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Día 53
ОглавлениеTengo que escribir sobre el primer día antes de que pase demasiado tiempo y mis recuerdos queden enterrados. Eso es lo que hace la mente con los traumas: los borra, te los devuelve de vez en cuando en forma de flashbacks y sueños, con vértigos, hiperventilación y ataques de pánico. Pero el recuerdo en sí se convierte en una obra de ficción.
He dedicado mi vida entera al tiempo, aunque ninguno de nosotros sepa con exactitud qué es. ¿Una invención social? ¿Una ilusión? ¿Algo cíclico o que avanza en línea recta? A mí me parece lineal, porque debo creer en el progreso para que tenga sentido lo que estudio: las civilizaciones. Pero si pienso ahora en él, me recuerda más bien a una goma, como un intento de alargar el brazo, de avanzar, hasta que un suceso te devuelve de golpe al punto de partida.
Así que tendré que afrontarlo en algún momento, abordarlo de una vez por todas para poder olvidarlo definitivamente. Todos preferimos eludirlo, pensar que estamos progresando para no perder la cordura, pero esa cordura no nos va a salvar, y sé que no avanzaré hasta que me obligue a escribirlo todo.
Ocurrió durante el desayuno. Un grito. La mujer que miraba el móvil. «¡Han bombardeado Washington!».
Sería fácil escribir que, a partir de ese momento, todo sucedió como en una nebulosa, porque así fue. Pero este es mi recuerdo más nítido de lo que pasó luego.
Me levanté; primer instinto fue ir a por el móvil de aquella mujer. Un par de personas más hicieron lo mismo.
Ella lloraba, miraba el móvil y lloraba.
Eché un vistazo alrededor, a los otros que se habían levantado, y al recordar que tenía el móvil en la mesa, volví a sentarme. Me había llegado un mensaje.
Me pregunté si el remitente habría terminado arrepintiéndose de enviarme el que probablemente fuera el último mensaje de su vida.
Alguien gritó: «¡Madre mía!», pero no vi quién.
Me levanté de mi sitio, con el móvil en la mano, y salí corriendo al vestíbulo. Había cola en recepción, de unas tres personas. Miré el móvil, a recepción y a la puerta. No sé cuánto tiempo me quedé allí plantado, pero fue un rato. No tenía ni idea de qué hacer: si marcharme, intentar llamar a alguien o pedir más información al personal del hotel. Así que me quedé allí hasta que alguien que se dirigía a toda velocidad hacia la salida me golpeó el hombro.
El sobresalto me puso en marcha. Intenté llamar a Nadia, pero comunicaba o estaba fuera de cobertura. Ni siquiera conectaba, no daba tono. No sé por qué, probé a llamar a Luke, el alumno de doctorado que me había mandado el mensaje, pues figuraba el primero en el registro, aunque tampoco conseguí conectar.
Noté que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico, pero me dije que no. No dejaba de decírmelo. Sería un atentado terrorista, seguro, ya habíamos padecido alguno antes. Egoístamente, me dije que, de todas formas, no tenía familiares ni amigos en Washington. Era algo malo, pero todo el mundo al que conocía estaba a salvo. Podría tratarse de otro 11-S, pero todos mis conocidos estaban bien.
Me aparté de recepción, donde la gente discutía a voces en un batiburrillo ininteligible de idiomas extranjeros, abrí las aplicaciones de las redes sociales en el móvil y me recosté en la pared del vestíbulo, lejos del bullicio. Estaba pensando en volver al comedor cuando vi un titular.
ÚLTIMA HORA: ATAQUE NUCLEAR EN CURSO SOBRE WASHINGTON. SEGUIREMOS INFORMANDO.
Fue como si una mano helada me agarrara por el cuello. Se me entumeció la mandíbula. Un escalofrío me sacudió el cuerpo entero, desde el estómago hasta los hombros, y luego se extendió por la espalda. Me empezaron a temblar las manos. No podía leer. Lo único que veía era la palabra NUCLEAR.
Me recompuse. No podía ser nuclear. No, en ese sentido. «Nuclear» significaba el fin. Estarían usando esa palabra como ciberanzuelo.
Recuperé el control de mi móvil mientras me desplazaba por los titulares de la secuencia de sucesos.
ÚLTIMA HORA: ESTALLA UNA BOMBA NUCLEAR EN WASHINGTON. SEGUIREMOS INFORMANDO.
ÚLTIMA HORA: ATAQUE NUCLEAR EN ESTADOS UNIDOS.
ÚLTIMA HORA: LOS EXPERTOS CALCULAN UNAS DOSCIENTAS MIL VÍCTIMAS.
ÚLTIMA HORA: CONFIRMADO, EL PRESIDENTE Y SU EQUIPO ENTRE LOS FALLECIDOS POR LA EXPLOSIÓN NUCLEAR. A LA ESPERA DE MÁS INFORMACIÓN.
Había otros titulares, sobre el silencio informativo de Reino Unido y otro ataque en Alburquerque.
Recordé que había un televisor en mi habitación.
