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Tradición

De vuelta en el cobijo de su madriguera, tras el largo rato de silencio que sus corazones necesitaron para recuperar un ritmo sosegado, el pequeño zorro se dirigió a su padre:

—O sea, que ahora ya soy un adulto…

Las plumas de gallina que habían quedado adheridas a su hocico volaron a su alrededor, aunque ninguno de ellos podía verlas.

—Así es, hijo mío —respondió gravemente su progenitor—. A partir de ahora podrás buscar pareja, formar tu propia familia y comer gallina.

—¡Vaya! Pensaba que sería diferente. —Esperó unos segundos antes de continuar—. No sé, ha sido un poco distinto de lo que esperaba.

—¿Qué quieres decir? Todo es como te había contado.

—Bueno… —dijo el zorrezno, dudando si continuar hablando—. El camino al gallinero ha sido bastante difícil. Aunque me dijiste que los zorros podemos saltar cualquier barrera, la valla era demasiado alta y hemos tenido que atravesarla tanto a la ida como a la vuelta. El alambre de espino me ha arañado la piel por todo el cuerpo y hasta he perdido un trozo de cola. Y eso sin hablar de ti.

En la calidez del ambiente, le llegaba nítidamente el olor de la sangre paterna mientras escuchaba afanosos lametones que intentaban contener un incesante goteo.

—La culpa es de los hombres, que pretenden detenernos con artimañas ridículas —prosiguió el padre—. Pero los zorros podemos superar sin esfuerzo cualquier obstáculo. —Su tono de voz pretendía ser lo bastante rotundo como para terminar aquí la conversación, aunque no tuvo éxito.

—¿Y en el gallinero? Ni siquiera hemos podido matar una gallina para traerla hasta la madriguera. Pensaba que esta noche probaría su carne por primera vez para saber si es tan dulce como cuentan.

La respuesta no se hizo esperar:

—La culpa ha sido de ese maldito gallo. Se ha puesto demasiado furioso y sus espolones eran demasiado afilados como para seguir allí dentro. Pero los zorros somos invencibles y podemos comer carne de gallina siempre que queramos.

Esta vez sí consiguió finalizar la conversación. Por un segundo, recordó la que había mantenido con su propio padre años atrás y pensó que quizá debería enseñar a su hijo a disfrutar de los sabrosos escarabajos, las jugosas lombrices y los tiernos ratoncillos que formaban su dieta habitual. Pero no era eso lo que le habían enseñado, y no iba a ser él quien rompiera la tradición según la cual los zorros odiaban alimentarse de insectos y roedores, al tiempo que afirmaban comer gallina siempre que quisieran.

El asesino de las esferas y otros relatos

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