Читать книгу El asesino de las esferas y otros relatos - Guillermo J. Caamaño - Страница 17

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Plegaria

Estaba convencido de que esta vez su ofrenda produciría el resultado esperado. Había trabajado incansablemente para crear una obra realmente extraordinaria. Digna de hacer palidecer a todas las anteriores. Capaz de conmover a sus antepasados en tal grado que se viesen obligados a concederle el don que tantas veces les había implorado y que la medicina tozudamente le seguía negando. El imponente dragón multicolor, que había construido usando las más delicadas láminas de papel de seda perfumado, estaba por fin terminado. Se había esmerado en imprimir al conjunto una actitud respetuosa, que se reflejaba en la posición de la cabeza y el cuello con respecto al majestuoso cuerpo, formado por la unión de centenares de diminutas escamas. Siguiendo la misma idea, había dispuesto las alas, la larga cola y las patas cuidadosamente replegadas, esbozando una tímida reverencia, para conseguir la mezcla que buscaba de belleza, fuerza y sumisión.

Al llegar al templo, depositó la figura en una bandeja metálica, delante del pequeño altar. Se arrodilló y, tras permanecer inmóvil un instante, encendió una larga cerilla que acercó pausada y ceremoniosamente al papel; cuando éste prendió, contuvo la respiración durante el breve tiempo en que las llamas se extendieron, devoraron ávidamente su creación y se extinguieron, dejando en el ambiente un exquisito aroma a lavanda, canela y vainilla. Un leve rastro de cenizas, apenas perceptible, era el único testimonio de que algo, quizá grande y hermoso, había ocupado la bandeja un momento antes.

Esperó en silencio, con los ojos cerrados, explorando con la mente cada fracción de su piel como un halcón que sobrevolase aquellas dolorosas llanuras, densamente tapizadas de indeseados arbustos amarillentos. No había cambios. Allí seguían las horribles verrugas que torturaban sus miembros, su tronco y su rostro desde que tenía memoria. De nuevo, sus ancestros no se apiadaban de él. Le ignoraban. Se negaban a liberarle de su pesada e injusta maldición.

Súbitamente, el dolor de fondo cesó por completo. Sorprendido, pudo ver desde arriba su propio cuerpo. De rodillas primero. Cayendo sobre un costado después. Al levantar la vista, se vio rodeado por los desdibujados rostros de aquellos a quienes dirigía sus oraciones, mientras una tenue voz le susurraba:

—Tranquilo, ya estás con nosotros.

El asesino de las esferas y otros relatos

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