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CONFERENCIA MAGISTRAL Estándares de buenas prácticas para un proceso amigable y eficiente
ОглавлениеFrancisco Ramos Méndez*
Muy buenas tardes a todos. Excelentísimo señor decano; autoridades de la mesa; queridos amigos. Es un honor y un placer estar de nuevo ante ustedes en la Universidad de Lima. Quiero hacer llegar mi agradecimiento a los organizadores del Congreso, agradecimiento que personifico en el doctor Raúl Canelo. Es inmensa mi gratitud porque me permite una vez más reunirme con amigos y maestros, unos más centrados en el oficio y otros más jóvenes; pero de los cuales siempre aprendemos cada día más. Por lo tanto, este honor es impagable. Siempre que tengamos un auditorio así y una reunión de este tipo, cuenten con mi presencia voluntaria.
Cuando me propusieron participar en el congreso, no me indicaron algún tema: yo tenía elegir —o más bien hablar de— “realidad, reforma y tecnología”. Ya que se trata de la primera conferencia de la reunión, ustedes entenderán que de momento no tengo ninguna referencia acerca de cómo va el congreso; por lo tanto, no tengo datos. En esta situación, he tenido que improvisar y me he lanzado a la piscina para hacer una especie de pisco sour procesal, de tal manera que no esperen ustedes que ahora les proporcione una ponencia contundente que responda a esas tres grandes cuestiones. Otras personas, profesores e intervinientes con muchísimo más autoridad y conocimiento de causa, les responderán cumplidamente a lo largo de los tres días que dura este evento.
Como dije antes, voy a hacer un pequeño aperitivo y me he inclinado por un tema que puede que resulte desconocido, utópico, o puede que se quede en nada, eso lo dirán ustedes. Yo cumplo con hacer lo que pueda: una faena meritoria.
Tenemos que partir del hecho de que el instrumento con el que nosotros trabajamos es el proceso, pero nunca nos hemos puesto de acuerdo en qué es el proceso. Sin embargo, tenemos una idea intuitiva. Voy a tomar esos tres o cuatro datos en los que parecemos estar de acuerdo todos y que me van a servir como punto de partida para desarrollar las breves indicaciones que quiero hacer sobre estos estándares de buenas prácticas.
Por un lado, en este proceso cuyos objetivos acaba de definir muy bien el señor decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima, no se puede hacer lo que a uno se le da la gana. En un proceso que tiene un orden que establece lo que se puede y lo que no se puede hacer. Raras veces podemos elegir en nuestros procesos. A veces incluso hemos recordado la posibilidad de mutar la norma procesal rodeándola del orden público. La “inmutabilidad” es un concepto que vamos a abandonar, pues el caso es que tenemos un proceso cuyo recorrido está pautado de antemano.
En segundo lugar, tenemos unas leyes procesales que son como un manual de instrucciones. Es decir, es el librito en el cual miramos lo que hay que hacer, lo que se hace antes y lo se hace después. A menudo nos hemos preocupado por hacer un diseño más o menos elegante, brillante, estable o cambiante, pero ese es uno de los elementos con los que trabajamos. Por otro lado, sabemos que estas leyes tienen una vocación operativa. Es decir, no son meras cuestiones ideológicas ni abstractas, sino que son normas operativas. Fíjense que, en las leyes procesales, casi todas ellas están redactadas en futuro y se refieren a actividades. Por ejemplo: “El proceso iniciará por el recurso de formular de esta manera, etcétera […] por lo tanto hay que actuar”.
Esperamos que ese funcionamiento de las normas procesales que conforman el proceso responda a los objetivos que persigue este proceso: esa es la gran aspiración. Y entonces, además, decimos que el proceso debería tener un resultado satisfactorio. Esa sería la aspiración máxima. Por último, también observamos —y en esto me parece que hay una opinión común general que forma parte de uno de los tópicos del progreso— que a veces se produce una discordancia entre el instrumento, el diseño, la norma operativa y la realidad: unas veces se habla de crisis, otras se frustran los objetivos, y otras más los resultados son insatisfactorios.
