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Muchacho en llamas, de Gustavo Sainz: una novela por hacer

Ion T. Agheana1

Esta séptima novela de Gustavo Sainz, de cuya imparidad numérica el autor hará un símbolo de incertidumbre vital y estética, empieza con una invocación simbólica que Sofocles, el protagonista, hace al volcán Popocatépetl, a las fuerzas animadas y no animadas de la cultura mexicana, a recuerdos benéficos, a miedos borrosos y esperanzas indefinidas, a su claudicante yo. Acaba con otra invocación, en la que el yo de Sofocles, cristalizado y equilibrado por una experiencia fundamental que somete a prueba cuerpo, alma y espíritu, se proyecta hacia el futuro. Este proceso repentino de maduración, impulsado por una experiencia vital total que ilumina la vida de un protagonista, de la que no falta cierta resignación, es de abolengo clásico: Petrarca, a quien se le adjudica la paternidad literaria, resuelve una profunda crisis personal escalando el Monte Ventoso en compañía de su hermano Gherardo (Bishop, 104). Una de las cimas del volcán Popocatépetl, que el padre de Sofocles describe con profusión de datos, se llama El Ventorrillo. Sofocles va a escalar el Popocatépetl en compañía de su padre.

La novela empieza con un monólogo casi rulfiano, en la presen­cia indiferente de su padre dormido. Es importante subrayar que se trata de una indiferencia inocente, inherente a la condición del sueño, no de una indiferencia deliberada, impermeable a las necesidades emocionales del hijo. Hay toda una constelación de preguntas sin respuesta, alternando interrogaciones retóricas con preguntas auténticas que, sin embargo, define una relación insatisfactoria entre padre e hijo. Reiterativos “¿Me oyes?” y “¿Crees que exagero?” revelan las inquietudes constantes del protagonista, quien se refleja en un espejo invertido de su padre. El padre, en su presencia consciente, dialogada, nunca pone en tela de juicio la credibilidad de su hijo. ¿De su hijo? Porque Sofocles, el protagonista, a pesar de ser el hijo genético de su padre, no lo es en cuanto a su identidad. De ahí el consagrado nombre griego que se autoconcede, y los nombres griegos —Temístocles, Herodotita, etc.— con los que introduce a sus amigos a su propio mundo. En esta transposición onomástica de identidades conocidas, validadas por la historia, Sofocles Alejo Díez halla el consuelo de una continuidad diacrónica que le permi­te buscarse y encontrarse a sí mismo, aunque de manera experimental. Es uno de los grandes aciertos de Sainz.

Sofocles, un adolescente precoz que está siempre en encrucijadas jalonadas menos por experiencias personales que por imposturas propias de su edad, prestadas de la literatura, pero sobre todo del cine, quiere autodefinirse e infundir sus propios valores a los acontecimientos que genera. Monologa junto al padre dormido, a la sombra de una pregunta: “¿Cuándo me vas a llevar al cráter?”, pregunta relacionada con una experiencia que, como en la vida de Petrarca, marcará simbólicamente una metamorfosis espiritual y su transición de adolescente a adulto. La insuficiencia del joven (¿de todos los jóvenes?), a pesar de sus erráticos esfuerzos por forjarse una autonomía viable, queda patente en esta pregunta. La “novela”, que no es otra cosa que un diario ecléctico, poblado de nombres de doble sentido, onomástica japonesa escatológica, humor negro o desenfadado y episodios dispares, transcurre, con imprevisibles e inciertas bifurcaciones éticas, espirituales y vitales, entre esta pregunta y su fecunda realización al final. Abarca, como en Gazapo y en otras novelas de Sainz, lapsos cortos, meses, que enfatizan los aspectos críticos de la adolescencia (Gunia, 124). Sainz no peca aquí de ambigüedad. El final, que podríamos adelantar sin ­perjuicio, no representa la evolución del personaje al hilo de los acontecimientos, sino su salto cualitativo, una maduración casi abrupta de la subjetividad. En este sentido, la “novela” de Sofocles, poniendo en boca de otro personaje la narración en primera persona, podría ser también la “novela” de Temístocles, de Tatiana o de Herodotita. El propio Sofocles narra y se narra a sí mismo intermitentemente.

