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Día 50 (3)

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Debería hablar un poco del hotel. L’Hôtel Sixième tiene trece plantas. Las dos o tres últimas están cerradas por obras, unas obras que ya nunca se terminarán. Hubo un tiempo en que la fachada era dorada, como también lo era el espléndido rótulo que hay sobre la entrada. En los ochenta y los noventa, atrajo a muchos huéspedes ricos, que utilizaban sus salas de conferencias. Pero había dejado atrás sus tiempos dorados y el número de huéspedes disminuyó muchísimo en los últimos diez años. Hay una escalera de incendios que se añadió durante un intento de remodelación hace unos pocos años. Por esa época se modernizó la mitad de las habitaciones, que ahora se abren con tarjeta; el resto, con llaves de las de antes.

Cuando cortamos la luz de las últimas plantas, los que seguíamos en el hotel (casi treinta al principio y unos veinte ahora) nos mudamos de las habitaciones remodeladas a las antiguas, con llave y cerrojo, por cuestión de seguridad. Las puertas que funcionaban con tarjeta llevaban unos imanes que las mantenían cerradas, de modo que nadie ha sido capaz de lograr que funcionen otra vez.

He observado que Dylan dispone de un registro de los que permanecemos en el hotel y que lo repasa todas las mañanas para hacer un seguimiento. Lo incluyo aquí como referencia propia, junto con las nacionalidades y ocupaciones que conozco. El único nombre que no figuraba era el suyo, claro. Lo he añadido al final.

Nathan Chapman-Adler, australiano, barman (empleado)

Tania Ikande, anglosuiza, médico

Lauren Bret, francesa, ocupación desconocida

Alexa Travers, francesa, ocupación desconocida

Peter Frehner, francés, ocupación desconocida

Nicholas van Schaik, holandés, ocupación desconocida

Yuka Yobari, japonesa, ocupación desconocida

Haru Yobari, japonés, ocupación desconocida

Ryoko Yobari, japonesa, menor

Akio Yobari, japonés, menor

Chloë Lavelle, francesa, menor

Patrick Bernardeaux, francés, dentista

Coralie Bernardeaux, francesa, dentista

Jon Keller, estadounidense, historiador

Tomisen Harkaway, estadounidense, estudiante universitaria

Adam Warren, inglés, ocupación desconocida

Rob Carmier, inglés, estudiante

Mia Markin, rusosuiza, recepcionista (empleada)

Sasha Markin, rusosuizo, camarero (empleado)

Sophia Abelli, suiza, chef (empleada)

Dylan Wycke, suizo, jefe de seguridad (empleado)

Tomi, la estudiante estadounidense, que residía en Leiden, Países Bajos, me dijo que estaba escribiendo una tesis sobre el hotel. Antes del fin del mundo llevaba un mes viviendo ahí, entrevistando a los empleados, sacando fotografías. Está bronceada, es alta, atlética, guapa, pero de una forma agresiva y brusca que me incomoda. Creo que le gusta incomodar a la gente para tenerlo todo bajo control.

O, a lo mejor, yo pretenda justificar mi incomodidad insinuando que es algo general. No me hagáis mucho caso.

Antes de enterrar a la niña fui a hacerle unas preguntas sobre el hotel. Ella conoce mejor que yo la historia de este lugar y quiero darle a esta crónica cierta solidez. Que si alguien lo lee, sepa que hemos estado aquí.

Hablamos un rato en el bar. Observé que aún tenía los dientes perfectos.

—He visto que tú también escribes —me dijo, sosteniendo su propia carpeta de apuntes—. Te hace sentir más normal, ¿verdad?

—Podría ser importante.

—No lo va a leer nadie —me replicó.

—Eso no lo sabemos.

—Claro que sí. —Cruzó las piernas—. ¿De dónde es tu acento?, ¿de Misisipi?

—Me crie en Misisipi, pero vivía en San Francisco.

—Eso lo explica todo. Yo soy de Ohio. Creo que he oído hablar de ti. ¿Diste una ponencia en la estatal de California?