Tenemos estos cuatro puntos de partida que conforman el escenario en el cual vamos a hablar de “buenas prácticas”. La pregunta inicial es: ¿pero acaso los códigos procesales no son los suficientemente buenos como para proporcionar un proceso fiable, satisfactorio y regular que cumpla con los objetivos? Empecemos a analizar qué queremos decir con “buenas prácticas”.
No tengo que explicar con muchísimas palabras ese concepto tan intuitivo que llevamos ínsito en la mente del derecho procesal. El derecho procesal nunca ha tenido que justificar que sea una asignatura práctica y no teórica. Nuestros grandes maestros, como Alcalá Zamora, distinguían varias épocas del procesalismo: las prácticas, las procedimentalistas, el procesalismo científico…
Los prácticos ya estaban en la práctica. La práctica siempre es un criterio operativo que tiene que ver con la actividad; por tanto, no es un criterio en el cual nos podamos refugiar solo como concepto. También explicaremos lo que queremos llamar “buenas prácticas”. Hablar de una ley buena o de una ley mala es recurrir a un concepto intuitivo y no me interesa profundizar en una definición más o menos académica. Basta con que tengamos esa misma intuición de lo que significa. Obviamente, puede que las normas no sean buenas y malas a priori, por lo tanto, ya estamos introduciendo ahí un elemento un poco perturbador, lo cual significa que no sacaremos nada en limpio por este camino.
Tampoco hablamos de un concepto axiológico sobre “buenas prácticas” y bondad, o ¿qué es el bien y qué es el mal? Nada de eso nos interesa en este momento, no es objeto de esta observación. Tampoco la buena fe —y eso que lleva el calificativo de “buena”, ese estándar tan utilizado muchas veces en la terminología procesal y en los criterios operativos que venimos defendiendo—.
Entonces, ¿qué tratamos de identificar? Pondré un ejemplo de esos que nos frustran inicialmente: ¿qué diríamos del litigante que solo se preocupa por dilatar el proceso, formular incidentes, buscar las vueltas en las normas procesales para que el pleito no se defina, etcétera? ¿A eso le llamamos una conducta buena, mala o reprobable? Si pensamos en los objetivos que persigue este tipo de litigante, la conducta es óptima, pero si pensamos en un criterio más estándar, considerando la finalidad lógica del proceso, probablemente desacreditaríamos esa conducta. Por tanto, el término es un tanto polivalente y al final solo acaba por señalar esos esfuerzos y criterios que tratamos de aplicar extraídos de la propia norma procesal, no inventados. Son criterios de conducta —o criterios operativos— que nos permiten hacer las cosas con menos esfuerzo (criterio de eficiencia) y también con mejores resultados (criterio de eficacia) en el sentido de las propias “buenas prácticas”, pues contribuyen a la calidad del producto y, por tanto, propician estándares de calidad.
Bueno, digo todo esto para volver a la pregunta inicial: ¿dónde colocamos las “buenas prácticas”? Si el proceso se compone de normas procesales que regulan actividades testadas, y en definitiva trata de conseguir un resultado predeterminado y unos objetivos nobles, pues efectivamente, ¿a qué vienen las “buenas prácticas”? Nos damos cuenta de que el código procesal no se basta por sí mismo.
Si empezamos a hablar de temas (parece que hay una sensibilidad acerca de esto en todos los países) relativos a la corrupción o a la disfunción, aquí la buena práctica no tiene mucho que hacer. Si hablamos de partes corruptas, de jueces corruptos, de órganos corruptos, estamos hablando del Código Penal. Esto no tiene nada que ver con las buenas prácticas. De seguro estamos en un estadio en el que la “buena práctica” ya se da por superada. Es probable que podamos hacer algo para evitar esa corrupción o las ocasiones de corrupción, pero es un tema de puro Código Penal.
