Читать книгу Los últimos - Hanna Jameson - Страница 21
Día 50
ОглавлениеHace tiempo que el agua sale algo turbia y sabe rara, así que Dylan, Nathan y yo hemos subido a la azotea a echar un vistazo a los depósitos.
Dylan es uno de los pocos empleados del hotel que no ha salido huyendo. Negro y alto, de cuarenta y muchos años, con una sonrisa contagiosa y el pelo rapado por los lados y por detrás, se ha convertido en nuestro líder por defecto después de la explosión. Conoce el hotel y los alrededores mejor que nadie porque lleva más de veinte años trabajando aquí. Cuando habla inglés, lo hace con una potente voz de barítono y casi sin acento. No sé de dónde es. Puede que suizo.
—Algún pájaro muerto —ha dicho mientras subíamos los quince tramos de escalera—. Andarán buscando agua también.
Ojalá hubiera sido solo un pájaro muerto.
He tenido que parar en el rellano de la décima planta y sentarme en mi caja de herramientas. Nathan ha hecho lo mismo.
A Dylan no le ha importado esperar a que recobráramos el aliento.
—¿Cómo te mantienes en forma? —le ha preguntado Nathan.
—Con mucho esfuerzo.
—Eso lo explica todo. ¿Y tú, Jon? —me ha preguntado a mí.
—Ah, yo mantengo esta impresionante ausencia de músculo sin esfuerzo alguno —he dicho, mirándome el cuerpo—. Mi trabajo era muy sedentario. Tenía que leer y pensar mucho.
—Ni me imaginaba lo mal que se nos iba a dar esto hasta que intenté encender un fuego sin la ayuda de un mechero —ha soltado Nathan—. No podía creer que nadie supiera hacerlo. A ver, sabía que yo no, pero pensaba que alguien podría.
—Yo siempre he odiado ir de acampada —ha dicho Dylan—. Para mí, unas vacaciones no lo son del todo si no puedes sentarte en albornoz y tomarte en paz un aguardiente.
—A mí tampoco me han gustado nunca las acampadas —he coincidido yo.
—Pues yo siempre he detestado el aguardiente —ha terciado Nathan.
He sonreído.
—Me parece que ir de acampada solo les encanta a los críos. Yo tengo dos niñas y me ha tocado ir más veces de lo que me hubiera gustado.
—¿Cuántas habrían sido? —me ha preguntado Dylan.
—Ninguna.
Nathan ha reído. Es un australiano delgaducho, mestizo, que antes llevaba el bar del hotel. Tiene unos párpados muy gruesos y una voz extrañamente monótona que, de buenas a primeras, lo hace parecer apático, aunque sea una de las personas más animadas y optimistas del grupo. Aún consigue hacernos reír, algo muy difícil ahora mismo.
—No sabía que tuvieras hijos —ha dicho Dylan, dejando por fin su caja de herramientas en el suelo—. Yo tengo una hija.
—¿De qué edad? —le he preguntado.
—De treinta.
—¿Dónde... eh, dónde está?
—Vivía en Múnich con su marido. —No ha hecho falta que nos explicara lo que eso significaba—. ¿Las tuyas?
—Están en San Francisco con su madre. Tienen seis y doce años.
—¿Y qué hacías tú aquí? ¿Habías venido al congreso?
—Sí.
—Pensaba que se habían ido todos.
—Sí, muchos de los que han intentado llegar al aeropuerto eran compañeros míos, conocidos de otras universidades.
—Pensé que la mayoría de ellos volvería —ha dicho Nathan, levantándose otra vez—. Cuando se dieran cuenta de que... Nunca he entendido por qué se fueron. Dijeron que no había vuelos, que las carreteras iban a ser una locura. Tendrían que haber vuelto más.
—No, yo creo que una vez que te vas, ya no vuelves —ha opinado Dylan, cogiendo su caja de herramientas.
—A mí me sorprendió que se fueran todos —ha dicho Nathan—. Tantos. ¿Adónde pensaban volar?
Me he levantado, he apoyado la caja de herramientas en la cadera y he seguido subiendo las escaleras.
—Muchas personas confunden movimiento con progreso —ha dicho Dylan—. A mí me pareció mala idea, pero ¿qué íbamos a hacer: retenerlos a la fuerza? No estaban preparados para enfrentarse a la verdad.
Mientras Dylan sacaba su juego de llaves, me he recostado en la pared. El aire allí arriba era demasiado denso, repleto de polvo y de últimos suspiros. Apestaba. Detestaba las escaleras, pero, claro, los ascensores hacía dos meses que habían dejado de funcionar, desde el primer día.
—Confundir movimiento con progreso. Ojalá unos cuantos hubieran pensado como tú mucho antes —he dicho—. Nos habríamos evitado todo esto.
