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Оглавлениеcreatividad
Pablo Simonetti
La creación de una obra literaria se asemeja al crecimiento de un árbol. Crear y crecer, verbos consecutivos en el diccionario. Antes del primer despunte de una obra de arte, debe existir un ser humano habitado por un espíritu creativo, alguien que mediante su manera de vivir, pensar, leer, escuchar, ver y sentir sea capaz de recolectar materiales ricos y diversos, que sea dueño de una mente dispuesta a acumular y concentrar estímulos y señales en el cuenco de su imaginación. Un suelo nutricio, una biblioteca irrepetible que podríamos llamar su lugar vital. Solo ahí podrá anidar la semilla de la obra, ya sea una experiencia de vida cargada de emoción y de preguntas, el retumbar de una frase ajena en nuestro interior, o tan solo una luz que pasa por nuestra mente y que deja en la memoria un campo revelado.
Luego viene el impulso de la germinación, el surgimiento del primer brote y el hundimiento de la radícula. Es un proceso a la vez aéreo y subterráneo. Asciende siguiendo su anhelo de luz al tiempo que se ancla en el sustrato provisto por el creador.
La descarga de sentido inicial va tomando cuerpo, en el caso de un narrador casi siempre adquiere la silueta de una voz, de algunos personajes. Podríamos asimilarlo a la creación de un tallo central que luego se convertirá en el tronco. Es una forma simple todavía, pero que posee una gran fuerza de arrastre, pues lleva hacia las yemas apicales la sabia necesaria para dar vida a esa estructura que se va volviendo más compleja y a la vez más clara para el escritor. A estas alturas, ya tenemos personajes secundarios, el barrunto de una trama, motivos matrices. Ya brotaron hojas que aportan energía a través de la fotosíntesis para que el crecimiento siga adelante, se trata de esas primeras notas o páginas que nos alientan a seguir. El tiempo y el espacio toman relevancia. Vamos camino a la definición de una estructura. Árboles de la misma especie pueden adquirir hábitos por completo diferentes, dadas las condiciones del suelo, el clima, la luz y el viento. El acto creativo es la convergencia del íntimo contacto de las raíces con el sustrato del artista y de la influencia de la intemperie, de la luz de los días, del viento de la época.
A estas alturas, el proceso creativo adquiere un matiz diferente. Nos esforzamos por hallar la expresión más bella y lograda de lo que ya hemos vislumbrado. Esta etapa del crecimiento de las ramas y las hojas tiene su origen en la inteligencia que reside en las puntas blancas de las raíces. Es allí donde captan la abundancia y la escasez de los elementos que necesitan para alimentar al árbol, donde recurren a la ayuda de microorganismos para absorberlos, donde perciben las advertencias y los estímulos de otros árboles cercanos, como si de una conversación se tratara al interior del bosque literario que cobija a cada escritor. Las palabras se conciben en el microscópico y boyante intercambio que se da en el extremo de los sutiles exploradores con que la historia se ha aferrado al mundo creativo que le dio origen. Aquí nacen las metáforas, las comparaciones, el detalle vivificante, las revelaciones que esa estructura y esa voz traían contenidas en sí mismas sin que el artista tuviera consciencia de ellas. Las palabras, como las hojas, se acompañan, se protegen y se alimentan entre sí.
Tal como debemos esperar a que los árboles alcancen su expresión más bella y entreguen su sombra más reconfortante, también debemos enfrentar el proceso de la creación con disciplina, determinación y coraje. Pasaremos muchos inviernos, o años sin verano, periodos de oscuridad, incertidumbre, incluso miedo. Tal vez enfrentemos una sequía durante la cual la desazón y la indiferencia lastren nuestro empeño. Pero de pronto saldrá el sol, la tibieza cundirá en la tierra húmeda, y sentiremos que surgimos hacia lo alto con la fuerza de una primavera irresistible. Quizá sea el momento de mayor plenitud. Trepamos árbol arriba con una sensación de liviandad propia de los héroes. Hemos encontrado un final y corremos hacia él.
Después vendrán otros inviernos, cuando durante la corrección nos enfrentemos con nuestras limitaciones, con cientos de incongruencias, con párrafos que no alcanzan a dar vida a lo que nuestra imaginación nos había prometido en el primer destello. Nos lanzaremos a un proceso de depuración, al robustecimiento de la corteza, al deshecho de las ramas débiles o secas. Un árbol se muestra leve cuando se mece al viento e inconmovible cuando intentamos desenraizarlo. Así debería representarse una novela en la conciencia del lector. Es a lo largo de los ciclos de corrección, de los sucesivos procesos de pérdidas y nuevos crecimientos cuando alcanza su hechura definitiva, cuando aquella historia, que en un principio intuíamos grandiosa y después creímos mediocre, quizá llegue a convertirse en una obra de arte. En su plena madurez, un árbol es una forma de compasión. Una novela, también debería serlo.