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diálogo

Lina Meruane

Esta “no es la forma”, es lo que el poder le reclama a la ciudadanía cuando esta desafía la forma impuesta —sea “la forma” consensuada y aplicada por la ley o bien por fuerzas represivas—. Se considera “salirse de forma” si la ciudadanía se alza, aquí, allá, con rabia. Si esa no es “la forma”, ¿cuál sería? La respuesta ha sido asombrosamente simple: en una sociedad democrática la manera de resolver las disputas es a través del intercambio de ideas, de la negociación entre dos o tres o cinco posiciones conscientes de que algo se ganará y algo se perderá para llegar a un acuerdo justo para todos. Y si ese principio es deseable e incuestionable, ¿por qué cunde hoy el escepticismo sobre el diálogo como forma? Porque la estructurada “forma” del diálogo sólo se sustenta sobre el “fondo” de la confianza entre las partes: la confianza es condición necesaria del diálogo. No solo la confianza: la voluntad de escucha, la atención a las necesidades expresadas por todos, la certeza de que todas las voces serán atendidas como si fueran iguales. Si la forma del diálogo se ha puesto en cuestión es porque en nuestras democracias hace ya mucho que el poder y sus privilegiados políticos se hacen los sordos. No les conviene considerar las necesidades de una mayoría desmejorada, necesidades y deseos que no por ser despreciados van a desaparecer. Se está viendo que la empoderada clase política ya no representa a la desempoderada ciudadanía; que, en vez de comprometerse a escucharla y a empatizar con sus demandas, le pide moderación. Le exige que entienda que las condiciones no están dadas para satisfacer sus deseos. La obliga a cambiar “la forma” de hacer las cosas como condición para escuchar sus quejas. Nuestras ciudadanías ya no son iletradas, nunca fueron idiotas. A fuerza de educarse y de hablar entre sí de la triste democracia, la ciudadanía calcula que para hacer del diálogo un ejercicio legítimo, incluso posible, este debe realizarse entre gentes a quienes se les reconozca el mismo derecho, la misma capacidad, la misma posibilidad negociadora. Para que exista ese diálogo no puede haber una voz más poderosa o más decidora o más aventajada, no puede existir una voz autoritaria (de antemano autorizada) que dicte las reglas del diálogo o los términos a discutir, que anticipe el resultado de dicho debate. En el contexto político contemporáneo, es esto lo que ha estado ausente en cada intento de diálogo. La tan prestigiada premisa democrática del diálogo ha perdido su esplendor: se revela como táctica apaciguadora y estrategia de (eterna) postergación, subterfugio para exigir a unos que se callen mientras los otros se quedan con la última palabra. La única “forma” de resolver las cosas es sentarse a dialogar, pero dialogar con quién y para qué. Cómo se podría conversar con quienes señalan y condenan una violencia (la ciudadana) mientras niegan la propia, la larga y lenta violencia económica con su desigualdad y su precarización laboral, su pauperización educativa, su negligencia sanitaria, sus recortes de las funciones solidarias del Estado neoliberal. Con quienes aplican una ensañada violencia policial. Con quienes intentan ilegalizar el legítimo derecho a la protesta aplicando sus feroces leyes de seguridad e intentando convertir a los manifestantes en enemigos del Estado (que son ellos mismos). En estos tiempos, la clase política invoca la necesidad de un diálogo ciudadano a la vez que le niega a la ciudadanía su facultad discursiva; o le usurpa y se adjudica su voz y habla “por ellos”, sin invitar, sin consultar, a puerta cerrada. En estos tiempos, entonces, la falsa invocación al diálogo queda bajo sospecha mientras el verdadero diálogo entre iguales empieza a darse, tal vez como nunca antes, en las casas y en los barrios y en los espacios públicos, en las redes sociales y en los muros de la ciudad: ese intenso diálogo ciudadano, transversal y transformador, es, contrario al turbio dialogo institucional, la única “forma”, la más deseada, la más confiable, las más intensa y conmovedora, así como la más desperdiciada por un poder sordo que acusa siempre a los otros de utilizar las “formas” erróneas.

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