—No andas desencaminado, Jon. ¿Dónde estabas tú cuando la gente necesitaba un candidato cuerdo al que votar?
No he sabido qué decir.
Nos hemos dispersado por la azotea y dirigido cada uno a un depósito. Había cuatro cilindros inmensos con escalerillas laterales. Me he metido una pala por el cinturón y he empezado a subir la mía.
He tenido que quitarme los guantes para poder agarrarme bien a los peldaños y hacía un frío horrible. Pensaba que ya sabía lo que significaba pasar frío, pero ninguno era comparable con este. Resultaba constante e invasivo. Te recomponía la estructura del cuerpo y de pronto te veías caminando con la cabeza gacha, los hombros encogidos, encorvado, todo el tiempo.
Al llegar arriba me he vuelto para contemplar el bosque, los jardines de abajo. Se respiraba un aire limpio, pero las nubes eran muy bajas y todo estaba a oscuras. Durante mi primera noche en el hotel, oía el zumbido de los insectos desde la tercera planta. Ahora los árboles estaban en silencio, secándose y marchitándose, a pesar de ser agosto. No había pájaros, la quietud era absoluta. Se tardaba más de una hora en llegar a la ciudad más próxima y después no había más que kilómetros y kilómetros de bosque.
No recordaba la última vez que había visto un sol en condiciones. A veces lo vislumbraba entre las nubes, como si se escondiera, danzarín, solo visible en forma de triste esfera bidimensional tras una veladura gris.
Me pregunté cuáles de mis compañeros habrían logrado llegar al aeropuerto y qué habrían encontrado allí. No todos habían cogido el coche enseguida. Los que se marcharon a pie más tarde, solos o en grupos de dos o tres, habían subestimado muchísimo la frondosidad del bosque y el frío que hacía. Yo había intentado detener a algunos, pero ya nadie atendía a razones.
Tampoco antes, la verdad. Por eso estábamos así.
Se me ha hecho un nudo en la garganta que me ha cortado la respiración.
He tragado saliva para deshacerlo.
—¿Vas bien por ahí? —me ha gritado Dylan.
He agarrado el asa de la tapa y me han dolido los dedos, pues se me estaban entumeciendo. No podía sentir ni los labios ni la nariz.
—¡Sí, sí! ¡Es que está muy dura! ¡No cede!
—¡Espera, que voy! Esta se abre bien —me ha dicho Dylan, y ha empezado a bajar por la escalerilla.
—¡No, creo que ya lo tengo!
He cogido la pala que llevaba a la espalda y la he clavado entre la tapa de la trampilla y el depósito. El ruido y el rechinar metálicos me han dado dentera. Luego, la tapa ha empezado a ceder y la he levantado cruzando la pala y haciendo palanca.
Oscuridad.
Tras reacomodarme en la escalerilla y procurar no pensar en la altura ni en el frío, he hundido la pala en el depósito con la mano derecha y he hurgado un poco. El agua estaba tan baja que apenas he rozado la superficie, pero no me ha parecido que hubiera animales muertos ni escombros dentro.
Pronto nos quedaríamos sin agua.
Esa discreta sensación de pánico que llevo instalada de forma permanente en el pecho desde hace dos meses ha aumentado de pronto, y me he mareado. Me pasa cada vez que me distraigo de lo que estuviera haciendo en ese momento. He tenido que atrincherarme en el presente y olvidarme del pasado y del futuro. Ha sido la única forma de mantenerme cuerdo.
—¡En este no hay nada! —he gritado, pero el viento se ha llevado mi voz.
He oído un «¡Joder!» aterrado y he mirado al otro lado de la azotea justo a tiempo para ver a Nathan resbalar y caer desde lo alto de la escalerilla.
De manera instintiva, he hecho ademán de socorrerlo y he pisado en falso. Al caer, he perdido de vista a Nathan, me he enganchado de un peldaño con el brazo derecho y, colgado del pliegue del codo, me he estampado ruidosamente contra el depósito.
Me ha recorrido el pecho y la clavícula un dolor tan agudo que he pensado que me habría dislocado el hombro. Pero no. Ha aguantado el tirón. Con los dedos ensangrentados, he recuperado el equilibrio y he visto que la pala había salido volando.
Nathan se estaba levantando del suelo. Se encontraba bien. Dylan se hallaba a su lado, tratando de recuperar el equilibrio también.
He bajado todo lo rápido que he podido y he cruzado corriendo la azotea.
—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?
—Hay algo ahí dentro, en serio —ha dicho Nathan, remangándose las tres prendas para mirarse los brazos—. El depósito está casi vacío, pero hay algo dentro.
A Dylan parecía que le hubieran dado una paliza. Seguramente Nathan se le había caído encima.
—Creo que es un cadáver —ha dicho.
—¿Humano?
