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Crítica a los modelos procesales
ОглавлениеRaúl Canelo Rabanal*
¡Más respeto!, ¿no ven que soy el acusado? Mario Moreno “Cantinflas”
1. BREVE DESCRIPCIÓN DEL CONTEXTO
Hablar de modelos procesales en la actualidad implica evaluar los roles del juez en el proceso y discutir sobre la finalidad del proceso y los principios que lo rigen; sobre qué finalidad tiene la prueba, y además sobre qué rol asumen las partes en el proceso. En ese sentido, al menos en el derecho privado, los modelos de procesos recogidos por las legislaciones de la familia romano-germánica han seguido a lo largo del tiempo el vaivén de un proceso dispositivo —también llamado adversarial o garantista— a uno conocido hoy como publicista.
A lo largo de los años, estos se han ido acoplando en las legislaciones de los países de acuerdo con un contexto ideológico, político y social imperante al momento de decidir realizar una reforma a su legislación procesal.
Pero para entender por qué hoy se debate qué modelo procesal seguir en nuestros códigos, es pertinente recordar parte de la historia de los modelos procesales. La historia procesal de nuestros países tiene sus antecedentes en la legislación procesal europea. Su inicio, desarrollo —y, en fin, su evolución— han marcado un hito en nuestros sistemas jurídicos.
Van Rhee (2011, pp. 11-40) señala que el Código de Procedimiento Civil francés de 1806, vigente desde 1807, fue la base normativa más sólida para difundir el procesalismo civil en Europa. A pesar de que recoge en gran medida normas de la Ordenanza Real de Procedimiento Civil de Colbert del año 1667, promulgada bajo el imperio de Luis XIV, promovía un proceso moderno para la época.
Este código establecía un patrón para un procedimiento civil general, a la vez que requería el cumplimiento de requerimientos específicos. Puso énfasis en la oralidad y su publicidad resultó novedosa para los abogados de la época, que estaban acostumbrados al procedimiento escrito.
Pero lo más resaltante es que este código recogió las ideas liberales de la Ilustración, que ponía énfasis en la responsabilidad del sujeto en el litigio civil. Esto vino acompañado por la idea de que las partes acudían al juicio en condiciones de igualdad, lo que a su vez trajo como consecuencia que la presencia del juez no sea muy acentuada en el proceso.
Más adelante, luego de que la influencia del código francés hiciera eco en las reformas de otros países europeos1, y después, además, de que varios de estos decidieran apartarse relativamente del modelo francés, se introdujo un nuevo modelo a la legislación europea del procesalismo civil. Su artífice fue Franz Klein, quien diseñaría el Anteproyecto del Código de Procedimiento Civil austriaco de 1895.
A decir de Van Rhee, la finalidad que Klein se propuso en su modelo fue implantar la realización de una función social del litigio civil abiertamente contraria al modelo de procedimiento civil francés. Se decía que el proceso no debía considerarse como un medio para resolver conflictos individuales, sino que involucraba a la sociedad como un todo. El proceso civil debía servir para fines públicos y, además, buscar la verdad material y no meramente la que las partes fabricaban. Esta es la semilla del actual publicismo.
Tal modelo tuvo amplia raigambre y su impacto se extendió, primero por Alemania, posteriormente en los códigos de procedimiento civil de los Países Bajos, y se masificó en el siglo xx, pues en gran parte de Europa occidental y oriental se adoptó el modelo. Por ejemplo, estas ideas fueron tomadas con sumo entusiasmo por Chiovenda para la elaboración del Código de Procedimiento Civil Italiano de 1942. Igual influencia tuvo este código en países como Portugal y España, y bajo la influencia de la legislación recogida en esta última, en los países de habla española del Nuevo Mundo. Sin duda, también fue apreciado como fuente de inspiración para la elaboración del Código Modelo para Iberoamérica del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal (IIDP).
2. LA ACTUALIDAD DEL TEMA
El debate sobre qué modelo debía implementarse en las reformas planteadas por los países latinoamericanos —a los que muchos de nosotros tenemos el honor de representar en este Congreso— es reciente. Desde el siglo pasado se viene discutiendo qué modelos adoptar, cuál es el rol del juez en el proceso, si se debe o no limitar sus poderes, si deben mantener su vigencia o deben ser rechazados de plano.
