comprender la estratificación del sistema y de paso considerar si se ha partido o no de un modelo (lo cual es interesante, pues si hay refutación, el modelo puede conservarse modificando las reglas de correspondencia; pero no siempre esto es posible. Por otra parte, el modelo, tomado aisladamente, puede consistir en algún ejemplo ya estudiado de sistema axiomático formal de la matemática y de la lógica, en cuyo caso los matemáticos se han tomado ya el trabajo de deducir consecuencias –formales– de sus axiomas; esta es una de las razones por las que al científico empírico o fáctico pueden interesarle vivamente las investigaciones formales y en apariencia puramente abstractas de matemáticos y lógicos). Todo ello ayudará a hacer una pregunta fundamental: ¿se puede contrastar el sistema? En caso contrario, la teoría se hace sospechosa de no ser científica. Pero en caso positivo, hay que proceder a contrastar la teoría. Y este es el momento en que podríamos decir, como en los evangelios, que “por los frutos la conoceremos”. En caso favorable, la teoría se mantiene, pero debe volver a contrastarse continuamente pues la contrastación no da nunca garantía definitiva. Pero si hay refutación, debemos investigar si la dificultad proviene de hipótesis presupuestas o colaterales (o de observaciones perturbadas o mal tomadas) o si se origina intrínsecamente en la teoría. Si así fuera, hay que descartar la teoría; pero esto no significa un abrupto rompimiento con ella sino un examen metodológico de sus hipótesis para ver dónde está localizado el defecto (es decir, en qué hipótesis) y tratar de corregirlo. La aceptación oficial de la teoría dentro del campo de la ciencia implicaría que no existe hasta el momento teoría alguna sobre el tema –y que esta es la primera–, o que respecto de otras ya existentes o propuestas esta es la más simple, manejable o contrastable.

Un método canónico de “testeo” de teorías, que se efectúa a partir de cierto momento casi en forma automática, es el de hacer predicciones. Tomando como premisas afirmaciones empíricas básicas que describan hechos ya conocidos y establecidos, más las hipótesis fundamentales de la teoría, se intenta deducir consecuencias observacionales cuyo valor de verdad se desconozca hasta ese instante, y que puedan controlarse en el futuro inmediato mediante observaciones o experimentos. Si el control resulta favorable, diremos que la predicción es exitosa, pero no en caso contrario. Como se ve, nuestra descripción del método hipotético deductivo descansa fundamentalmente en la idea de predicción. Sin embargo, puede también acaecer que algunas de las consecuencias observacionales obtenidas sean proposiciones cuya verdad sea conocida, en cuyo caso se dice que la teoría ha sido utilizada para explicar hechos (los descritos por esas consecuencias). Pero, en la concepción según la cual las teorías deben seguir contrastándose definitivamente, la predicción y su éxito parece ser un factor más importante que el de la explicación (por otra parte, una predicción exitosa de un hecho se transforma inmediatamente en una explicación). En el contexto de aplicación de las teorías se hace también continuamente uso de la predicción, pues para conseguir un efecto o modificación de un material es necesario conocer datos previos sobre el mismo (“datos iniciales”) y leyes generales sobre el comportamiento de ese material (expresadas por las hipótesis de alguna teoría mediante la que nos auxiliamos para nuestra tarea). Por eso es que la práctica tecnológica, social y clínica es una continua contrastación de nuestros sistemas hipotético-deductivos, de donde finalmente resulta correcta la idea de que la práctica es la piedra de toque de todo el conocimiento científico.

Finalmente, algunas palabras acerca de la ubicación de la estadística y de la inducción dentro de esta metodología. La estadística, en cuanto se inicia en el estudio de muestras y criterios de dispersión y variación, resulta un método para crear hipótesis de nivel dos de tipo estadístico y probabilístico. En cuanto al método inductivo, si bien hemos descartado que sea un método, en el sentido epistemológico primario de la palabra, podría reingresar a la ciencia a través de sistemas hipotético-deductivos cuyas hipótesis fundamentales establezcan reglas de inducción. Naturalmente, estos sistemas pueden fracasar o ser inadecuados. Pero podrían corregirse a través de contrastaciones. En este sentido, el método inductivo no es incompatible con el hipotético-deductivo, aunque este es fundamental. Pero de todos modos el campo de aplicación para la inducción es escaso, no iría más allá del nivel dos. Y es ahí donde la estadística cumple su misión. No obstante, en psiquiatría y psicología profunda, como en las ciencias naturales y exactas, los métodos modelísticos parecen tener más alcance y fuerza explicativa.

Epistemología y Psicoanálisis Vol. I

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