Читать книгу Los últimos - Hanna Jameson - Страница 22

Día 50 (2)

Оглавление

Tania es el único médico del hotel y hemos tenido suerte de que se alojara aquí. Con el deterioro de nuestra alimentación y la demanda constante de medicamentos (como es lógico, casi todo el mundo ha pedido unos antidepresivos que no tenemos), está desbordada. Pero ¿quién iba a imaginarlo? Ella se muestra siempre muy digna. Tiene la piel morena y ahora lleva el pelo afro teñido de color púrpura, aunque he visto cambiar su estilo semana a semana.

En una de nuestras primeras conversaciones me dijo que se había criado en varias casas de acogida en Inglaterra y luego en Suiza, pero que también tenía familia en Nigeria y en Jamaica.

Me contó que su novio se había marchado el primer día, arriesgándose a huir por carretera, en contra de lo que aconsejaban los servicios de alerta, además de llevarse el coche consigo. Ella decidió no acompañarlo y se atiene a las consecuencias con un silencio regio. Desde entonces, no ha vuelto a hablar de él. Por eso no recuerdo su nombre.

Ha examinado el cadáver en una habitación que ha convertido en un quirófano improvisado y ha confirmado que, en efecto, era una niña de nueve años pero menuda y que llevaba muerta unos dos meses.

Me he sentado en una silla junto a la cama —la camilla de exploración improvisada por Tania— y me he envuelto una de las manos doloridas con la otra.

Dylan y Nathan han ido en busca de herramientas más pesadas con las que recortar la parte superior de los depósitos. Sería una obra colosal capaz de llevarles varios días, quizás incluso una semana. A mí me ilusionaba. Menos tiempo para pensar.

—¿Cómo murió? —he preguntado.

—No puedo saberlo. Tendría que hacerle una autopsia y nunca he hecho una, solo he visto hacerla. En realidad, nunca ha sido mi cometido.

Salvo que se emocione, cosa infrecuente, habla bajito, con voz suave. Para parecer más profesional, a lo mejor.

—No aprecio ninguna marca.

—Podría ser engañoso. El agua produce alteraciones curiosas en la carne, y aquí y aquí se ve cómo la piel se le ha empezado a abrir y a levantar. Pero estoy de acuerdo: no se aprecian marcas que pudieran sugerir un golpe en la cabeza o una estrangulación. Tampoco parece que sufriera ninguna agresión sexual, aunque eso es más difícil de saber.

—¿Hay alguna forma de comprobarlo? ¿Ahora?

Me ha mirado a los ojos.

—Sí.

He inspirado hondo.

—Entonces, murió más o menos hace alrededor de...

—Un par de meses, seguro, probablemente justo antes de que ocurriera todo, o poco después. Los cuerpos se descomponen más despacio en el agua, mucho más cuando hace frío, pero no hay forma de determinar el momento exacto de la muerte. Estoy convencida de que no ha sido recientemente. Me gustaría ver si hay agua en los pulmones.

—¿No sería eso lo normal?

Ha negado con la cabeza y ha seguido hablando sin mirarme.

—No, salvo que entrara en el depósito cuando aún respiraba.

Tania ha inspeccionado el material que tenía alineado en el tocador: una selección de todo el instrumental de primeros auxilios del hotel, más algunos cubiertos especiales. He visto un cuchillo de pescado y me he preguntado si lo habría usado ya.

Ha suspirado y se ha frotado la cara.

—Ojalá tuviera algunas de mis cosas. Me facilitaría mucho el trabajo.

—Haz una lista; podríamos buscarlas la semana que viene.

Dylan había organizado otra expedición para buscar comida, una en condiciones, a la ciudad, en vez de una cacería por el bosque. Según sus cálculos, en los próximos tres meses empezarían a escasear los víveres. También necesitábamos medicinas, más incluso que la comida. La farmacia más próxima estaba bastante lejos, cruzando el bosque, en un hipermercado, y no podíamos garantizar que no la hubieran saqueado ya.

Dylan dirigiría la expedición, y Tania se había ofrecido voluntaria, pero la habían rechazado por ser demasiado valiosa. Sí iba, en cambio, Patrick Bernardeaux, un francés musculoso y práctico que antes era dentista y que ahora pasaba buena parte de su tiempo corriendo. Adam, un joven inglés muy serio y que parecía fuerte, se había ofrecido también, al igual que Rob, otro joven inglés menos serio. También Tomi, la otra única estadounidense, estudiante de historia y urbanismo.