La maduración subjetiva del personaje es esencial: es uno de los mensajes principales de Gustavo Sainz, un reto que lanza a su generación. La visión objetiva del mundo, centrada en el conocimiento y en la sabiduría, es centrífuga, impersonal: nos ayuda a conocer, no a conocernos. Esto es nuevo para México. Todo se refiere al personaje. Cuando el padre, erigido en lector genérico, declara que los cambios imprevisibles de tiempos verbales en la prosa de su hijo le molestan, éste le contesta contundentemente con una frase que recuerda a Montaigne: “Pero es que yo no escribo para satisfacer a los lectores. Yo escribo para descubrir cosas de mí que no sé” (218). “Escribo porque soy demasiado débil” (75), confiesa Sofocles, quien se busca a sí mismo y necesita, como don Quijote en la cueva de Montesinos, el consuelo de un alter ego literario. Poblar su vida de acontecimientos, crear una densidad objetiva, es insuficiente, y nosotros percibimos constantemente su frustración. La maduración subjetiva que anhela es imposible sin introspección. Sainz y Sofocles convergen tácitamente en esta verdad. Picasso, en una cita de Sofocles, nos dice que nada, nada serio entiéndase, se puede hacer sin soledad, sin silencio. Para Sainz, el desapego afectivo que supone la objetividad, que la sociedad no se cansa de presentarnos como modelo, es inaceptable, antivital. Fijémonos en un caso paradigmático. Temístocles, amigo íntimo de Sofocles, tiene un ojo de vidrio que algunas veces lleva puesto y otras no, que a veces extravía, lo que, obviamente, desacredita, no sin ironía, la objetividad. La presencia de este artefacto sin capacidad perceptiva ni énfasis afectivo es inútil. La objetividad, nos sugiere Sainz, o es inerte o es una burla subjetiva.

La improcedencia del tiempo cronológico es notoria en esta novela de Sainz. Hay frecuentes noticias de periódicos, radio o televisión, textuales o elípticas, pero, curiosamente, nunca comenta­das. Nos sitúan en el tiempo —se refieren a Castro, Gagarin, al suicidio de Hemingway, etc.—, pero sin comentarios, es decir, sin ningún compromiso afectivo o ético-político por parte del comentador o del protagonista. ¿Por qué las incluye Sofocles? ¿Por qué no las comenta? El protagonista no las comenta porque son irrelevantes afectivamente: forman parte de un espectáculo social distraído, no de su vida. Recuérdese que Sofocles de momento no se identifica con los humanos (uno de los posibles títulos para su novela es Mi vida entre los humanos), que quiere buscarse a sí mismo en sí mismo y, tentativamente, en otros jóvenes de su generación. Para Sofocles, como para el lector, son sólo noticias objetivas.

Sofocles es imprevisible porque está inmerso en un proceso de autoconocimiento, porque sus vivencias no están lógicamente anticipadas, como las de un adulto, porque surgen de impulsos ­vitales todavía no comprometidos por el mundo objetivo. Los baños rituales de Sofocles revelan un deseo subconsciente de descontaminarse de lo impuesto desde fuera, de rechazar todo lo que no le sea consustancial. En todos los momentos de duda o de crisis, Sofocles se baña. En esos momentos se siente solo, desvalido, sin recursos internos. Por ejemplo, una vez, cuando se inunda el cuarto de baño, Sofocles llama a todos sus amigos, pero no le contesta nadie. No puede ser de otra forma. Sofocles, en esta fase de incertidumbre vital y ética, no puede hacer nada, ni enfrentarse a la vida, ni escribir, porque oye las voces de otros en la vida, y la de otros escritores en la literatura (111). Sin embargo, empieza a ser consciente de ello, lo que constituye una promesa: “Soy una persona muy inmadura, muy inconsistente, muy joven y nadie confía en mí. Nadie puede confiar en mí” (137). Nadie puede confiar en él, mientras él no confíe en sí mismo. Es una sabiduría tan antigua como la conciencia del hombre.

