Читать книгу Motivo de ruptura - Харлан Кобен - Страница 10

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Myron entró en su despacho a trompicones, muerto de sueño. La noche anterior ni siquiera se había preocupado de irse a la cama. Había intentado leer, pero las palabras formaban oleadas incomprensibles ante sus ojos. Puso el televisor. Nick at Nite, un programa con el mismo contenido cultural que el queso en spray. Luego, tres horas de episodios de Bonanza. El papel de Adam Cartwright que hacía Pernell Roberts era, por resumirlo en una frase, puro talento interpretativo.

No obstante, ni siquiera un entretenimiento tan intelectual pudo impedir que su mente le repitiera una y otra vez el mismo mensaje: Jess había vuelto. Y tal y como había dicho Win, no era ninguna coincidencia.

A medianoche, su madre había ido a verle, llevaba la bata puesta.

—Hijo, ¿te encuentras bien?

—Sí, estoy bien, mamá.

—Esta noche parecías algo distraído.

—No es nada, es que tengo muchísimo trabajo.

Ella se quedó mirándolo con una expresión incrédula que parecía significar «las madres lo saben todo» y al final dijo:

—Lo que tú digas.

Con treinta y un años, Myron seguía viviendo en casa de sus padres. Sí, tenía su propio espacio, su dormitorio y baño en el sótano, pero no valía la pena engañarse. Myron todavía vivía con papá y mamá.

Cinco minutos después de que su madre se hubiera ido a la cama, Christian llamó a Myron por su línea privada, la que sonaba en un tono muy bajo en el sótano para no despertar a sus padres, que tenían el sueño muy ligero. Myron estaba seguro de que en una vida anterior habían sido alguna especie de vigías de guetos. Christian le contó lo de las extrañas llamadas de teléfono.

Myron conocía muy bien el asterisco-seis-nueve, más conocido como Return Call. La compañía telefónica cobraba una cantidad cada vez que se utilizaba ese servicio, unos setenta y cinco centavos por llamada. El problema era que Return Call no rastreaba el número, sólo volvía a marcar el número de la última llamada recibida sin decir qué número era. Por el contrario, asterisco-cinco-siete, Call Trace, sí lo habría hecho, aunque el número sólo hubiera ido a parar a la compañía telefónica local para proporcionarlo a las autoridades pertinentes.

A pesar de todo, Myron tenía pensado llamar a alguno de los viejos contactos que tenía en la compañía de teléfonos para ver si podía descubrir algo. Sabía que el asterisco-seis-nueve solamente funcionaba en determinadas localidades, lo que significaba que la llamada no era de larga distancia, lo que ya era un comienzo. Menos daba una piedra. También iba a ponerle al teléfono de Christian un identificador de llamadas. Éstos ya no eran como los que salían por la tele, con los que el héroe tenía que conseguir que el malo siguiera hablando el tiempo suficiente para poder completar el rastreo. Eran automáticos. Estos trastos te enseñaban el número de la persona que te llamaba antes de coger el teléfono.

Pero, claro, ninguna de estas tretas iba a responder a las siguientes preguntas: ¿Era realmente la voz de Kathy la que había oído Christian? Y, de ser así, ¿qué significaba aquello?

Un montón de preguntas y muy pocas respuestas.

Se acercó a la mesa de Esperanza y le preguntó:

—¿Cómo va todo?

Su secretaria lo fulminó con la mirada, hizo un gesto de asco con la cabeza y centró de nuevo su atención en lo que tenía en la mesa.

—¿Te has vuelto a pasar al descafeinado?

Esperanza volvió a lanzarle otra mirada asesina y Myron se encogió de hombros.

—¿Algún mensaje?

Un gesto negativo con la cabeza. Esperanza murmuró algo. A Myron le pareció captar un insulto en español.

—¿Me vas a decir de una vez por qué estás tan enfadada?

—Vamos —dijo ella en tono mordaz—, como si no lo supieras.

—Pues no lo sé.

Esperanza volvió a lanzarle aquella mirada. En general, las mujeres tienen un talento natural para las miradas, pero lo de Esperanza era un don divino.

—Olvídalo —le dijo él—. Ponme con Otto Burke y ya está.

—¿Ahora? —dijo Esperanza con un tono repleto de sarcasmo—. ¿No tienes muchas cosas que hacer?

—Hazlo y punto, por favor, ¿de acuerdo? Me estás empezando a cabrear.

—Uuuuh, mira cómo tiemblo.