Desgraciadamente, la discusión no ha encontrado asidero pacífico. No se equivoca el profesor chileno Fernando Román Díaz cuando señala que “en general las diversas legislaciones procesales siguen recogiendo el principio dispositivo en cuanto a la iniciativa del proceso, su objeto y los hechos de la causa; empero han permitido el ingreso de notas inquisitivas en cuanto al impulso posterior del proceso y a la iniciativa probatoria” (2007, pp. 587-589).
Es decir, seguimos recogiendo instituciones procesales de ambos modelos en nuestras legislaciones. Pero tal vez, a pesar de que el debate ha sido constante, hemos perdido de vista algunas cuestiones que simplemente no deben dejarse de lado. No pretendemos con esta ponencia señalar que tal o cual modelo es perfecto. En realidad, este evento tiene como fin poner en evidencia la crisis de algunas ideas que los modelos presentan.
En perspectiva, en esta ponencia busco poner en la mesa temas centrales que deben considerarse en este debate y que han sido los que han marcado los modelos procesales.
Por un lado, está el modelo dispositivista que, a decir de Enrique Vescovi, era excesivamente escrito y mantenía la figura del juez como un verdadero convidado de piedra. Interesaba el rito por el rito mismo y la práctica judicial era una buscadora de nulidades. Los casos se resolvían, básicamente, en función de pruebas tarifadas, plenas y semiplenas que inundaban la actividad probatoria, y que evidentemente se alejaban de la verdad. El juez, ajeno a las partes, no las llega a conocer, y sus atribuciones —más allá de las facultades disciplinarias— no resultan tan importantes.
Luego aparece el planteamiento publicista, que se presenta como revolucionario: plantea reemplazar el proceso absolutamente escrito por la oralidad —es decir, realizar el proceso por audiencias—, con las siguientes características:
— Que la postulación se conecte a la audiencia preliminar.
— Que el juez, en la audiencia, conozca a las partes, es decir, que se beneficie de la inmediación.
— Que las pruebas sean actuadas en audiencia y sean valoradas en forma razonada, conjunta y motivada.
— Que el juez tenga amplias facultades y poderes que eviten convertir al proceso en un fin por sí mismo.
En el caso peruano —inspirado en el Código Modelo del IIDP—, se introduce un instituto revolucionario: el saneamiento procesal, y aparece nítidamente en el quehacer jurídico la figura del juez como despacho saneador. La idea era dejar de lado el extremo ritualista y considerar la necesidad de utilizar la convalidación de los actos procesales para poner fin a los excesos del ritualismo. En este escenario, entonces, el juez se convierte en un director del proceso, en un actor principal. Es un verdadero revolucionario. Su preocupación no solo es la justicia en su aplicación concreta, sino que detrás de su trabajo hay una generosa visión de justicia social, tan delicada y necesaria en nuestros países.
3. EL JUEZ REVOLUCIONARIO
Como consecuencia de esta visión publicista del proceso, nuestro Código Procesal Civil, vigente desde 1993, consagró al juez como director del proceso y le otorgó amplias facultades2.
Podemos hallar el resumen de estos poderes en el principio de socialización, recogido en el artículo vi del Título Preliminar de nuestro Código Procesal Civil, según el cual:
Artículo vi. Principio de socialización del proceso
El juez debe evitar que la desigualdad entre las personas por razones de sexo, raza, religión, idioma o condición social, política o económica, afecte el desarrollo o resultado del proceso.
Bajo este principio, el juez es el encargado de aliviar las desigualdades de las partes, de cumplir una función social, estatal, de mantener la paz social, etcétera. Evidentemente, esto es ilusorio, en especial hoy, cuando nuestros sistemas de justicia están en crisis, básicamente por la actuación de malos jueces que han desprestigiado la función otorgada.