El tiempo predominante del protagonista de la novela de Sainz es el presente, el tiempo privilegiado de la vida, como dijo Marco Aurelio. Para Sofocles, sin embargo, el presente es el tiempo de acontecimientos percibidos, pero todavía no asimilados ni a la experiencia vital ni a la experiencia estética. El presente, en su caso, sólo sugiere continuidad, no constituye una continuidad. Como en la literatura fantástica (Todorov, 43), sugiere una continuidad posible, pero no probable. Sofocles, hay que ponerlo de relieve, tiende a aislarse en el presente, a diferenciarse de los personajes mayores de edad, que navegan en un tiempo tridimensional, hecho no sólo del presente sino también de recuerdos y de previsiones. Uno de los posibles títulos de la “novela” en progreso de Sofocles, Mi vida entre los humanos, recalca sin ambigüedad la pertenencia del protagonista a otra especie. El presente, también, es el tiempo impaciente de los adolescentes. El presente, como dice Borges, es tiempo vivo. Sofocles tiene conciencia vital y verbal de sí mismo en el movible presente, que inútilmente trata de controlar mediante una profusión de precisiones temporales. Con desesperación circunstancial, Sofocles se da cuenta de que ninguna de las citas solicitadas por él ocurre a la hora prevista. Tatiana, su novia de turno, no es nunca puntual. Es la primera realidad de proyección metafísica que le impone el tiempo. Sofocles recurre al pretérito o al imperfecto sólo cuando la acción le parece secundaria, cuando ésta no tiene ningún contenido afectivo para él. La curiosidad intelectual que Sofocles muestra respecto a los casos de combustión instantánea de una persona —un tema recurrente en ­Muchacho en llamas, una ironía acerca de los conocimientos recibidos— está narrada en el imperfecto. No se trata de un ejemplo aislado.

A Sofocles no le interesa la feminidad de Tatiana, una de sus amigas, sino su sexualidad. Pero la mera sexualidad, como dijo Lucrecio, no lleva a la plenitud. Sofocles lo intuye: “El amor puede ser y no es”. Confiesa que hace el amor con Tatiana con desesperación, como si buscara a otra mujer dentro de ella. Nada le afecta a Sofocles tanto como la desesperación de no poder individualizar su deseo. Íntimamente, Sofocles envidia a Tatiana, quien en su diario anota que sentirse mujer es sentir el misterio, es dejarse llevar por el ritmo de la vida. Es algo totalmente extraño a la experiencia de Sofocles. Por esto cuando ella le informa que está indispuesta, Sofocles cambia abruptamente la narración del presente al pasado: “Pero me interrumpe. Y por si fuera poco, no se le ha presentado la menstruación. Enmudecí y sin talento para dar explicaciones preferí retirarme. Fui a la escuela” (26).

El presente, las precisiones de tiempo, de sitio, los detalles circunstanciales tienen tanto valor vital como estético, puesto que sirven de cantera para una posible novela de Sofocles. Como posible novelista, Sofocles experimenta con la convertibilidad estética del tiempo, de la experiencia cotidiana. Así el diario en que apunta los acontecimientos de su vida, sus tribulaciones y sus esperanzas, podría ser un posible libro, y lo es en última instancia. Es la reconocible técnica de un Lope de Vega, quien al preguntarse con fingida ignorancia cómo se escribe un soneto, acaba escribiendo uno. Otro experimento es el de la novela “objetiva”, en la que el narrador pretende mantener una distancia ética mediante el uso de la tercera persona. Sofocles habla de Sofocles, diversificando así su realidad en posibilidades estéticas. Un subcapítulo, “Probable episodio para la novela”, que empieza con la trivialidad del estreno de la camione­ta de su padre, nos propone un dilema borgeano: ¿se trata de una intromisión estética en la facticidad del diario, es decir, una interpolación, o un fragmento auténtico del diario? ¿Es una interpolación o un crecimiento orgánico? Sofocles habla en tercera persona, pero también hay un diálogo que les permite a él y a Tatiana hablar y hablarse en primera persona. Hay también un “dicen”, cuyo plural pretende acreditar la objetividad del episodio, puesto que el autor es sólo uno de los testigos. La historia de Sofocles-protagonista, quien se introduce en una casa extraña como impostor y es reconocido por el padrino de un tal Felipín como Felipín, es un desafío a la verosimilitud de la narración de Sofocles-narrador. Nótese asimismo que la narración de Sofocles-narrador está en el pretérito, lo que, en la práctica de Sofocles, resta importancia o realidad. Acto seguido Sofocles, como autor del diario, resume la narración en primera persona, la pretensión de autenticidad facticia. “El tiempo —dice en un arranque filosófico— sirve para cambiar” (23). Una anécdota de humor negro y una esperpéntica cita de Lanza del Vasto —“Oh, Juan, ¿quién nos librará de la maldad de los Buenos que han encontrado una salida: la Justicia?”— completan el aislamiento de este episodio del cuerpo narrativo en primera persona.