Myron negó con la cabeza. En aquel preciso momento no tenía tiempo para luchar contra su mal genio. Cruzó la habitación, abrió la puerta del despacho y se quedó de piedra.

—Hola.

Myron se aclaró la garganta y cerró la puerta tras de sí.

—Hola, Jessica.

Según Jessica, para la mayoría de deportistas el foco de la atención pública va apagándose poco a poco. Pero para algunos desafortunados, el foco se apaga de repente como si se hubiera producido un apagón, dejando al deportista confuso en medio de la oscuridad.

Como en el caso de Myron.

Para la mayoría de deportistas, el juego de las esperanzas ayuda a ir reduciendo la luz del foco poco a poco. Una estrella en el instituto se convierte en carne de banquillo en la universidad y la luz del foco se apaga un poco. La superestrella universitaria descubre que nunca va a llegar a ser un profesional y el foco se apaga un poco más. Y luego están aquellos pocos, aquellos únicos entre un millón, los que tienen «lo que hay que tener», que logran convertirse en deportistas profesionales.

Para estos últimos, la luz del foco es cegadora y daña la vista de los que la miran directamente. Y eso es lo que hacía que el efecto de apagado gradual fuese tan importante. Un deportista podía acostumbrarse a perder la atención pública paulatinamente. Su carrera llegaba al cenit y luego comenzaba a decaer. Pasaba de ser un novato sin experiencia a ser el jugador en su mejor temporada y después empezaba a declinar al llegar a la fase de curtido veterano.

Pero a Myron no le habían ido así las cosas.

Él había sido uno de aquellos pocos elegidos que había disfrutado de la luz más potente que se pueda imaginar como si el foco de la atención pública lo hubiera iluminado tanto desde fuera como desde dentro. Su talento para el baloncesto había salido a relucir por primera vez durante el sexto curso. Había llegado a superar todos los récords de puntuación y de rebotes del condado de Essex, Nueva Jersey, el eterno bastión del baloncesto. Myron era bajo para ser alero, ya que sólo medía un metro noventa y nueve centímetros según la ficha oficial (uno con noventa y dos en realidad), pero físicamente era una bestia, estaba hecho un toro y era muy buen saltador para ser blanco. Pudo elegir entre las mejores universidades, se quedó con la de Duke y en cuatro años ganó dos títulos de la NCAA.

Los Boston Celtics se lo quedaron en la primera ronda del draft y fue el octavo elegido en general. El foco de atención de Myron cobró una brillantez increíble.

Y entonces fue cuando saltaron los plomos.

«Una lesión insólita», lo llamaron. Un partido de pretemporada contra los Washington Bullets. Dos jugadores que entre los dos pesaban doscientos setenta kilos atraparon al rookie Myron Bolitar entre sus cuerpos. Los médicos le llenaron la cabeza de terminología a aquel pobre chico que nunca antes había sufrido una lesión, ni siquiera un tobillo torcido. Fractura múltiple, le dijeron. La rótula hecha añicos. Yeso. Silla de ruedas. Muletas. Bastón.

Años.

Dieciséis meses después, Myron pudo caminar de nuevo, aunque estuvo cojeando otros dos años. Nunca volvió al baloncesto. Su carrera había terminado. La única vida que había conocido se le acababa de desmoronar. La prensa le hizo uno o dos reportajes, pero no tardó en olvidarse de Myron.

Un apagón total.

Jessica frunció el ceño. «El foco de atención», qué metáfora más mala. Demasiado típica a la vez que imprecisa. Negó con la cabeza y dirigió la mirada a Myron.

—Ahora lo entiendo —dijo Myron.

—¿Qué entiendes?

—El mal genio de Esperanza.

—Ah —dijo sonriéndole—. Le he dicho que teníamos una cita. No parecía muy contenta de verme.

—No me digas.

—Todavía me mataría por un centavo, ¿no?

—O por medio —repuso Myron—. ¿Quieres una taza de café?

—Y tanto.

Myron descolgó el teléfono y dijo:

—¿Podrías traerme un café solo? Gracias —y acto seguido colgó y volvió a centrarse en Jessica.

—¿Qué tal está Win? —preguntó ella.

—Bien.

—¿Su familia aún es la propietaria del edificio?

—Sí.

—Supongo que se ha convertido en un gran genio de las finanzas, muy a pesar suyo.

Myron asintió, esperando.

—Así que todavía estás con Win —prosiguió ella—. Y aún tienes a Esperanza. No han cambiado tanto las cosas.