Pero, de pronto, dejé de ver. Se me fue la vista como se va la luz. Todo se puso negro y solté el móvil. Creo que vomité, pero no estoy seguro. Quise volver al comedor a tientas, pero decidí que era inútil, así que me senté en el suelo, con la espalda pegada a la pared.
Por un momento me sentí parte de El día de los trífidos. Pensaba que me había quedado ciego de verdad. Oía actividad en torno a mí, a personas corriendo y llorando, y alguien gritó, una vez. Nadie se detuvo, sin embargo, a hablar conmigo.
Recobré la vista después de lo que me parecieron horas, aunque probablemente no fueran más que treinta minutos. Gateando por el suelo, había rescatado el móvil y me lo había pegado al pecho, abrazándolo, hasta que pude volver a ver.
Alguien se detuvo a mi lado cuando parpadeaba, intentando recobrar la visión, y entonces vi que una mujer se alzaba sobre mí. Ahora sé que era Tania. Entonces, no.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó—. ¿Necesita ayuda?
Otra persona, un hombre, le dijo que se diera prisa, que tenían que llegar al coche.
No contesté, o a lo mejor le dije que estaba bien. No lo sé. Siento no poder ser más preciso.
Entonces, me sorprendí de nuevo en el comedor. O, por lo menos, me recuerdo en la entrada, mirando fijamente mi libro, mi café y mi mesa. Había dos personas en la puerta del bar, cogidas de la mano: Mia y Sasha, creo, los gemelos. Todos los demás se habían ido.
Vi que miraban un televisor montado en la esquina superior del salón y corrí hacia ellos. No entendía lo que decían, claro, pero no dejaban de reproducir un vídeo breve en bucle. El presentador tartamudeaba, visiblemente sudoroso.
Alguien había estado grabando algo, uno de sus amigos, hasta que una luz cegadora había inundado la pantalla entera y la emisión se había cortado. Ruido blanco.
—¿Qué está diciendo? —les espeté.
—No hay más que luz —contestó el joven Sasha—. La ciudad se ha evaporado.
Otro vídeo, filmado desde lejos y procedente de Twitter, captaba las luces del contorno de Nueva York en el instante mismo del apagón: con los edificios sumidos en la oscuridad o absorbidos por ella, y a la izquierda de la imagen, una nube gigantesca que latía mientras se elevaba. Eso era lo único que veía todo el mundo. Un destello cegador, la nube, la nube más colosal que jamás hubiera visto, y las luces apagándose.
—¿Cuántas ciudades estadounidenses? —pregunté.
—De momento hablan de tres.
—¿Tres?
—Una en algún lugar de Texas —dijo Mia, llorando.
Empezó a hablar frenética con Sasha en un idioma que desconocía.
De pronto, me flojearon las piernas y me alejé tambaleándome y chocando con una mujer a la que estuve a punto de tirar al suelo.
—Perdón, perdón... —mascullé, sin dejar de correr.
Ella iba gritando, pero no creo que fuera a mí.
Subí a mi habitación y, de pronto, estaba allí, haciendo las maletas. Encendí la tele, pero los principales canales estadounidenses ya no emitían. Solo funcionaban los suizos, y casi me vuelvo loco intentando averiguar cómo ponerle subtítulos a aquel vídeo que se repetía una y otra vez. Cuando lo conseguí, intenté llamar de nuevo a Nadia, pero no había señal. Probé con el fijo de la habitación, preguntándome si serían solo los móviles los que no funcionaban, pero tampoco obtuve nada.
Me dieron ganas de estampar el teléfono, pero no lo hice. Se me ocurrió la idea absurda de que me iban a cargar los desperfectos. La conmoción casi me había dejado ciego, pero aún conservaba la presencia de ánimo suficiente para preocuparme por la cuenta.
No terminé de hacer la maleta porque, sinceramente, no sabía qué hacer. Salí de la habitación y empecé a deambular por los pasillos, buscando a los compañeros del congreso. Supuse que alguno de ellos llevaría mejor la noticia y me diría qué hacer. Necesitaba desesperadamente que alguien me dijera qué hacer. Era como volver a ser un chiquillo, y lo único que deseaba era que un adulto se hiciera cargo de todo.
Buscando obsesivamente titulares en el móvil que estuvieran en inglés, no paraba de ver la palabra NUCLEAR. Seguía pensando que la estaba leyendo mal. Washington no podía haber sufrido un ataque nuclear, porque eso no había pasado nunca. Si hubiera habido un ataque nuclear, aquello sería el fin, pero el mundo que conocíamos no se acababa sin más. No se acababa porque eso no había pasado nunca antes.
ÚLTIMA HORA: ESTALLA UNA BOMBA NUCLEAR EN WASHINGTON; SE TEME QUE HAYA CIENTOS DE MILES DE MUERTOS.
ÚLTIMA HORA: EL PRIMER MINISTRO CANADIENSE PIDE CALMA ANTE EL ATAQUE NUCLEAR EN ESTADOS UNIDOS.
ÚLTIMA HORA: ESTADOS UNIDOS SIN GOBIERNO MIENTRAS LA BOMBA NUCLEAR DEVASTA WASHINGTON.
