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Día 52
ОглавлениеEsta mañana le he pedido a Dylan que me dejara usar las llaves maestras para registrar el hotel. Estaba a punto de salir a correr hasta el río y luego volver, unos cinco kilómetros según sus cálculos, y parecía más interesado en realizar sus estiramientos a la entrada del hotel que en ayudarme a lograr mi recién descubierta meta personal.
—Tardarás días en registrar todas las habitaciones tú solo, Jon.
—Ya, pero si alguien del hotel subió a una niña a la azotea y la...
—Sabes que ya se fueron.
—¡No lo sabemos!
—Es probable que pudieras encontrar una mejor manera de gastar tu energía —me ha dicho, llevándose los brazos al pecho alternativamente, al compás de unas respiraciones hondas y controladas.
—¿Te has molestado siquiera en registrar el establecimiento?
—¿Para qué?
—No sé. Por si encuentras algo útil.
—Aún no.
—Pues déjame que lo haga yo. Así te ahorras tener que entrar en cientos de habitaciones, y a lo mejor encuentro algo de comida, armas, medicinas...
En ese momento, he sospechado que estaba deseando que me largara.
—No comentes con nadie que tienes las llaves —me ha dicho.
—Para poder subir a la azotea, el asesino tuvo que tener un juego. Pero tú me dijiste que solo tenían llaves los empleados.
—Si la niña murió más o menos ese día, el día en que empezó todo, no creo que le resultara difícil robar unas llaves —me ha dicho suspirando—. Pero no le cuentes a nadie que las tienes.
—No lo haré.
—Lo digo en serio, a nadie en absoluto.
—¿Por qué?
—Porque no los conozco —ha dicho, mirándome mientras estiraba los tendones de las corvas.
He pensado en Tomi y en todo lo que debía de haber ido recogiendo por ahí y he entendido a qué se refería.
—¿Y por qué confías en mí? —le he preguntado.
—Porque necesito que te ofrezcas voluntario para la siguiente expedición —me ha contestado con una sonrisa triste.
Me ha entregado el abultado juego de llaves, ha echado un vistazo al bosque —ruidoso hoy, perturbado por el fuerte viento—, ha salido corriendo y se ha perdido entre los árboles.
Yo he seguido con mi lista de reservas. Solo dos familias de las que había marcado con un círculo, aparte de los Yobari, pidieron que les adaptaran la habitación para los niños: los Luffman y los Lavelle, de la 377 y la 101, respectivamente. Florence Lavelle había muerto y su hija se encontraba ahora al cuidado de los Yobari. Solo quedaban los Luffman.
Una corriente de aire procedente de algún sitio azotaba el interior del hotel. Me he subido la cremallera del abrigo y he enfilado las escaleras. Rara vez subía a esa planta, ni siquiera cuando merodeaba por ahí. Los Yobari vivían en ella y también Sophia, la chef del hotel, quien, milagrosamente, seguía haciéndonos la comida.
Creo que algunas mujeres jóvenes se alojaban, asimismo, en esa planta, reconfortadas quizá por la presencia de los dos hijos de los Yobari y de la pequeña de la difunta Florence Lavelle, a la que habían adoptado. Las mujeres eran Mia, una chica rusosuiza que primero había trabajado de gobernanta y, más recientemente, de recepcionista; Lex (Alexa), una joven francesa con la que no he hablado nunca; y Lauren, otra chica francesa con la que tampoco he hablado.
Mia tiene un hermano gemelo, Sasha, que también era empleado del hotel. Que yo sepa, aún se aloja en una de las habitaciones de la zona de personal, en la primera planta, al lado de la de Dylan. Aparte de Patrick, no sé bien quiénes son los otros hombres. Nosotros estamos más dispersos, mientras que las mujeres se han agrupado.
He ido a la 377 y me he colado dentro. Por el olor, la habitación parecía ocupada, pero no por un muerto, gracias a Dios. Había un par de maletas enormes en el suelo, a los pies de la cama. El armario estaba abierto y dentro solo había perchas vacías. He visto una cajetilla de tabaco en una de las mesillas y tengo que confesar, aunque me avergüence, que me la he guardado en el bolsillo.
Al parecer, los Luffman habían estado haciendo las maletas, lo que me ha llevado a preguntarme por qué no se habían llevado todas sus cosas consigo.
He repasado lo que hice yo ese día. No fui mucho más racional, me dejé llevar por la conmoción. Muy posiblemente habían huido del hotel sin todo su equipaje movidos por el pánico. Quizás hubieran cogido alguna bolsa más ligera, prescindiendo de las maletas más pesadas.