Quienes integramos la comisión reformadora estábamos profundamente emocionados por esta nueva visión del proceso: el juez comprometido, el juez revolucionario, el juez de la justicia social. Sin embargo, pese a estas buenas voluntades, el sistema de administración de justicia de nuestros países viene colapsando.
En nuestro país, el sistema de justicia ha sido afectado, además, por la grave enfermedad de la corrupción. Aquello que se consideró bueno hoy resulta negativo. En muchos casos, las facultades que se otorgaron al juez derivaron de un director del proceso a un emperador del proceso.
El juez no es un revolucionario; en todo caso, es natural que algunos malos elementos sientan que el poder recibido de la norma procesal los hace más poderosos aún, y esto determina que en la práctica manejen ese poder de manera nefasta.
Creemos que desde siempre las reformas procesales han tenido influjo político y coyuntural. Así, por mencionar un ejemplo, en el Perú el Código Procesal Civil se elaboró conjuntamente con la redacción de la Constitución vigente por el Congreso Constituyente de 1993. Salíamos de una crisis hiperinflacionaria como producto del primer gobierno de Alan García y estábamos en un escenario social marcado por la violencia. La sensación de ese momento era que había crisis general, y precisamente tal vez ese fue el justificativo inconsciente de que hayamos hecho un código procesal en democracia, pero para beneficio de un autoritarismo en el que luego se convirtió el gobierno de Fujimori.
Pensábamos que la figura de un Estado con un Poder Judicial fuerte y robusto era lo que necesitábamos, no solo para salir de la crisis económica, sino de alguna forma para paliar la crisis social imperante en ese entonces. Pensamos que el juez podría resolver todos esos males que nos aquejaban: equilibrar las diferencias sociales, dar más apoyo a los más débiles frente a la empresa poderosa, dirigir el proceso con amplias facultades, etcétera. Ya lo decía el profesor peruano Juan Monroy al comentar el entonces novísimo código: que el proceso, desde una perspectiva publicista, había adquirido una trascendencia social, debido a que con este se lograba que el derecho objetivo se tornara más eficaz y respetado y, de ese modo, se alcanzara la paz social. Entonces, el proceso estaba pensado con un fin estatal.
Sin embargo, olvidamos que el principal rol del juez es resolver un conflicto intersubjetivo —de manera pacífica— que las partes traen a su despacho. Qué duda cabe de que cuando una persona demanda el pago de una obligación de dar suma de dinero, un mejor derecho de propiedad, una demanda de indemnización por daños y perjuicios, lo que está solicitando al juez es una tutela particular cuya decisión final solo puede afectar a ella y al demandado. No recurre el justiciable al proceso civil —como ya decía la profesora Eugenia Ariano— para buscar la paz social sino con un interés específico, subjetivo, que solo le compete a él.
Perdimos de cuenta que el rol de instrumento para lograr la paz social no corresponde al proceso civil y, por tanto, tampoco al Poder Judicial ni a los jueces. Es el Legislativo —y en su caso el Ejecutivo— quien debe promover el desarrollo equitativo en las personas, además de eliminar esas diferencias sustanciales a través de leyes sustantivas. Es el Poder Ejecutivo el encargado de crear políticas sociales, fomentar el empleo, eliminar las barreras para el acceso a los servicios públicos de todos los ciudadanos, promover que todos tengan un seguro de salud, etcétera.
El juez usa las disposiciones normativas para interpretarlas y aplicarlas, no para suplir las deficiencias del sistema social. Así, el encargado de paliar los problemas sociales es el legislador a través de la creación de empleos, el acceso a mayores oportunidades, la mejor educación, políticas remunerativas equitativas, etcétera. La tarea del juez se encamina hacia objetivos concretos que distan mucho del deber de equiparar desigualdades.
¿Qué significa el ejercicio del poder judicial para conseguir esa igualdad real, y hasta dónde llegan las dificultades y límites para arribar a ese cometido? Significa que estamos sometidos a un exceso de intervencionismo judicial (vemos el caso del Tribunal Constitucional que ahora legisla en positivo) “que invade todas las esferas sociopolíticas y jurídicas, incluida, por supuesto, la del proceso judicial” (Hernández, 2018, p. 929).