La única foto de Washington que tenían de momento estaba hecha con un móvil. En ella solo se veía la oscuridad y la nube. Nada más.
Yo no estaba capacitado. Necesitaba a alguien que me orientara. En mi planta, se abrían y cerraban puertas. Vi a algunas personas correr hacia las escaleras. Un hombre salió de su habitación y se volvió a mirarme. Sabía quién era, pero había olvidado momentáneamente su nombre.
Joe Fisher, un profesor de la Universidad Estatal de Pensilvania. Ahora sé quién era. Hacía siete años que lo conocía.
—Jon, hay que pedir un taxi —me dijo, recolocándose las gafas—. Escocia ha desaparecido.
—Escocia... ¿ha desaparecido?
—Sí, hay que pedir un taxi. ¿Tienes algún número?
Tardé un momento en comprender lo que me decía. Ninguno de nosotros tenía coche. Todos habíamos venido de la estación en taxi.
Me eché a reír, como si me hubiera vuelto loco. Desde luego, eso fue lo que pensó de mí. Me miró como si hubiera perdido el juicio, y me dejó allí. Yo no podía dejar de reír. Tuve que sentarme mientras mantenía la cabeza entre las manos, mirando fijamente el móvil y las noticias que iban apareciendo en él. Me pareció absurdo que, en un momento así, lo único que se le ocurriera fuese pedir un taxi. Escocia había desaparecido, de modo que, por supuesto, había que pedir un taxi.
Al cabo de un rato, la risa cesó. No se transformó ni en lágrimas ni en nada. Simplemente, se desvaneció y me dejó confundido a causa de mis propias reacciones.
Me levanté, fui a por mi maleta a medio hacer y cogí el ascensor al vestíbulo. Todo el mundo gritaba, en muchísimos idiomas distintos. Una de las recepcionistas intentaba hacerse oír, pero nadie le hacía caso. Ella y un compañero se subieron al mostrador y se alzaron sobre la multitud.
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! —gritó. El hombre, más joven, se puso a su lado y, temblando, tradujo al inglés lo que ella decía. Todo el mundo guardó silencio un segundo—. ¡No salen vuelos de ningún aeropuerto! ¡Es muy improbable que hoy funcione ningún otro medio de transporte público! ¡Por favor, procuren mantener la calma y los ayudaremos en lo que podamos! ¡Les aconsejamos que no se vayan ahora en coche!
Pero la gente se marchaba, salía en tropel del edificio. Los observé, pegado a la pared, parcialmente oculto por una planta. Empecé a caer en la cuenta de que nadie iba a decirme qué hacer. Mi país no tenía gobierno. Escocia había desaparecido. Cientos de miles de personas habían muerto y todo el mundo esperaba que un gobierno que ya no existía les informara del protocolo que debían seguir en una situación que nunca había ocurrido antes.
Intenté llamar a Nadia al móvil otra vez, pero no había señal.
Estarían en casa. Allí era medianoche.
Pensé en el destello de luz, en aquella nube gigantesca y el amanecer artificial que había generado, y en las luces de la ciudad apagándose después.
Probé a llamar al fijo, y me dio tono.
El corazón...
No, no puedo escribirlo así.
Pensé que si lograba hablar con Nadia, si una de mis hijas cogía el teléfono, todo iría bien. Perdí de vista lo demás, salvo el tono del teléfono. Sonó y yo me imaginé el aparato en el pasillo de casa. Estaba a punto de oír la voz de Nadia y todo se iba a arreglar. Me iba a decir que ella y las niñas estaban bien y, luego, decidiríamos qué hacer. Podríamos coordinarnos y hablar por el fijo.
Siguió sonando y no contestó nadie. La voz que me hizo polvo fue la del contestador. No era la de Nadia, ni la de Marion, ni la de Ruth. Era la mía, yo mismo pidiéndome que dejara un mensaje.
Ese fue el momento en el que el tiempo se detuvo para mí. Da igual cuántos días hayan pasado. Todo se remonta a ese instante que arrasó mis cimientos.
Perdí el control y lancé el teléfono, que golpeó contra la pared que había a la izquierda del segundo ascensor. Oí que se rompía la pantalla, y ese fue el fin. Me tapé la cara con las manos y lloré, allí mismo, en el vestíbulo, delante de todo el mundo, aunque nadie me prestara la más mínima atención, y apenas pasó un momento cuando me di cuenta de que la gente hablaba de más bombas que habían estallado en China, y otra cerca de Múnich, o en algún lugar de Alemania. No me acuerdo bien.
Luego empezó a resultar más difícil informarse en otra parte que no fueran las redes sociales, porque la mayoría de las cadenas de televisión ya no emitían. Más tarde, oí a alguien hablar de bombardeos en Rusia y, más concretamente, en Jerusalén. Tengo por ahí una lista que hice deprisa y corriendo antes de que internet dejara de funcionar. No sé por qué intento recordar el orden preciso aquí. Ni siquiera sé si importa. Oí decir: «¡Han bombardeado Washington!», y, aun ahora, sigo sin saber quiénes fueron.
Ese fue el verdadero principio de todo, el primer día.