Читать книгу Puerto de Ideas de la A a la Z - Группа авторов - Страница 10
ОглавлениеAbecedario
Juan Villoro
“Ordenar una biblioteca es una manera silenciosa de ejercer el arte de la crítica”, escribió Borges. Esta idea parte de un presupuesto esencial: no hay voces individuales. Toda obra prospera en densidad; depende de precursores y en forma voluntaria o accidental dialoga con otras obras; se beneficia de sus hallazgos, pero también de sus errores: Ptolomeo, que estaba equivocado, permite aquilatar la razón de Galileo.
Al igual que las bibliotecas, los ciclos de conferencias y las mesas redondas se deben a un espíritu gregario y ponen en práctica uno de los más curiosos inventos de la especie: la conversación. Las disertaciones solo adquieren pleno sentido al relacionarse con otras y al someterse al juicio y las intervenciones del auditorio.
Forma de aprendizaje y convivencia, el diálogo no agota un tema ni aspira a resolverlo para siempre. Su sentido profundo solo se descubre mientras sucede. Por el solo hecho de hablar ante los otros, y recibir respuesta, el ponente matiza, complementa, modifica sus ideas. Quien escucha mejora lo que dice.
Lejos de las tertulias que reiteran lo ya sabido o los congresos donde todos piensan lo mismo —la jungla de los loros o el inmodificable pregón de la secta—, Puerto de Ideas, que este año cumple diez años de vida, celebra la diversidad de los oficios y las procedencias. Esta aventura es apoyada por una pedagogía del paisaje. Las conferencias ocurren entre la cordillera y el mar, demostración empírica de que hay asuntos más elevados y más amplios que los nuestros.
Ninguna obra surge como un clásico; son los lectores —el público— quienes le otorgan esa condición. En tiempos de la realidad virtual, los actos de presencia recuperan un propósito cardinal del teatro y aun del rito: congregan para transformar a los participantes. Lo que se dice importa, ante todo, por la manera en que será redefinido e interpretado por el auditorio, forma provisional de la tradición.
Programar conferencias no es muy distinto a acomodar libros con criterio. Toda biblioteca, por pequeña que sea, es un resumen del mundo. Ordenarla implica establecer simpatías y diferencias. La solución más fallida consiste en guiarse por el aspecto de los tomos: cuando se alinean por colores o estaturas sabemos que no han sido leídos. Al asociar el sentido del orden con la crítica, Borges alude a la lógica interna que debe articular los volúmenes. Se puede proceder por temas, corrientes, tendencias, caprichos o supersticiones, sin excluir la clasificación hermética, que solo descifra quien es digno de las claves.
Los libros son tan poderosos que algunas bibliotecas han preferido tenerlos presos. Las obras que merecieron las atenciones de la Inquisición fueron encerradas en celdas con nombres preventivos: “Finis terrae”, “África”, “Inferno”. Como es de suponerse, adquirieron el prestigio de lo inaccesible. “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin ascenderla, su construcción hubiese sido permitida”, escribió Kafka. Prohibir estimula.
En tiempos de las redes sociales la censura opera menos por sustracción que por abundancia: son tantas las informaciones —falsas o verdaderas— que resulta difícil discernirlas. Este avasallante acopio de datos hace aún más imperiosa la tarea de establecer un orden.
¿Hay un modo sencillo y abierto de catalogar lo que no tiene fin? Si el conocimiento se entendiera como algo exclusivamente personal e intransferible, las secciones de una biblioteca podrían responder a obsesiones muy particulares: “Cohetes que nunca despegaron”, “Helados que no son de vainilla”, “Estrellas que se descubrirán mañana”. Para librarse de esa atractiva pero no muy útil ordenación, la cultura se ha apoyado en un principio rector que comparte con las farmacias, donde otra clase de remedios se alistan conforme al alfabeto.
Estamos tan acostumbrados a que los diccionarios, las guías telefónicas y las enciclopedias sigan el abecedario que cuesta trabajo volver al tiempo en que las letras existían sin ofrecer índices del mundo.
En el siglo x, Abdul Kassem Ismael, visir de Persia conocido como Saheb (“El Compañero”) creó una biblioteca portátil de 117 mil volúmenes que era trasladada por cuatrocientos camellos. Esa inmensa caravana seguía una secuencia alfabética para localizar los títulos en cualquier momento.
El visir era insólito no sólo por el desmesurado uso de sus camellos, sino por apoyarse en el abecedario. En su estudio del “alfabeto como tecnología”, Ivan Illich recuerda que a mediados del siglo xii la gente memorizaba la estricta sucesión de las letras sin emplearla para clasificar: “Durante ochenta y cinco generaciones, a los usuarios del alfabeto no se les ocurrió la idea de ordenar cosas según el a-b-c”. Los escolásticos del siglo xii transformaron de manera definitiva el arte de leer al concebir la página y estructurar el libro a partir de un título, subtítulos, un índice, párrafos, puntos y aparte, letras capitulares y sumarios. Este “nuevo deseo de orden” fue posible gracias a un eficaz sistema clasificatorio: el abecedario. El instrumento que deletrea el universo ordenó las bibliotecas que le servían de compendio.
Borges afirmó que todo tipógrafo era un anarquista y no juzgó necesario dar mayores explicaciones al respecto. Con el mismo énfasis, Umberto Eco aseguró que no se puede practicar la tipografía sin estar comprometido con luchas sociales. Estas aseveraciones apelan con tal contundencia a la obviedad que vale la pena revisarlas.
¿Qué ocurre con las personas dedicadas a que las letras pasen por sus manos? Nuestro idioma dispone de 27 signos. Curiosamente, el inmodificable abecedario se puede combinar de insólitas maneras. Los tipógrafos experimentaron esa libertad de un modo tan práctico que al despegar la vista de los textos optaron por cambiar el mundo.
Quien actúa en función del alfabeto sabe que el rigor existe para producir lo inesperado. A diferencia de otros aparatos, el lenguaje funciona mejor cuando se desarregla.