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belleza

Rafael Gumucio

La belleza a la que le atribuimos las gracias y las desgracias de la cultura es lo menos cultural que tenemos. Todos los experimentos en la materia indican que Marilyn Monroe es bella en Laponia y en Mongolia, tal como lo fue en Estados Unidos. Su belleza era una forma de poder que ella nunca poseyó del todo y terminó por matarla.

Gracias a Marilyn sabemos, para empezar, dos cosas: que la belleza mata y que por ella daríamos la vida. El arte, el pensamiento, la ética, la religión tienen como fin cercar ese objeto, disminuir ese poder para usarlo con el mismo cuidado y diligencia con que los primitivos aprendieron a usar el fuego sin quemar todas las praderas cada vez que encendían una fogata. No en vano, a la hora de definirla o explicarla, filósofos tan hábiles como Platón, Kant o Spinoza naufragan en la imprecisión, la vaguedad o la simple impotencia. La belleza es algo que no pueden negar, pero desbarata todos sus planes de paz universal y razón razonable. La belleza tuvo la culpa de la guerra de Troya, pero también es culpable de la Ilíada y la Odisea. La belleza separa a los hombres, pero sin ella ¿para qué, para quién hablar?

¿Es la belleza la guerra que emprendemos por ella y la paz con que convertimos la guerra en poema? En esa pregunta se han perdido la mayor parte de las doctrinas que quieren mejorar a los hombres de la enfermedad de ser demasiado humanos. Por eso el judaísmo primitivo, el cristianismo, el islam, el socialismo, y muchas ramas del feminismo han preferido pasar por alto el problema y decretar que la belleza es simplemente un prejuicio cultural. Un atavismo de ayer que, en el mundo justo de mañana, ya no seguirá subyugándonos. Libres de las forma de las cosas, dicen, podremos dedicarnos al fondo de las cosas. Pero lo que amamos en la belleza es que, justamente, no se pueden separar forma y fondo. Que en ella se reconcilian de una manera embriagadora las dos cosas.

La belleza, como la muerte o el deseo, es algo que no podemos definir. Porque sabemos demasiado bien qué es. El papel del arte no es producir belleza sino, al revés, domesticarla para que podamos experimentar sus efectos secundarios. Aprendemos, gracias a siglos de arte y literatura, a llamar belleza a la simple paz del agua en el fondo de una jarra de arcilla y a las olas encontrándose con el acantilado que convertirán, después de siglos, en arena, y a regresar al anochecer a la ciudad y verla perder los últimos rayos de sol en el asiento trasero del auto. Esa belleza es la que hemos aprendido a defender de la otra, de la de las Misses. Una belleza que no sea un privilegio, que no sea una excepción, que sea la regla.

Conseguir una belleza justa, una belleza que no solo lleven sobre sus hombros pocos individuos, es la gran lucha de la cultura occidental. Confieso que he tratado muchas veces de reconciliar belleza y justicia. Confieso que he tratado de amar la sencillez de las cosas tal y como son. Amar el pan, los días martes, la luz de las once y media de la mañana. Pero, lo quiera o no, la belleza sigue siendo para mí esa palpitación que hace que todo parezca provisorio, que la vida parezca un cuento y la realidad una mera carcasa de la que mi cuerpo, libre por un segundo, escapa, sabiendo que tendrá que pagar tarde o temprano por su imprudencia. Pero feliz, sin embargo. Inconfesablemente feliz. Dispuesto a pagar igual.

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