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Día 54 (2)

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Dylan y yo hemos pasado casi todo el día en la azotea. Por la mañana algunos de los otros hombres jóvenes nos han estado ayudando, pero, cuando ha empezado a atardecer y han caído en picado las temperaturas, nos han dejado solos. Entre ambos hemos conseguido retirar parcialmente la parte superior de uno de los depósitos. Había chatarra esparcida por todas partes y me sangraban las manos otra vez, al igual que a Dylan.

Me ha propuesto que fumáramos y he accedido. A lo mejor, así podría empezar con él esas entrevistas más largas.

Me ha dicho que la azotea se quedaba muy tranquila a última hora, y tenía razón. Hacía un frío que pelaba, pero con las vistas del bosque hemos podido imaginarnos que volvíamos a estar en un auténtico complejo turístico en el que el suave murmullo del viento no venía cargado con nombres de muertos, ni de relaciones rotas, de familiares y amigos desaparecidos. Por un momento me ha hecho sentir como si hubiera vuelto al congreso.

Dylan me ha hablado de los años que llevaba trabajando aquí, de las habitaciones reservadas para drogadictos y de algunos de los huéspedes más infames.

—Solíamos usar las habitaciones libres. El tío que lo llevaba seguía un pequeño plan, años antes de que a mí me ascendieran. Nos permitía sacarnos un dinero extra que repartíamos con los demás empleados. Trabajar aquí era bastante ingrato, pero entonces podíamos hacer lo que quisiéramos, siempre y cuando la clientela fuera decente. Daba igual que consumieran drogas, mientras fueran de las caras.

—¿No era arriesgado?

—Hubo una época en que tuvimos un aluvión de sobredosis y las ambulancias venían por aquí demasiado a menudo según la dirección. A mi jefe anterior lo despidieron, discretamente. Entonces, me volví más prudente. Con los años, creo yo. Maduré y empecé a pensar a largo plazo, en mi familia, más que en comerme un buen chuletón y tomarme una buena cerveza. Hay cosas más importantes en la vida. Las había.

Me ha pasado nuestro segundo canuto y yo le he dado una buena calada.

Estábamos sentados el uno al lado del otro, con las piernas colgando por el borde del edificio. No era tan peligroso como parecía, con la serpentina escalera de incendios de hierro forjado justo debajo. Habría sido increíble ver la puesta de sol desde allí arriba, pero obviamente ya no había puestas de sol.

Me ha parecido que la brisa era casi cálida, aunque puede que hayan sido imaginaciones mías. Iba bastante colocado.

—¿Llegaste a conocer a alguno de los asesinos? —le he preguntado—. Tomi me dijo que se alojó aquí uno famoso.

—Sí, Victor Roux... Bueno, podría decirse que se las tuvo que ver conmigo.

—¿Y eso?

—Lo conocí como a ti. También deambulaba por los pasillos, aunque sobre todo por la noche. Por entonces, no me pareció extraño. A muchos huéspedes, por lo visto, les gusta pasearse por el hotel cuando todo está tranquilo, si no quieren andar por el bosque. Victor y yo hasta nos fumamos una vez un porro juntos, como me lo estoy fumando ahora contigo, fuera de las cocinas. Era un hombre encantador y se las llevaba a todas de calle, pero supongo que eso ya lo sabes si me estás preguntando por él.

—No sé mucho. Es Tomi la que está escribiendo la historia del hotel. ¿Lo viste alguna vez acercarse a una mujer?

—No acostumbro a beber en el bar del sótano, pero sé que él solía bajar a ver algún espectáculo musical y, a veces, salía de allí en compañía de alguna mujer. En una ocasión me contó que de joven había conseguido participar en un reality de citas, no recuerdo cuál... Pero que el programa no llegó a emitirse.

—¿En serio? ¿Victor Roux concursó en un programa de citas?

—Ya sabes cuáles digo; esos en los que una fila de hombres compite por salir con una mujer y nadie habla como lo hace en la vida real. Según él, ganó. Pero luego no lo pusieron por la tele.