—Tenéis que centraros en conseguir las medicinas de todo el mundo.

—Si necesitas bisturís y...

—¿Y...? —me ha dicho con una sonrisa burlona.

—Esas cosas que usáis los médicos —he contestado, sonriente, luego me he acordado de que estábamos en presencia de una niña muerta y me he contenido—. En serio, haz una lista y echaré un vistazo. De todas formas, no es que yo sea el imprescindible del equipo. Soy mejor con mis ojos que...

—Sí, está claro que no vas a ser el músculo del grupo —me ha dicho, mirándome de arriba abajo—. Ibas en bici al trabajo tres o cuatro veces por semana, nadabas un poco quizá, pero, por lo demás, te pasabas la vida con un libro delante, ¿no?

—¿Cómo lo has sabido?

—Por cómo te sientas y caminas. Un ochenta por ciento de los pacientes que venían a mi consulta padecían dolores crónicos de espalda y de cuello por mala postura. Tú podrías haber sido uno. Aun así, a tu columna no le vendría mal un cambio de estilo de vida. ¿Qué te pasa en las manos? —me ha dicho, apartando la mirada del tocador y señalándome.

—Nada. He tenido que quitarme los guantes para poder subir la escalerilla, y no soy un buen alpinista.

Ha tapado a la niña con la lona de plástico, despacio, como una madre, y se ha acercado una silla.

—Déjame ver.

—Es poca cosa.

—Ya no podemos quitarle importancia a nada. No contamos con antibióticos suficientes para arriesgarnos a que se infecte. —Me ha cogido las manos, las ha vuelto por ambos lados, me ha examinado los nudillos despellejados y las palmas en carne viva, las uñas mordidas—. Vas a tener que limpiártelas muy bien. A saber qué bacterias habrá alrededor de esos depósitos. No es de extrañar que tengamos a gente enfermando.

He hecho una mueca.

Ella ha entrado en el baño de la habitación y ha titubeado.

—No estamos usando ahora el agua de ese depósito, ¿verdad?

—No, Dylan ha ido a cortarla.

—Bien. Ven aquí. Tengo que limpiarte con alcohol; te va a doler —ha dicho, encogiéndose de hombros, y con la cadera apoyada en el lavabo, lo ha llenado con un poco de agua y jabón.

El agua estaba helada. Cuesta expresar con palabras lo mucho que puede llegar a pesarte el hecho de que todo esté siempre tan frío. Desde hace dos meses no conozco otra cosa que el frío. Me he lavado las manos a conciencia y he vuelto a sentarme al lado de la niña muerta. Tania me ha cogido la mano derecha y ha empapado en alcohol una torunda de algodón.

—Entonces, ¿estabas aquí por el congreso? —me ha preguntado, iniciando una ensayada conversación intrascendente para distraerme—. ¿A qué te dedicabas?

—Era historiador. Daba clase en Stanford.

—¿Y de dónde es tu acento?

—Del sur. He vivido mucho tiempo en San Francisco, por eso es menos fuerte.

—¿A qué se dedicaba tu mujer? —me ha preguntado al verme la alianza.

—Es... Nadia era periodista. Era complicado, sobre todo con las niñas. Pero teníamos que trabajar los dos porque los alquileres eran carísimos. —De pronto he sonreído—. Se me hace raro hablar de cosas como el alquiler.

Ella se ha reído.

—Creo que una de cada dos conversaciones de las que antes solía tener era sobre precios de alquiler.

—O sobre las elecciones.

—Manifestaciones. Yo he ido a muchas.

—Sí, yo también, al final. —He sentido un calambre en la mano, una quemazón muy fuerte, y he estado a punto de retirarla—. No bromeabas cuando has dicho que me iba a doler. ¡Madre mía!

—Bueno, habéis sido vosotros los que lo habéis jodido todo —me ha dicho sin inmutarse, como si aquello fuera mi castigo—. Aquí, en Europa, estábamos bien, rezando para que no hicierais ninguna estupidez. Lo cierto es que el mundo entero ha sido bastante estúpido. Solo esperábamos que esa estupidez no fuera de la clase que podía acabar con el mundo.

He puesto cara de dolor y he retirado la mano. Nos hemos quedado sentados los dos un momento mientras el alcohol penetraba en mis nudillos. El mundo del que estábamos hablando parecía, con perdón por el tópico, un sueño. El presente era, en cambio, mucho más real que cualquier cosa que hubiera ocurrido antes. Me sentía muy despierto, dolorosamente despierto en comparación con el modo en que había vivido tan solo dos meses atrás.