Cierto: la había dado.

—Trabajaba en Stanford, podría ser.

—¡Lo sabía! Yo me gradué en Berkeley.

—Puede que diera una charla sobre...

—El vuelo fallido del U-2.

No sé por qué, me irritó que me recordara.

—Sí, me parece que sí.

Se rio de mí.

—Oye, que se habló mucho de lo mono que eras, pero, por lo que recuerdo, también dijiste cosas muy interesantes. —No contesté. Rio—. Venga, relájate. Va, ¿qué querías preguntarme? No te quedes ahí exhibiendo tu desaprobación académica.

—¿Qué te llamó la atención de la historia del hotel?

—Bueno, ya sabes que este establecimiento es conocido por sus suicidios y sus muertes inexplicables. Incluso por un par de asesinatos que hubo en los ochenta y los noventa. Los últimos dueños son bastante sospechosos, difíciles de localizar. Este sitio se ha vendido y revendido mucho a consecuencia de su mala prensa. También porque una vez se alojó aquí un asesino en serie. Mi trabajo... Bueno, lo que pretendía hacer durante mi estancia era, más que nada, escribir biografías de personas que hubieran muerto aquí.

—¿Se alojó aquí un asesino en serie?

—No mató a nadie en el hotel. Aquí fue donde lo atraparon.

Hablaba con soltura y mirándote a los ojos más de lo natural. Habría sido una gran presentadora de telediarios y probablemente habría terminado convirtiéndose en una famosa historiadora televisiva.

Por inercia, fui a coger una bebida que no tenía y enseguida aparté la mano vendada.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.

—He estado echándole una mano a Dylan con una cosa.

—¿Con qué? ¿El Club de la Lucha?

—¿Quién es el actual propietario del hotel?

Puso un poco los ojos en blanco.

—Eran dos: Baloche Braun y Erik Grosjean. Braun le compró a Grosjean su parte, y llevaba un tiempo intentando venderlo, pero nadie se lo había querido comprar. No pude averiguar mucho de Grosjean; de ninguno de los dos, en realidad, pero Braun procedía de una antigua familia de petroleros, hijo de ricachones. Casi todos sus negocios fracasaron discretamente hasta que compró este sitio.

—Las muertes inexplicables y los asesinatos... —dije—. ¿Qué pasó? Quiero decir, ¿cómo murieron esas personas?

—Hubo muchos ahogamientos, personas que morían en la bañera, que se metían en un lago y no se las volvía a ver jamás. Una cantidad sorprendente de sobredosis, un montón, y algunos accidentes de caza. Muchos maridos y novios a los que un día se les cruzaba un cable y mataban a sus mujeres y novias, aunque por aquella época apenas se le diera difusión.

Fui a coger otra vez la bebida y me encontré de nuevo con el hueco vacío. Éramos las dos únicas personas que había en el bar, sentados en cómodos sillones verdes, rodeados de caoba y oro, de galas raídas por los bordes. Casi todos se quedaban en su habitación durante el día para estar más calentitos. Solo a aquellos a los que aún nos preocupaba la organización, el edificio y la compañía se nos veía deambulando por el hotel o reunidos en el bar y el comedor. Me apetecía muchísimo una copa, pero Nathan guardaba el alcohol como oro en paño.

—Creo que tengo lo que buscas —me dijo Tomi, y sacó una petaca y la puso en la mesa entre los dos.

—¿Qué es?

—¿Te importa?

Desenrosqué el tapón y me lo puse debajo de la nariz. Whisky.

—¿Lo has robado?

—Cuando todo se fue a la mierda, tuve claro que yo me quedaría aquí hasta el final. No soy imbécil, aunque lo parezca —dijo, señalándose el pelo rubio y la cara—. Así que, mientras todo el mundo iba corriendo de un lado a otro, intentando ponerse en contacto con sus seres queridos y coger aviones que no iban a despegar, yo fui recolectando cosas que sabía que necesitaría.