Si las normas procesales del propio código tienen una serie de disposiciones que están de adorno y no se cumplen —y ponemos el ejemplo típico, clarividente o clásico de que los plazos procesales raramente se cumplen u obligan al juez—, entonces tampoco tendríamos que hablar de “buenas prácticas”, porque es un problema de pura inobservancia del código. Por lo tanto, no añadiremos nada: primero debemos cumplir el código y luego hablaremos de “buenas prácticas”.
Así, me interesa que quede claro que colocaremos este concepto en un momento que en suponemos que no existen estos “obstáculos” previos y que, además, los códigos procesales se cumplen razonablemente, es decir, que siguen los criterios establecidos o las reglas del juego sin hacer “juego sucio”. Luego nos preguntaremos qué más podemos hacer, y antes de ponernos a identificar algunas de estas buenas prácticas, nos podemos preguntar también si vale la pena codificarlas o “estandarizarlas”.
Este es un problema heredado. Fíjense que las buenas prácticas suelen surgir de una mirada particular de algún atento observador que dice: “si hacemos esto así, se producirá un resultado mejor”. Entonces, nos damos cuenta de que estandarizarlas previamente es complicado. A posteriori podría ser más fácil, pero en este sentido, la pregunta del millón es: ¿si estandarizamos las prácticas y las convertimos en códigos? ¿Dónde cabrían y para qué las queremos, si ya tenemos códigos? Si las buenas prácticas fueran obligatorias, deberíamos codificarlas, y para eso ya existe un código. En consecuencia, debemos encontrar un elemento más. Y aquí, fíjense que un “código de código” no añadiría nada, pero observe cómo en otras áreas jurídicas se ha empezado a hablar también de “buenas prácticas”. Por citar casos estándares, en materia societaria se habla de códigos de buenas prácticas de gobiernos de sociedades.
Ya no nos parece suficiente que una gran sociedad, una gran corporación, simplemente cumpla con la “ley mercantil” o la “ley societaria”. Ahora empezamos a pedir buenas prácticas; por ejemplo, que “en los órganos del gobierno de estas sociedades, como los miembros del consejo, no solo haya varones, sino que haya paridad”. Sabemos que la ley no lo exige; sin embargo, hemos empezado a crear una especie de conciencia de que hay que hacer algo más, porque no basta solo la “buena práctica”. En este sentido, se podría pensar que las normas procesales —o las buenas prácticas procesales— son ajenas a una codificación u obligatoriedad.
Les contaré que ya empieza a haber precedentes legislativos de buenas prácticas regladas en disposiciones normativas. En el caso español, yo diría que el estándar —o el caso por antonomasia que hemos vivido en los últimos años— es el caso de “las ejecuciones hipotecarias”. En una ejecución hipotecaria, lo que dice en el código es clarísimo: “El ejecutante tiene derecho a ir hasta el final y conseguir el fundo que está ejecutando, venderlo en una subasta y echar a la familia o individuo que estaba dentro de esa vivienda afuera”. Esto es lo que dice la ley procesal, y lógicamente no habría nada que reprochar a un litigante que se limitase a pedir que se cumpliera la ley procesal. Impedir que un litigante siga los listados de la ley procesal, que es una ley general para todo el mundo, nos parece un poco atrevido y cuanto menos cuestionable.
Nuestro legislador, tomando en cuenta la situación económica y que vivimos en una crisis económica desde el 2008 que aún estamos superando, ha considerado o identificado que hay grupos de deudores hipotecarios que habían decidido —en los buenos tiempos de bonanza económica— hipotecarse, pero con el tiempo han perdido el trabajo, no tienen dinero y deben al banco todo lo que vale la vivienda que con tanto ahínco habían pretendido. En este grupo hay deudores de muchas tipologías, por ejemplo, en casos de puras miserias. ¿Es correcto que una entidad bancaria que tiene miles de inmuebles a su disposición siga hasta el final con el procedimiento hipotecario y expulse al deudor de su vivienda? Por eso el legislador ha pensado que se podía crear un código de “buenas prácticas” para que, en casos como este, se respeten ciertos comportamientos. Estos comportamientos han consistido en no ser tan drásticos y no promover la ejecución hipotecaria inmediatamente; en renegociar todo lo posible la deuda, en ver si era o no posible o esperable que el deudor nunca jamás pudiera reintegrarla o en aceptar la casa o vivienda y dar por cerrada toda la deuda, cosa que en nuestro ordenamiento no es la regla general.