—Han cambiado muchísimo —repuso él.

Esperanza apareció en aquel momento por la puerta, todavía enfadada, y dijo:

—Otto Burke estaba reunido.

—Pues prueba con Larry Hanson.

Esperanza le pasó el café a Jessica, esbozó una sonrisa extraña y se marchó. Jessica se quedó mirando la taza y preguntó:

—¿Crees que habrá escupido dentro?

—Probablemente —contestó Myron.

Jessica dejó la taza sobre la mesa y luego dijo:

—Bueno, de todas maneras estoy intentando no beber tanto café.

Myron dio la vuelta a su escritorio y se sentó. La pared que tenía detrás estaba repleta de pósters de espectáculos teatrales, todos ellos musicales. Tamborileó los dedos sobre la mesa.

—Siento mucho lo de ayer —dijo Jessica—. Quería darte una sorpresa, pillarte desprevenido. Y no al revés.

—Sigues intentando llevar siempre ventaja.

—Sí, supongo. La mala costumbre de siempre.

Él se encogió de hombros, pero sin decir nada.

—Necesito que me ayudes —dijo Jessica.

Myron esperó.

Finalmente, ella inspiró hondo y se lanzó:

—La policía dice que mataron a mi padre en un atraco. Pero yo no me lo creo.

—¿Qué es lo que crees? —inquirió él.

—Creo que su asesinato está relacionado con la desaparición de Kathy.

Myron no se sorprendió. Inclinó el torso hacia delante sin posar su mirada en la de ella durante demasiado tiempo, y dijo:

—¿Qué te hace pensar eso?

—La policía cree que es una mera coincidencia —se limitó a decir—. Y yo no creo demasiado en las coincidencias.

—¿Y qué opina aquel amigo policía de tu padre, como-sellame?

—Paul Duncan.

—Sí, eso. ¿Has hablado con él?

—Sí.

—¿Y?

Jessica empezó a dar golpecitos con el pie contra el suelo, una vieja manía inconsciente y muy molesta, así que se obligó a sí misma a dejar de hacerlo.

—Paul también dice que fue un atraco. Me ha contado todos los detalles de la escena del crimen: la cartera y las joyas desaparecidas y todo eso. Es totalmente lógico y objetivo, lo que no es muy típico de él.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que Paul Duncan es una persona a la que le apasiona su trabajo. Un exaltado. Y ahora que han asesinado a su mejor amigo casi parece que le dé igual. No es propio de él. —Jessica hizo una pausa y cambió de postura en la silla—. Hay algo que no encaja, y no se me ocurre una manera mejor de definirlo.

Myron se acarició la barbilla y se mantuvo en silencio.

—Mira, ya sabes que nunca tuve una relación muy estrecha con mi padre —prosiguió Jessica—, no era un hombre al que fuera fácil tener cariño. Se entendía mejor con sus cadáveres que con los seres vivos. Le gustaba el ideal de la familia, el concepto, pero en la práctica se le hacía muy pesado. A pesar de todo tengo que descubrir la verdad. Por Kathy.

—¿Cómo se llevaba tu padre con Kathy? —preguntó Myron.

Jessica se quedó pensando un momento antes de responder.

—Últimamente mejor. Cuando éramos niñas, no se tenían mucho cariño. Kathy era el ojito derecho de mamá y siempre estaba con ella, quería ser como ella y todo eso. Pero antes de su desaparición, me atrevería a decir que se llevaba mejor con mi padre que con mi madre. Se quedó destrozado cuando desapareció. Se obsesionó. Bueno, «obsesionado» no sería la palabra exacta. Todos estábamos obsesionados, como es lógico, pero no tanto como mi padre. La desaparición de Kathy lo consumió por completo. Cambió de personalidad. Siempre había sido el típico médico forense del condado, muy tranquilo, una persona serena, pero después de aquello comenzó a utilizar su posición para presionar a la policía las veinticuatro horas del día. Se volvió paranoico y estaba convencido de que la policía no hacía lo posible para encontrarla. Incluso empezó a investigar por su cuenta.

—¿Y descubrió algo?

—No. No que yo sepa.

Myron miró en otra dirección. Hacia la pared del fondo. Tenía colgada una fotografía de la película de los Hermanos Marx Una noche en la ópera, desde la que Groucho lo observaba sin ofrecerle ninguna respuesta.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Nada, tú sigue.