Gabriel Hernández, profesor colombiano, expresa que “desde la teoría constitucional se nos dice que [el Estado] es un Estado social de derecho organizado en forma de república unitaria y democrática, y bajo ese sistema no se concibe —a menos que se subvierta el orden democrático y legítimamente constituido— que una rama del poder público, en este caso la judicial, se arrogue las funciones que corresponden a las otras, y por esa vía asuma políticas de vanguardia reservadas a los órganos ejecutivo y legislativo” (2018, p. 929).
4. EL PROBLEMA QUE ENFRENTAN NUESTROS PAÍSES
El amplio poder que han recibido los jueces en los sistemas procesales —específicamente los latinoamericanos— viene generando una seria preocupación en algunos sectores de la academia procesal. No solo es el caso peruano, sino que también sucede en países vecinos, como Colombia: a decir del profesor Hernán Fabio López Blanco, hacia 1990 el sistema judicial colombiano ya había perdido confianza por su lentitud, ineficiencia y evidente politización (Madero, 2006).
Dentro de ese contexto […], algunas de las tesis que prohijó son las de que, (i) como resultado de la visión publicista o activista judicial que acerca del proceso civil impera en Colombia —saturado, por lo demás, de mitología y neoconstitucionalismo—, el sistema procesal de la democracia está cada vez más en entredicho, en la medida en que se va perdiendo el intercontrol de poderes que es propio del republicanismo; y (ii) que al convertir a los jueces en funcionarios justicieros comprometidos con su particular noción de lo que entienden como la verdad y la justicia, no sólo se invaden esferas reservadas a otras autoridades, sino que además se conculcan principios y garantías de raigambre constitucional, como son las del adecuado derecho de defensa, la igualdad de las partes y la imparcialidad funcional. (Hernández, 2018, p. 893)
¿Pero qué sucedió y dónde radica el problema? Pensamos que el problema está en el diseño. No era necesario cargar de poderes al juez ni convertirlo en un revolucionario, trasformador social: he ahí el error. Al juez no le corresponde hacer el cambio social, sino más bien resolver un conflicto concreto. Su preocupación no es velar por equilibrar las desigualdades en el proceso. Esa tarea de justicia social —importante en la sociedad— nunca le debió corresponder, pues al darle esa tarea se distorsiona su verdadera función, que es la de resolver el conflicto.
Estimo que caímos en una trampa tendida por el sistema ideológico imperante, donde el Estado pretende limitarse a ser un mero controlador que privilegie un sistema económico en el que nuestros países —y particularmente el Perú— ocupan un lugar primario en la economía, por ser considerados países productores de materia prima y exfoliarse sus recursos naturales. Eso es lo que importa al sistema: ciertamente no le interesa la salud pública, pues para ello el sector privado verá cómo se organiza con clínicas privadas, ni la educación estatal: esta es pobre, con falencias, y quienes desean mejor educación deberán acudir a colegios y universidades privadas. Tampoco le importa al Estado la administración de justicia: sus instituciones son débiles y carecen de recursos. Hay muchos casos altamente contaminados por la corrupción. Se le dice al justiciable que es preferible lo privado, de ahí que se fomenten enormemente los Medios Alternativos de Resolución de Conflictos (MARC) como instituciones que promueven las soluciones de los problemas subjetivos. Se quiere abandonar la función que el Estado debe promover a través de los órganos jurisdiccionales. El mensaje es claro: se transmite a la población la idea de que el Estado es inútil, ineficiente, poco transparente, corrupto; que mejor es lo privado, que ahí pueden encontrar incluso decisiones más justas3.
Así, el Estado vendió la idea —soplando la pluma— de que el trasformador social era el juez. Pero al juez, como vengo señalando, no le corresponde hacer el cambio social. Estas tareas corresponden a los partidos políticos, a las procuradurías, a las organizaciones no gubernamentales o instituciones ad hoc, a la Defensoría del Pueblo. No corresponde al juez esta tarea, porque de ser así, este pierde lo esencial de su función, su razón de ser: su imparcialidad.