Todo esto no se ha impuesto, sino que se ha propuesto como un código de “buenas prácticas” para ayudar a resolver estas situaciones producidas en la realidad social. En esta tesis, aun codificada la “buena práctica” o recomendada en una norma, no se ha hecho vinculante. Por ejemplo, se ha permitido que la entidad bancaria aceptase voluntariamente o no el “código de buenas prácticas”. Por lo tanto, que asumiese la posibilidad de acordar esta serie de beneficios que, según la ley procesal, no son obligatorios para el ejecutante hipotecario. Con el tiempo esto se ha ido complicando mucho más: efectivamente todas las entidades bancarias, de entrada, por lo menos han dicho que sí al “código de buenas prácticas”; lo único lamentable es que no haya abarcado a muchos más beneficiarios, porque la norma aún (en esa conceptuación general) era lo suficientemente restrictiva.
Con todo ello, podemos preguntarnos qué ha habido en el curso de estos años. En efecto, las cifras estadísticas no son del todo fiables, pero sí aproximadas: entre 400 000 y 500 000 hipotecas podrían pasar por esta situación de “buenas prácticas”, lo que no es mucho si se compara con los 17 millones de hipotecas vivas que no han tenido ningún problema y se han seguido cumpliendo voluntariamente. Por lo tanto, se ha observado que, con un criterio de flexibilidad —yo diría, un criterio un tanto más favorable y proclive al deudor, ya que a los bancos se les ha ayudado con dinero público—, por lo menos se les da una pequeña carga para compensar ese esfuerzo que ha hecho toda la comunidad para que el sistema financiero no se hunda. Al menos en algunos casos, digamos que se han beneficiado algunos litigantes por la escasez de recursos.
Ahora, considerando que tenemos presidentes legislativos y que por lo tanto el tema admite muchas variantes que podemos recomendar como buenas prácticas, me van a permitir hablar sobre tres temas:
1. Diseño de los códigos procesales
2. Proceso amigable
3. Proceso eficiente
Con esto cumplimos con todos los ingredientes de este llamado cóctel de pisco sour procesal.
En el diseño de los códigos procesales podemos hallar buenas prácticas. Pensemos en la elaboración de las leyes procesales. Cuando hablamos de esto, a mí me vienen muchas veces a la memoria los versos de aquel dramaturgo español que es el autor de mayor rango en el teatro del siglo de oro español: Lope de Vega, quien, hablando de la inmensa producción de sus comedias, decía que escribía a una velocidad de vértigo varias comedias y obras de teatro. Sobre las leyes procesales, estamos seguros de que se planifican, se invita a los mejores para hacerlas, planificarlas y diseñarlas. No me cabe duda de que, en el Perú, por lo que conozco y las palabras que ha dicho el doctor Canelo, es así. Sin embargo, en otros países esto podría ser distinto.
Podemos encontrar que las leyes procesales se improvisan o surgen al calor de una anécdota. En España, tenemos a todo un Parlamento vociferando, a 350 diputados diciendo qué es lo que hay que hacer y qué no hacer en un código procesal. El resultado de esto puede no ser bueno, pues piensen que nosotros modificamos todo el Código Procesal Civil. Es decir, la “ley enjuiciante civil española” prácticamente se hizo con este sistema. Pero todo el mundo diría que esto no es una buena práctica en la elaboración de las leyes procesales. Por otro lado, últimamente hay una tendencia creciente a introducir en las normas procesales conceptos teóricos o definiciones, y esto es muy complicado, porque si tú introduces un concepto teórico, siempre aparece alguien que le quiere sacar “punta”. Además, hay normas que están vacías de contenido, y la mejor prueba es que si las suprimes no pasa nada.