Algo parecido a un espasmo mioclónico me ha sacudido el cuerpo entero y, sobresaltado, he tenido que buscar asidero en la cómoda. Me pasa siempre que pienso con detenimiento en ese día. En este momento, la única sensación que he podido captar ha sido el recuerdo de estar sentado en el suelo del vestíbulo del hotel, apoyado en la pared, incapaz de ver nada, con el móvil pegado al pecho.
Me he sentado en la cama de los Luffman y he pensado que me iba a echar a llorar, pero he logrado mantener la compostura. Ha durado un buen rato, demasiado, y la idea de estar a punto de perder el control me ha asustado. No sabía qué más podía terminar haciendo si sucumbía al miedo.
Tras recobrar el ánimo, me he acuclillado junto a las maletas a medio hacer y he empezado a hurgar en ellas.
—¿Qué estás haciendo?
—¡Jo-der!
Me he levantado, perdiendo el equilibrio momentáneamente.
Era Sophia, la chef. Es una pelirroja alta y muy blanca de treinta y tantos años, nariz aguileña y pose seria y digna. Me parece que antes hablaba francés suizo, pero ahora habla inglés, como la mayoría de los empleados del hotel, porque es lo que hablamos casi todos. Y ya se encarga ella de reprochárnoslo.
—¿Cómo has entrado aquí? —me ha preguntado.
—Dylan me ha dejado las llaves —he contestado, lamentándolo enseguida—. Aunque te agradecería que no se lo dijeras a nadie.
—¿Por qué? —me ha dicho con recelo.
—Estoy investigando una cosa. Dylan no quiere que lo sepa demasiada gente. Pero seguro que se fía de ti. Te conoce.
No sé por qué he empezado a comportarme como si hubiera hecho algo malo. Supongo que Sophia me estaba poniendo nervioso. Como era de esperar, no le ha impresionado ninguna de mis respuestas, y yo he suspirado.
—Cierra la puerta, anda.
—¿Por qué?
He juntado las manos para pedírselo por favor y me ha obedecido.
—¿Te has enterado de lo del cadáver del depósito de agua? —le he preguntado para asegurarme.
—Sí, Dylan me lo contó ayer. Creo que nos lo va contando por separado para que la cosa no se desmadre.
—Bueno, pues era una niña pequeña, una huésped del hotel. Tania le hizo la autopsia al cadáver y no extrajo ninguna conclusión definitiva sobre la muerte, pero parece ser que podrían haberla asesinado antes de tirarla al depósito, quizás antes de que... empezara todo esto.
—¿Quién era?
—No estoy seguro, tengo que ver si puedo acceder al archivo de reservas, pero dependerá de si el hotel guarda esos registros en un sistema que no precise de acceso a internet.
Se ha quedado mirándome un momento.
—Entonces..., ¿qué haces aquí?
—Ah, sí. He deducido de quién podría tratarse revisando los registros del hotel. Creo que podría tratarse de Harriet Luffman. Esta era su habitación. He pensado que al menos tendría que averiguar qué le paso.
—¿Piensas que el asesino sigue en el hotel?
—Puede.
—Ya te digo yo que no.
—¿Cómo lo sabes?
—Si tú fueras el asesino, ¿te habrías quedado en el hotel?
La he mirado ceñudo.
—Me habría quedado si pensara que nadie iba a averiguar jamás quién soy, sí.
Ha guardado silencio de nuevo, luego se ha encogido de hombros.
—Entiendo lo que dices. ¿Qué buscas?
—Aún no lo sé.
—Yo te ayudo.
Muy seria, ha pasado por delante de mí y ha abierto la cremallera de la otra maleta, que estaba llena de ropa de adulto.
Yo he seguido hurgando en la mía, y estaba a punto de hacerle una pregunta cuando se ha dirigido a mí.
—He observado que andas escribiendo cosas —me ha dicho—. ¿Por qué? ¿Llevas un diario?
—No es un diario; más bien es una crónica escrita en tiempo real.
—¿A qué te dedicabas antes? ¿Viniste por el congreso?
—Sí, era historiador.
—¿Y estás entrevistando a la gente? ¿Buscando historias?
—No solo historias, no soy periodista...
—Dices «periodista» como si fuera algo malo.
Me he reído.
—Bueno...
No era mala idea, entrevistar a la gente. Nathan ya me había contado una historia. ¿Por qué no todos los demás? Me daría una percepción más precisa sobre los que aún seguíamos aquí, por qué ellos se habían quedado y los otros, no. Puede que incluso alguien recordara algo que me facilitara una pista.
—Yo llevo cuatro años en este hotel —me ha dicho mientras sacaba unas prendas, las ponía en montoncitos y miraba en los bolsillos—. No estaba aquí cuando ocurrió ninguno de los incidentes, los asesinatos y los suicidios.
—¿Por qué decidiste trabajar aquí?
—Había una vacante, pagaban bien. Mi marido estaba en este lugar.
