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Día 54

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La pareja de la 27 se ha suicidado esta mañana. O, por lo menos, eso parece.

Yo llevaba un rato en pie porque ahora me levanto en cuanto me despierto. Ya no remoloneo en la cama. Cuando remoloneaba, sin querer, empezaba a pensar en Nadia, en Ruth, en Marion. Inventaba una fantasía detrás de otra y las imaginaba conduciendo por la carretera de la costa, tomando desvíos, incluso compartiendo vehículo con autostopistas amables también con hijos. Llegaba a imaginar escenas tremendas en las que Nadia se enfrentaba a bandas enteras de ladrones de coches.

Era horrible. Me fastidiaba hacerlo. Me fastidiaba aún más refugiarme en ello, apartarme de la realidad cotidiana.

He visto que los Bernardeaux no estaban en el comedor a la hora del desayuno y he subido a ver si se encontraban bien.

Cuando he llegado a nuestra planta, Dylan y Nathan se me habían adelantado y enseguida han supuesto lo que había pasado. En el primer mes desde que empezó todo, hubo un aluvión de suicidios y la escalera, que siempre permanecía a oscuras y apestaba, era el sitio más propicio para hacerlo. Hacía unas semanas que no se suicidaba nadie, pero los tres primeros me habían impactado tanto que cada vez que usaba la escalera esperaba encontrarme otro cadáver.

—J, no entres —me ha advertido Dylan—. No es agradable.

—¿Y qué lo es a estas alturas? —le he contestado, y he entrado de todos modos.

Nathan estaba plantado en la puerta del baño, con los brazos cruzados.

—Parece que él la ha matado a ella y luego se ha quitado la vida —ha dicho.

Tenía razón.

Patrick estaba tirado boca abajo y sin camisa sobre el borde de la bañera, con los brazos hacia delante en un pequeño charco de sangre. Era un hombre musculoso de cuarenta y muchos años; se mantenía en forma. A menudo me cruzaba con él en mis paseos por el hotel. A veces bajaba corriendo descalzo de la decimocuarta planta a la primera y luego volvía a subir; otras, corría solo por el pasillo de nuestra planta. Corría descalzo (y nunca fuera, como Tania o Dylan) porque no quería gastar su último par de zapatos.

En el suelo, detrás de Patrick, yacía su mujer, Coralie, con el rostro vuelto hacia la puerta, hacia nosotros, los ojos bien abiertos por la sorpresa y un moretón oscuro alrededor del cuello. No me ha quedado claro si la muerte de ella había sido consensuada. Puede que hubiera sido idea suya, pero se habría visto incapaz de llevarla a cabo.

—No hay indicios de juego sucio, ¿verdad? —he preguntado para asegurarme de que ninguno de los dos detectaba en el escenario algo que a mí se me escapara.

—Yo no veo nada —ha contestado Dylan.

Los dos eran dentistas, de Lyon. Aunque fueran bastante reservados, yo había hablado con Coralie unas cuantas veces en el comedor. Su inglés no era estupendo, pero la entendía. Con Patrick no había tenido ocasión de charlar mucho, salvo por una conversación inusualmente franca que habíamos mantenido hacía poco, cuando él volvía de una cacería con Dylan. Me habló de un verano que había pasado en la granja de su tío en Rumanía. Por entonces tenía catorce años. Su tío se lo había llevado consigo de caza, pero no como diversión, ni tampoco para comerse las piezas después. Habían estado siguiendo rastros de sangre para rematar de un tiro a las víctimas de un oso rabioso, de modo que habían pasado siete horas en el bosque acabando con el sufrimiento de ciervos y oseznos mutilados. Me dijo que era un recuerdo que no dejaba de venirle a la memoria en los últimos dos meses.

Me pareció que quería contármelo porque sabía que yo lo anotaba todo. Muchos han empezado a hablar conmigo y a contarme sus cosas.

Patrick y Coralie tenían tres hijos adultos, la mayor de los cuales ya era madre también. Por desgracia, no me acuerdo de los nombres.

—¿También notasteis que no habían bajado a desayunar? —he dicho.

Dylan ha asentido con la cabeza.

—Por eso paso lista. No solo por seguridad.

—¿Los conocías? —me ha preguntado Nathan.

—Eran dentistas —le he contestado, porque era lo único que sabía en realidad.

—Supongo que sabes que tienen una tasa de suicidio altísima.

Dylan y yo nos lo hemos quedado mirando.

Se ha encogido de hombros.

—¿Qué? Es verdad. Los dentistas tienen una tasa de suicidio mucho más elevada que cualquier otra profesión, míralo en Google.

—¿Que lo mire en Google? —le ha replicado Dylan, enarcando las cejas.

—Sé que no puedes... Ya sabes a lo que me refiero. Pero es cierto.

—Que lo mire en Google... —ha repetido Dylan, riendo.

—Me enfrento al abismo con humor, ¿se puede saber qué hay de malo en eso?