Asimismo, me he dedicado en los últimos años a trabajar en una monografía que habla sobre la “nada procesal”, porque es el culmen de la productividad desde el punto de vista de la generación de normas, y el culmen de la economía desde el punto de vista de que es fácil facturar la nada procesal. Son actividades nimias, a veces llamadas “jaculatorias”. Por ejemplo, les cuento que nosotros tenemos todavía algunas jaculatorias en nuestros códigos procesales que dicen algo así como: “la parte puede hacer una protesta solemne de que si se ha equivocado en uno de sus escritos o no ha observado una norma que el juez considere vinculante, que tenga en cuenta que sí quería cumplir con todo, que bastaba con que se lo advierta, que estará dispuesta a cumplir”. Esta es una jaculatoria, una especie de salvoconducto. ¿Conocen ustedes algún litigante que no quiera hacer esto? Yo no conozco ninguno. Todos los litigantes quieren hacer lo mejor y bien, por lo tanto, son tipos de normas que no añaden nada. Bueno, a veces, cuando parece que uno no utiliza la jaculatoria, es como si no hubiera comprado la reserva, por lo tanto no se puede atentar.
En el criterio de diseño de los buenos códigos o los códigos bien hechos, podrían introducirse unas normas generales sobre la interpretación de la norma procesal un poco más comprometidas. Entiendo que el código peruano contiene en una los “objetivos del proceso”, que me ha llamado mucho la atención y juzgo como excelente, pero entiendo que se puede dar un paso más adelante. En efecto, en materia de interpretación estamos viviendo de rentas del criterio de interpretación de las normas sustantivas: “que si el sentido gramatical”, “que si las circunstancias”, “el espíritu”. Y no digo que estos no sean criterios reconocidos o estándares, pero las normas sustantivas tienen su sentido, y para las normas procesales de seguro no son tan útiles como deberían ser. Es mucho más útil, por ejemplo, la norma del Código Civil Procesal peruano, porque le recuerda al juez que no debe olvidar cuáles son los objetivos del proceso. Ahí habría que añadir: “interpretará usted siempre y aplicará usted siempre la norma procesal de manera que se pueda obtener los contenidos prefijados por el código”, y no que se quede en la simple y mera contemplación, sino que debe aplicarse siempre.
En materia de “buenas prácticas” con respecto al diseño de códigos procesales, entiendo que todos tomarían como buena práctica las reformas no improvisadas, sino las oportunas, que sean producto de una política razonable, y no cada día, sino normas procesales estándares en lugar de normas procesales que cambien de un día para otro, ya que esto último no lo soportaría nadie. Por lo tanto, debe haber cierta estabilidad en las normas procesales.
Luego, como sal y pimienta, añadiríamos un criterio de “buenas prácticas” en materia de política legislativa, y aquí simplemente voy a lanzar un dardo. El objetivo del sistema procesal no es inducir litigios, el objetivo de la administración de justicia no es facturar, o sea, tener más casos. Es más, debería estar penada por ley la producción indiscriminada de casos, como por ejemplo el aumento de las estadísticas que dicen, por ejemplo, “hemos atendido este año 200 000 casos”. Seamos más realistas: los casos disminuyen porque se mejora la atención, y disminuye el tratamiento judicial porque se mejora lo necesario. Por otro lado, pongo un tema virulento sobre la mesa: ¿cuántos recursos gastamos en proteger de la violencia de género desde el punto de vista judicial? No sé ustedes, pero en España son un montón. Se dictan 20 000, 30 000, 40 000 órdenes judiciales de alejamiento y control al año, y sin embargo la estadística de víctimas es durísima. Habrá que empezar a pensar que al tratamiento judicial habría que añadirle algo más; es decir, es probable que una cierta proporcionalidad entre recursos y medios sea una buena práctica para cualquier sistema procesal.