En Muchacho en llamas, sobra decirlo, hay una profusión de citas. A diferencia de las noticias de los medios de comunicación, extrañas al mundo de Sofocles, las citas, todas literarias, son parte de su formación intelectual y de una titubeante preocupación ideológico-estética. La primera cita es de Bioy Casares: “(H)ay un momento en la juventud en que todo es posible, en que todo es poco en la inmensidad de nuestra vida”. Bioy Casares reduce el culto de lo Posible, el descubrimiento de la Ilustración, sólo a la juventud: de ahí el atractivo que tiene para Sofocles. La cita de Apollinaire también refleja un sentimiento compartido: “Piedad para nosotros que combatimos siempre en las fronteras de lo ilimitado y del porvenir, piedad para nuestros errores y nuestros pecados...” El propio Sofocles, en la frontera movible de la vida y de la literatura, hubiera podido hacer esta afirmación. Las citas, sin embargo, tienen la brevedad autosuficiente del aforismo. E. M. Cioran dijo que hay que desconfiar de quienes prodigan citas, puesto que éstas introducen en la argumentación un punto de vista ajeno. Tal no es el caso de Sofocles, puesto que las citas que pone representan un cruce sincrónico en su experiencia, una convergencia de afinidades. Sofocles, el joven de experiencia vital limitada, se reconoce a sí mismo más en la literatura que en la vida. Ya que la vida no le proporciona certidumbres, se aferra a la literatura como única posibilidad de salvación. “Cada vez siento más que es mi novela la que me crea. Soy una invención de mis palabras” (112). Un eco pirandelliano. Pero también le gustaría que la vida y la literatura fueran estéticamente intercambiables, le gustaría afirmarse plenamente en las dos: “Mi vida corre al margen de la lengua, cierta clase de vida que no es transformable en palabras, y ésa es la que yo quiero contar” (35).

¿Qué hacer? ¿Cómo escribir? ¿Hay que politizar la literatura? ¿Qué vale una denuncia estética de la crueldad del gobierno? Una de las páginas de Muchacho en llamas consiste sólo en interrogaciones ético-estéticas. “¿Quién me puede decir si lo que escribo vale la pena?”, se pregunta. A la deriva, Sofocles hace referencia a una afirmación de Rosario Castellanos, que en la literatura siempre hay que partir de cero (¿Roland Barthes?), sin ningún a priori. Cada uno, según ella, es responsable de su propia obra: “lo que dice es como lo dice” (121). ¿Nos propone Rosario Castellanos una litera­tura sin literatura, una suerte de expresionismo posmodernista? ¿A quién le interesaría una obra sin a priori, sin énfasis ético, estético, o moral? ¿Escribir sin el otro? ¿Valorar los acontecimientos de nuestra vida sólo con base en coincidencias? ¿No integrar la experiencia en una cultura? Sofocles lo intenta, pero sin una maduración subjetiva adecuada se pierde en “observaciones cotidianas carentes de cualquier importancia” (121). Tampoco tiene validez la tendenciosa observación de Sofocles sobre el incendio de la embajada americana, del que hace una justificación mitológica de rencores políticos (“como si hablara el Dios del Fuego”). ¿Vale la receta de Kerouac —“ábrete, escucha”, “(L)a sensación que experimentas encontrará la forma que le conviene”, “escribe lo que quieres infinitamente”, “sé amante de tu vida”, “(A)cepta perderlo todo”, “cree en la santidad de las formas de la vida”, “(R)elata la historia verdadera del mundo en un monólogo interior”, “(E)scribe para que el Mundo lea y vea la imagen precisa que tienen de él”— más que la de Rosario Castellanos?