—Pues no hay mucho más que contar. Lo único que te puedo decir es que mi padre se comportó de un modo muy extraño durante sus últimas semanas de vida. Empezó a llamarme a cada momento cuando antes solíamos hablar tres veces al año, y su voz sonaba un poco triste. Era como si estuviera interpretando el papel del padre perfecto con un vigor renovado. No sabría decir si fue un cambio de verdad o algo temporal.

Myron asintió y volvió a dejar la mirada perdida sin decir nada. Jessica casi llegó a pensar que se había ido a la Luna, cuando, de repente, con una voz tan suave que apenas se podía oír, preguntó:

—¿Qué crees que le pasó a Kathy?

—No lo sé.

—¿Crees que está muerta?

—Yo... —Jessica se detuvo un instante—, la echo de menos. Es... No quiero pensar que está muerta.

Myron volvió a asentir y dijo:

—Bueno, y entonces, ¿qué quieres que haga?

—Investigar. Descubrir lo que está pasando.

—Suponiendo que esté pasando algo.

—Correcto.

—¿Y por qué yo?

Jessica se quedó pensativa un instante y finalmente contestó:

—No estoy segura —respondió—. Pensé que me creerías. Que querrías ayudarme.

—Te ayudaré —dijo él—, pero quiero que entiendas una cosa: tengo un interés comercial en resolver este asunto.

—¿Christian?

—Soy su representante —continuó—. Soy el responsable de que todo le vaya bien.

—Todavía echa de menos a mi hermana —dijo ella.

—Sí.

—¿Está bien?

—Sí, está bien —contestó Myron sin cambiar de expresión.

—Es un buen chico. Me cae bien —dijo Jessica.

Myron se limitó a asentir con la cabeza.

Jessica se levantó y se dirigió hacia la ventana. Myron apartó la vista de ella. No le gustaba mirarla demasiado rato y ella comprendía por qué, aunque también le dolía. Jessica contempló Park Avenue, doce plantas abajo. Un taxista con turbante agitaba el puño hacia una anciana que andaba con bastón. La viejecita le golpeó con el bastón y salió corriendo. El taxista cayó al suelo pero el turbante ni se le movió.

—Ocultar tus sentimientos nunca ha sido tu punto fuerte —dijo ella mientras seguía mirando por la ventana—. ¿Qué es lo que no te atreves a decirme?

Myron no contestó.

—Myron... —rogó ella.

En ese momento, Esperanza lo salvó al aparecer por la puerta sin llamar y afirmar:

—Larry Hanson no está en la oficina.

Win apareció detrás de ella y dijo:

—He descubierto algo en la revista... —empezó a anunciar, pero se detuvo de inmediato al ver a Jessica.

—Hola, Win —saludó ella.

—Hola, Jessica Culver —y tras decir eso los dos se dieron un abrazo—. Madre mía, estás fantástica. El otro día leí un artículo sobre ti en el que te llamaban la sex symbol literaria.

—No deberías leer esas porquerías.

—Pues estaba en la sala de espera del dentista, de verdad.

En ese momento se produjo una pausa incómoda, que Esperanza deshizo al señalar a Jessica y hacer un gesto de vómito colocándose el dedo en la boca para luego salir del despacho.

—Tan dulce como siempre —dijo Jessica entre dientes.

—¿Dónde te hospedas? —preguntó Myron levantándose de la silla.

—En casa de mi madre —respondió Jessica.

—¿Todavía tenéis el mismo número de teléfono?

—Sí.

—Te llamaré más tarde, entonces. Ahora tengo que irme con Win.

Jessica se quedó mirando a Win fijamente y éste le respondió con una sonrisa y una expresión neutra, como siempre.

—Esta tarde tengo una reunión con mi editor —dijo ella—, pero estaré en casa toda la noche.

—Perfecto. Te llamaré entonces.

Se produjo un punto muerto en el que nadie sabía muy bien cómo despedirse. ¿Con un ademán? ¿Con un apretón de manos? ¿Con un beso?

—Tenemos que irnos —dijo Myron finalmente, y acto seguido pasó junto a ella sin acercarse demasiado.

Win se encogió de hombros como queriendo decir «¡qué le vamos a hacer!» y se fue detrás de Myron. Jessica se quedó mirando cómo desaparecían por la puerta, como si fueran Batman y Robin yendo a la baticueva.

Luego también ella se marchó. Ya había visto a Myron dos veces y aún no se habían tocado, ni siquiera se habían rozado.

Era un detalle curioso en el que pensar.

Motivo de ruptura

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