Ahora hablaremos de las buenas prácticas para un proceso amigable. ¿Ustedes creen que el proceso tiene un entorno o perspectiva disuasoria o una que “invita a ...”? Yo diría que más bien estamos en la primera observación. El lema del congreso de 1977 era: “Hacia una justicia con una fase más humana”. ¿Qué hemos hecho después de cuarenta años? Seguimos hablando de lo mismo. Por ejemplo, hablemos del “acceso”. Deberíamos aceptar a todo el mundo, y si nos trasponemos a un tema de actualidad —como qué política migratoria tenemos o qué hacemos con los migrantes—, en el proceso puede pasar exactamente igual. Si empezamos a revisar las políticas de acceso y cómo lo hacemos más amigable, es probable que, desde el punto de vista teórico, esto nos lleve a revisar toda la teoría de las partes. ¿A un litigante se le puede exigir certificado de buena conducta, antecedentes penales, pasaporte, diferentes criterios y que venga bien vestido? ¿Esto es razonable o amigable? Que cada uno, según su sistema, reflexione sobre ello.
Pero podríamos pensar que no solo es el acceso sino el uso del sistema. ¿Es un uso amigable? ¿Puede el litigante por sí mismo utilizar el proceso al menos en las experiencias más sencillas? Cada uno debe buscar la respuesta en su sistema. En el nuestro, el español, y a pesar de que esas actuaciones más sencillas están establecidas, su uso no es recomendable ni practicable con facilidad, porque la ley procesal tiene muchas vueltas, aunque solo sea en términos burocráticos.
Un tercer epígrafe para hacer más amigable el proceso es el uso de la tecnología, pero esto debería ser un estándar como “la tecnología adaptada al estado de la técnica”, pues no estoy seguro de que estemos en el buen camino en todos los sistemas. ¿Ustedes creen que la comunicación procesal tiene algo que ver con las comunicaciones normales que hace la gente normal de persona a persona con celular?
El sistema procesal está en las antípodas de todo esto. ¿Por qué no hemos dado el paso? Porque estamos obsesionados con la seguridad. Pero ¿qué es la seguridad? La seguridad es la que hay, no es la que proporciona el estado de la técnica. De eso se encargan otros: el proceso no tiene que preocuparse por la seguridad.
Bueno, entonces vamos a importar sistemas. Si cada una de nuestras comunidades autónomas ha montado su sistema automático, pero entre estas comunidades no se hablan, se vuelven incompatibles. ¿Ustedes creen que este es un buen uso de la técnica? Yo no critico, pero pongo el dato sobre la mesa y pienso que probablemente podemos hacer cosas mejores o de otra manera. La técnica nos permite simplificar el cortar o pegar, por lo tanto, podemos hacer escritos el doble de largo y ancho, tenemos bases de datos que nos remiten a todo lo que queramos, en una noche podemos hacer un código procesal o un escrito de trescientas páginas. Esta es una buena práctica, pero en nuestro sistema algunos tribunales han empezado a quejarse y han dicho que los recursos solo pueden tener veinticinco folios a espacio y medio. Esta norma es obligatoria, pero no está escrita y el código no limita a nada. Por tanto, son cuestiones que están en el límite de la obligatoriedad del código y lo que consideramos —o podríamos considerar— una buena práctica.
No debemos olvidar que el instrumento lo mueven las personas, por lo tanto, los “buenos haceres” de las personas son imprescindibles si queremos tener un proceso amigable. Y no estoy hablando, por supuesto, de corrupción (damos por hecho que esto no puede ser). Tampoco estoy hablando de deontología, porque es el mínimo de los mínimos. Es algo más. Estamos añadiendo un criterio de calidad que haga al proceso amigable, ya que, por lo general, la persona que interviene en el proceso contribuye con su conducta a generar un entorno muchísimo más favorable a la administración de justicia que perseguimos.