Caí en la cuenta de que a lo mejor tenía más antibióticos.

—Una reacción extremadamente serena ante el fin del mundo.

—Es la conmoción lo que atonta a la gente. Además, no creo que esto sea el fin del mundo. Estamos siendo bastante civilizados, ¿no te parece?

—¿No has intentado ponerte en contacto con nadie?

Enarcó las cejas.

—Como he dicho, no soy imbécil. Puede que necesite la batería del móvil para sobrevivir en algún momento. Tenía claro que todos los que se encontraban en grandes ciudades o cerca de ellas seguramente habrían muerto.

Me dejó sin respiración y di un sorbo para no tener que contestar. Ni siquiera saboreé el primer trago.

Estaba casi convencido de que ella había votado a ese tío.

—Lo siento, sé que algunos aún no lo habéis digerido —dijo, cruzando de nuevo las piernas. Yo dejé la petaca en la mesa, consciente de que no lo sentía en absoluto—. ¿Tu mujer y tú tenéis hijos? —me preguntó, mirándome de pronto la alianza y de nuevo a la cara.

—Sí —contesté.

—Lo siento.

Estuve a punto de volcar la maldita mesa para estrangularla. Hacía meses que no tenía un arrebato así y odié la parte animal de mi ser de la que procedía. Ella también lo notó. Me lo vio en la cara y me miró con altivez. En lugar de sucumbir a la ira, agarré de nuevo la petaca y bebí un buen trago de whisky.

El líquido que me bajó ardiendo por la garganta hasta el estómago vacío me relajó. Cerré los ojos un segundo y esperé a que el alcohol neutralizara la rabia.

Me dieron ganas de preguntarle si le gustaba provocar a la gente o si la razón por la que no había llamado a nadie era que no quería a nadie, pero no quise dejarle claro que me desconcertaba.

—El que muera el último de los dos debería incorporar a su proyecto el trabajo del otro —dijo.

—¿Y por qué iba a hacer yo algo así?

—¡Vaya, tienes claro que voy a morir primero! —No me lo había planteado. Lo había dicho sin pensar—. Entre dos narradores de poco fiar, podríamos conseguir un relato medio preciso —dijo.

—Yo no soy de poco fiar. Es mi deber ser todo lo objetivo posible.

—Los hombres siempre os creéis objetivos y pensáis que los demás albergamos algún interés especial. Me encantaría leer tu trabajo para ver lo mucho que te estás esforzando por convencer a tus futuros lectores de que eres un tío cojonudo. Bueno, da igual, era solo una idea —dijo con indiferencia.

Piqué el anzuelo.

—¿No haces tú lo mismo?

—¿El qué?

—Intentar convencer a tus futuros lectores de que eres buena persona.

—Una vez muerta, me preocupará aún menos que ahora lo que la gente piense de mí. Déjame adivinarlo: cuando escribas sobre esta conversación me pintarás como una chica rubia, de ojos azules y sexi, porque los escritores tenéis que hacer eso por ley. Después admitirás que, a pesar de todo, te desagrado y que eso me resta atractivo a tus ojos y, por último, procurarás diluir esa reacción universalizándola o justificando tu sesgo. Crees que eso te convertirá en un tío liberal y digno de confianza, pero no hará más que poner de manifiesto que te avergüenzas demasiado de tu legado. Llevas escrito «Este es mi momento» en la cara.

Con aquel comentario consiguió arrancarme una sonrisa, lo reconozco.

—¿Y cómo me has descrito tú a mí? —pregunté.

Echó un vistazo a sus apuntes.

—«Lleva un palo metido por el culo. Una especie de Harrison Ford jovencito pero en plan empollón. Me da que no echó ni un polvo en el instituto por rarito, por su educación religiosa y/o porque seguramente estaba gordo». Luego lo redactaré. Dime, ¿he dado en el clavo?

—Ni te has acercado —mentí.