—¿Te explicó por qué?

—Él dijo que la mujer armó la gorda, que se quejó de que era rarito y se negó a salir con él. El premio eran unas vacaciones en Grecia o algo parecido, así que debía de ser verdad que no quería ir con él. Muy fuerte, si lo piensas. La intuición de esa mujer seguramente la libró de convertirse en una de sus primeras víctimas.

—¿Qué edad tenía él por entonces? ¿Había empezado ya a matar?

—Nadie sabe cuándo empezó a hacerlo.

Se me ha puesto la carne de gallina y le he pasado el canuto. He pensado que daría lo que fuera por ver la grabación de ese programa. Claro que probablemente nunca volveríamos a ver ningún otro entretenimiento en una pantalla.

La constatación ha sido dura y me ha entristecido más de lo que querría reconocer.

—¿Lo viste con Natalie du Morel? —le he preguntado.

Dylan ha enarcado las cejas y ha puesto cara de asco un segundo.

—Una vez. Ella me caía bien, llamaba la atención. Era muy menuda, una dama diminuta de pelo corto. Tenía todas las de perder con él, que era alto, aún más alto de lo que parecía en los periódicos. Y fuerte, como si no fuera del todo humano.

—¿Lo viste la noche en que...?

—Lo tumbé yo.

—¿Qué?

—Lo que oyes —ha dicho, asintiendo con la cabeza mientras le daba una fuerte calada al canuto—. Mi jefe llegó como tres minutos después y se apuntó el tanto. Este era otro director, no el tío al que echaron. Antes de que me ascendieran vi pasar por aquí a varios.

—¿Cómo que se apuntó el tanto? ¿Quieres decir que se atribuyó el mérito?

—Le preocupaba que, si la prensa local se enteraba de que un negro le había dado una paliza a ese blanco, al final me culparan a mí de todo. De los asesinatos..., de todo. A nadie se le iba a ocurrir tergiversar la heroicidad de un blanco, pero conmigo la cosa habría terminado mal. Por entonces, era distinto. No tan diferente de lo de ahora, como os pensáis, pero sí lo bastante para que yo prefiriera no hacerme famoso por haber estado a punto de matar a un hombre.

—Guau. ¿Y qué pasó?

Ha dado otra calada al porro y ha hecho un gesto con la mano como para indicar que volvía al principio de la historia. Luego se ha llevado la mano al estómago, como si se agarrara con fuerza una herida reabierta.

—Ella desapareció un tiempo, Natalie, la mujer a la que intentó..., pero pensamos que se habría refugiado en la ciudad, en casa de algún amigo. Entonces, al día siguiente, alguien oyó gritos en la sexta planta, donde se alojaba Victor. Me llamaron por radio y subí corriendo. No tenía miedo. Ignoraba qué estaba pasando. A veces había altercados, peleas, así que esas cosas, de buenas a primeras, no me asustaban. Pero, entonces, me topé con ellos.

Un par de pájaros han pasado rozándonos la cara, graznándose el uno al otro, y yo me he asustado y he pegado los talones a la fachada del edificio.

—¡Pájaros! —he exclamado—. ¡Madre mía!

—Mola —ha coincidido, y hemos observado cómo trazaban círculos el uno alrededor del otro hasta que han descendido a unos árboles de por allí.

—Perdona, ¿qué me estabas diciendo?

Me ha pasado el canuto.

—¿Sabes? Ahora, siempre que pienso en esa época me viene a la cabeza una canción. Cuando me llamaron, yo venía de un descanso y había estado escuchando a Billy Ocean en mi viejo reproductor de casete, un walkman.

—Ostras, un walkman.

—¿Los recuerdas?

—Sí, aunque yo pasé directamente al reproductor de cedés. Me crie escuchando los vinilos de mi padre. Tenía veintitantos años cuando oí por primera vez algo distinto.