La equivalencia que anhela Sofocles es irrealizable, porque la realidad, como dijo Borges, no está hecha de palabras. La palabra no es una equivalencia de la realidad sino un símbolo verbal, es algo que no existe. Con el ardor de la juventud, Sofocles, como Rimbaud, a quien cita, quiere que su novela sea la vida misma, riesgo y aventura. Quiere que su vida sea espontánea como la vida, desprovista de las limitaciones antivitales de la sabiduría y de los ismos. Sin embargo, como se sabe, lo histórico y lo estético nunca coinciden, no son simultáneos sino sucesivos. Lo estético, por decirlo así, es siempre anacrónico. A Sofocles le gustaría conseguir también un efecto de liberación psíquica. ¿Decirlo todo para que ya nada le sorprenda, para que ya nada le afecte, como Hladik, en “El milagro secreto”, de Borges?

Muchacho en llamas, nos dicen Sainz y Sofocles-narrador, trata de no ser un libro de confesiones de adolescente. Borges nos recuerda que hasta en Charles Dickens, el inventor de la literatura infantil, los niños no protagonizaban en la literatura por la simple razón de que eran y siguen siendo éticamente ambiguos. ¿Qué conclusión ética fidedigna podemos sacar de la conducta de un niño, de una persona no plenamente consciente de sí misma? Los tribunales, al conceder circunstancias atenuantes, reconocen implícitamente la insuficiencia ética de los menores de edad. Sofocles-narrador no quiere que su obra sea un libro de confesiones de adolescentes para no invalidarlo éticamente. Porque el propósito de Sofocles, a pesar de su rechazo ecléctico del mundo circundante, es el de insertarse en la sociedad, no alejarse de ella. Pero quiere insertarse como una entidad autodefinida, no como una entidad definida desde fuera. “Sofocles es algo así como un punto de convergencia, traspuesto sin piedad, contento simplemente por aparecer, sin justificaciones de ninguna clase” (85). Y luego: “Como si mi vida no fuera real” (84). Es una dicotomía de la que es consciente, y que tiene que resolver: “Ser de dos dimensiones, Sofocles se define siempre en otra parte” (85). Sin remediar este fallo, sin conjugar la dimensión subjetiva con la dimensión cultural, Sofocles no puede ni vivir ni escribir.

Fijémonos en algunos de los títulos provisionales de su novela: Mi vida entre los humanos, Los perros jóvenes o El proyecto. El primero indica una alienación total. Sírvanos de ejemplo el episodio de la detención de Sofocles, auténtico, aunque veteado de leves variaciones estéticas: se imagina que Tatiana se lo imagina. “Me atraparon al mediodía, naturalmente por un delito que no cometí” (44), dice relegando el incomprensible episodio al pretérito. El mediodía, la hora sin sombra, que diría Borges, simboliza la inocencia de Sofocles, su neutralidad ética. A la pregunta “¿Por qué estoy detenido?”, Sofocles, desde la óptica social, presenta las siguientes acusaciones: “No escuchar. No odiar. No hablar. No protestar. No mencionar el nombre de mi amada en vano. No competir. No envidiar. No hacer afirmaciones terminantes. No vengarse de los enemigos. No condenar a los demás. Contemplar. No quitar la vida. No ser bonito o feo, sino útil o inútil” (46). Sofocles tiene la penosa conciencia de que la sociedad lo aceptaría sólo a cambio de un extremo, de una deshumanización integral. No es difícil comprender el entusiasmo de Sofocles por la cita de Henry Miller: “¡Basta de crucifixiones! ¡Viva la resurrección!” Los conflictos de Sofocles con la sociedad reglamentada son más bien generacionales que políticos. Sólo in-directamente su rebelión reviste intención política. Lo que Sofocles no quiere es que la sociedad, a cambio de su sumisión, lo desrealice. No ha de sorprendernos que en la cárcel, este símbolo brutal de la alienación, todo le parezca absurdo, ficticio. Sin embargo, la experiencia en la cárcel le proporciona a Sofocles un consuelo genérico, que nos recuerda una famosa frase de Terencio: “No puede sucederme nada que no sea un acontecimiento humano, nada fuera de mis posibilidades” (58).

El segundo título, Los perros jóvenes, indica una actitud menos intransigente, de compromiso, más consonante con la realidad. Los perros y los humanos, sin renunciar a su identidad fundamental, tienen, vital y afectivamente, una relación simbiótica. Las historias de perros con que Sainz salpica su novela experimental muestran las distinciones entre el instinto y los hábitos adquiridos, y la dinámica de la interdependencia. La idea encapsulada en el título de Los perros jóvenes anticipa el compromiso que el propio Sofocles, aunque a regañadientes, hace al final. Porque su deseo vehemente, reiterativo, utópico, no es convertirse en un perro, sino en un lobo, en un animal independiente, provisto de defensas, de impulsos no domados, de libertad incondicional. Al final, la sociedad lo acepta, no como lobo sino como perro.