—¿Ya no está aquí?
Me ha mirado.
—No.
No me ha dado más detalles.
Yo le he mirado las manos y he visto que no llevaba alianza, pero me ha contestado tan rotundamente que no he querido indagar más.
—¿Viste a esta familia o hablaste con ellos?
—No me acuerdo. Trabajo en la cocina y no tengo que hablar con la gente.
—Es comprensible —he dicho, y he cogido otro vestido, de niña, y he mirado la etiqueta del cuello.
H. L.
Como me dolían los tobillos de estar en cuclillas, me he sentado en el suelo, con las piernas cruzadas.
—Esto no tiene sentido —he dicho.
—¿Por qué?
—Pensamos que la tiraron al depósito antes de que huyeran todos. ¿Por qué no alertaron sus padres a nadie?
—A lo mejor no les dio tiempo. Cuando nos enteramos de la noticia, la mayoría de nosotros no pensaba en otra cosa que en sobrevivir. A lo mejor no tuvieron tiempo de buscarla. A lo mejor tuvieron que aprovechar la oportunidad.
—No, no se habrían ido sin ella —le he dicho, levantando la vista del vestido—. ¿Tienes hijos?
—No.
—Si yo supiera que una de mis hijas ha desaparecido, preferiría morir buscándola antes que intentar salvarme llegando a un aeropuerto.
—¿Aunque pensaras que se acababa el mundo?
—Sobre todo, entonces. —Se me ha hecho un nudo en la garganta, pero he seguido—. Si una de mis hijas desapareciera y el mundo fuera a acabarse, al menos lo último que vería sería a mí intentando encontrarla, protegerla. Tendría que saber que, por lo menos, procuraba encontrarla.
Ha ladeado la cabeza y se ha sentado en el suelo, como yo.
—Entonces, ¿por qué te has quedado aquí?
He vuelto a sentir una punzada de remordimiento, pero de otro tipo.
—Oí los avisos. Dijeron que no había vuelos. Pensé que, al final, vendría alguien: la Cruz Roja, el Ejército o algo así.
—Yo también.
—¿Tu marido se fue, si no te importa que te lo pregunte? ¿Se marchó del hotel?
Ha seguido hurgando en la maleta y ha encontrado una bolsa de aseo.
—¡Mira, pasta de dientes!
—¿Hay dos?
—Sí. No se lo decimos a nadie, ¿vale? ¿Necesitas una cuchilla de afeitar?
—Claro. ¿Tú necesitas productos para el cabello? Aquí hay unos cuantos.
Hemos intercambiado algunos artículos y los hemos guardado en las bolsas de aseo. Le he dado a Sophia un estuche de maquillaje y ella ha probado otro color de lápiz de labios con la ayuda de un espejito, luego me ha mirado por encima de él.
—Era el dueño del hotel —me ha dicho.
—¿Cómo dices?
—Mi marido. Se fue del hotel, sí. Era el dueño. —Se ha levantado y ha recogido sus cosas—. Ya me contarás si averiguas algo nuevo. He de trabajar.
—Oye, ¿Tomi sabe lo de tu marido? —le he preguntado mientras abría la puerta—. Estaba escribiendo la historia de este sitio.
—Seguramente.
No ha parecido inmutarse y ha salido al pasillo. Yo me he levantado y he cerrado la puerta en cuanto se ha ido.
Había estado evitando hablar con algunos empleados del hotel porque no sabía seguro si llegarían a entenderme, y lo cierto es que Sophia me intimidaba bastante. Me alegro de haber podido conocerla y superar ese prejuicio. A lo mejor pensaba eso porque solo la había oído dar órdenes en la cocina, y por ser alta.
Para ser mujer no ha mostrado mucho interés en la niña muerta. Claro que las perspectivas de entonces se hallan sesgadas ahora. Lo sucedido antes, nuestra vida anterior, apenas importa ya. Vivimos el día a día y ya no recordamos a todas las personas a las que odiábamos, las cosas que nos irritaban, que nos enfadaban en internet, los estados de Facebook que nos hacían poner los ojos en blanco, los vídeos cucos de animales que nos enternecían, las venganzas contra periodistas, los presentadores de telediarios, los políticos, los famosos, los parientes..., todo ha desaparecido. Asesinaron a una niña, pero ocurrió antes. Y el antes ya no existía. La gigantesca pizarra del mundo estaba en blanco. Como tampoco existían las consecuencias.
He vuelto a meterlo todo en las dos maletas y me las he llevado a mi habitación, después he cerrado la puerta con llave. Los Luffman no se dejaron ningún documento de identidad, lo que parece señalar que huyeron al aeropuerto sin su hija. Aun así, quería echar otro vistazo a sus pertenencias sin sentirme observado.