El último tema trata de las buenas prácticas para un proceso eficiente. Fíjense que la palabra eficiente no significa lo mismo que eficaz. Un proceso eficaz se refiere al resultado que obtenemos en el proceso, y en este resultado no podemos operar con buenas prácticas. El resultado es lo que es o se ha conseguido. Se debe operar antes para conseguirlo, por eso he preferido hablar de buenas prácticas “para un proceso eficiente”. Aquí me podría extender, pero me he limitado a tres para hablar de ciertas conductas o criterios operativos que podrían darme buenos resultados.
¿Y qué podría hacer antes? Para esto formularé una primera observación que diría algo así como que la “respuesta procesal”, en cualquiera de los ámbitos, debe ser lo más cercana en el tiempo a la solicitud al momento en que la parte lo pide o se interesa, y hay que reconocer humildemente que, en todas las leyes o sistemas procesales —por lo menos en España— hemos perdido la batalla del tiempo. Los plazos procesales no se cumplen, y los que se cumplen no son eficaces, ya que no pueden decirme que esperar un mes, o uno, dos o tres años por una resolución, es justicia. Lo que pasa es que tenemos que acostumbrarnos a decirlo con energía: ¡ya basta!
¿Cómo podemos remediar haber perdido la batalla con el tiempo? Tratemos de buscar alguna fórmula que nos permita ayudar a reconvertir, por ejemplo, un proceso solemne —que parece misa de pontificado que no acaba nunca— en un proceso más breve o sumarísimo que existe en todos los códigos, como en el del Perú. Pero los procesos sumarísimos se andaban complicando. Un ejemplo es nuestro juicio monitorio, que era un proceso por internet y hoy es un proceso ordinario, casi como los demás, complicadísimo. ¿Por qué? Porque el interés por generar actividad, la facilidad de hacer y de facturar es irrefrenable. Entonces hay que cortarlo.
No sé si en algún momento tenemos que reorganizar la estructura del proceso y ver cómo podemos pasar de efectuar una especie de regulación provisional de la situación litigiosa mientras se discute. Cuando una persona va de urgencias a un ambulatorio, no la vuelven a citar para evaluarla después de un año, sino que por lo menos la miran y clasifican: hay gente que debe entrar de urgencia al quirófano y otros que pueden esperar. Sin embargo, en los procesos no, y se corre la idea de que al que ha llegado primero se le debe resolver primero. En este caso se podría hacer muchísimas referencias a las buenas prácticas.
Un segundo criterio de buena práctica es una gestión adecuada relacionada con la técnica. En materia de gestión sobre las normas procesales, lo que se hace en los tribunales y el trabajo de oficina tiene mucho que aprender de lo que hace una empresa, y no lo ha aprendido o no se ha implantado. En el caso de España, lo que se ha hecho es trasladar los antiguos formularios o ritos dentro de unas máquinas que llamamos computadoras. Es como meter el polvo debajo de la alfombra. Es decir, en la técnica y materia de gestión podemos hacer muchísimo más de lo que estamos acostumbrados a hacer, por tanto, habría que empezar a no prever normas que simplemente repartan las expectativas, sino que tuvieran algún contenido más para que esa gestión sea acomodada a lo que se hace en una oficina o en un despacho profesional de abogado. Por último, debemos pensar en la rentabilidad del sistema, y no me refiero a la rentabilidad económica, que también es importante, sino a una rentabilidad relacionada con la constitución de objetivos.
Si el proceso está programado para esos objetivos que todos conocemos, verifiquemos si se cumplen o logran; en caso contrario, habría que cambiar o hacer algo, no los debemos conservar. Por ejemplo, en España, si el 90% de los recursos de casación y amparo no se admiten a trámite por mucho que uno se esfuerce y la respuesta del tribunal simplemente es “no se admite a trámite”, habría que pensar qué estamos haciendo mal, porque gastar energías en un mecanismo que fracasa en el 90 % de los casos no es muy rentable, así que tendríamos que hacer algo más.
Muchísimas gracias por haberme dado el placer de disfrutar de su audiencia.