Me excusé porque quería ayudar a Tania con la autopsia. Cuando me volví a mirar a Tomi, la vi sentada en el sillón, con las piernas cruzadas, garabateando algo. Entonces caí en la cuenta de que, en algún momento, nos quedaríamos sin bolígrafos y de que, posiblemente, ella ya lo hubiera pensado: seguro que tenía un montón escondidos.

Vomité cuando no llevábamos siquiera ni un minuto y medio de autopsia y tuve que marcharme. Quedé fatal. Oí a Tania reírse mientras estaba inclinado sobre su lavabo, sujetándome con brazos temblorosos.

En mi defensa diré que no encuentro palabras para describir el olor que despidió el cadáver cuando Tania abrió a la niña con una sierra, del pecho al ombligo, y retiró las dos grandes solapas de carne. Jamás había visto un cuerpo humano tan descompuesto.

Cogí una silla y me senté a la puerta de la habitación, inspirando hondo repetidas veces. Dylan y Nathan esperaban abajo para ayudarnos a enterrarla cuando hubiéramos terminado.

Al cabo de una hora o así, apareció Tania, acalorada, con los guantes manchados de porquería y de sangre ennegrecida. Ese día la notaba cansada.

—Vale, esta no es mi especialidad —dijo, frotándose la frente con el dorso de la mano—. No tengo claro lo que la mató, pero, por el estado de sus pulmones, concretamente por la ausencia de agua en ellos, parece improbable que se ahogara. No puedo hacer un análisis de tóxicos, pero es posible que estuviera drogada. Puede que sufriera un infarto inducido químicamente o algo por el estilo. No veo traumatismos reseñables en la cabeza ni en la garganta. Mi única certeza es que no pudo subir a la azotea y meterse en el depósito ella sola. Solo tengo conjeturas. Lo siento.

—No lo sientas. Con eso sabemos que probablemente estuviera muerta cuando entró en el depósito.

Sonrió y se quitó los guantes.

—No vas a averiguar quién lo hizo. Sabes que hace tiempo que se fueron.

—Puede que sí y puede que no. —Me levanté—. ¿Nos la podemos llevar?

—Sí, ya la he cosido.

—Gracias por tu ayuda. No tenías por qué hacerlo. Bastante tienes con atender a los vivos.

—Es mi trabajo. No pretendo heroicidades, créeme.

Se quitó el poncho que llevaba, lo examinó y se dispuso a meterlo en una bolsa de basura.

Miré más allá, a través de la puerta, al cadáver que estaba en la mesa e intenté recordar un pasaje de las Escrituras o cualquier texto religioso para darle sentido a aquellas manitas sin vida que me daban ganas de estrechar porque no soportaba pensar en el miedo que debía de haber pasado la pobre. En cambio, me vino a la cabeza una frase de Graham Greene: «A fin de cuentas, ¿por qué habríamos de esperar que Dios castigue a los inocentes prolongándoles la vida?».

Tania volvió a la puerta y me miró preocupada.

—¿Te encuentras bien? Te están rechinando los dientes. No te duele nada, ¿verdad?

—No, estoy bien —mentí, mientras me llevaba la mano a la mandíbula para masajearme la zona de la muela que me dolía—. Es el estrés.

Supe entonces que tendría que preguntarle a Tomi dónde escondía su alijo de pasta de dientes. A mí me quedaba poquísima y ya solo la usaba en días alternos. Me fastidiaba porque, para eso, tendría que volver a hablar con ella, y yo ya la había tachado de mercenaria despiadada. Además, había dado en el blanco con respecto a su evaluación biográfica, y eso también me reventaba.

Bajamos a la niña y la enterramos en el jardín, junto con los demás. Cada tumba está marcada con una pequeña cruz de madera. Un par de palitos sujetos con un trocito de cuerda, nada espectacular, y el nombre escrito con rotulador indeleble. Las flores que las adornan son de pega, de nuestras habitaciones. Van envueltas en lazos blancos con la siguiente frase: «Disfrute de su estancia en nuestro hotel».

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