—«Cuando miras al abismo...».

—Me parto, ja, ja —ha terminado la frase Nathan mientras mostraba las palmas de sus manos en ademán de rendición.

Me ha sorprendido que tuvieran ganas de reír.

Mientras hablaban, no he podido dejar de mirar a Coralie Bernardeaux. La tristeza y la desesperanza se han apoderado de mí. Me he vuelto a sentir como el primer día, o el segundo, o el tercero.

—¿Los llevamos al jardín? —he preguntado.

—Preferiría no hacerlo mientras estén todos abajo —ha contestado Dylan, mirándome a los ojos—. Me preocupa que desencadene un efecto dominó.

Tenía razón.

—Pues ven a buscarme luego y te ayudo a sacarlos.

Nathan y Dylan han salido del baño. Ninguno de los dos parecía alterado. A lo mejor por todo lo que han visto ya. A lo mejor mi desesperación se deba a que aún no he visto lo suficiente.

He entrado en el baño y me he acuclillado para cerrarle los ojos a Coralie. Estaba fría. Lo que fuera había ocurrido durante la noche. He intentado recordar si había oído algo, algún forcejeo, algún grito, pero, que yo sepa, he dormido toda la noche de un tirón.

Una vez, Coralie se ofreció a mirarme los dientes. Me recosté en la silla del comedor y, asomándose a mi boca, me escudriñó el interior a la escasa luz del restaurante, hurgándome con un palillo, mucho más cómoda con los dedos en mi cavidad bucal de lo que había estado intentando darme conversación. El pelo no paraba de caerle por la cara.

—Bebes demasiado café —me dijo.

Yo contuve una carcajada.

Hizo una pausa y sonrió fugazmente.

—Supongo que voy a dejar de tener ese problema: el café de aquí es horrible.

Tenía bien los dientes por entonces, antes de que todos empezáramos a racionarnos la pasta dentífrica.

—Jon, ¿te encuentras bien? —me ha preguntado Dylan, tocando ligeramente con los nudillos en la puerta.

—Esto es un asco —he dicho en voz alta, levantándome.

—Lo sé, tío.

—En serio, es una mierda.

—Lo sé.

—A lo mejor han salido ganando —ha terciado Nathan.

Meneando la cabeza, me he ido con ellos, y Dylan ha cerrado la puerta del baño.

En un edificio tan grande, los Bernardeaux podrían quedarse allí para siempre, no habría que volver a abrir ni ocupar su habitación, pero por costumbre y por humanidad, o quizá solo por higiene, seguíamos enterrando los cadáveres. Alguien tenía que decir siempre unas palabras, y nunca se proponía a otra persona que no fuera yo. Era el único de los que quedaban que aún recordaba las Escrituras.

Al parecer, cuando nos abandonamos a nuestra suerte controlamos muy poco lo que somos capaces de recordar. Se me olvidan los nombres (los de los compañeros de clase de mis hijas, los de sus profesores, los de los compañeros de trabajo de Nadia) y se me están olvidando también las caras. Hasta el recuerdo de mi propio padre parece borroso. Pero aún puedo recitar las Escrituras. Son como la memoria muscular.

Nathan ha vuelto al comedor; yo, en cambio, me he entretenido abriendo y cerrando cajones en la habitación, pero he visto que no tenían muchas pertenencias.

—¿Buscas algo? —me ha preguntado Dylan, que me esperaba en el pasillo.

—Sí... Pasta de dientes, analgésicos, lo que sea.

He mirado en el armario y he visto una maleta. En el compartimento delantero con cremallera estaban sus pasaportes. Los he abierto y he confirmado su identidad, procurando fingirme indiferente.

La única otra cosa interesante que he encontrado ha sido una cajetilla de puritos, algo que me ha sorprendido. Luego he salido por fin de la habitación y Dylan la ha cerrado con llave.

—Deberías comer algo —me ha dicho.

—No tengo hambre.

—Es comprensible —ha contestado, asintiendo con la cabeza—. Yo he tenido que impedir una pelea hace un momento. Nicholas, ya sabes, el holandés, ha empezado a provocar a Nathan, buscando bronca.

—¿Por qué?

—¿Porque está cabreado y quiere pelea? No sé. No me fío de los tíos que se han quedado en el hotel. Los ingleses, Adam y Rob, bueno, pero Peter, aunque ha estado tranquilo, no me gusta... Y tampoco ese holandés, Nicholas. Los he tenido muy vigilados, pero me agotan, ¿sabes?

—Adam es majo —le he dicho—. A Rob lo he saludado unas cuantas veces. Con Peter y Van Schaik no he hablado... Con ninguno de los dos.

—Bueno, te aseguro que no quieren hablar con estadounidenses —me ha dicho, sonriente—. Voy a trabajar en los depósitos y a fumar. ¿Te vienes?

Ya iba caminando a su lado antes de que terminara de plantearme la pregunta.

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