—Sí, eso me ha parecido... No sé, o de algún animal o algo así. Me he asomado para intentar sacarlo —ha dicho, luego se ha tapado la boca con la mano—. Era pequeño, pero no es un puto animal porque tenía pelo. Pelo de niña. Joder. ¿Cómo ha podido subir una niña ahí arriba?
—Una niña —ha repetido Dylan—. Por Dios.
He levantado la vista al depósito. Mide al menos seis metros. Puede que diez.
—¿Quién tiene las llaves de la azotea?
—Hay varias copias, pero solo las tienen los empleados —ha contestado Dylan, extrañado.
Nathan se ha sentado en el suelo, masajeándose los antebrazos y el tobillo derecho.
—Hay que cerrar el depósito, sacar esa cosa y limpiarlo porque..., mierda, estamos bebiendo de esa agua. Joder. ¡Joder! Voy a vomitar, no me puedo creer que hayamos estado bebiendo de ahí.
He tenido que apoyarme con una mano en el depósito para no desmayarme. Se me ha revuelto el estómago.
Incluso Dylan parecía alterado, pero se ha recompuesto antes que yo.
—Hay que abrir los otros depósitos —ha dicho—, abrirlos del todo, serrar la parte superior para que recojan el agua de la lluvia.
—Pero ¿aún llueve? —he preguntado.
Nos hemos mirado, pero ninguno parecía seguro. La verdad es que no podía recordar si había visto llover desde que empezó todo. Ese día hacía sol. Desde entonces, mi memoria no había registrado ningún cambio en el medio ambiente. Hemos estado viviendo bajo un manto permanente de nubes, unos días menos negruzcos que otros. Nada más.
—Bueno, hay que hacerlo igual. Si el tiempo no acompaña, tenemos un lago cerca, otros recursos. Pero antes que nada hay que sacar de ahí a esa cría. Nath, ve a por una lona o un plástico grande. Ve a buscar a Tania también. Jon, voy a necesitar la pala.
He ayudado a Nathan a incorporarse, se ha marchado de la azotea y al poco ha vuelto con una lona de plástico. Por el leve brillo de sus mejillas he sabido que había estado llorando.
Dylan ha cogido la pala y ha subido la escalerilla con la lona colgada del hombro. Menos mal que se ha ofrecido él y no lo hemos echado a suertes. Dudo que yo hubiera podido hacerlo.
Ya de regreso, mientras bajaba despacio, con el cuerpecillo envuelto en plástico debajo del brazo, me ha asaltado de nuevo la tristeza, y esta vez casi me tumba.
Nathan se ha apartado.
—¿Una cría? Por el tamaño, tendría siete u ocho años. No sé. —Dylan ha dejado el cadáver en el suelo—. ¿Dónde está Tania?
Cuando Nathan ha querido responder, no le salía la voz y ha tenido que carraspear.
—Está... Está atendiendo a alguien, pero me ha dicho que le bajemos el cadáver a su habitación.
—Una niña tan pequeña no ha podido subir ahí sola —he dicho sin poder apartar la vista de ella—. Alguien la ha metido.
—A lo mejor subió a buscar...
—No ha podido subir ahí sola —lo ha interrumpido Dylan—. A los tres nos ha costado levantar esas tapas, y somos hombres adultos.
—¿Cuánto tiempo crees que llevaba allí? —he preguntado.
—No sé. ¿Qué piensas tú?
—No sabría decirte.
El cuerpo se había deformado un poco, pero a mí la niña seguía pareciéndome humana. Casi viva, como preservada de algún modo. Tenía la piel con motitas grises y amarillas, algunos trozos verdes, pero no se había descompuesto mucho. Era lógico, teniendo en cuenta el notable descenso de las temperaturas. Lo único que se había podrido era su ropa.
—Entonces la han matado —he dicho al ver que nadie se atrevía a verbalizarlo—. La han asesinado.
Nathan ha empezado a temblar y me ha contagiado.
Me he envuelto el cuerpo con los brazos.
Dylan ha suspirado.
—Puede. Pero seamos realistas: no disponemos de medios para averiguar quién era. Sus padres debieron de marcharse hace tiempo. Por aquí nadie ha hablado de una niña desaparecida. Quienesquiera que fuesen, podrían haber dejado el hotel incluso antes de que empezara todo esto.
—¿Sin su hija? —Me he imaginado a mi hija Marion huyendo de la playa de Fort Funston y riendo—. No parece lógico.
Para quitarme esa imagen de la cabeza, me he acercado y he cogido a la niña en brazos, envolviéndola con el plástico duro como si durmiera. Ya la tenía en brazos cuando me he dado cuenta de que aún me sangraban las manos. Hacía un buen rato que no me las sentía.
—Ya la bajo yo —he dicho.
No pesaba casi nada.