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Día 3
ОглавлениеNadia me contó, en una ocasión, que pasaba las noches en vela pensando en que algún día llegaría a enterarse del fin del mundo por medio de una notificación en el móvil. Aunque no fue precisamente el célebre discurso de Kennedy sobre la espada de Damocles, recuerdo ese momento palabra por palabra.
A mí me pasó justo hace tres días, mientras disfrutaba de un desayuno de cortesía.
Estaba sentado junto a la ventana, contemplando el bosque invasor, así como el sendero despejado que bordeaba el edificio y conducía al aparcamiento de la parte trasera.
Había un murmullo de fondo, de varias parejas y de una o dos familias que se marchaban temprano del hotel, pero yo era el más madrugador de los asistentes al congreso. Aunque la noche anterior nos habíamos quedado bebiendo hasta tarde, había procurado no alterar mi rutina, por mucho que me fastidiara.
No estaba previsto que nos alojáramos en ese hotel: el congreso iba a celebrarse en un lugar situado un poco más cerca de Zúrich, más al norte, pero ocho meses antes se había producido un incendio en el establecimiento elegido. El traslado se organizó sin grandes complicaciones a L’Hôtel Sixième, del que habíamos comentado en broma que se hallaba en medio de la nada y que era un tostón llegar hasta allí.
Yo estaba leyendo el primer capítulo de En qué consiste el fotorreconocimiento: evolución jurídica y operativa del espionaje aéreo y tomando notas para una serie de ponencias que iba a impartir, con el móvil en silencio.
Junto a mí, un zumo de naranja a mi izquierda y un café solo. Había derramado un poco de café en el mantel tras bebérmelo deprisa para que me rellenaran la taza. Esperaba a que me trajeran unos huevos Benedict.
Lo que más me apena es lo trivial de la situación.
Nadia me había mandado su último mensaje de texto a las once y media de la noche. Decía: «Me parece que mis compañeros de profesión están haciendo más mal que bien. ¿Cómo puede seguir gustándole esto a alguien? Te echo muchísimo de menos: tú siempre sabes qué decirme cuando estoy así. Me siento mal por cómo lo dejamos. Te quiero».
No respondí a su crisis de fe porque pensé que mi tardanza no le extrañaría. Ella sabía que por la diferencia horaria probablemente ya estuviera durmiendo. Quería meditarlo y contestarle algo prudente y tranquilizador por la mañana: que aún era necesario un periodismo de excelencia, que todavía podía mejorar las cosas... Algo por el estilo. A lo mejor era preferible que le mandara un correo electrónico.
Todos pensábamos que teníamos tiempo. Ahora ya no podemos enviar correos electrónicos.
Un ruido extraño estalló en una de las mesas cercanas, un aspaviento agudo. Aquella mujer no dijo nada, solo gritó.
Levanté la mirada y la vi sentada con su pareja, supuse, observando el móvil.
Como todos los que estábamos en el comedor, pensé que se había emocionado con algún mensaje o alguna foto y retomé la lectura de mi libro. Pero, al cabo de pocos segundos, añadió:
—¡Han bombardeado Washington!
Yo ni siquiera había querido asistir al maldito congreso.
No recuerdo bien lo que sucedió en las horas siguientes, pero cuando empecé a indagar en el móvil, a mirar las notificaciones y consultar las redes sociales, vi que Nadia había acertado de pleno. Había ocurrido tal y como ella temía. De hecho, los titulares son casi lo único que recuerdo ahora mismo.
ÚLTIMA HORA: ATAQUE NUCLEAR EN CURSO SOBRE WASHINGTON. SEGUIREMOS INFORMANDO.
ÚLTIMA HORA: LOS EXPERTOS CALCULAN UNAS DOSCIENTAS MIL VÍCTIMAS.
ÚLTIMA HORA: CONFIRMADO, EL PRESIDENTE Y SU EQUIPO ENTRE LOS FALLECIDOS POR LA EXPLOSIÓN NUCLEAR. A LA ESPERA DE MÁS INFORMACIÓN.
Luego llegaron imágenes aéreas, de Londres, y todos vimos, en tiempo real, cómo los edificios se desvanecían bajo la clásica columna de nubes. Eran las únicas imágenes disponibles, así que las vimos una y otra vez. No parecían ni mucho menos tan reales como los titulares. Puede que un exceso de películas sobre el tema nos hubiera insensibilizado a todos. Costaba creer que una ciudad entera pudiera evaporarse así, tan rápido, tan silenciosamente.
Cayó un avión a las afueras de Berlín, y solo supimos que dicha ciudad había desaparecido porque una de las pasajeras subió a internet un vídeo del desplome. Entraría polvo en los motores. No recuerdo lo que decía porque lloraba y no hablaba inglés. Seguramente se estaba despidiendo.
ÚLTIMA HORA: ESTALLA UNA BOMBA NUCLEAR EN WASHINGTON; SE TEME QUE HAYA CIENTOS DE MILES DE MUERTOS.
ÚLTIMA HORA: EL PRIMER MINISTRO CANADIENSE PIDE CALMA ANTE EL ATAQUE NUCLEAR EN ESTADOS UNIDOS.
ÚLTIMA HORA: ESTADOS UNIDOS SIN GOBIERNO MIENTRAS LA BOMBA NUCLEAR DEVASTA WASHINGTON.
A lo mejor debía considerarme afortunado de poder presenciar el fin del mundo por internet en lugar de tener que vivirlo, reaccionar a una explosión o a la sirena que la anunciara.
Nosotros aún no hemos desaparecido. Han pasado tres días e internet no funciona. Desde que me enteré de la noticia he estado encerrado en mi habitación, observando lo que alcanzo a ver del horizonte a través de mi ventana. Si pasa algo, haré lo que pueda por describirlo. Más allá del bosque diviso kilómetros y kilómetros, así que supongo que, cuando nos toque, recibiré algún aviso. Aunque tampoco tenga de quién despedirme aquí.
¿Cómo es posible que no respondiera al mensaje de Nadia? ¿Cómo pude pensar que aún tenía tiempo?