Parte de la justificación de su rechazo de la “sabiduría” de los adultos estriba en su convicción, reforzada por su experiencia personal, de que los adultos no han resuelto nada, de que, como los dioses de la mitología griega, no han llegado a ninguna síntesis moral. Su padre y su madrastra se sospechan, se insultan y se incriminan mutuamente, con acopio de crisis de nervios. “Es impresionante —comenta Sofocles—, su disposición para la violencia verbal” (25). ¿Qué aprender de ellos, se pregunta y nos pregunta Sofocles? La edad adulta para él no es otra cosa que una impostura moral, un disfraz ético indigno de imitación. Comprendemos ahora por qué se baña tan a menudo. Éticamente, Sofocles no aprende nada de su padre. Sofocles es penosamente consciente de sus relaciones extramaritales. “Me dan ganas de llorar” (26), dice Sofocles después de un episodio de confusión moral con su padre. Un ciego amor filial los une. Entre Sofocles y su madrastra no existe ni siquiera este lazo.

¿Lo literario? El descenso desordenado de los montañeros del Popocatépetl representa, metafóricamente, el descenso de Sofocles de las engañosas certezas teóricas. Percibimos un eco borgeano, del principio de “El milagro secreto”, y una frase de Cortázar en Rayuela acerca del sistema zen de tirar al arco en esta observación de Sofocles: “A veces me imagino lo literario como un blanco móvil, y el escritor es como un arquero zen que debe escribir con una venda sobre los ojos, que sería como disparar sus flechas en la oscuridad, y de vez en cuando alguien acierta, coinciden escritura y blanco. Pero nadie sabe dónde está el blanco, ni cómo ni con qué hay que disparar” (220). Es, por tenue que sea, una esperanza. La tensión de Sofocles se mantiene más o menos constante, y las insatisfacciones de su vida se reflejan en su diario, en sus novelas ­hipotéticas. La catástrofe y el fragmento —dos formas de discontinuidad, de autenticidad descontextualizada— caracterizan su narrativa. El aforismo complementa esta tendencia, puesto que le permite introducir reflexiones filosóficas sin necesidad de darles coherencia de sistema. “Si a la obra de arte no le falta nada, es que le sobra algo” (163), dice sin contextualizar.

La profusión de citas nos revela el eclecticismo literario de Sofocles, pero no nos da una medida justa de su formación intelectual. Por esto la conversación con Rodolfo Usigli, que nos ofrece un esbozo del joven Sofocles, es sumamente interesante. Usigli es tajante, prepotente, seguro de sus convicciones, mientras que Sófocles se muestra tímido, incierto, con un estribo ideológico vagamente de izquierdas. Usigli habla de la dualidad fundamental del Bien y del Mal, recalcada por Sófocles, el dramaturgo griego, pero se niega a politizar categorías éticas, a subvertirlas ideológicamente. A Usigli no le gusta el teatro de vanguardia, antinarrativo, afectivamente inerte. Casi todas las preguntas de Sofocles, en lugar de orientar la discusión, tienden a provocar la displicencia erudita de Usigli. Estamos delante de una entrevista de digresiones, en la que, oblicuamente, aflora el tema de la identidad nacional.

En la segunda parte del libro, los episodios “novelados” en tercera persona son más frecuentes, lo que denota cierto esfuerzo por parte del autor; mejoran en la medida en que Sofocles adquiere más seguridad. Sigue experimentando: hay más intentos de capítulos, con variación de nombres, fragmentos recordados y fragmentos inventados. Tiene una entrevista ad hoc con José Revueltas. Las preguntas son amplias, agresivas, pero su lógica es artificiosa, de argumentación retórica. Salta a la vista el miedo de no poder mantener un esfuerzo intelectual sostenido.