Por ello, el justiciable ve hoy al Sistema de Administración de Justicia, al juez y al abogado con temor, con profunda desconfianza. Y en particular, en algunos casos se observa incluso una actitud soberbia, excesiva de algunos jueces.
De ahí que cobren vigencia las palabras del magistral artista Mario Moreno en su película Ahí está el detalle; cuando al ser involucrado en un delito, es maltratado por el fiscal y por el juez y exclama: “Más respeto, ¿no ven que soy el acusado?”.
5. ¿QUÉ HACER?
Debemos partir por reconocer que el juez no es un revolucionario y recordar que su principal función es juzgar, emitir la sentencia, y, por supuesto, tiene facultades disciplinarias (denominadas astreintes). Además, también tiene que ordenar el proceso y velar por el cumplimiento de los presupuestos procesales y las condiciones de la acción, para que de ese modo se regularice el proceso previa auscultación del saneamiento.
Asimismo, se debe redefinir el fin del proceso: ¿es un proceso que busca la verdad o uno que sirve para resolver el conflicto? La verdad es importante, pero no debemos confundir esa necesidad de hallarla con el objetivo del proceso, pues el valor verdad, como el de justicia, son evidentemente subjetivos. Son meras aspiraciones, orientaciones, ideales, mas no pueden servir para ser medidos objetivamente por el resultado de un proceso. Si se resuelve el conflicto y alguien afirma haber encontrado la verdad y la justicia, enhorabuena, pero en el quehacer diario estas son un mero ideal. De ahí la necesidad de revisar y reformar nuestra legislación. Por eso debe analizarse la finalidad del proceso, el rol del juez, y luego seguir con los mecanismos para obtener celeridad, trasparencia y amabilidad, lo que algunos denominan la justicia con rostro humano, y por supuesto el proceso no está solo: habita dentro del sistema de justicia que hoy por hoy requiere una reforma a plenitud. Esto implica que se deban revisar incluso los currículos universitarios de las facultades de Derecho, la elección de magistrados, su capacitación, la constante actualización y, por qué no, en muchos casos reforzar las reglas de ética y moral y los manuales de buenas costumbres.
También es preciso descartar modelos autoritarios como el que se ha impuesto en algunos países, en algunas provincias argentinas, y paradójicamente en el Código Civil y Comercial argentino, que otorga facultades excesivas a la judicatura, donde el rol del abogado y de las partes queda muy minimizado.
De pronto, en cualquier intento de reforma en general, se tienen que limitar esas graves funciones del juez; se deben establecer mejores mecanismos y precisar en qué casos, por ejemplo, conviene la oralidad, y en cuáles conviene la escritura; introducir el proceso monitorio en función de la cuantía y en algunas materias. Del mismo modo, deberíamos refrescar el modelo de justicia colegiada de única instancia para algunos casos, propuesto por los profesores argentinos Arazi, Kaminker y Eissner.
Por último, asegurar que el juez haga lo más importante en el proceso: juzgar y sentenciar con independencia e imparcialidad. Además, que su quehacer sea canalizado con un respeto gravitante por la Constitución y la ley.
REFERENCIAS
Hernández Villarreal, G. (2018). Los fines del proceso civil desde la perspectiva del garantismo. En AA. VV. Estudios sobre diversos temas de derecho procesal. Medellín: Librería Jurídica Sánchez.
Madero Morales, F. (2006). Tendencias de las últimas reformas del proceso civil colombiano. Revista virtual via inveniendi et iudicandi, camino del hallazgo y del juicio. Recuperado de http://biblioteca.cejamericas.org/bitstream/handle/2015/1232/tendenciasultimasreformasdelprocesocivil.pdf?sequence=1&isAllowed=y
Román Díaz, F. (septiembre-diciembre del 2007). Reflexiones en torno a la propuesta de reforma al procedimiento civil chileno: i. Principios procesales relativos al órgano jurisdiccional. Revista Chilena de Derecho, 3 (34), 587-589.
Van Rhee, C. H. (2011). Evolución del derecho procesal civil en Europa: cómo el juez activo se convirtió en lo normal. Revista Chilena de Derecho y Ciencia Política, 2 (2), 11-40.