Al mencionar a mi padre, me he callado en seco. Se me ha borrado la sonrisa de la cara y se me ha hecho un nudo en la garganta. No sé por qué, últimamente no he pensado mucho en mi padre ni en su mujer, Barbara. Puede que lograran escapar de la onda expansiva. He intentado calcular si mi padre estaría trabajando en Memphis ese día y si eso habría importado siquiera, pero no hay forma de saber nada con certeza.

Demasiado en lo que pensar.

—Así que justo antes estaba escuchando Love Really Hurts Without You, y aún me la estaba cantando cuando eché a correr. Estuve días sin poder quitármela de la cabeza. Ahora, cada vez que la oigo me dan ganas de vomitar. Me produce escalofríos. Total, que llegué a la sexta planta. Como los ascensores no funcionaban, tuve que subir por las escaleras, y antes de llegar ya oí los gritos y supe que era ella. Enseguida caí en la cuenta de que hacía una o dos noches que no la veía. Victor la había echado de su habitación y llevaba un cuchillo enorme, una especie de machete. Prácticamente le había cortado la mano; no tenía más que colgajos de piel y sangre por todas partes. Perdona que sea tan gráfico.

—No, continúa.

—La tenía en el suelo y le estaba atizando con ese cuchillo espantoso de casi medio metro de largo. De no haber estado tan furioso, le habría cortado la cabeza, pero no atinaba. Ella se tapaba la cara con la mano para protegerse y la tenía... destrozada.

—¿Qué hiciste?

—No vi lo que había hecho hasta que estuve encima de él, y recuerdo que pensé: «Serás imbécil: te va a matar». Pero me había abalanzado sobre él y yo creo que ni lo notó hasta que empecé a darle puñetazos. Me atacó con el machete, pero no tenía ángulo para acertar. Lo retuve en el suelo y empecé a sacudirlo en la cara. Jamás se me pasó por la cabeza que pudiera convertirme en un héroe. Ni siquiera pensé en la pobre mujer. Solo podía pensar en que tenía que acabar con aquel animal pues, de lo contrario, él acabaría conmigo.

He vuelto a pasarle el canuto. Sujetándolo con los dientes, Dylan se ha sacado de la cinturilla del pantalón la camisa beis que llevaba debajo del abrigo y me ha enseñado el vientre. De un lado a otro del torso, justo por encima del estómago, tenía una cicatriz profunda. Se ha subido la manga y, en la parte superior del bíceps, tenía otras dos.

—El caso es que ella sobrevivió al ataque —ha dicho—. Vivía en Marsella, así que puede que haya sobrevivido a esto también. No sabemos qué ha pasado en Francia, ¿verdad? He oído algo de París, pero... No sé.

—Es una historia increíble.

No he sabido qué más añadir. No se me ha ocurrido hacerle un comentario que estuviera a la altura de las circunstancias.

—Seguramente por eso me dejaron llevar a mi equipo como quisiera, hacer lo que me apeteciera mientras mantuviera el hotel, y a los huéspedes, a salvo. Podía ganar dinero por mi cuenta, elegir mi horario y a todos mis empleados. Cuando te la juegas por tu trabajo, la dirección te trata con respeto.

—¿Adónde se fue tu jefe, tu antiguo jefe?

—Murió de cáncer de páncreas. Sería en... —ha dicho, meneando la cabeza—. ¿Te lo puedes creer? No me acuerdo. Fui a su funeral, pero no recuerdo ahora el año. Aunque tendría. Siento que debería recordarlo. —El canuto se ha apagado. Ha intentado volver a encenderlo, pero no prendía. Lo ha tirado y ha empezado a liar otro—. ¿Has averiguado algo de la niña? —me ha preguntado.

—No. Solo su nombre.

—¿Aún sigues queriendo registrar el hotel entero?

—No sé. ¿Puedo quedarme las llaves de momento?

Se ha encogido de hombros.

—Supongo. Dudo mucho que encuentres algo.

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