En las entrevistas que sigue haciendo notamos un ligero crecimiento por parte de Sofocles, aunque éstas no constituyen un foro compartido, sino una plataforma propiciatoria para la personalidad intelectual del entrevistado. La entrevista con Carlos Fuentes es reveladora: no es una entrevista propiamente, sino un monólogo de Fuentes, un breviario sobre el arte de escribir. La novela policiaca, dice Fuentes, le ha ayudado a descubrir la importancia de la estructura, y a distinguir entre el narrador en primera persona, quien no tiene que documentar la verdad, y el narrador en tercera persona, quien tiene que hacerlo. Fuentes valora la presencia de lo fantástico en la literatura, porque lo fantástico, al provocar la duda, excluye lo absoluto. Explica Fuentes: “la narración fantástica sólo puede tener lugar en un instante, que es idéntico al presente y que es idéntico a la duda; no puede haber ningún resquicio para esa duda instantánea” (173). Para Fuentes, la literatura moderna, a cambio de tener coherencia, puede prescindir de la verosimilitud. Sofocles admira a Fuentes, quien ha obligado a los escritores de su generación y a la generación siguiente a pensar en serio sobre la cultura. Complementaria a la idea de Fuentes sobre la esterilidad estética de los absolutos es la observación de José Revueltas: “No hay verdades últimas, hay verdades concretas que se van obteniendo y conquistando, unas más pequeñas y otras menos” (204).

La reseña de Sofocles Alejo Díaz de La ópera del orden, de Jodorowsky, se distingue por una incipiente lucidez profesional y un vocabulario especializado, por su preñada concisión, es decir, por la habilidad crítica de su autor, no por su sensibilidad estética. Sofocles se siente razonablemente seguro navegando entre las visiones estéticas y vitales de otros, cuando es espectador y no participante. Los doce posibles títulos para su novela revelan que en su propio mundo sigue reinando la confusión entre vida y literatura. Los posibles títulos para su novela indican que Sofocles todavía no tiene título, que la materia narrativa que está acumulando sigue amorfa. En efecto, el título final, Muchacho en llamas, sugiere un proceso, no su resolución. Sofocles está a la deriva. El decálogo de Horacio Quiroga (Decálogo del perfecto cuentista), que Sofocles incluye acto seguido, contrasta en su intención normativa con algunas de las indicaciones de Rosario Castellanos, puesto que postula la ejemplaridad de un maestro, de Poe a Dios. Imita a otro escritor, aconseja Quiroga, si hay que hacerlo. “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego. Si eres capaz de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino” (189). Esto es precisamente lo que Sofocles no puede hacer. Escribe casi siempre bajo el imperio de las emociones, lo que hace de su escritura una reacción más bien que una metamorfosis estética. Además, tener emociones, es decir, capacidad reactiva (dolor, placer, etc.), no es lo mismo que tener sentimientos, afectividad sostenida, coherente. Sofocles, literalmente, no se conoce a sí mismo más allá de sus impulsos primarios, no sabe distinguir entre eros y ágape. No quiere a Tatiana o a Mazarika, sus compañeras de aventuras amorosas, sino el consuelo físico de sus cuerpos. Temístocles es su mejor amigo porque éste siempre lo invita a comer cuando tiene dinero.

Durante una de sus periódicas reconciliaciones, padre e hijo van a recorrer un río montañoso, en compañía de un grupo de ­hombres endurecidos, acostumbrados a medirse contra la naturaleza. Escalada en fila, ardua, en absoluto silencio. No hay silencio superficial, dijo con concisión aforística Cioran. Sofocles no disentiría: “sólo entonces podía abrir mi hermetismo, y se animaba mi denso universo personal, turbio y oscuro, donde tan pocas cosas penetraban, aunque la oscuridad me hacía olvidar de todo, o de casi todo.... ¿Seríamos nosotros los guardianes del umbral? ¿Eran esas formaciones un umbral entre la vigilia y el ensueño? ¿Se unían allí el mundo sagrado y el profano? Y en ese caso ¿nosotros éramos los profanos? ¿O los iniciados?” (193).

