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Día 58

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Me he saltado un par de días. Me fastidia no haber sido más constante, así que voy a incluir aquí lo sucedido entremedias.

He vuelto a fumar. Llevaba sin hacerlo desde los veinticuatro años. Fue Nadia, claro, la que me convenció para que lo dejara. Bueno, a lo mejor «convencer» no es la palabra. Me lo pidió, y yo lo dejé. Era así como funcionaba nuestra relación.

Me acerqué a Adam en el desayuno porque me pareció una buena persona con la que charlar. Me refiero a que habla inglés y a que siempre se ha mostrado amable conmigo, a pesar de su tono serio y su ceño fruncido. Está palidísimo, casi de forma preocupante, y tiene unos mechones rojos en la barba oscura.

Me ofreció tabaco y, al principio, lo rechacé, pero él insistió.

—¿De qué tienes miedo, de morir? —me dijo, encendiéndose un cigarrillo—. He oído decir que lo estás escribiendo todo para que los futuros habitantes del planeta sepan que estuvimos aquí.

—¿A ti no te da miedo que nadie te recuerde?

—No. Solo vine aquí para quitarme de en medio. No tenía muchos motivos para volver.

—¿Padres? ¿Novia?

—No —me contestó como si nunca hubiera tenido padres—. Tenía un hermano, pero..., esto, tampoco me llamaba nunca.

Me propuso que saliéramos para que los demás no olieran el humo y empezaran a pedirle cigarrillos. Así que nos pusimos unas prendas extra, gorro y guantes, y fuimos a sentarnos en el jardín. Encontramos un banco y, lo confieso, me está gustando muchísimo volver a fumar. Me había acostumbrado ya a la rigidez permanente del pecho. El tabaco me relajaba los hombros doloridos.

Debimos de fumarnos tres cigarrillos cada uno durante el rato en que estuvimos allí sentados.

—¿Cuántos más tienes? —quise saber.

—Montones —me contestó—. Me aprovisioné en el aeropuerto cuando llegué a este país.

—¿Qué hacías en el hotel? —le pregunté, volviéndome a mirarlo para que no prestara mucha atención a mis anotaciones.

—Tocar la guitarra y consumir drogas. Estaba de gira, ¿verdad? —No me miraba a los ojos—. Nada del otro mundo, solo unos cuantos conciertos en Europa. Me peleé con el cantante y esos cagados se pusieron de su parte, así que una noche les robé todas las drogas y me fui. Apagué el teléfono. Que se jodan.

Soltó una risa.

—¿Sabes si han sobrevivido?

—No, y lo cierto es que, aunque suene mal, no me importa. Me preocupan mis amigos de casa, no mis compañeros de juergas. Ni siquiera echo de menos a mis padres, en serio. Echo de menos a mis colegas, eso sí, a las personas que me conocen de verdad.

—¿Dices que les robaste todas las drogas? No pensarías volver con todo eso a Reino Unido...

Titubeó.

—Sí, no estoy seguro de que pensara volver.

Decidí no preguntarle a qué se refería. Él decidió no explicármelo.

Al fondo del jardín vi a un grupo de hombres (Dylan, Sasha, Peter...) arrastrando al aparcamiento, sobre una lona de plástico, un ciervo que acababan de matar. Yo no había querido acompañarlos, no porque no supiera disparar, sino porque todos los demás me habían parecido más deseosos de empezar a matar que yo. Ahora que Patrick ya no andaba por aquí, a lo mejor debía apuntarme.

—No sabía que quedaran ciervos —comentó Adam.

—Yo tampoco —respondí con tristeza.

Peter indicó a los otros que le ataran las pezuñas al animal y lo colgaran de una de las farolas que debería haber iluminado el aparcamiento. Ya le habían cortado el cuello. Adam y yo vimos el horrendo reguero de sangre que habían ido dejando a su paso alrededor del hotel.

El animal muerto se quedaría allí colgado tres o cuatro días.

Desvié la conversación hacia Harriet Luffman.

—Cuando llegaste, ¿viste algún niño en el hotel?

—¿Te refieres a esa niña a la que encontrasteis en el depósito de agua? No. La verdad es que no soporto a los niños —añadió—. Me mantengo alejado de ellos.

Reí.

—¿Por qué no los soportas?

—Es una historia rara.

—Tan rara no será...

Le dio una calada larguísima al cigarro y esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Cuando era más joven hice una güija con mis colegas. Todos pensamos que era de coña, pero terminamos hablando con un niño que había muerto en un accidente de tráfico en Australia. No sé quién era, pero dijo que yo no le caía bien. Seguro que mis colegas me estaban vacilando, pero, desde entonces, sueño a menudo con que ese niño espeluznante está en un rincón de mi cuarto.

No era la respuesta que esperaba. Dejé de tomar apuntes un momento.

—¿En serio?

—Sí. Lo más raro es que todas las novias que he tenido se negaban a dormir en mi casa porque se despertaban en plena noche flipando porque había un niño que daba miedo en el rincón. —Me miró de reojo—. El otro día vino Tomi a mi habitación, pensé que la tenía ya en el bote y, de pronto, se incorpora y ¿sabes qué me dijo?

—¿Qué?

—Me preguntó si podíamos irnos mejor a la suya porque le parecía ver algo en el rincón de la mía.

Tenía el boli sobre el papel, pero no sabía qué escribir. No sé por qué, me enfadé con él, pero solo un momento.

—Yo..., yo no creo en fantasmas —le dije.

—Ni yo, colega. Me fastidia, ¿sabes? Porque no entiendo cómo esas chicas han terminado viendo lo mismo que yo —dijo, ceñudo—. El caso es que por eso no soporto a los niños. No recuerdo haber visto a esa cría que encontrasteis. Lo curioso es que aquí tampoco he tenido pesadillas con el niño fantasma.

Al lado del nombre de Harriet escribí: «No parece que sepa nada».

A lo mejor, este no es un buen sitio para los niños, ¿verdad? Vivos o muertos.

Añadí al lado: «Pero no soporta a los niños».

Los últimos

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