—Dame la otra mano —me ha dicho, indicándola con un gesto.

—Necesito un segundo.

—¿Quieres escuchar un poco de música?

Al oír la palabra, he aspirado una porción grande de aire, porque mi portátil lleva semanas muerto y no he podido convencer a nadie para que me dejara cargarlo abajo.

—¿Tienes música?

—Sí, me he estado racionando la batería. Solo escucho una canción cuando siento... Para serte franca, solo escucho algo cuando siento que podría volverme loca si no lo hago.

—¡Sí! Me encantaría, si estás segura de que quieres malgastar la batería conmigo.

—No es malgastarla.

La última vez que oí música fue hace una semana, cuando sorprendí a Nathan escondido detrás de la barra escuchando algo, sentado en el suelo, donde nadie lo veía. Paró en cuanto me vio, avergonzado de estar gastando la batería del móvil en algo tan frívolo. Me dejó escuchar una canción. No recuerdo cuál, pero era country. Antes odiaba la música country, pero ahora me vale cualquier cosa. Ya no soy tan exigente.

No debería haberse sentido culpable cuando lo sorprendí: los que aún tienen móviles operativos saben, aunque se nieguen a reconocerlo, que no van a localizar a nadie con ellos. Yo ya no tengo el mío, pero porque soy imbécil.

Tania ha vuelto con un reproductor de MP3, uno de esos antiguos, pesados y rectangulares, y me ha pasado uno de los auriculares de botón. Me he inclinado hacia delante, con la cabeza a menos de treinta centímetros de la suya, mientras ella me cogía la otra mano en el regazo y me limpiaba con las torundas de algodón.

Hacía semanas que no me sentía tan a gusto. Para bochorno mío, me han dado ganas de llorar y me he puesto tenso.

—Lo sé —me ha dicho ella—. Se te mete muy adentro. Si quieres desahogarte, prometo no contárselo a nadie.

—¿Aún se aplica la confidencialidad entre médico y paciente?

—Claro, ¿por qué no?

—Es bonita, como un... —De nuevo ese dolor, agudo, aunque esa vez me lo esperaba—. Una especie de vals. ¿Es antigua?

—Tú sí eres antiguo. Es Rihanna.

—¿Esto es de Rihanna?

—Sí.

—No sabía que Rihanna sonara así.

—¿La has escuchado alguna vez?

—¿Es posible dar una respuesta que sea menos que nunca? —He conseguido no retirar la mano y Tania ha empezado a envolvérmela en un vendaje mínimo—. Cumplo treinta y ocho dentro de poco. Es posible que ya los tenga.

—A mí me rondan los cuarenta. Eso no es excusa.

Ha terminado de vendarme las manos y hemos esperado a que acabara la canción. Un escalofrío me ha recorrido los hombros, pero no tenía nada que ver con el frío. Ha sido agradable. La canción ha terminado y ella ha recuperado el auricular.

—Avísame si necesitas ayuda con la autopsia —le he ofrecido.

—¿En serio?

—Sí.

—Gracias, igual te tomo la palabra. Voy a procurar hacerla hoy. Una vez que está fuera del agua, ya no es muy higiénica; habría que enterrarla cuanto antes. —Se ha puesto en pie y ha levantado el plástico por el borde para echar otro vistazo—. De hecho, ¿me ayudas a trasladarla a otra habitación para que pueda recibir a mis pacientes por la mañana? Esto los va a desmoralizar.

—Claro.

Me ha mirado a los ojos, algo raro en ella.

—Eres una de las personas más serviciales de por aquí, ¿lo sabías? Te ofreces voluntario para todo. Ojalá los demás fueran así.

Me he encogido de hombros.

—¿Qué otra cosa se puede hacer?

—No padeces nada más, ¿verdad? ¿Algún otro síntoma?

—No.

Me ha mirado de arriba abajo, pero no ha insistido.

Me ha estado doliendo un poco una muela desde hace un día o dos, una del fondo, en el lado derecho de la boca, pero no lo he mencionado. No quería causarle más molestias. Además, me ha dado miedo que me propusiera sacármela, porque ya había tenido dolor para rato.

He preferido echarme una siesta. Indagaré más sobre la niña en otro momento.

La historia es solo la suma de su gente y, que yo sepa, podríamos ser los últimos.

Los últimos

Подняться наверх