Esta experiencia elemental, metaliteraria, es algo nuevo para Sofocles: “Ni los círculos del infierno de Dante ni El viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, me servirían para describir ese lugar, que de pronto se convirtió en una metáfora de mi propia vida, toda oscuridad y pasos de ciego.... Y también sin Mazarika, ni Cecilia, ni Tatiana, ni mujer alguna...” (193). De esta oscuridad primordial, no entorpecida por la palabra hablada, volverá a nacer Sofocles, “un punto de conciencia en medio de un mundo a oscuras” (195). Sofocles se da cuenta de que su arte, como la conciencia de sí mismo, tiene que surgir de la oscuridad de su propio ser, de lo todavía no definido por otros, de que es un proceso orgánico. Cuando Sofocles dice que su “arte tiene tiene una tendencia hacia la apariencia y la máscara”, no está haciendo la apología de lo superficial sino de lo posible, donde la materialidad es improcedente (196). Sofocles no quiere seguir las avenidas claramente señaladas de los ismos literarios o filosóficos, sino la senda imprevisible de lo insondable (196). En una cita de Alejandra Pizarnik se recalca la posibilidad de la acción, no el sentido de los objetos que la integran. Tanto la beca que Sofocles recibe de Centro Mexicano de Escritores, como el triunfo sobre sí mismo en la montaña, representan una forma de nacimiento. Pero el nacimiento literario es su “verdadero nacimiento” (204).

Los consejos que su padre le da a Sofocles coinciden, elípticamente, con las opiniones de Carlos Fuentes: hay que leer a los narradores mexicanos del siglo XIX para saber cómo ha evolu­cionado la prosa literaria; hay que mantener una coherencia. El padre, como hace don Quijote con Sancho, le aconseja a Sofocles que simplifique. También le pide paciencia para “crecer y madurar”. Sofocles, cuya difidencia irónica es evidente en automatismos verbales, como “¿De veras?”, puntualiza, sin embargo, que la escritura moderna, a diferencia de la tradicional, es mucho más compleja, puesto que tiene que asimilar la diversificación de la expresión de los otros medios, tiene que rebelarse y violentarse para ponerse al día. “¿Por qué necesitaba que otro me confirmara como escritor?” (219), se pregunta Sofocles. ¿Por qué necesitaba que el padre y sus compañeros confirmaran su hombría? Porque, como dijo Kierkegaard, tenemos miedo de estar solos. El padre de Sofocles está compenetrado de su obligación: “No me voy a morir sin llevarte a verlo...” (118).

Empezar como lobo y terminar como perro es una realización penosa, una resignación tal vez inevitable. Escribe Sofocles de sí mismo en la tercera persona, como objeto del narrador: “Le arrancaron las patas al lobo y dijeron: —Ándale, a ver, camina... Me ­rompieron el hocico y dijeron: —Muérdenos, infeliz... Me sacaron los ojos y dijeron: —Ahora míranos si puedes... Me destrozaron las orejas y dijeron: —Ahora escúchanos, pendejo... Me enjaularon y dijeron: —Pinche lobo...” (221). Ya no es Sofocles. Es sólo Alejo Díaz. Acaba prefiriendo, como su padre, la prosa de Séneca a la literatura experimental. ¿Volverá alguna vez a ser Sofocles u otra encarnación de su imaginación? Sólo sabemos que quiere seguir escribiendo, no como antes, sino a la sombra benéfica del Iztaccíhuatl. Ruffinelli observó que Compadre Lobo, otro ejercicio autobiográfico de Sainz, es una novela sin concluir. También lo es Muchacho en llamas.

El éxito de Gustavo Sainz, entre otras cosas, se debe a la novedad, para México, de haber abandonado en gran parte la cultura libreril tradicional, consagrada, pero de actualidad problemática, y de haberse unido a una vasta literatura de consumo, irreverente e iconoclasta, pero impulsada por el desbordamiento vital, urgente, del protagonista adolescente (Gunia 152-153). Proporcionó así un eslabón que faltaba.

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Publicado en Indiana Journal of Hispanic Literatures, núm. 10-1, 1996, pp. 248- 337.

Obras citadas

Bishop, Morris, Petrarch and his Work, Bloomington, Indiana University Press, 1963.

Gunia, Inke, ¿Cuál es la onda?, Madrid, Iberoamericana, 1994.

Ruffinelli, Jorge, “Compadre Lobo, de Gustavo Sainz: un ejercicio de autobiografía”, Hispamérica núm. 10, 1981, pp. 3-13.

Sainz, Gustavo, Muchacho en llamas, México, Grijalbo, 1987.

Todorov, Tzvetan, Introduction à la littérature fantastique, París, Seuil, 1970.

Muchacho en llamas

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